El Amor en Verano…

Como de costumbre cometo un error y escribo Sorgun-Orratz en una improvisada tarjeta de cumpleaños. Tres semanas antes le había pedido a un amigo que domina el euskara una traslación certera en tal idioma de su nombre tras las puertas cuando le cerramos la puerta al mundo.

Al verlo sonríe y me abraza. «Eres entrañable…». Lo dice la persona que expende tal materia allá por donde pasa. No, no soy entrañable. Sin embargo una persona mágica, y hay tan pocas, supo encontrarme cuando me había perdido.

Rectifico pues: Zorionak Sorgin-Orratz!!! Feliz cumpleaños, mi vida. Hoy John Coltrane toca solo para ti…

No tengo ni idea de lo que va a pasar a continuación. Y tú tampoco…

En el armario en el que Liz y yo nos encerrábamos de críos encontré una caja llena a reventar de cartas. Escogí una al azar y cometí el error de leerla. Era una carta que mi madre le había escrito a Liz: mi hermana era muy pequeña, y había ido de campamento a Vermont por primera vez. Mi madre intentaba consolarla, ya que nunca antes había estado tanto tiempo fuera de casa. Era tristísima. Hubo muchos momentos como aquel en los que la pena me podía y tenía que dejar de hacer lo que tenía entre manos.

Cosas que los Nietos Deberían SaberMark Oliver Everett

 

 

Gracias, Mycroft

Elliott…

Una mañana durante una gira me despierto en St. Louis con el timbre del teléfono. Me entero de que nuestro amigo Elliott Smith ha muerto en Echo Park.

La primera vez que vi a Elliott, en 1996, salí del cuarto, agarré a un amigo común del brazo y le dije: «ese tío me preocupa». Era un tipo encantador, muy callado, aparentemente desprovisto de una armadura con la que protegerse, que iba a más en el negocio de la música: mal sitio para los desvalidos, al parecer. En comparación con él, me sentía fuerte y seguro, y eso ya es decir algo.

(…)

Esa misma noche subo al escenario para tocar unas cuantas canciones. Termino con la favorita de George Bush «It’s a Motherfucker» y abandono el escenario. Justo cuando arranca la música del club siento una mano que se apoya en mi espalda. Me giro y veo a Elliott frente a mí en la oscuridad. «Bonita canción», me dice. Si alguien sabe de verdad lo que es sufrir una putada, ese es Elliott.

Cosas que los Nietos Deberían Saber Mark Oliver Everett

Supe de Elliott Smith al hacerse públicas las nominaciones para los Oscar de 1997. Conocidos cómo son los gustos académicos, sonó extraño el que una canción «indie» se colase entre cuatro baladas acarameladas con tendencia a la arcada ajena. Supongo que les pareció algo exótico. Al ver el vídeo que daba soporte a la canción, con su estética entre lo cutre y lo devalido, las letras amargas de «Miss Misery» cuadraron a la perfección con aquel tipo que a duras penas alzaba la vista del suelo para dejarla caer de inmediato si notaba que la atención de alguien se posaba sobre él.

El 23 de marzo de aquel año (madrugada del 24 en España) vi la ceremonia de los Oscar en directo. La aparición de Elliott, enlatado en un traje blanco, que al tiempo parecía oprimirle como ser dos tallas mayor de lo que su cuerpo soportaba, fue uno de los momentos más tristes que he presenciado. Salió al escenario del repleto Shrine Auditorium con actitud sombría y la cabeza gacha. Su timidez patológica le impidió levantar la vista hasta terminada la podada versión de «Miss Misery» (apenas dos minutos, la televisión manda) que le hicieron cantar. Después, tomó de la mano a Celine Dion y a otra de las interpretes de las canciones nominadas, y se inclinó hacia un público al que no se atrevía a mirar. Sin embargo, la experiencia no fue en su fondo tan traumática como pareció. Al menos así lo contó él:

«Eso es exactamente lo que fue, surrealista… Me gusta actuar casi tanto como disfruto componiendo canciones. Pero los Oscar fueron un espectáculo muy extraño, donde el programa era de sólo una canción reducida a menos de dos minutos, y la audiencia era un montón de gente que no había venido a escucharme tocar. No me gustaría vivir en ese mundo, pero fue divertido estar cerca de las estrellas por un día.»

