Cuestión de Emoción…

Cuenta Pablo Berger, autor de la aclamada en el festival donostiarra «Blancanieves», que fueron seis los años que tuvo que bregar para sacar adelante su película. Lo que no cuenta es que cristalizar un proyecto que incluye una película muda,  el blanco y negro, el mundo de los toros en el contexto de un cuento infantil y el hecho de que la producción sea española, añade un considerable mérito a su odisea personal. La inevitable referencia a «The Artist» deja como ganadora moral a la película de Berger, pues el cine francés cuenta con múltiples apoyos institucionales y con el respaldo incondicional de un público que cierra filas ante su cinematografía. Por el contrario, en cuestión de empatía, la película de Berger pierde pues la francesa provocó en mí una profunda emoción que se intercambió por indiferencia al visionar la propuesta hispana.

Solvente pero nunca brillante. Sorprendente en ocasiones, si bien lejos del asombro y nunca deslumbrante, «Blancanieves» padece un guión inadmisible, entregado al tópico que propicia la temática, y a múltiples inconexiones que Berger supone (y supone bien) serán pasadas por alto por un público indulgente y cómplice ante el juego que se le propone. El problema se agrava por la mala gestión de un reparto tan sólido en apariencia como volátil en su fondo, en el que destaca la fuerte presencia de Angela Molina y la fotogenia de Maribel Verdú. Considerable arsenal, si sumamos a la ecuación a José María Pou y un sólido elenco de secundarios, cuya deriva se percibe si el ánimo crítico llega a aflorar entre las muchas alabanzas que recibe una cinta técnicamente irreprochable que confiesa su intención de homenajear al cine mudo europeo (haciendo especial énfasis, con rotundo éxito en ocasiones, en el expresionismo alemán), pero cuyo engranaje dramático carece de emoción que transcurra pareja a su indudable esfuerzo estético.

Triunfante en el apartado técnico, con el público rendido a la valiente propuesta de Berger, transcurre una primera mitad redundante que termina por resultar cansina y lastra una segunda mitad inspirada, con más empaque y material con el que tejer una trama que lejanamente haga referencia a la poesía que reclama la historia. Es entonces cuando el interés se recupera e incluso se disparan las alarmas de que lo lírico está presente en la cinta. Para entonces la apatía es demasiado densa y el rótulo final corta unas alas que crecieron demasiado tarde.

De su vocación maldita, fundamentada en lo improbable, nació otra acaparadora de premios de la que Berger fue consciente desde un primer momento. Ojala la burbuja no se rompa demasiado pronto esta vez y sea agasajada sin pausa. Sin embargo, los premios y el reconocimiento masivo es una cosa y la sensación personal otra bien distinta. Con «The Artist» (ya dije que la comparación es inevitable) salí del cine bailando claqué. Con «Blancanieves» sonreí de medio lado. Cuestión de emoción.

El Evangelio Según Meryl Streep…

Recibo cientos de cartas a diario de las que se ocupa mi agente. En ocasiones, durante un estreno, alguien grita: «¡¡Meryl, soy yo, te escribí hace dos años!! ¿Me recuerdas?» Lo siento, pero ni siquiera recuerdo el lugar en el que he dejado las llaves.

Sientes que las cosas son injustas y pones una caja frente a ti porque no quieres pertenecer al mismo mundo que las personas que te han fallado. Después vuelve a ocurrir y las cajas se amontonan hasta que dejas de ver a la gente. Puedes oírles, pero no los ves. Entonces es oficial que has caído en una depresión. (Tras la muerte de John Cazale, con quien mantuvo una intensa relación de siete años, Streep cayó en una fuerte depresión).

Tengo la suerte de tener a mi marido junto a mí. Sin él habría podido continuar adelante pero no habría sido igual. Sería más hosca, más amargada, más desconfiada. Apareció en el momento justo y supo comprender lo que me había ocurrido sin hacer preguntas. No me cree cuando le digo que es el hombre más importante de mi vida. Me da igual, yo sé que lo es. Me da igual lo que digan lo demás siempre que su mierda no le salpique a él. (Se especula que Streep sigue enamorada de John Cazale, cuya tumba visita con frecuencia y del que se resiste a hablar en público. No son pocos los que consideran a Don Gummer, su marido, un remiendo persitente. Llevan casados 34 años.)

