Cuando la Reina y el Duque Blanco se encontraron…

Mediada la década de los setenta la preocupación se extendía entre los directivos de Decca Records. Tras perder a los Rolling Stones, David Bowie se había convertido en su principal activo. Una mina de oro que no rendía en los Estados Unidos, un mercado inmenso que ignoraba a la gran estrella del rock europeo del momento. Una intensa campaña publicitaria y el apoyo de John Lennon proporcionaron a Bowie su primer número uno en el Billboard americano con «Fame», pero aquella efímera víctoria no tuvo continuidad. No se trataba de que su música fuese más o menos inteligible para el público americano. El problema era su imagen andrógina. Lo que en Europa suponía un plus en América retraía. De modo que se pusieron a perpetrar un profundo lavado de imagen del músico.

La gran apuesta de la discográfica consistió en introducir a Bowie como invitado en el especial navideño de Bing Crosby. Un programa de gran aceptación en los States que tenía un marcado tono familiar. En una época en la que la televisión articulaba la vida del ciudadano americano, el especial navideño de Crosby se había convertido en pocos años en una cita ineludible de toda la familia frente al televisor. El once de septiembre de 1977 David Bowie llegó al plató enormemente nervioso. Estaba a punto de conocer a Bing Crosby, uno de sus mayores ídolos cuyo estado de salud, además, era sumamente delicado a causa de sus conocidos problemas coronarios. Para la ocasión preparó unas sentidas palabras de agradecimiento que olvidó en cuanto Crosby estuvo frente a él. Lo único que supo hacer en ese momento fue abrazarle con fuerza y darle las gracias, algo que el huraño Crosby no entendió viniendo de aquel tipo extraño al que él ni siquiera conocía. Tras la grabación de un híbrido del clásico «Little Drummer» y «Peace on Earth», tema compuesto por el propio Bowie para la ocasión, Bowie se despidió de Crosby del mismo modo en que le había conocido: con un sentido abrazo acompañado de alguna lágrima. Un mes más tarde, Bing Crosby murió de un ataque al corazón.

El programa, emitido el último fin de semana de noviembre de 1977, fue en éxito pero la carrera americana de Bowie no se consolidó. Aquella circunstacia le sumió en una depresión que creció y creció durante los años siguientes. Sentía que había perdido su identidad musical, los problemas de pareja con su esposa Angela se convirtieron en irresolubles y su adicción a las drogas, motivo por el que se mudó a Berlín tratando de desintoxicarse, se habían convertido en endemicos. No pocos de los que se decían amigos suyos comenzaron a darle la espalda a principios de los ochenta.

En aquella época finiquitó un matrimonio desastroso que se había convertido en un campo de batalla y se marchó a una clínica de desintoxicación en Suiza sin fecha de regreso. La heroína que se inyectaba para evadirse había cuarteado su piel y la cocaína que consumía para activarse le provocaba episodios de paranoia. La presión exterior que sentía era intensa. Necesitaba parar o su cuerpo no aguantaría más de unos pocos meses. En la clínica de Montreux a la que llegó en un estado físico penoso le dejaron claro desde el primer día que allí sería uno más: no tendría ningún tipo de privilegio. Su rutina se estructuró entre trabajos creativos matinales y paseos vespertinos en los boscosos alrededores de la clínica. Fue durante uno de esos paseos cuando se encontró casualmente con Roger Taylor, batería de Queen que había adquirido una casa en aquel lugar en busca del anonimato. En principio Taylor no le reconoció. Se fijó en un tipo alto y delgado que le resultaba familiar pero al que no era capaz de identificar. Pocos días volvió a encontrarse con aquel tipo delgado y espigado. Gritó su nombre y Bowie se giró. Aquel día nació una intensa amistad que se fortaleció las semanas siguientes. Bowie le confesó que había tocado fondo. No podía más. Taylor trató de devolver el impulso perdido a Bowie con una colaboración en un tema de Queen. La propuesta era sencilla, ofreció a Bowie que hiciese los coros del tema «Cool Cat» que el grupo tenía previsto lanzar como maxisingle. El cantante, asustado en un principio, acabó aceptando. La única condición que puso a cambio de su participación fue que el tema fuese grabado en Montreux. La rehabilitación iba realmente bien. Se sentía con fuerzas por primera vez en muchos años. No podía abandonar ahora. Taylor aceptó la condición.

