«El Ilusionista», del reputado Sylvain Chomet, es el alarde final que conecta la magia, la poesía y el enmarañado mundo real. Es lo que Terrence Malick sueña cada noche y no consigue plasmar. Es la delicadeza reclutada al servicio de arte cinematográfico, mientras logra el milagro de que sus dibujos se desplacen, como si bailaran, a través de lugares que ni la memoria conseguiría tejer.
La historia, casi minimalista, de un viejo ilusionista fracasado que, en busca de su lugar y de su público, termina recalando en un pequeño pueblo escocés, resulta anecdótica ante el inmenso arsenal emocional que Chomet despliega. Cada plano esconde una pequeña joya que descubrir; cada gesto viene acompañado de una melancolía que traspasa la pantalla en busca de aliados para toda causa perdida, pues la historia del ilusionista es la de Jacques Tatischeff, la del señor Hulot, que osó tomar el testigo del pequeño vagabundo que imaginó Chaplin para continuar su traqueteado camino hacia ninguna parte. La senda del perdedor. La poesía invisible de la tierra que recibe la lluvia.
Jacques Tati escribió la historia, uno más de sus proyectos inacabados, para que, treinta años después de su muerte Chomet mutase al tierno Hulot por su creador para ofrendarnos esta maravilla que cierra el año de posteos antárticos. Último posteo del año para la mejor película del año. Un estacionalmente errático año, dado el viento en contra que sopló sin cesar desde el primer hasta el último día. Por esa razón, los paréntesis, habitualmente relegados, han cobrado un hermoso e inolvidable protagonismo.
Gracias a todos los que alguna vez se extraviaron en este lugar. Y recuerden que, aunque los magos no existan, la magia se esconde en algún lugar. A veces tan minúsculo como un fotograma.
Cuando era niño había una cosa que no podía faltar durante las fiestas navideñas: la película de Tarzán. Podía agotarse el turrón, romperse la pandereta e incluso que un fuerte catarro te dejase varado durante las dos semanas mágicas, pero nadie te podía quitar a la mona chita. Del mismo modo, este lugar no tendría sentido sin su tradicional posteo navideño. Sexto año ya, pese a los problemas lógisticos y gracias a Mycroft y a Emilio, que unen sus letras a las mías tratando de apaciguar, al menos por unos minutos, los días emocionalmente más indomables del año. Para abrir boca, este año tenemos al mismísimo rey (al auténtico, no al que asomará esta noche en sus televisores). Noche silenciosa por unas horas, porque a partir de mañana tienen que hacer ruído. Mucho, para espantar a lo malo y hacer saber a lo bueno por llegar que su destino está en nuestros regazos.
Feliz Navidad. Sean felices…
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LA FELICITACIÓN NAVIDEÑA
por Mycroft
UNO
“El tiempo venidero será violado y cargado de todas las cadenas imaginables”
(Harry Martinson)
He thought of cars
And where, where to drive them
And who to drive them with
And there, there was no one, no one
(Blur)
Frente al enorme monstruo metálico cuyo interior crepita con el movimiento frenético de luz de estrellas, gotas de materia aceleradas, sangre lumínica circulando, bombeada por un marcapasos gigante, las luces de navidad del Laboratorio de Control del Departamento Adjunto de Física Teórica de Berna parpadean morosamente, con parsimonia.
A través del cristal, junto a los monitores, las máquinas de café, y los adornos navideños baratos de todo a cien chino, propios de cualquier oficina, Frank bosteza y mira su reloj digital.
(Estamos rompiendo el tiempo en pedazos, pero mientras tanto, somos prisioneros del experimento. El tiempo de vigilancia del tiempo agónico. El tiempo dentro de nosotros. Cómo me gustaría escapar, pero no tengo a dónde escapar, estás fiestas, este solsticio de invierno disfrazado de hipocresía. Luces de neón y miseria, películas sentimentaloides y gente muriendo de frío, afuera. Siempre hay un afuera. Escapar pero a dónde. Y con quién. Compartir por decreto el vacío, y calar la bayoneta fría de la palabra durante una cena de familia, con turrones y rencores, juguetes y muertos: Memoria del paraíso perdido de la infancia, y envidia de mis sobrinos, a quienes amo en la distancia.)
-El experimento va conforme a lo previsto. Alcanzaremos la segunda fase mañana.
-¿Cuándo nos relevan?