He enseñado las tetas un par de veces en mi carrera. Cuando rodábamos «Silkwood» Mike Nichols estuvo tres horas tratando de hacerme comprender lo importante que era el que apareciera desnuda en una escena. «No es un desnudo gratuíto», me decía. Se podía haber ahorrado el discurso porque le habría dicho que sí en tres segundos. Cuando era joven no me importaba desnudarme en una película. Pero hoy más vale que tengan una buena razón.

El rodaje de «El Cazador» fue tan duro, tan intenso, que pensé que no podría volver a rodar una película en mucho tiempo. Cimino me llevó hasta lugares de mí misma que desconocía. El peor momento fue la escena en la que paso una noche con Michael (Robert de Niro) cuando regresa de Vietnam. No podía evitar llorar cada vez que miraba. Se le veía tan triste, tan desarraigado. Fueron litros de lágrimas reales, no fingidas. Nos llevó tres días rodar la escena. Cuando acabamos, de Niro me dijo: «eres la mejor actriz con la que he trabajado. Arracabas a llorar justo cuando debías».

Incluso mi hijas me preguntan en ocasiones por qué trabajé en «Mamma Mia». Lo pasamos genial durante el rodaje. Tan mala no puede ser.

Durante una rueda de prensa, en el festival de Cannes, un periodista francés repasó todos mis premios y nominaciones antes de lanzarme su pregunta. Al final no recordaba lo que quería saber. Debería sentirme orgullosa de todo lo que he conseguido, pero juro que en aquel momento me sentí vieja.

¡Escuchen a las mujeres! Hacen falta más películas escritas y dirigidas por mujeres. No se trata de discriminación positiva; las películas dirigidas y escritas por mujeres dan dinero. No pedimos un trato de favor, sólo que se nos tenga en cuenta en determinados ámbitos reservados únicamente a los hombres.

He rechazado trabajar en muchas películas que terminaron siendo un éxito de taquilla y de crítica. Una de ellas incluso barrió en los Oscars. Su director me dijo que sin mí no habría película y  acepté el papel. Después supe que mi marido había preparado un viaje sorpresa a Hawaii para las niñas y para mí.  Me dijo: «ve y haz tu película. Las niñas y yo estaremos bien». Me fui con ellos y la actriz que me sustituyó ganó el Oscar aquel año. Fueron unas vacaciones geniales.  La mejor decisión que he tomado en mi vida.

Periódicamente recibo una oferta para escribir mis memorias acompañada de un generoso cheque que aún sería más generoso si hiciera hincapié en mi vida privada. Considero que me encuentro en situación de ventaja con la mayoría de la gente en la faceta profesional. He trabajado con docenas de personas interesantes. Sin embargo mi vida privada siempre fue muy sencilla. He vividos los mismos dramas y las mismas alegrías que cualquier otra persona. Y como cualquier otra persona, no tengo intención de airearlas.

Incorrección animal…

Disfrutar por completo del disfuncional universo de Seth MacFarlane requiere complicidad, sintonía y, en no pocas ocasiones, esfuerzo del espectador. Tronado y renacentista, con habilidad para dirigir, escribir y producir sus desvaríos, MacFarlane traspasa con frecuencia la delicada barrera de lo políticamente correcto y siempre la del buen gusto. Si consideran las películas de James Ivory como el paradigma del cine y gustan de tomar té con pastas mientras comentan el último libro de Isabel Allende, MacFarlane no es su camino. Si por el contrario disfrutan de graficas autopsias sociales, les resulta cercano el humor de lija con dobleces y su filosofía puede conjugarse con una ventosidad, «Ted» es una película que no se deben perder.

Malinterpretado con frecuencia por sus autodenominados más fervientes seguidores, Seth MacFarlane opta con frecuencia por ejecutar requiebros que desconcierten a su audiencia, capaz de interseccionar el humor más denunciable con momentos cursilones que ocultan siniestras maniobras al no mostrar jamás ánimo de contrición.  He ahí donde reside su más incisiva puya, más allá de la notable inteligencia y acidez de sus retratos de la sociedad americana.