Pocas semanas más tarde, David Bowie y Freddie Mercury se encontraron cara a cara en los estudios Montreux de la ciudad suiza del mismo nombre.  Llegar hasta aquella situación no le llevó demasiado tiempo a Taylor. Le bastó con llamar a sus compañeros de grupo para contarles en qué estado había encontrado a Bowie. Debían sacarle del fango. Además, la perspectiva de unir en una misma canción las voces de Mercury y Bowie suponía en la práctica la unión de las dos casas reales más populares del mundo de la música en aquel momento. Se trataba de una oportunidad única que no debían perder. La confirmación final llegó de los labios de Mercury cuando le dijo al resto de integrantes del grupo: «A qué estamos esperando».

La grabación no fue fácil. La canción, que sobre el papel era impecable, no funcionaba. En los momentos de mayor duda se dio esa clase de prodigios que ocurren de tanto en tanto cuando Bowie comenzó a improvisar sobre la marcha un tema compuesto por Taylor titulado «Feel Like» que la banda había desechado con anterioridad. Cuando Mercury se unió a la improvisación se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era dinamita. Bowie comenzó a sumar letra a la música mientras Mercury creaba un estrillo a base de palabras inventadas. Trabajaron en el tema hasta la madrugada. No podían parar. Al amanecer del día siguiente había nacido «Under Pressure».

Cuando Fuimos Inocentes. Música de cine en los 70. Corte I…

Acababa de iniciarse una nueva década. Al margen del tumultuoso estados de las cosas ahí fuera, el mundo del cine mantenía una guerra contra la televisión que se estaba perdiendo. El cine europeo, y en menor medida el asiático, marcaban las tendencias cinematográficas. El sistema de estudios hollywoodiense se había venido definitivamente abajo y las estrellas se reformulaban ahora con menos brillo. La década de los setenta se presentaba con el género catastrofista como exponente de lo que reclamaba el público mientras el cine de autor, estancado en sus endogámicas premisas, comenzaba un lento e imparable declive. Fue entonces cuando una nueva generación de cineastas propulsaron el renacimiento del cine americano. Coppola, de Palma, Spielberg, Lucas, Scorsese, Friedkin, Penn, Rafelson, Benton, Bogdanovich y así hasta tres docenas largas de nombres que iniciaron la revolución que cambió para siempre el mundo del cine. El resto del mundo cinematográfico tardó en reaccionar al terremoto y cuando lo hizo la desventaja era tal que costó ponerse a rebufo del gigante.

Pero ellos solos no habrían logrado nada sin los equipos que los respaldaban. Y entre la maraña técnica y artística figuran los departamentos musicales. Tras los actores, tal vez sea la música el elemento más reconocible de una película. Muchos de los compositores que dieron forma a la década llevaban toda una vida orquestando historias para la pantalla de plata. Algunos más llegaron para quedarse. La mayor parte son simples nombres a los que cuesta poner rostro. Cuestión que a ellos, con seguridad, les importa poco pues es su música la que se incrustó en nuestras memorias y eso les basta.

Junto a Carles (Cinempatía) inicio aquí una retrospectiva sobre las melodías que forman la banda sonora de nuestras vidas. Disfrútenla…

«ASESINO IMPLACABLE» (Get Carter, de Mike Hodges, 1971)

Partitura de Roy Budd

Y, por mi parte, empiezo con un autor y una película que nada tiene que ver con lo señalado en el post introductorio. El thriller ‘Get Carter’ que protagonizó Michael Caine, que aquí se retituló de manera más explícita como ‘Asesino implacable’, y que también inspiraría a Sylvester Stallone un remake en 2000 que nadie vio, al menos en los cines (era cuando las películas de Sly eran puro veneno en taquilla, aunque después resurgiría de sus cenizas con las nuevas entregas de Rambo o Rocky). Para la ocasión, el londinense Roy Budd, que murió prematuramente a los 46 años, creó una de las bandas sonoras, con música instrumental y canciones, consideradas como una de las mejores del cine cine británico de la década. Y el caso es que su tema principal tiene su qué y, ¡créanme!, sigue funcionando.