(Silencio. Breve espacio, trinchera incómoda de una conversación fugaz. Haces de estrellas atrapados en una linterna gigante girando a mil millones de kilómetros por hora, y un café amargo de máquina en la mano. ¿Relevos? Quiero ver a Dios surgir de esta maquinaria delirante, y quiero cogerlo de las solapas y zarandearlo. Es mucho mejor que volver a casa por navidad como en un spot manipulado, para con guirnaldas celebrar una fiesta que sólo importa para una franca minoría sectaria de la humanidad. ¿Navidades chinas? Productos en serie para estafar a creyentes que no creen, a través de una realidad fantasmal. La bruma. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. En mi casa sólo hay habitaciones vacías, desnudas de adornos, científicas, funcionales, estructuras, nichos, pero dentro de mí el fantasma de las navidades pasadas no me deja escapar tan fácilmente. Dentro de mi están todos mis muertos, juntos, muy prietos, muy callados, mirando. Los chocolates, los polvorones, las bicicletas, mi padre. El paraíso perdido no era tal paraíso, pero no deja de estar perdido).
-Mañana vendrán los del MIT.
-De acuerdo. Ya es mala suerte, precisamente hoy (…fade in out dejo de oírle, se me ocurre una idea que verbalizo apenas, una idea loca, mandar una felicitación. Yo no creo, no creo, pero quiero mandar un mensaje antes de romper, con nuestra proverbial suficiencia, el misterio, antes de que Alicia traspase el cristal, antes de romper el cristal, antes de que Berna sea Fukushima, antes del fin, antes de que el tiempo deje de tener sentido, antes de que “antes” deje de tener sentido, antes del fin. O del principio del fin. Tal vez estallen las estrellas prisioneras y el bolsón, partícula rebelde, irradie su enérgica protesta, y yo me desintegre, y justo cuando Santa Claus y sus renos se deslizaban por la chimenea del laboratorio.)
-¿Por qué no mandamos una felicitación navideña al futuro?
(Y dicho y hecho, eso hacemos. Yo cojo un libro de poemas automáticos, Un libro que está troquelado, o articulado, o desarticulado, o descompuesto como el tiempo, y emula las diferentes combinaciones posibles de poemas, cambiando los fragmentos móviles de páginas, como los monos que escriben a Shakespeare, que tal vez sea lo que hacemos aquí con la luz de estrellas aprisionadas. Con eso, y algún poema de mi biblioteca personal, lanzo el grito agónico al espacio)
DOS
“Yo estoy ausente pero en el fondo de esta ausencia
Hay la espera de mí mismo
Y esta espera es otro modo de presencia
La espera de mi retorno
Yo estoy en otros objetos
Ando en viaje dando un poco de mi vida
A ciertos árboles y a ciertas piedras
Que han esperado muchos años…”
(La Poesía Es Un Atentado Celeste, Vicente Huidobro)
Mensajes en una botella, pequeños versos navideños, transcritos en la pantalla, y encomendados a la corriente azarosa de luz, en forma de impulsos electrónicos, ceros y unos acelerados, en bóvedas de acero contenidos. Haikus desangelados de unos náufragos de nochebuena, agarrados a las sombras del cálculo, tensando el arco de los números y disparando versos medio en broma, tratando de alcanzar el futuro, y desviando el tiro. Llegando, a través de las nubes y el cosmos de partículas y antipartículas, a otras orillas, a otros universos.
Y a través de la cortina irisada de puntitos lumínicos, discernimos, apenas, lo que hay. Una noche fría, y seres que se pelean, arañan, golpean, muerden, por un trozo de alguna materia inerte vagamente comestible. Hace frío, es invierno, y llueve dolor en forma de lágrimas ácidas, invierno nuclear, aroma de flor de fuego, ya extinguida, rescoldo de la guerra. Perros con forma humana, deformes y sufrientes formas, y Frank frente a la hoguera, arrancando lás páginas de un libro, encontrado en el saqueo de unas ruinas donde una vez hubo un hogar, hubo calor, y familia, y niños, y adornos, y películas de buenos sentimientos, y olvido e hipocresía, dulce, dulce hipocresía cristiana.
Arranca las páginas de L’Espoir de Malraux una a una, quedándose sin esperanza, lanzándolas al débil fuego, hasta llegar a una dedicatoria que antes no estaba ahí. Pero él no lo sabe (intuyo que algo ha ocurrido, y que podría estar en otro lugar, pero debo escapar esta noche, partir y buscar una puerta al verano, a otro lugar, a otro tiempo, a otro espacio. Debo matar y asesinar. Debo masticar, debo alimentarme, con cristiana satisfacción, de mis hermanos si fuera necesario. Esto es a lo que queda reducida la humanidad un 24 de diciembre. Darwin contra Jesús).