«Ted», su primera película para la gran pantalla, comienza siendo una guía didáctica de su universo para no iniciados y termina convertida en una serie de balas perdidas que se dirigen hacia todas las direcciones sin acertar ningún blanco. Demasiada carga la que transferir en tan poco tiempo. Toda una enciclopedia de las malas costumbres comprimida en una amarga píldora de hora y media que en ocasiones muestra vocación de autonomía para regresar a los confortables brazos de los senderos reconocibles cuando el envido es demasiado fuerte.

La historia de un niño sin amigos que toma como alter ego a un oso de peluche que cobra mágicamente vida no debe llevar a engaño al no iniciado, pues no hay tregua desde el inicio. Chistes sobre judíos, heterosexuales con inclinaciones homosexuales, películas basura elevadas a la categoría de mito, referencias sexuales explícitas, gusto por la escatología… El MacFarlane de «Family Guy» y «American Dad» ondea con toda su fuerza entonces. El problema surge durante su dislocado desarrollo. La fuerza se pierde, el horizonte se vuelca y MacFarlane comienza a tener miedo de oír su propia voz. Despersonalizada mediado el metraje, sus gags buscan funcionar individualmente o aliándose con colegas igualmente extraviados. El que Ted, el alter ego de felpa, sea un oso nos recuerda que la esquizofrenia del director utiliza sin miramientos animales para dar voz a su conciencia en una consciente degradación del ser humano (los animales, a menudo emponzoñados por los humanos, suelen ser la voz de la razón y el único grado de coherencia en sus relatos). El que el protagonista sea un tipo gris que sólo desea ser amado, nos retrotrae a la esencia del mundo del director: seres disfuncionales, rayando la idiotez, que buscan cobijo emocional para su desamparo. A partir de ahí terminan los significados implícitos y comienza un relato convencional, adivinable, que no ofrece lo que se le demanda, pero que, al menos, garantiza un reencuentro con lo reconocible, con el asombro de lo incorrecto vomitado en suelos pulcros, con la esperanza de que algún Ted dirija nuestras conciencias hacia lo vitriólico. Tal vez ahí resida la esencia de todo esto, aunque MacFarlane se haya quedado tan lejos esta vez.

Hoy comienza mi invierno…

Lo que da igual son las medidas de aquella habitación. Diminuta, escondida, protectora cuando se precisó. Un poster publicitario de Irlanda en un costado, en otro un mapa celeste repleto de constelaciones con nombres en latín que nunca aprendí, y en otro una enorme fotografía de Marilyn Monroe enmarcada frente al cartel de «Casablanca».  Un lugar en el mundo del que nunca sabrá nadie más que los que se han cobijado entre sus paredes. El insomnio que me castigó durante años me mantuvo despierto muchas de aquellas noches. Era casi una costumbre, que yo secretamente ansiaba, el que ella entreabriese la puerta durante la madrugada para comprobar que si el sueño me había visitado o no. Casi nunca ocurría, de modo que ella se retiraba con tristeza creyendo que yo no la había visto. Más tarde, durante el día, me arrastraba de un lugar a otro sin apenas fuerzas. Aquello, que duró años, fue objeto de diagnóstico por parte de una docena de conocidos. Todos se equivocaban, o al menos así lo sentía yo, menos ella. Ella lo supo ver de inmediato.

Allí pasé aquella noche, y no me regodeo en el recuerdo, es que aquello está dentro de mí y no consigo desprenderme de ello. Una llamada de teléfono seguida de una lealtad inquebrantable hasta que se acabe mi tiempo. Eso queda. Y recuerdos de la luz de septiembre a la fuga que roza mi piel al tiempo que la araña el cemento. Septiembre es cemento, no sé por qué. Y una mirada triste que no sabía por qué sucedía todo aquello que parecía destinado a los demás. Y la hierba tan húmeda de aquel febrero que parecía septiembre.