«EL DÍA DE LOS TRAMPOSOS» (There Was a Crooked Man, de Joseph Leo Mankiewicz, 1970)

Canción de Charles Strouse y Triny Lopez

Antes comentaba que hubo una etapa en que las películas de Stallone no interesaban a nadie. Bien, pues esta es una de las canciones que nadie, o casi nadie, citaría como una de las más representativas o recordadas de los 70. Tal vez sea mi predilección por Mankiewicz o por este western atípico, plagado de socarronería y mala leche, que protagonizaron Kirk Douglas y Henry Fonda lo que me ha hecho decidirme. Y como muy bien explican los rótulos de inicio y final del siguiente video de Youtube, la música fue compuesta por Charles Strouse (la mítica ‘Bonnie & Clyde’ o la adaptación del musical ‘Annie’ a cargo de John Huston figuran en su extenso currículum) y la voz la puso Triny Lopez. Quizá no sea una de las canciones de los 70, pero es que cada vez que la escucho me entran unas ganas enormes de ponerme sombrero y montar a caballo (olvidándome incluso que nunca he subido encima de uno) rumbo a parajes aventureros… por cierto, la melodía y la canción es además de lo más divertida.

«EL VIENTO Y EL LEÓN» (The Wind and the Lion, de John Millius, 1975)

Partitura de Jerry Goldsmith

Y llegamos a Jerry Goldsmith. Sí, el otro responsable directo de crear algunas de las más hermosas y perdurables (también inquietantes) bandas sonoras de los 70, y de la historia del cine. La ilustre Academia de Hollywood (¡ja, ja! ) sólo le llegaría a otorgar en competición un Oscar a lo largo de su carrera (fue por ‘La profecía’). Un sonido épico, entre romántico y contundente, que nos traslada a las agitadas tierras de Marruecos de a principios del siglo pasado. Ideal para escuchar sola o en sesión doble junto con ‘Lawrence de Arabia’, de Maurice Jarre. Pero no hay repetición respecto a la obra maestra de Jarre. Goldsmith más bien siguió los dictados de su mentor, el grandísimo Rózsa.

«LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMES» (The Private Life of Sherlock Holmes, de Bily Wilder, 1970)

Partitura de Miklós Rózsa

Puesto que he citado a Rózsa allá vamos. Y es todo un regalazo porque viene acompañado de una película de Billy Wilder. Para esta partitura ( ¿he dicho ya lo de una de las obras maestras de la banda sonora de todos los tiempos?), Miklós Rózsa echó mano a una antigua obra suya, ‘Concierto para violín’ (1953), seguramente inspirado por el elemento común denominador en cuanto a música de la afición sobradamente conocida del detective de Baker Street por dicho instrumento de cuerda, y le añadió algún tema original más como un maravilloso vals. ¡Imprescindible!

«ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS» (Murder on the Orient Express, de Sidney Lumet, 1974)

Partitura de Richard Rodney Bennett

Hablar de vals es hablar también de elegancia, y Richard Rodney Bennett es reconocido como uno de los más prestigiosos creadores de bandas sonoras británicas. Lumet dirigió un reparto lleno de intérpretes famosos Albert Finney, Lauren Bacall, Vanessa Redgrave, Richard Widmark, John Guielgud, Ingrid Bergman, Sean Connery… y Bennett aplicó un original sentido al relato de Agatha Christie. Misterio y crímenes resueltos (musicalmente hablando), en clave no de tensión e intriga sino curiosamente con cierta distancia, distinción y humor, centrándose en esa variada fauna de porte aristocrático que viaja en el Orient Express, y como quitándole hierro al caso del infalible Hercules Poirot investigando un sangriento asesinato.

En el primer video podemos apreciar el tema del Vals muchísimo mejor, en todo su esplendor orquestal (y siempre que no les importe la colección de postales que van surgiendo, cuya mayoría no tienen nada que ver con la película o el compositor). El segundo se corresponde con su integración original en una de las escenas de la pelicula, concretamente en la partida del tren.

