Una buena fiesta lo cura todo. Por muy profunda que sea la sima en la que te encuentres; por muy honda la tristeza; por muy angustiosa la rutina de los días, todo encuentra solución entre los vapores emanados por una buena fiesta. Aunque en toda fiesta genuina se deben cumplir las premisas de no conocer a la mitad de los invitados, que una chica acabe en topless y que al menos uno de los participantes masculinos vista falda, cualquier fiesta es estimable. Las hay íntimas, salvajes, enrevesadas y, cómo no, también serenas. Y ninguna de ellas se puede considerar menos envidiable que la anterior, pues lo realmente importante consiste en tratar de detener el tiempo.
La industria del cine ha retratado miles de fiestas en celuloide. Algunas razonablemente logradas. Otras, más carnales, tan memorables que se ubican en algún lugar de tu memoria para no abandonarlo jamás. Éstas son algunas de ellas…
MELINDA Y MELINDA (Woody Allen, 2004)

Las fiestas en las películas de Woody Allen transcurren siempre a media luz. No importa que se trate de una primera cita o de un grupo de amigos que se reencuentra tras mucho tiempo sin verse. Lo realmente importante es que la música se funda con las palabras sin devorarlas. En la muy estimable «Melinda y Melinda», la tenue luz de las velas ilumina los rostros de los comensales que han formado pequeñas penínsulas amuralladas con los envases de comida china a medio abrir mientras la madrugada lo comienza a invadir todo. Envidiable complicidad la que el genio neoyorkino consigue lograr.
PIJAMA PARA DOS (Delbert Mann, 1961)

En la obra maestra dirigida por Delbert Mann, defenestrada por muchos a causa del maléfico eje Doris Day-Rock Hudson y por la inclemente lluvia de cascotes que el tiempo y la incapacidad general para contextuar una época han posado sobre ella, la fiesta se resume en un machismo pueril (del que Mann se mofa) y una nada encubierta apología del alcohol como solución y origen (ya lo dijo Homer Simpson) de todos los problemas. Sin embargo, comer galletas también tiene su riesgo. Y entre ellos figura la más monumental de las resacas y sus inesperadas consecuencias.
BEACH PARTY (William Asher, 1963)

Las bienpensantes mentes de los años sesenta del pasado siglo se encontraron ante un gran dilema: ¿debían demonizar las nuevas tendencias que amenazaban con pervertir a las nuevas generaciones? o, por el contrario ¿debían tomar parte del asedio cultural para asegurarse de que no se echaran a perder tantas almas tiernas?. Uno de las más infames consecuencias de la ecuación se materializó en las películas playeras generalmente protagonizadas por Frankie Avalon y Annette Funicello. Tontadas sin gracia alguna que el paso del tiempo ha convertido en templos kitsch. En «Beach Party» se abrió la veda y una herida que, me temo, aún no se ha cerrado.
EL CAZADOR (Michael Cimino, 1976)

Cimino, antes de creerse el rey del mambo para terminar autoinmolándose gestando «La Puerta del Cielo», segmentó su obra capital en tres partes fácilmente reconocibles. La que más tristeza transmite, a mi juicio, es el prólogo en el que se narra la última escapada de unos amigos antes de la boda de uno de ellos. El director dotó a la fiesta que sigue a la ceremonia de una carnalidad poco frecuente. Hay tanta alegría como desazón, sin olvidar un poso de fatalidad que sobrevuela cada minuto de la celebración. Hermoso inicio para un brillante fresco acerca de un tiempo que les fue robado a toda una generación.
LA ÚLTIMA APUESTA (Nancy Savoca, 1991)

Poco antes de ser enviado a combatir en Vietnam, un joven pueblerino disfruta de un último fin de semana en San Francisco participando en una apuesta que consiste en llevar a la chica más fea que encuentre por las calles a una fiesta de adefesios. Lo que él no esperaba es que terminaría enamorándose de su inocente víctima. Las fiestas crueles, mal que nos duela, siempre formaron parte del catálogo.
GOLPE AL SUEÑO AMERICANO (Marek Kanievska, 1987)

Tan nefasto título hispano oculta en realidad la adaptación al cine de la notable novela de Bret Easton Ellis «Less Than Zero». Y si bien el director escogido para mostrar la caída en los infiernos de la droga y la apatía de toda una generación posee obras estimables, fue la menos afortunada de las designaciones posibles. Pastosa, ilegible, confusa… los excesos discotequeros son quizás los mejor parados en esta fábula fallida. Mucho sexo, mucho alcohol, mucho desfase y mucha (muchísima) cocaína. La sentencia que asegura que «no hay futuro» pocas veces fue tan certera.
BIENVENIDO, MISTER MARSHALL (Luis García Berlanga, 1953)