Pasa el tiempo, y estoy a punto de que me falten dedos en una mano para contabilizar tu ausencia. Y sigue doliendo más y más. Y la sensación de que el mundo está a un lado y tú al otro permanece. Una tarde le dije que el amor era una mentira orquestada para hacer más fácil el tránsito por este lugar y se puso triste. Se sentía apenada porque alguien que una vez tuvo dentro se hubiera convertido en un descreído. Su joya de la corona, el propietario de un mundo interior tan inabarcable como amorfo para aquel entorno, se rendía. Me cogió de las manos, con aquella suavidad que sólo ella sabía imprimir, y me miró en silencio durante un minuto. No dijo nada, no hizo falta. En otra ocasión me preguntó por qué alguien que tenía tanto que dar perdía el tiempo con tanta frecuencia. «Usar la pala es fácil», solía decir, «contra uno mismo o para excavar la tierra».

Ahora todo eso da igual. Y sigo huyendo de algún modo, aunque no me dé cuenta casi nunca. Sigo corriendo casi todos los días. Como una bestia, como solían decir, aunque las piernas no hagan caso a mi voluntad como cuando tenía veinte años. Mi profesor de atletismo me lo dijo de niño: «corres valiente, por eso pierdes». Se equivocaba en parte: se puede aprender a ganar. A ella, que perdió tantas veces, le gustaría saberlo.

La prosopopeya final…

Christopher Nolan, por obra y gracia de los parabienes recibidos, se siente encumbrado, rey del mundo de celuloide, y decide dar una última lección de cine para salvar de la penumbra de lo sectario a la franquicia Batman. Para tal fin vuelve a escribir una historia con ínfulas, excesiva, de las que gustan en el universo gafapastoso, el que se sostiene con columnas de cartón piedra, para finiquitar su aportación a la serie del renacido como caballero oscuro. Es el génesis de «El Caballero Oscuro: La Leyenda Renace».

Una vez ubicadas las piezas de rigor, dejado sin aliento al espectador con un prólogo tan impactante como requiere el manual del cine de acción, comienza a desplegar sus armas narrativas convenientemente maceradas en hiel (qué más da que sea impostada) para mostrar como el héroe convertido en desarrapado tendrá una segunda oportunidad si el Dios Nolan se la concede. La sucesión de explosiones (dicen los que parecen saber del tema que son todas y cada una justificables) se alinea entonces con una trama supuestamente inteligente, un lujo para el denostado cine de acción, que hace énfasis en que lo imposible también tiene su lugar. Y sin duda lo tiene. Y sin duda, Nolan no es su profeta.

Narcisista y desenfrenada, si bien siempre en los cauces del cine «sustancial», Nolan imparte una nueva lección de moral alambicada que justifica hechos y acciones de modo ambiguo, mientras presenta una recua de personajes mal delineados para arropar a un protagonista empeñado en hacernos creer que la historia que se cuenta está sucediendo, pero que, más allá de su premisa de entretenimiento pomposo y épica de museo abandonado, no ofrece más que pretenciosas intenciones destinadas a una empresa que Nolan supone indigna de su talento.

Aburrida, excesivamente larga, altiva, insustancial, lo único salvable del estropicio quizás sean los arrebatos chulescos que puntualmente escapan de las manos del director para recordarnos que estamos ante una historia nacida de un cómic y no de un sesudo estudio introspectivo acerca de la personalidad esquizoide de un personaje de cuyo desiquilibrio emocional nadie duda. Una alabanza perogrullesca a su mayor gloria visionaria. Un juego de apariencias que trata de ocultar el vacío.

La loable intención de Nolan de interseccionar filmotecas con cines de sesión contínua culmina en una prosopopeya absurda, en una ópera bufa que se sitúa lejos del tono paródico que la habría salvado. Que lo convierte en un blockbuster veraniego que en realidad desearía llenar las bocas de los voceros de los grandes premios. En una baldía epopeya que induce al bostezo y que se solaza ante la anonadada mirada de los que están seguros de presenciar una obra mayor de auténtico cine.

Hubo un momento, perfectamente delimitable, en el que Nolan perdió en norte. Ahora, convertido en el genio que defeca obras de arte, ha llegado el momento del énfasis aparente. Así sea…

The Wonderful Wizard of Ass…

Para Jesús R. Sánchez, que cumple todos los requisitos, si bien virtuales, para ser un hermano: ser un tocapelotas, poder decirnos cualquier cosa a la cara (o a nuestras espaldas) sin que tal circunstancia menoscabe nuestro amor mutuo y comprender que detrás de las caretas siempre hay mucho más… 

Tras años de ausencia regresa la sección triple X a este infame lugar. Lo hace rememorando algunos de los remakes pornográficos de grandes éxitos del cine mainstream.