“CARRIE” (Carrie, de Brian de Palma, 1976)

Partitura de Pino Donaggio

Brian de Palma acostumbra a usar melodías intimistas para introducir el perfil de unos personajes siempre sometidos a circunstancias y presiones extremas. El lirismo le sirve de contrapunto para mostrar primero su desazón y más tarde sus razones antes de que la crispación haga acto de presencia en sus vidas.

Para llevar al cine la célebre novela de Stephen King, de Palma mostró el mundo interior de Carrie, tan sereno como lleno aristas, con precisión de cirujano gracias a la extraordinaria partitura compuesta por el italiano Pino Donaggio. Músico muy conocido gracias a su exitosa carrera como cantante melódico, su experiencia en el cine se limitaba a tres películas italianas de escaso calado que convertían el resultado final de su trabajo en una incógnita. La confianza del director italoamericano no mostró fisura alguna en su respaldo al novato y ganó. Hoy día, la escena de apertura de “Carrie”, mientras Sissy Spacek se ducha acariciada por los compases de la banda sonora de Donaggio, mantiene la sugerencia y el escalofrío en gran medida gracias a su delicada melodía.

“TAXI DRIVER”(Taxi Driver, de Martin Scorsese, 1976)

Partitura de Bernard Herrmann

En el último tramo de su carrera, cuando pocos concedían a Herrmann la opción de reinventarse, el músico compuso una icónica banda sonora alejándose radicalmente del estilo que le convirtió en colaborador imprescindible para Alfred Hitchcock.

La historia de Travis, tronado taxista neoyorkino que trata de redimir al mundo para justificar su hueco y aliviar así un dolor que le consume por dentro, precisaba de altas dosis de intimismo tamizado por sus vivencias en las cloacas de la ciudad. Herrmann usó una sugerente partitura con evidentes influencias blueseras y jazzisticas para ilustrar la odisea de Travis entre el humo de las alcantarillas, los proxenetas y la locura. El estremecedor resultado contribuyó a que el mito Scorsese se afianzase gracias a una película mítica que mantiene intacta su capacidad de emoción.

“TIBURÓN” (Jaws, de Steven Spielberg, 1975)

Partitura de John Williams

Williams, quien siempre deberá cargar con los adjetivos de reiterativo y grandilocuente, posee un talento poco habitual a la hora de musicalizar una historia. Capaz como pocos de fundir la melodía con las imágenes hasta lograr la máxima cinematográfica de hacer pasar desapercibida la partitura, la fuerte presencia de sus composiciones termina por convertirse en referencia de las películas a las que presta soporte.

Tal vez sea “Tiburón” su cota más alta. Sin restar importancia a los cortes intimistas destinados a mostrar los momentos de crisis interior de los personajes, fue el célebre tema central, interpretado en base a notas graves de cuerda, el que caló de tal modo en los espectadores que su mera mención aún sirve para identificar a la estupenda película dirigida por Steven Spielberg. De hecho, el gran logro del compositor trascendió la pantalla hasta identificar la acción de un baño en el mar con unos amenazantes acordes como una subliminal ceremonia que escenifica la pérdida de la inociencia y las consecuencias que ello conlleva. En otras palabras, bañarse en el océano a la luz de la luna ya nunca fue igual después de «Tiburón».

“EL PADRINO” (The Godfather, de Francis Ford Coppola, 1972)

Partitura de Nino Rota

Uno de los grandes maestros europeos de la década fue el italiano Nino Rota. Colaborador habitual de Federico Fellini, a él se deben docenas de bandas sonoras memorables cuyo mayor exponente quizás sea la partitura de “El Padrino”. Tomando como referencia la música popular siciliana, Rota acompañó las imágenes de la película dirigida por Francis Ford Coppola sumando acordes en los fotogramas que así lo requerían de tal modo que sintetizó como en pocas ocasiones dos formatos en uno solo. El sublime vals, pieza principal de la película, cuajado de una melancolía que se entiende sin remisión, dibuja a los personajes y sus circunstancias haciendo innecesarias a las palabras.