Pasado el mal trago Elliott regresó a sus bares de la periferia, a los sótanos en los que componía sus canciones y a las peleas con los directivos que habitualmente no eran capaces de ver en su música más que una retahíla de lamentos etílicos. Y así era, pues Elliott se dejó llevar por el río bourbon desde el día que fue consciente de que la vida no estaba hecha para él. Después llegó la coca, la heroína y todo tipo de sustancias que terminaron por convertirle en un paranoico que se aferraba a la música para mantener la cordura un día más.

El 21 de octubre de 2003 fue un día lluvioso en Los Angeles.  Elliott había discutido con Jennifer, su novia, como ocurría casi cada día desde hacía meses. Se escucharon sus gritos y alaridos en todo el barrio. Los vecinos, ya acostumbrados, pensaron que se trataba del jodido vecino raro que no les permitía dormir desde que se mudó a la parte alta de las colinas. Sólo que aquella nota fue la última que cantó Elliott.  Su largo historial depresivo avaló la tesis suicida (algunos mantienen aún que se trató de un homicidio) que trataba de dar explicación al cuchillo que ondeaba en su pecho. Lo cierto es que daba igual: Elliott ya no estaba. Queda su música, para quien esté interesado en averiguar el proceso que permite el que las piezas defectuosas se sigan fabricando.

Marcianos y Palomitas…

De niño las películas eran clasificadas en función de lo apetecible de su historia, de lo exótico de su género y del tamaño de la bolsa de palomitas consumida durante la interminable matiné. Si se trataba de un western, la cosa adquiría puntos extra, al igual que sucedía con las películas de monstruos. Si bien el premio de máximo valor lo obtenían las películas de marcianos. La aparición en pantalla de cualquier criatura llegada desde otro mundo suponía lo que el Charles Kaznyk de «Super 8» define como «valor añadido».

La nueva película de J. J. Abrams se apoya en el legado sentimental de todo niño y adolescente crecido en la década de los ochenta para articular una historia escrita en el imaginario de toda una generación. Nada falta en su trama, desde trenes militares que portan una misteriosa carga, hasta alienigenas ectoplasmáticos sedientos de sangre y libertad, todo ello aderezado con un grupo de amigos adolescentes envueltos involuntariamente en una aventura iniciática. Material suficiente para que los residuos ochenteros que se resisten a abandonar nuestros cuerpos reclamen su derecho de disfrutar una noche más.

J. J. Abrams, padre inmortal de «Lost», fenómeno de masas cuyas carencias son cubiertas por sus pretorianos acólitos, olvida por una vez su sugerente discurso, centrado habitualmente en un envoltorio visual fascinante que promete más de lo que finalmente ofrece, para entregarse en los brazos de Steven Spielberg (productor e impulsor ideológico de la película) y su cosmos suburbano. Aprende a dotar de carnalidad a los personajes merced a una puesta en escena que no deja detalle al azar y mediante unos diálogos orgánicos lejanos de las mayestáticas líneas de guión que suelen emplear los protagonistas de Abrams. Una vez tejida exitosamente la parte más compleja de la narración, el director comienza a soltar las pequeñas dosis de fantasía que el espectador reclama, incluyendo los elementos clásicos de toda película de ciencia-ficción que se precie de serlo y que su fiel audiencia inconscientemente solicita: el monstruo debe estar presente en todo momento, pero jamás debe mostrarse; la tensión narrativa debe ir creciendo proporcionalmente durante la función y los personajes deben mimetizarse con la platea a fin de convertir su historia en la nuestra. Indiferentemente de cómo se desarrolle el clímax final, si los ingredientes han sido mezclados con habilidad el objetivo se habrá cumplido, tal como sucede en «Super 8».