Desde que a principios de los años setenta algún productor porno yankee cayera en la cuenta del negocio redondo que suponía reversionar en clave azul los éxitos taquilleros del cine convencional, la demanda ha ido creciendo hasta el punto de que se han creado productoras que únicamente se dedican a enfangar gozosamente todo clásico por muy azucarado que éste sea. Poco importa lo asexuado del material original que al otro lado del espejo todo terminará con cuerpos sudorosos y entrelazados oliendo a sexo. Éstos son algunos ejemplos de lo que la imaginación, aplicada al terreno carnal, puede lograr…

TRACY & THE BANDIT (Fred J. Lincoln, 1987)

Víctima: «Los Caraduras (1977)»

El húngaro Sasha Gabor, sosías oficial del entonces aún estrella y macho eterno Burt Reynolds, incluso modificó su nombre por el de Turd Wrenolds para la ocasión en la que se fantaseó con lo que ocurría durante los periodos de asueto en los que The Bandit y Smokey dejaban de jugar al ratón y al gato con cargamentos de cerveza como pretexto. Como partenaire de Gabor se reclutó a Tracy Adams, superestrella del cine azul del momento, para dar carnalidad a la escaso sex appeal de Sally Field. Tan improbable pareja deparó un porno aséptico, muy de la cuerda de los ochenta, en la que lo único destacable llegó al final de la cinta, cuando se produce el esperado encuentro entre Gabor y Adams. La admirable habilidad del actor para mantener el sombrero durante tan acrobático polvo terminó por ser lo único reseñable de este olvidable experimento. Tanta expectativa para un material que termina siendo pasto del fast-review…

SEX WARS (Bob Vosse, 1985)

Víctima: «La Guerra de las Galaxias (1977)»

Siento decepcionar a los aficionados a compilar imposibles títulos de remakes porno clásicos, pero «La Guarra de las Galaxias» no existe más que en la calenturienta imaginación de Kevin Smith (¿Hacemos una Porno?, 2008). Cierto que resulta inconcebible que un juego de palabras tan evidente y propenso a la broma fácil no haya sido empleado antes, pero tranquilos que la odisea espacial imaginada por George Lucas ha tenido numerosas reinterpretaciones viradas en azul. La primera de ellas pertenece al universo festivo que personifica el porno ochentero. Tiempos despreocupados previos a la llegada del SIDA, el Bodybuilding y la silicona.

La hilarante trama nos presenta la lucha por el poder universal de la princesa Layme y su hermana, la princesa Orgasma. Por supuesto ambas terminarán compartiendo orgía para determinar quién merece el trono del modo más civilizado posible. Un must del cine azul, tan generoso en desvergüenza como carente de emoción carnal,  que aconsejo degustar con las manos aferrando una cerveza en lugar de entrepiernas propias o ajenas.

PENOCCHIO (Luca Damiano, 2002)

Víctima: «Pinocho (1940)»

Luca Damiano puede presumir de ser, guardando las evidentes distancias, el Jess Franco italiano. Su carrera comenzó como asistente de Vittorio de Sica y transitó los terreros del cine social para después para terminar desembocando en el cine erótico primero y pornográfico más tarde. Sus películas se esfuerzan en trazar una línea argumental coherente que añada un componente morboso a las historias de las que habitualmente adolece el cine hard. Su obra magna dentro del género azul tal vez sea la adaptación guarra del inmortal cuento escrito por Carlo Collodi, quien seguro nunca imaginó que el muñeco de madera que un día imaginó terminaría fornicando lujuriosamente con plasticosas modelos húngaras. La necesaria novedad que propone la versión azul propone intercambiar la parte de su cuerpo  que crece desproporcionadamente cada vez que Pinocho miente. No resulta difícil imaginar cuál es…

PENETRATOR (Orgie Georgie, 1991)

Víctima: «Terminator (1984)»