“DOS HOMBRES Y UN DESTINO” (Butch Cassidy and the Sundance Kid, de George Roy Hill, 1969)

Partitura de Burt Bacharach

Filmada a finales de los años sesenta, la inclusión del soberbio trabajo de Bacharach en una lista setentera se justifica por la influencia fundamental que ejerció en la década que estaba a punto de comenzar.

Bacharach no fue el primero en utilizar bases vocales en sus composiciones pero se le puede considerar pionero en el uso del anacronismo musical para descontextualizar la acción y así lograr la complicidad de la audiencia. Para ilustrar las aventuras de los forajidos Butch Cassidy y Sundance Kid, echó mano de suaves canciones pop (muy del gusto de la época) y utilizó composiciones de línea similar como store alejándose completamente de los tópicos de la música del western reducidos a cuatro notas redundantes y a instrumentos como el banjo, el arpa vocal y la armónica. El riesgo corrido por Bacharach, convertido en una banda sonora tan emotiva como ocasionalmente chirriante, se convirtió en un concluyente éxito que sería imitado por sistema durante los primeros años de la nueva década. Y no fue la inevitable “Raindrops Keep Falling in my Head” la que mayor influencia ejerció. Tal mérito apunta hacia memorables y arriesgados cortes como “South American Getaway”, perfecto ejemplo de las intenciones de su autor.

Aquellos Maravillosos Setenta…

Son incontables las buenas nuevas que me ha aportado la virtualidad. La mejor de todas ellas, la más importante, son las personas que he conocido durante mi viaje. Una de ellas, un amigo al que sólo he podido ver durante una memorable tarde barcelonesa, es Carles Rull.

Fundador del portal Cinempatía, entrañable lugar con sabor a celuloide en que se me permite participar ocasionalmente, fue nuestra mutua pasión por el cine la que nos hizo encontrarnos, y fue la música de cine la que permitió que nuestras letras se mezclasen en un exitoso posteo que nuestros viejos blogs dedicaron a la música del western. Una de las entradas más exitosas y celebradas de un lugar, mi antigua casa virtual, que en aquel entonces era frecuentado por más de trescientas personas diariamente. No fueron pocas las felicitaciones que recibió aquella colaboración.  Aunque lo mejor fue colaborar en un proyecto común que cristalizó en el mejor de los recuerdos.

A propuesta mía, hace unos meses, nació una segunda propuesta de colaboración. Nuevamente musical, esta vez enfocando hacia las películas de los años setenta. Década clave en la que lo nuevo relegó a lo viejo sin solicitar permiso, y en la que la música participó de la revolución para reclamar un cambio como no se ha vuelto a dar en la industria desde entonces.

La rememoración comenzará en breve. Mientras dejo que reine en este lugar una de las primeras bandas sonoras setenteras que recuerdo. Tendría doce o trece años cuando vi «La Chica del Adiós» un lluvioso sábado noche. Estupenda película sobre perdedores a los que les cuesta aprender a ganar que seguramente mi memoria (no la he vuelto a ver desde entonces) ha mitificado. Su edulcorada y suave canción principal, interpretada por David Gates, remueve mis recuerdos como el más potente tsunami. Al menos durante unas semanas ¡¡arriba los pantalones de pata de elefante, las chicas sin sostén, los horteras de bolera, los peinados asimétricos y el azúcar glass emocional!!

Cover…

Charlie Chaplin, hombre carente de moralidad alguna en el ámbito privado (y por esa razón, una de esas personas que decían lo que realmente sentían), solía referirse a Douglas Fairbanks como «mi príncipe». La sola presencia del actor, sin importar que se comportara de modo soez o elegante en la ocasión, le generaba una intensa admiración. Muchas décadas más tarde, Gordon Lighfoot, cantante folk canadiense escasamente conocido más allá de las fronteras de su país, escribía una desoladora canción titulada «If you could read my mind» en la que confesaba a todo aquel que quisiera escuchar la desazón que le producía el proceso de disolución de su matrimonio que vivía desde hacía tiempo. Hacía más de un año que conoció a otra mujer con la que inició una relación paralela a espaldas de su esposa. Como resultado final perdió a ambas, lo que le acarreó una profunda depresión durante la que los más pesarosos pensamientos cruzaron por su mente.