Su aparentemente endeble calado se sustenta en una narración fuerte que no sólo no rehuye el estereotipo, sino que pretende reclamarlo como suyo. Todo ello sin olvidar referencias a las fuentes clásicas que marcan el camino del sendero: «E.T., el Extraterrestre», «Los Goonies» e incluso a la mitología suburbana transmitida en las películas de John Hughes, para finalmente subyugar a los aún no entregados con reconocibles referencias a George A. Romero (memorable el pase final del corto -obra maestra indiscutible- filmado por los niños protagonistas) y a clásicos como «El Enigma de Otro Mundo». Tal amalgama, lejos de resultar confusa, termina por convertirse en todo un revival emocional que sobrevive gracias a la fluidez y a la complicidad prestada por un público deseoso por devorar las palomitas que sobrevivieron a las sesiones de veinte años atrás.

«Super 8» no es la gran película que toda una generación extraviada reclama como revancha final por las promesas que nos fueron incumplidas. Pero es un escalón más hacia la reconciliación con un cine elevado a los altares por la nostalgia. Un subidón de adrenalina que acerca de nuevo la ensoñación a aquellos atropellados por el  tiempo y que aporta material emocional para una nueva generación de frikis y orgullosos de serlo. Puede que ya no haya matinés, pero siguen crujiendo las palomitas en la oscuridad…

Party Time…

Una buena fiesta lo cura todo. Por muy profunda que sea la sima en la que te encuentres; por muy honda la tristeza; por muy angustiosa la rutina de los días, todo encuentra solución entre los vapores emanados por una buena fiesta. Aunque en toda fiesta genuina se deben cumplir las premisas de no conocer a la mitad de los invitados, que una chica acabe en topless y que al menos uno de los participantes masculinos vista falda, cualquier fiesta es estimable. Las hay íntimas, salvajes, enrevesadas y, cómo no, también serenas. Y ninguna de ellas se puede considerar menos envidiable que la anterior, pues lo realmente importante consiste en tratar de detener el tiempo.

La industria del cine ha retratado miles de fiestas en celuloide. Algunas razonablemente logradas. Otras, más carnales, tan memorables que se ubican en algún lugar de tu memoria para no abandonarlo jamás. Éstas son algunas de ellas…

MELINDA Y MELINDA (Woody Allen, 2004)

Las fiestas en las películas de Woody Allen transcurren siempre a media luz. No importa que se trate de una primera cita o de un grupo de amigos que se reencuentra tras mucho tiempo sin verse. Lo realmente importante es que la música se funda con las palabras sin devorarlas. En la muy estimable «Melinda y Melinda», la tenue luz de las velas ilumina los rostros de los comensales que han formado pequeñas penínsulas amuralladas con los envases de comida china a medio abrir mientras la madrugada lo comienza a invadir todo. Envidiable complicidad la que el genio neoyorkino consigue lograr.

PIJAMA PARA DOS (Delbert Mann, 1961)

En la obra maestra dirigida por Delbert Mann, defenestrada por muchos a causa del maléfico eje Doris Day-Rock Hudson y por la inclemente lluvia de cascotes que el tiempo y la incapacidad general para contextuar una época han posado sobre ella, la fiesta se resume en un machismo pueril (del que Mann se mofa) y una nada encubierta apología del alcohol como solución y origen (ya lo dijo Homer Simpson) de todos los problemas. Sin embargo, comer galletas también tiene su riesgo. Y entre ellos figura la más monumental de las resacas y sus inesperadas consecuencias.

BEACH PARTY (William Asher, 1963)

Las bienpensantes mentes de los años sesenta del pasado siglo se encontraron ante un gran dilema: ¿debían demonizar las nuevas tendencias que amenazaban con pervertir a las nuevas generaciones? o, por el contrario ¿debían tomar parte del asedio cultural para asegurarse de que no se echaran a perder tantas almas tiernas?. Uno de las más infames consecuencias de la ecuación se materializó en las películas playeras generalmente protagonizadas por Frankie Avalon y Annette Funicello. Tontadas sin gracia alguna que el paso del tiempo ha convertido en templos kitsch. En «Beach Party» se abrió la veda y una herida que, me temo, aún no se ha cerrado.