La frase promocional de la película, «I’ll Come Again» (me correré de nuevo), deja poco lugar a dura a la duda al tiempo que responde la pregunta que todos los fans de la película dirigida por James Cameron se hicieron alguna vez: ¿los T-800 tienen sexo? Su estética oscura, que abusa del humo procedente de las alcantarillas en el original y lo sustituye por el generado por alguna máquina de humo cutre usada en algún bar de topless propiedad del productor, lastra penosamente la máxima de todo porno que se precie: la imagen del metesaca debe ser nítida. El artefacto es tan fofo que la moral del impenitente pornógrafo que picó al reclamo de hacerse con la cinta tan sólo se eleva (literalmente) cuando el hierático Woody Long se encuentra con la jugosa Angela Summers en la escena final del vídeo. Eso sí, la perforación se ejecutó como mandan los cánones exigidos por todo fan del original: gafas de sol y chupa de cuero calzadas, sin olvidar la recortada reposando en el hombro del calenturiento T-800. A su manera, respetuoso con los clásico, como debe ser…

FRANKENPENIS (Ron Jeremy, 1996)

Víctima: «Frankenstein (1931)»

Poco más tarde del que el pene del infraser John Wayne Bobbitt le fuese reimplantado, el mundillo del porno puso su maquinaria en funcionamiento para atraerlo hacia el lado oscuro.  Bobbitt, tan diestro dando palizas a su mujer como merecedor de medalla olímpica en la especialidad de estupidez, despertó de inmediato la solidaridad de parte de la población masculina yankee (principalmente la de los white trash panzudos con un coeficiente de inteligencia negativo) amén de consumidores compulsivos de porno casposo en desesperada búsqueda de morbo. Convencer a Bobbitt, apelando a su orgullo de macho, de mostrar que su masculinidad se mantenía intacta no supuso un gran problema y no tardó en probar sus «habilidades» (muy generosamente hablando) en el terreno sexual. Su debut se produjo (no podía ser de otro modo) con la parodia de «Frankenstein», la gran novela de Mary Shelley que James Whale llevó a cine ejemplarmente en 1931. Para tan penosa empresa se contó con cameos de «lujo», como el del rapero Ice T, pornógrafo vocacional, y con delirantes momentos como el que protagonizó Ron Jeremy dando vida al doctor Frankenpenis, experto en la implantación de miembros de poderoso tamaño en personas, asegurando al personaje interpretado por Ice T que fue el pionero en la técnica de impantación con resultados más que óptimos.  Solo por la memorable interpretación de John Wayne Bobbit de la canción «My Ding-A-Ling» en los deseados, a tenor del material mostrado durante su interminable hora y media, créditos finales se justifica el estropicio.

LAS AVENTURAS DE FLESH GORDON (Michael Benveniste y Howard Ziehm)

Víctima: «Flash Gordon» (el cómic)

En pleno auge del cine picantón, justo cuando el cine porno comenzaba a reclamar su lugar en el mundo, el productor Howard Ziehm consideró que había llegado el momento de hacer realidad el sueño de su adolescencia: despojar de sus mallas a uno de los mitos pioneros del cómic americano: Flash Gordon. Para ello no le costó demasiado encontrar numerosos apoyos para dotar al proyecto de un presupuesto holgado. Fue así como se comenzó a gestar uno de las mayores producciones del cine de destape que contó con efectos especiales solventes y un elenco actoral capaz de mostrar, además de las tetas, al menos un registro interpretativo. El resultado final se convirtió en una referencia generacional que sobrevive hasta nuestros días. Naves de forma fálica, nombres de los personajes con evocaciones evidentes (el Dr. Jerkoff es mi favorito) y una trama adecuadamente absurda que superó considerablemente a la versión mainstream que pocos años más tarde se estrenaría ante la desidia general y que año más tarde se convertiría en objeto de culto trash.

DANCES WITH FOXES (Hershel Savage, 1991)

Víctima: «Bailando con Lobos (1990)»

La triste (pornográficamente hablando) primera mitad de los noventa transcurría penosamente entre montañas de silicona, starlets intercambiables cada seis meses y una cuadra de sementales ajados que convertía al mundillo del porno en poco menos que endogámico, cuando Kevin Costner arrasaba con su inofensiva epopeya sobre el exterminio indio a manos de los colonos blancos. El actor reconvertido en director aún no había acabado de recoger uno de los muchos premios Oscar logrados que la industria azul ya había producido su versión del asunto. La premura, una de las grandes virtudes del género hard, se convirtió en los noventa en precipitación, de modo que las parodias mostradas carecían con frecuencia de guión limitándose a un desganado metesaca. Cualquier parecido de la versión triple X con el original va más allá de la pura coincidencia. Cuatro actrices acolchadas en pelotas (ataviadas con plumas, eso sí) recorriendo camas y mantas indias versus tres actores con dificultades de erección tratando de meter tripa y disimular arrugas. Así de triste fue…