La canción, fechada en 1970, se convirtió en un rápido y espontáneo fenomeno social, probablemente a causa del reflejo que generó en todo aquel que vivía o había vivido el desamor sin importar de qué lado se hallase. Todos sufrían. Las versiones, interpretaciones a menudo tendenciosas o ignorantes, con frecuencia cercanas a la comercialidad más vil, no tardaron en llegar. Primero fue Barbra Streisand, quien, con su voz de diva siempre afectada, dió vía libre a Don McLean, Olivia Newton-John, Joe Dassin, Liza Minelli y Don Williams entre muchos otros. Los Spotnicks, grupo intrumental sueco, vieron cómo su versión del asunto se convertía en el himno no oficial de los Juegos Olímpicos de Munich gracias a un desaforado apoyo popular. Mientras, a todo esto, Lighfoot era reclamado en escenarios de todo el orbe para interpretar siempre la misma canción… lo que terminó por hastiarle. En uno de aquellos programas cruzó su camino con el de Johnny Cash. El hombre que nunca supo comprender la furia que le comía por dentro se encontraba en la cumbre de su popularidad gracias a su programa televisivo. Resultó que la química entre ambos fue tan sorprendentemente buena que Cash reclamó su presencia en otras ocasiones a fin de interpretar juntos clásicos del country. La frontera final la marcaba «If you could read my mind», canción que fascinaba a Cash y a la que quiso versionar sin que tal circunstancia, por ignotas razones, llegase nunca a plasmarse en vinilo.

En la fase final de su vida, Johnny se atrevió con casi todo. Versioneó cualquier cosa imaginable, incluídas no pocas medianías. Estaba cansado y enfermo. Lo único que deseaba era articular notas en su garganta mientras le quedase aliento. Fue entonces cuando le pidió a Lighfoot permiso para ofrecer su versión de la canción, a lo que el canadiense respondió: «Al fin el príncipe pronunciará mis palabras» . La interpretación de Cash, con la voz rota, tan cansada, y con dolorosas dificultades para exhalar cada estrofa, pasó casi desapercibida en su día. El tiempo del príncipe ya había pasado.

 

  

Elliott…

Una mañana durante una gira me despierto en St. Louis con el timbre del teléfono. Me entero de que nuestro amigo Elliott Smith ha muerto en Echo Park.

La primera vez que vi a Elliott, en 1996, salí del cuarto, agarré a un amigo común del brazo y le dije: «ese tío me preocupa». Era un tipo encantador, muy callado, aparentemente desprovisto de una armadura con la que protegerse, que iba a más en el negocio de la música: mal sitio para los desvalidos, al parecer. En comparación con él, me sentía fuerte y seguro, y eso ya es decir algo.

(…)

Esa misma noche subo al escenario para tocar unas cuantas canciones. Termino con la favorita de George Bush «It’s a Motherfucker» y abandono el escenario. Justo cuando arranca la música del club siento una mano que se apoya en mi espalda. Me giro y veo a Elliott frente a mí en la oscuridad. «Bonita canción», me dice. Si alguien sabe de verdad lo que es sufrir una putada, ese es Elliott.

Cosas que los Nietos Deberían Saber Mark Oliver Everett

Supe de Elliott Smith al hacerse públicas las nominaciones para los Oscar de 1997. Conocidos cómo son los gustos académicos, sonó extraño el que una canción «indie» se colase entre cuatro baladas acarameladas con tendencia a la arcada ajena. Supongo que les pareció algo exótico. Al ver el vídeo que daba soporte a la canción, con su estética entre lo cutre y lo devalido, las letras amargas de «Miss Misery» cuadraron a la perfección con aquel tipo que a duras penas alzaba la vista del suelo para dejarla caer de inmediato si notaba que la atención de alguien se posaba sobre él.