EL CAZADOR (Michael Cimino, 1976)

Cimino, antes de creerse el rey del mambo para terminar autoinmolándose gestando «La Puerta del Cielo», segmentó su obra capital en tres partes fácilmente reconocibles. La que más tristeza transmite, a mi juicio, es el prólogo en el que se narra la última escapada de unos amigos antes de la boda de uno de ellos. El director dotó a la fiesta que sigue a la ceremonia de una carnalidad poco frecuente. Hay tanta alegría como desazón, sin olvidar un poso de fatalidad que sobrevuela cada minuto de la celebración. Hermoso inicio para un brillante fresco acerca de un tiempo que les fue robado a toda una generación.

LA ÚLTIMA APUESTA (Nancy Savoca, 1991)

Poco antes de ser enviado a combatir en Vietnam, un joven pueblerino disfruta de un último fin de semana en San Francisco participando en una apuesta que consiste en llevar a la chica más fea que encuentre por las calles a una fiesta de adefesios. Lo que él no esperaba es que terminaría enamorándose de su inocente víctima. Las fiestas crueles, mal que nos duela, siempre formaron parte del catálogo.

GOLPE AL SUEÑO AMERICANO (Marek Kanievska, 1987)

Tan nefasto título hispano oculta en realidad la adaptación al cine de la notable novela de Bret Easton Ellis «Less Than Zero». Y si bien el director escogido para mostrar la caída en los infiernos de la droga y la apatía de toda una generación posee obras estimables, fue la menos afortunada de las designaciones posibles. Pastosa, ilegible, confusa… los excesos discotequeros son quizás los mejor parados en esta fábula fallida. Mucho sexo, mucho alcohol, mucho desfase y mucha (muchísima) cocaína. La sentencia que asegura que «no hay futuro» pocas veces fue tan certera.

BIENVENIDO, MISTER MARSHALL (Luis García Berlanga, 1953)

Entre las tinieblas de la dictadura franquista también hubo sitio para la fiesta. Aunque nublada por el folklore más denigrante, si los americanos garantizaban tractores merecía la pena humillarse vistiéndose de corto mientras cantas coplas de rima fácil. Brillante paradoja dirigida por Berlanga sobre una España desprovista de orgullo que sabía a polvo y hambre. De hecho, cincuenta años más tarde y en otro contexto, en las mismas estamos.

DIECISÉIS VELAS (John Hughes, 1986)

Hughes, el hombre que dignificó el subgénero de la comedia adolescente, elaboró  un  completo tratado sobre los lugares y las emociones comunes que pueblan la mente púber en esta memorable cinta frecuentada por nerdies varios, matones de instituto, chicas demasiado maduras y estudiantes japoneses de intercambio. Al margen de su primoroso tejido narrativo, la película lo tiene todo, incluso una fiesta desmadrada en la que los inadaptados estudiantiles que son utilizados como puching ball emocional consiguen  bragas que exhiben como trofeo ante una babeante audiencia de onanistas a la fuerza. Obra capital ochentera no apta para aquellos que nunca fueron adolescentes.

ENTRE COPAS (Alexander Payne, 2004)

Toda fiesta requiere ante todo de complicidad. Per example, la de las dos parejas protagonistas de «Entre Copas» bebiendo vino y bromeando mientras cae el sol en  los valles vinícolas del norte de California. La fiesta como vehículo de crecimiento sentimental y caricias tan suaves como el bouquet de esta hermosa película que obligatoriamente debería paladearse durante los meses de luz.

CELEBRACIÓN (Thomas Vinterberg, 1998)

La fiesta también puede usarse como arma. No existe paradoja más desequilibrante que la producida por una dolorosa revelación lanzada durante una fiesta familiar. Los resultados de tal acción en la excelente película de Vinterberg fueron inversamente proporcionales a su cálida y merecida acogida crítica. Mostrar el corazón y darle la vuelta para que sean visibles sus costuras es un ejercicio arriesgado con consecuencias imprevisibles. Nadie dijo que fuera fácil.

JACUZZI AL PASADO (Steve Pink, 2010)

Otro requisito de toda fiesta precisa del elemento gamberro. Si además éste viene acompañado de la amistad inquebrantable, tendrá preferencia sobre cualquier otra cosa. Por un amigo te partes la cara, bebes hasta reventar o renuncias a la chica que presientes es la mujer de tu vida. Y así será mientras se apura una cerveza en un jacuzzi que posee la facultad de retrotraer el tiempo. Gamberrada que se afana en homenajear a «Regreso al Futuro» (Cripin Glover incluido) y que terminó por ser un cántico hacia la amistad por encima de cualquier otra cuestión.