E.T. PORNO (Lindko Entinger, Año desconocido)

Víctima: «E.T. el Extraterrestre (1982)»

La salvaje industria hard alemana, además de películas centradas en lluvias doradas, fistfucking y zoofilia, se centra en ocasiones en el para ellos ingrato género de la parodia. Con eficiencia germana suelen apañarselas para meter enanos, ancianos o cualquier elemento que genere morbo, pero en esta ocasión se lo colocaron en bandeja: una extraterrestre (hembra, of course) de aspecto hediondo se pasa por la piedra a todos los componentes de la familia que la protege de ser pasto de malévolos científicos empeñados en diseccionarla. Una joya del undécimo arte a la vez que un clásico del cine metatrash que todo aficionado al género debe visionar al menos una vez en su vida. Aconsejo que tal tarea se lleve a cabo con una bolsa para inoportunas vomitonas a mano, que nunca se sabe.

EDWARD PENISHANDS (Paul Norman, 1991)

Víctima: «Eduardo Manostijeras (1990)»

Paul Norman, uno de los padres putativos del subgénero de la pornoparodia, alcanzó la cota más alta de su dudosa carrera gracias a una película que terminó por convertirse en clásico ineludible de todo parrandero aficionado al cine azul. Completamente enloquecida desde su propuesta inicial, las tijeras en lugar de manos que lucía el protagonista del cuento de Tim Burton, fueron lógicamente reconvertidas en penes con los que Eddie no tardó en ganarse el favor de la población femenina de su ciudad. La astracanada final incluía portentosas eyaculaciones que harían palidecer en volumen a las mismas cataratas de Iguazú. Tal vez insuficiente en su poder de sugerencia, sus resultados son apreciables y recomendables para una noche de jolgorio en grupo. Carece de entidad sensual, pero las risas están aseguradas…

DRILLER (Joyce James, 1984)

Víctima: Thriller (1982, videoclip del mítico tema de Michael Jackson) 

La popularidad alcanzada por el vídeoclip de la canción «Thriller» fue tal que el mundo del porno, siempre atento a las tendencias del momento, no pudo mirar hacia otro lado. Pero la obra original protagonizada por Michael Jackson eran tan grande que el esfuerzo requerido merecía lo mejor, de modo que en «Driller» se tiró la casa por la ventana incluyendo números musicales y un maquillaje aceptable amén de los consabidos intercambios carnales. Lo mejor, la totémica presencia de Taija Rae y las descacharrantes coreografías sin sentido en las que las bailarinas ejecutan pasos a su libre albedrío mientras el sosias de Jackson levanta los brazos compulsivamente mientras mira a la cámara con cara de oligofrénico. Las performances sexuales tampoco tienen desperdicio, pese su querencia por lo risiblemente mugriento.

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS (Luca Damiano, 1996)

Víctima: «Blancanieves y los Siete Enanitos (1938)

Luca Damiano volvió a la carga encargándose a la adaptación hard del cuento de los hermanos Grimm que la Disney convirtió en celuloide en 1937. Para la ocasión se contó con una lozana actriz checa y un nutrido grupo de enanitos calentorros dispuestos a hacer cualquier cosa por protegerla de su malvada madrastra. Y cuando digo cualquier cosa, pueden imaginar a qué me refiero. Blancanieves, por su parte, no le hizo ascos al intercambio carnal, que un alquiler ni entonces ni ahora sale barato. Damiano rellenó los tiempos muertos con sexo de saldo y decepcionó a la hora de la verdad sin rozar siquiera el morbo que desprende la historia original. Lástima.