El 23 de marzo de aquel año (madrugada del 24 en España) vi la ceremonia de los Oscar en directo. La aparición de Elliott, enlatado en un traje blanco, que al tiempo parecía oprimirle como ser dos tallas mayor de lo que su cuerpo soportaba, fue uno de los momentos más tristes que he presenciado. Salió al escenario del repleto Shrine Auditorium con actitud sombría y la cabeza gacha. Su timidez patológica le impidió levantar la vista hasta terminada la podada versión de «Miss Misery» (apenas dos minutos, la televisión manda) que le hicieron cantar. Después, tomó de la mano a Celine Dion y a otra de las interpretes de las canciones nominadas, y se inclinó hacia un público al que no se atrevía a mirar. Sin embargo, la experiencia no fue en su fondo tan traumática como pareció. Al menos así lo contó él:

«Eso es exactamente lo que fue, surrealista… Me gusta actuar casi tanto como disfruto componiendo canciones. Pero los Oscar fueron un espectáculo muy extraño, donde el programa era de sólo una canción reducida a menos de dos minutos, y la audiencia era un montón de gente que no había venido a escucharme tocar. No me gustaría vivir en ese mundo, pero fue divertido estar cerca de las estrellas por un día.»

Pasado el mal trago Elliott regresó a sus bares de la periferia, a los sótanos en los que componía sus canciones y a las peleas con los directivos que habitualmente no eran capaces de ver en su música más que una retahíla de lamentos etílicos. Y así era, pues Elliott se dejó llevar por el río bourbon desde el día que fue consciente de que la vida no estaba hecha para él. Después llegó la coca, la heroína y todo tipo de sustancias que terminaron por convertirle en un paranoico que se aferraba a la música para mantener la cordura un día más.

El 21 de octubre de 2003 fue un día lluvioso en Los Angeles.  Elliott había discutido con Jennifer, su novia, como ocurría casi cada día desde hacía meses. Se escucharon sus gritos y alaridos en todo el barrio. Los vecinos, ya acostumbrados, pensaron que se trataba del jodido vecino raro que no les permitía dormir desde que se mudó a la parte alta de las colinas. Sólo que aquella nota fue la última que cantó Elliott.  Su largo historial depresivo avaló la tesis suicida (algunos mantienen aún que se trató de un homicidio) que trataba de dar explicación al cuchillo que ondeaba en su pecho. Lo cierto es que daba igual: Elliott ya no estaba. Queda su música, para quien esté interesado en averiguar el proceso que permite el que las piezas defectuosas se sigan fabricando.

Mereció la Pena…

Cuando Miles Davis se sentía mal, cosa que ocurría con demasiada frecuencia dada su atracción por la melancolía más desenfrenada, se marchaba a París, a casa de Juliette Grecó. Allí, en los brazos de la actriz francesa, se reconciliaba con una vida que le abrasaba. Ni la heroína, ni el alcohol ejercían tan poderoso influjo sobre él como los besos de la que él definió como «la mujer cuya silueta dibujo cuando toco».  Tan intensa fue su intermitente relación que, para desesperación de John Huston, la actriz abandonó el set de rodaje de «La Raíces del Cielo» porque Miles la necesitaba.

A principios de los años sesenta, Miles había incluído en su repertorio «When I Fall in Love» en honor a Juliette. El clásico que popularizó Nat King Cole ha sufrido (nunca mejor dicho) todo tipo de atentados sonoros a lo largo de seis décadas. Karen Carpenter la edulcoró, Celine Dion la humilló y el insulso grupo Westlife directamente la abochornó. Miles Davis y su mítico quinteto del que formó parte John Coltrane y Red Garland la tocó con un sentimiento que hace evocar el cuerpo de la Grecó en cada una de sus sinuosas notas.

En una entrevista concedida a la revista PlayBoy, Miles Davis declaró  que su vida era frustrante. Dijo haber sido pocas veces feliz. Alex Haley, autor de la entrevista, le preguntó entonces por su música y le cuestionó por su corazón…

Haley: ¿Está enamorado?

Davis: Lo he estado alguna vez.

Haley: Entonces ha sido feliz…

Davis: Alguna vez, pero nunca lo soy cuando toco. La música supone sufrimiento para mí.