AQUELLAS JUERGAS UNIVERSITARIAS (Todd Phillips, 2003)

La añoranza del pasado, de las fiestas pretéritas, en ocasiones conduce a la exaltación de la estupidez como filosofía de vida. Lars Von Trier lo mostró a su manera en la inefable «Los Idiotas». Todd Phillips, mesias de la nueva comedia bronca, apaisada por la oferta y la demanda, lo cuenta a la suya. A saber: eructos, tías macizas en ropa interior correteando por todas partes y gags expendidos de modo ametrallado previamente rebozados por la sal más gruesa encontrada. Estimable exposición, en cualquier caso, de una generación de Peter Panes que se niega a crecer.

DESMADRE A LA AMERICANA (John Landis, 1978)

Aunque exiten precedentes directos e indirectos, la película dirigida por John Landis sirvió de pistoletazo inicial a género de comedias estudiantiles descerebradas. Todas ellas con un fiesta como objetivo final, pretexto de la catarsis. No hay nada más allá del desmadre que el desmadre mismo o el que está por llegar. La solución a todo lo que no parece tener remedio consiste en girar la tuerca una vez más mientras se recuerdan las palabras del gran John  Blutarsky: «Toga, toga, toga…»

YA NO PUEDO ESPERAR (Deborah Kaplan y Harry Elfont, 1998)

La fiesta de graduación, aquella que en el mundo occidental  marca el límite entre la adolescencia y la madurez temprana, la misma destinada a romper tabúes y virginidades, sirvió como telón de fondo a esta adorable historia de quebrantos adolescentes y promesas incumplidas. El contexto de la fiesta, con el «comando» nerdy dispuesto a colarse a toda costa y los reyes de instituto reciclados ahora en novatos universitarios, se tamiza con el desencanto de crecer para comprobar que todo cuanto se nos había prometido era mentira. Como compensación queda la fiesta. ¿Y después qué?

FIESTA SALVAJE (James Ivory, 1975)

Encubierta revisión del terrible caso de la estrella del cine mudo Fatty Arbuckle, convertido, por obra y gracia de una bacanal salvaje, en asesino señalado, si bien nunca condenado. James Ivory se aleja por una vez de la bucólica campiña inglesa y de las tórridas praderas indias, pero no abandona el cine de época ni su encorsetado estilo. De tal modo que la fiesta resulta menos salvaje de lo que debiera y más densa que emocional. De cómo una fiesta concebida para celebrar un éxito terminó segando vidas y arruinando otras.

DESAYUNO CON DIAMANTES (Blake Edwards, 1961)

La fiesta de las fiestas, al menos en lo que se refiere a lo cinematográfico, tuvo una anfitriona inmejorable: Holly Golighly. Tenía tanto glamour y clase sujetando un cigarrillo francés, con su kilométrica boquilla a juego, como pidiendo cincuenta dólares por visitar el lavabo. Eufemismos al margen, nunca una fiesta de celuloide fue tan cercana. Fue todo tan hermoso que no importó que la fiesta acabase de un modo tan abrupto como fue el escapar de la policía por la escalera de incendios. Para entonces Holly ya se había hecho con nuestros corazones.

EL GUATEQUE (Blake Edwards, 1968)

Posiblemente sea Blake Edwards el mejor hacedor de fiestas de la historia del cine. Posiblemente lo sea por la ingente cantidad de fiestas a las que asistió en su vida. Las fiestas meticulosamente descuadradas eran su especialidad, como ocurrió en «El Guateque». Un patoso actor indio de segunda fila se incrusta en una fiesta en la que rápidamente se convierte en el punto discordante. No encaja, de modo que la armonía termina por desajustarse para convertirse en el hermoso caos que toda fiesta aspira a lograr. Todo ello, eso sí, ordenadamente desordenado, como impone el protocolo fiestero.