ALICE IN WONDERLAND (Bud Townsend, 1976)

Víctima: «Alicia en el País de las Maravillas (1951)»

En la década de los setenta el porno irrumpió con atronadora fuerza. Se proyectaban película XXX en la calle 42 de Nueva York a cuyos estrenos acudían sus protagonistas en limusinas. Los críticos más sesudos buscaban dobles intenciones en sus tramas, las películas de Gerard Damiano y de los hermanos Mitchell se proyectaban en filmotecas e incluso eran prenominadas a los premios Oscar. Con un caldo de cultivo tan estimulante no resulta extraño que las producciones se cuidasen hasta el más nimio detalle. La fiebre no duró demasiado tiempo, y el cine azul huyó para recluirse en salas de mala muerte del extrarradio. Sin llegar a la altura de algunas de sus contemporáneas, si bien el tiempo la convirtió en película de culto para onanistas de todo grado, «Alícia en el País de las Pornomavarillas» (de tal modo fue bautiza en España) puede presumir de un producción decente, de poseer un irregular guión que apenas rasca en la superficie de las inmensas posibilidades que propone el ambigüo cuento de Lewis Carroll y de contar entre sus filas con Kristine DeBell, actriz que, tras debutar en el porno y protagonizar sesiones de fotos eróticas para reputadas revistas como PlayBoy, terminó por redirigir sus pasos hacia el cine teen (en pleno auge del género) para acabar  dando con sus huesos en el submundo de los culebrones televisivos. Conviene no perder la pista al tipo que interpreta al conejo blanco. Todo un portento de emulación fornicadora. Una de esas joyas nacidas para ser ocultadas bajo la cama y disfrutadas en noches insomnes.

SUPERMAN XXX: A PORN PARODY (Axel Braun, 2011)

Víctima: «Superman (1978)»

El nuevo siglo trajo consigo un fuerte repunte en el subgénero de las parodias triple X. Se ha reversionado todo lo imaginable ya que el buen pornógrafo, aburrido de actos sexuales mecánicos,  encuentra inspiración en el simple gesto de la emulación. Basta ver a una chica vestida de princesa Leia o a un tipo en plan Superman que la libido se dispara. La nueva hornada de parodias suele pecar de una extrema frialdad y un excesivo respeto por el objeto de su burla. Como consecuencia, las aventuras bajo las sábanas del hombre de acero carecen de otro interés que el comprobar si Lex Luthor siempre ha estado, como suponemos, enamorado de su némesis, y,  si se da el caso, Lois Lane sobra. Los efectos especiales son, involuntariamente, de guasa. De hecho, posiblemente sean el único motivo para visionar tan mejorable parodia.

LUST AT THE FIRTS BITE o DRÁCULA SUCK (Phil Marshak, 1978)

Víctima: «Drácula (1931)»

Resulta curioso que uno de los grandes mitos de erotismo universal haya sido tan escasamente utilizado por el cine porno. Si bien no es menos cierto que en las pocas ocasiones en las que el conde prefirió dejar de morder cuellos para bajar su bragueta son mitos del género. La más conocida quizás sea «Drácula Chupa», un pretencioso intento de rivalizar con la entonces exitosa parodia comercial «Amor al Primer Mordisco» con la ventaja de que en esta versión se podían mostrar las habilidades extra del conde transilvano. El reparto reunió lo mejor de la época: John Holmes, Annette Haven, Serena, Jamie Gillis, Seka, Kay Parker a lo largo de 15 escenas memorables en las que no sobra ni una embestida ni un lametón está de más. Una de las cumbres del género azul.

JANE BOND MEETS THE MAN WITH THE GOLDEN ROD (Jack Remy, 1987)

Víctima: «El Hombre de la Pistola de Oro (1974)»

Por supuesto que las aventuras del agente 007 necesitaban de un hermano gemelo malvado. Así lo reclamaron insistentemente fans de uno y otro lado. Para la ocasión se cambió de sexo al espía británico en una hermosa ironía, y se tomó prestada una de sus aventuras más olvidables sólo porque el título se prestaba al fácil juego de palabras. Ni la presencia icónica de Peter North ni la superlativa carnalidad de Amber Lynn sirvieron para que el ambiente hirviese. Todo resultó ser tan estático, tan aburrido y tan camp como era de esperar. Mucho me temo que la deuda de 007 con el cine azul sigue en pie y que no serán pocos los fluidos seminales que se deberán derramar para satisfacerla.

Y fin.