Entre las tinieblas de la dictadura franquista también hubo sitio para la fiesta. Aunque nublada por el folklore más denigrante, si los americanos garantizaban tractores merecía la pena humillarse vistiéndose de corto mientras cantas coplas de rima fácil. Brillante paradoja dirigida por Berlanga sobre una España desprovista de orgullo que sabía a polvo y hambre. De hecho, cincuenta años más tarde y en otro contexto, en las mismas estamos.
DIECISÉIS VELAS (John Hughes, 1986)

Hughes, el hombre que dignificó el subgénero de la comedia adolescente, elaboró un completo tratado sobre los lugares y las emociones comunes que pueblan la mente púber en esta memorable cinta frecuentada por nerdies varios, matones de instituto, chicas demasiado maduras y estudiantes japoneses de intercambio. Al margen de su primoroso tejido narrativo, la película lo tiene todo, incluso una fiesta desmadrada en la que los inadaptados estudiantiles que son utilizados como puching ball emocional consiguen bragas que exhiben como trofeo ante una babeante audiencia de onanistas a la fuerza. Obra capital ochentera no apta para aquellos que nunca fueron adolescentes.
ENTRE COPAS (Alexander Payne, 2004)

Toda fiesta requiere ante todo de complicidad. Per example, la de las dos parejas protagonistas de «Entre Copas» bebiendo vino y bromeando mientras cae el sol en los valles vinícolas del norte de California. La fiesta como vehículo de crecimiento sentimental y caricias tan suaves como el bouquet de esta hermosa película que obligatoriamente debería paladearse durante los meses de luz.
CELEBRACIÓN (Thomas Vinterberg, 1998)

La fiesta también puede usarse como arma. No existe paradoja más desequilibrante que la producida por una dolorosa revelación lanzada durante una fiesta familiar. Los resultados de tal acción en la excelente película de Vinterberg fueron inversamente proporcionales a su cálida y merecida acogida crítica. Mostrar el corazón y darle la vuelta para que sean visibles sus costuras es un ejercicio arriesgado con consecuencias imprevisibles. Nadie dijo que fuera fácil.
JACUZZI AL PASADO (Steve Pink, 2010)

Otro requisito de toda fiesta precisa del elemento gamberro. Si además éste viene acompañado de la amistad inquebrantable, tendrá preferencia sobre cualquier otra cosa. Por un amigo te partes la cara, bebes hasta reventar o renuncias a la chica que presientes es la mujer de tu vida. Y así será mientras se apura una cerveza en un jacuzzi que posee la facultad de retrotraer el tiempo. Gamberrada que se afana en homenajear a «Regreso al Futuro» (Cripin Glover incluido) y que terminó por ser un cántico hacia la amistad por encima de cualquier otra cuestión.
AQUELLAS JUERGAS UNIVERSITARIAS (Todd Phillips, 2003)

La añoranza del pasado, de las fiestas pretéritas, en ocasiones conduce a la exaltación de la estupidez como filosofía de vida. Lars Von Trier lo mostró a su manera en la inefable «Los Idiotas». Todd Phillips, mesias de la nueva comedia bronca, apaisada por la oferta y la demanda, lo cuenta a la suya. A saber: eructos, tías macizas en ropa interior correteando por todas partes y gags expendidos de modo ametrallado previamente rebozados por la sal más gruesa encontrada. Estimable exposición, en cualquier caso, de una generación de Peter Panes que se niega a crecer.
DESMADRE A LA AMERICANA (John Landis, 1978)

Aunque exiten precedentes directos e indirectos, la película dirigida por John Landis sirvió de pistoletazo inicial a género de comedias estudiantiles descerebradas. Todas ellas con un fiesta como objetivo final, pretexto de la catarsis. No hay nada más allá del desmadre que el desmadre mismo o el que está por llegar. La solución a todo lo que no parece tener remedio consiste en girar la tuerca una vez más mientras se recuerdan las palabras del gran John Blutarsky: «Toga, toga, toga…»
YA NO PUEDO ESPERAR (Deborah Kaplan y Harry Elfont, 1998)

La fiesta de graduación, aquella que en el mundo occidental marca el límite entre la adolescencia y la madurez temprana, la misma destinada a romper tabúes y virginidades, sirvió como telón de fondo a esta adorable historia de quebrantos adolescentes y promesas incumplidas. El contexto de la fiesta, con el «comando» nerdy dispuesto a colarse a toda costa y los reyes de instituto reciclados ahora en novatos universitarios, se tamiza con el desencanto de crecer para comprobar que todo cuanto se nos había prometido era mentira. Como compensación queda la fiesta. ¿Y después qué?
FIESTA SALVAJE (James Ivory, 1975)