CÓMO MATAR A LA PROPIA ESPOSA (Richard Quine, 1965)

Hubo un tiempo en el que no había fiesta de despedida de soltero que se precie de serlo que no culminase con una chica saliendo de una tarta. Después fueron las mujeres las que reclamaron su parte del pastel, y terminó siendo un chico el que ocupaba el interior de la tarta. Cuestión de legitimos ajustes. Dentro del primer grupo, mediados los sesenta Richard Quine dirigió una comedia negra centrada en la por entonces en boga «guerra entre hombres y mujeres» en la que un dibujante de cómics mujeriego (y por ende misógino) acaba desposado con la chica de la tarta tras una etílica farra «solo para hombres». La fiesta (y la película) terminó siendo tan divertida como insuficiente tras la presentación de sus  brillantes credenciales.

DESPEDIDA DE SOLTERO (Neal Israel, 1984)

Icono descerebrado por méritaje propio, «Despedida de Soltero» significa para el sub-subgénero de las despedidas de soltero lo que el Empire State para la iconografía neoyorkina. Sin argumento, ni falta que le hace, un grupo de amigos decide despedir la soltería de uno de ellos haciendo realidad todas sus fantasías antes de que sea demasiado tarde. Prostitutas, películas porno podadas, burros yonkis, exnovias a la caza de la pieza perdida y mucho alcohol. La sublimación del hombre cívico convertido en el buen salvaje que ni sabe ni quiere pensar en otra cosa que en su propio placer. El factor hedonista aplicado a la celebración. Amén.

LA GRAN COMILONA (Marco Ferreri, 1973)

Marco Ferreri (con la pluma de Rafael Azcona a su servicio) en su salsa. Desarrollando los enredados conceptos filosóficos que hicieron de él un elemento peligroso para cualquier sistema. En esta ocasión cuenta cómo cuatro amigos deciden suicidarse comiendo y follando hasta literalmente reventar. A tal efecto organizan una formidable bacanal en la que no faltan exquisitos platos gastronómicos sin límite y prostitutas obesas. La evidente metáfora desafía al espectador a que se forme una opinión sobre el mundo que habita. Todo ello en una época en la que tal cuestión era posible sin que los ingresos de taquilla fuese obscenamente bajos. Misión imposible hoy día. Ya lo cantó Dylan: «the times they are a- changing», y no siempre a mejor…

RESACÓN EN LAS VEGAS (Todd Phillips, 2009)

Inesperada revelación de hace un par de años, el mayor mérito de «The Hangover» consistió en llevar a los gafapastas a las salas de cine aunque solo fuera para despotricar contra ella más tarde. También consiguió dibujar sonrisas en sus rostros, pero eso es algo que la oscuridad de las salas impidió ver y ellos jamás confesarán. Todd Phillips contraataca con la quintaesencia del cine trash de vocación comercial. Se aferra a un sólido guión que apenas deja resquicios y nos regala el más gozoso delirio de los últimos años. Se atreve a escaquearnos la fiesta para mostrarnos sus delirantes consecuencias. El atronador éxito provocó la inevitable secuela, pero ya nada fue igual…

Y fin…

Nadie puede saltar charcos eternamente, aunque siempre quede lugar para la duda…

Tuve un profesor de ética que nos repetía en cada clase: «Olvidaos de los que es justo o de lo que creéis justo, porque eso no lo vais a encontrar en el mundo real».  Se supone que un profesor debe estimular las mentes y las almas de sus alumnos para hacerles volar lo más alto que sus alas puedan soportar. Él, sin embargo, se preocupaba de amputar esas alas a sabiendas de que difícilmente las podríamos utilizar en aquel agujero que me resisto a llamar instituto.

Pero hubo quien pretendió negar la lógica y prefirió ensalzar la utopía. Henri Cartier-Bresson, maestro de todo fotógrafo, acuñó el término «el instante decisivo» para definir lo indefinible: las sensaciones fugaces que no podemos ver pero sí sentir. Todo aquello que se escapa al ojo humano y la cámara puede acuñar.

«En la fotografía, lo más pequeño puede convertirse en un gran motivo. Son los pequeños detalles humanos lo que me interesa. El resto no es más que vanidad».

Henri Cartier-Bresson.