Haley: ¿Entonces por qué se dedica a la música?

Davis: Porque merece la pena.

Carga tus silencios sobre mi espalda…

Ennio Morricone ya había cumplido los 64 años cuando Wolfgang Petersen le pidió que compusiese la banda sonora de «En la línea de fuego». Por entonces se consideraba toda su creatividad gastada, al tiempo que soportaba la, para los puristas, dudosa fama de aceptar todo encargo que se le propusiese, siempre que fuese acompañado de un robusto cheque.

Petersen, con fama de adusto, le dio carta blanca para componer una banda sonora trepidante con espacio para la historia de amor que intermitentemente viven la joven polícia Lily (Rene Russo) y de vuelta de todo agente Frank Horrigan (Clint Eastwood). Tan sólo le pidió que respetase los plazos de entrega, que cuando se trata de un blockbuster la industria no concede licencias artísticas ni tregua alguna. Nadie esperaba demasiado de Morricone más que un trabajo más, motivo suficiente para presumir de pedigrí independientemente de la calidad del mismo. Pero el viejo músico aún tenía algo por ofrecer… Compuso el score de las escenas de acción cumpliendo religiosamente los plazos y reservó para el final los cuatro cortes intimistas bautizados todos ellos como «Lilly and Frank». En un principio los cortes fueron cinco, siendo limitados a tres en la copia remasterizada final recientemente reeditada.

Lo más llamativo para los envarados ejecutivos del estudio ocurrió cuando el viejo maestro, lejos de acomodarse, ideó cinco variaciones de una bellísima melodía guardando el momento supremo para el final. Reclamó a la actriz protagonista, Rene Russo, para que, como un instrumento más, acompañase la delicada línea del tema con unos casi imperceptibles jadeos que sirven para vertebrar la composición al tiempo que la dota de una intimidad casi insoportable para oídos ajenos a los de los protagonistas.

La grabación fue un momento tan hermoso como lo será siempre escuchar el resultado final del hombre que carga los silencios en su espalda.

 

El Largo y Tortuoso Camino…

Las crecientes tensiones entre los componentes de los Beatles encontraron su canalización final durante la tortuosa grabación de «The Long and Winding Road». Lennon tocó mal el bajo (adrede, según parece) en tantas ocasiones que se decidió trocear todas las grabaciones en busca de montar la versión buena. El proyecto pasó por manos de varios productores hasta caer en las de Phil Spector, que añadió una sección de cuerda extra y grabó coros logrando de ese modo que McCartney enfureciese y proclamase, tiempo más tarde, que el desastroso resultado final de la canción fue una de las razones que le llevaron a tomar la decisión de que los Beatles habían muerto.

Quince años más tarde, con los derechos sobre las canciones del grupo que le otorgaba su amistad por entonces con Michael Jackson (propietario de la mayoría de ellas), McCartney grabó su versión del asunto sin variaciones notables más que para él mismo. Y al menos, según parece, satisfecho quedó pese a lo ñoño del vídeo que ilustra a la canción…

La canción relata, en un tono insoportablemente triste, la historia de un amor no correspondido en la sufrida voz de su protagonista durante un viaje a lo largo de una sinuosa carretera (escocesa, por más señas). Aunque en realidad está dando constancia de la disolución de un grupo de amigos que habían dejado de serlo.

Después del asesinato de John Lennon, fue Ringo, el miembro del grupo que ofició de pegamento hasta que los egos se volvieron demasiado grandes, el que, tomando esta canción como pretexto, dijo haber sido testigo de uno de los mayores errores cometidos en la historia de la música.

«Durante la grabación de The Long and Winding Road el ambiente era tan tenso que habría jurado que nunca terminaríamos de grabar esa canción. John sabía que aquello era la forma de Paul de decirle, hasta aquí hemos llegado, y se negaba a aceptarlo aunque lo desease tanto como él. El último día de grabación fue tan malo como lo anteriores. Al terminar, John cogió a Yoko del brazo y se largó del estudio después de despedirse de mí y de George. A Paul ni le miró.»