Encubierta revisión del terrible caso de la estrella del cine mudo Fatty Arbuckle, convertido, por obra y gracia de una bacanal salvaje, en asesino señalado, si bien nunca condenado. James Ivory se aleja por una vez de la bucólica campiña inglesa y de las tórridas praderas indias, pero no abandona el cine de época ni su encorsetado estilo. De tal modo que la fiesta resulta menos salvaje de lo que debiera y más densa que emocional. De cómo una fiesta concebida para celebrar un éxito terminó segando vidas y arruinando otras.
DESAYUNO CON DIAMANTES (Blake Edwards, 1961)

La fiesta de las fiestas, al menos en lo que se refiere a lo cinematográfico, tuvo una anfitriona inmejorable: Holly Golighly. Tenía tanto glamour y clase sujetando un cigarrillo francés, con su kilométrica boquilla a juego, como pidiendo cincuenta dólares por visitar el lavabo. Eufemismos al margen, nunca una fiesta de celuloide fue tan cercana. Fue todo tan hermoso que no importó que la fiesta acabase de un modo tan abrupto como fue el escapar de la policía por la escalera de incendios. Para entonces Holly ya se había hecho con nuestros corazones.
EL GUATEQUE (Blake Edwards, 1968)

Posiblemente sea Blake Edwards el mejor hacedor de fiestas de la historia del cine. Posiblemente lo sea por la ingente cantidad de fiestas a las que asistió en su vida. Las fiestas meticulosamente descuadradas eran su especialidad, como ocurrió en «El Guateque». Un patoso actor indio de segunda fila se incrusta en una fiesta en la que rápidamente se convierte en el punto discordante. No encaja, de modo que la armonía termina por desajustarse para convertirse en el hermoso caos que toda fiesta aspira a lograr. Todo ello, eso sí, ordenadamente desordenado, como impone el protocolo fiestero.
CÓMO MATAR A LA PROPIA ESPOSA (Richard Quine, 1965)

Hubo un tiempo en el que no había fiesta de despedida de soltero que se precie de serlo que no culminase con una chica saliendo de una tarta. Después fueron las mujeres las que reclamaron su parte del pastel, y terminó siendo un chico el que ocupaba el interior de la tarta. Cuestión de legitimos ajustes. Dentro del primer grupo, mediados los sesenta Richard Quine dirigió una comedia negra centrada en la por entonces en boga «guerra entre hombres y mujeres» en la que un dibujante de cómics mujeriego (y por ende misógino) acaba desposado con la chica de la tarta tras una etílica farra «solo para hombres». La fiesta (y la película) terminó siendo tan divertida como insuficiente tras la presentación de sus brillantes credenciales.
DESPEDIDA DE SOLTERO (Neal Israel, 1984)

Icono descerebrado por méritaje propio, «Despedida de Soltero» significa para el sub-subgénero de las despedidas de soltero lo que el Empire State para la iconografía neoyorkina. Sin argumento, ni falta que le hace, un grupo de amigos decide despedir la soltería de uno de ellos haciendo realidad todas sus fantasías antes de que sea demasiado tarde. Prostitutas, películas porno podadas, burros yonkis, exnovias a la caza de la pieza perdida y mucho alcohol. La sublimación del hombre cívico convertido en el buen salvaje que ni sabe ni quiere pensar en otra cosa que en su propio placer. El factor hedonista aplicado a la celebración. Amén.
LA GRAN COMILONA (Marco Ferreri, 1973)

Marco Ferreri (con la pluma de Rafael Azcona a su servicio) en su salsa. Desarrollando los enredados conceptos filosóficos que hicieron de él un elemento peligroso para cualquier sistema. En esta ocasión cuenta cómo cuatro amigos deciden suicidarse comiendo y follando hasta literalmente reventar. A tal efecto organizan una formidable bacanal en la que no faltan exquisitos platos gastronómicos sin límite y prostitutas obesas. La evidente metáfora desafía al espectador a que se forme una opinión sobre el mundo que habita. Todo ello en una época en la que tal cuestión era posible sin que los ingresos de taquilla fuese obscenamente bajos. Misión imposible hoy día. Ya lo cantó Dylan: «the times they are a- changing», y no siempre a mejor…
RESACÓN EN LAS VEGAS (Todd Phillips, 2009)

Inesperada revelación de hace un par de años, el mayor mérito de «The Hangover» consistió en llevar a los gafapastas a las salas de cine aunque solo fuera para despotricar contra ella más tarde. También consiguió dibujar sonrisas en sus rostros, pero eso es algo que la oscuridad de las salas impidió ver y ellos jamás confesarán. Todd Phillips contraataca con la quintaesencia del cine trash de vocación comercial. Se aferra a un sólido guión que apenas deja resquicios y nos regala el más gozoso delirio de los últimos años. Se atreve a escaquearnos la fiesta para mostrarnos sus delirantes consecuencias. El atronador éxito provocó la inevitable secuela, pero ya nada fue igual…
Y fin…