TRES
“En los tiempos paganos, en las fiestas de Jul, celebradas a finales de diciembre en honor del retorno de la Tierra hacia el Sol, se plantaba ante la casa un abeto del que colgaban antorchas y cintas de colores”(Chabot, La nuit de Noël dans tous les pays, Pithiviers, 1907)
Habría que inventar un lenguaje distinto para articular lo que debemos explicar con palabras que no existen en otros lugares, en lugares en que otros momentos, otros vencedores, otras Historias, y otros lenguajes se impusieron, en que el griego o el latín no alcanzaron a designar cosas tales como las que manejamos. Palabras perdidas en la traducción de una realidad al otro lado de un telón de luces, de auroras boreales cósmicas, de micro agujeros en el espacio, diminutos lugares inmensos comprimidos en aquello que llamamos materia…
Teléfono es una de esas palabras que nos vemos obligados a usar para designar una tecnología equivalente a la que conocemos, pero mientras el herrero (es decir, el científico) se comunica con su familia para celebrar la fiesta de Yule, no para de pensar (dónde dejé el tronco adecuado para hacer arder, en honor al sol, este año. Debemos reunirnos pronto, esta misma noche. Debo consultar al druida para la vigilia. Hermoso será este año el renacimiento del Sol, proveniente de la Tierra del Eterno Verano)
Suena un trueno, y como si de un acto de los dioses se tratara, aparece un extraño objeto frente a él. Desconfiado, lo toma entre sus manos no sin pocas precauciones, y examina sus extraños signos, cifrados en un alfabeto extraño. “Feliz Navidad” encabeza el enigmático mensaje de los dioses. La hoguera de Yule este año deberá conjurar tan malos augurios, y proteger a la familia de tales perturbaciones.
INTERLUDIO MUSICAL
“El científico triste ya no está,
creo que se tuvo que marchar.
Sé que estuvo aquí.
Cerraba la puerta a los demás,
pero le oía trabajar.
Estaba probando antiguas recetas que
el resto del mundo ha olvidado ya.
Una y otra vez
pensaba que casi estaba ahí,
que lo podía conseguir.
Y una y otra vez
la fórmula no podía fallar
pero faltaba algo más.
Había ciertos datos que no coincidían
y dijo que ya no podía seguir.
Estuvo esperándote todo el verano,
nubes oscuras taparon el sol.
Estuvo lloviendo y estuvo nevando,
estuvo esperando y después no esperó,
estuvo esperando y después no esperó,
estuvo esperando y después no esperó.”
(Los Planetas)
CUATRO
“…Tomaré todo esto
y luego construiré
construiré y llamaré a las gentes
que pasarán por la calle
y les enseñaré
mi portal de belén…
(Brel)
El Presidente Planetario habla por la televisión, con su típico mensaje navideño. Poco después empezará el ciclo con sus películas, de su época de actor, antes de empezar la carrera política que le llevaría a derrotar a Clinton como presidente de los antiguos Estados Unidos, antes de traer la paz y la unificación mundial. Frank revisa los christmas navideños. Alguno desde las pujantes comarcas africanas. Lejos quedan las épocas poscoloniales. Sus colegas de la Universidad de Burundi le preguntan por la cancelación del proyecto del acelerador. No hay malos sentimientos. El control del clima, la eliminación de las hambrunas, el programa de ayuda a las enfermedades graves y la cura del cáncer han desviado justamente todos los recursos. La navidad duele un poco menos ahora, es menos hipócrita, es menos excluyente, es menos falsa con su folklor Disney y su beatería de villancico.
Hay una tarjeta extraña. Con un poema de Brel que le solía gustar de joven. Sin firma. La coloca en la chimenea con una expresión de intriga. En el recibidor puede escuchar a sus hijas y a su mujer llegar, llenar de calor el piso que sin ellas estaría frío y desvalido (frío y desvalido, así es como yo mismo estaría sin ellas). Ahora forzará una sonrisa y contará mitos y leyendas, regalará y se dejará regalar y reprimirá la tristeza (callaré a mis muertos que me hablan desde el pasado, a mis escepticismos de científico triste). Pero no dejará de pensar en una tarjeta en la que ha reconocido su propia letra. Como una broma privada, a medias con alguien que le saluda desde otro lugar, desde otro momento, desde otro invierno…
En la tele comienza “National Lampoon’s Christmas Vacation”. Frank sonríe.
♣ ♣ ♣ ♣ ♣
SU MAJESTAD DE LA TERMINAL 4
por Emilio Calvo de Mora
Para Juan Carlos Estepa, que padeció mi stress literario en un par de barras de bar antes de que le metiera mano al cuento y ya no fuese mío.
Everyday is like Sunday.
Every day is silent and grey.
Morrissey
1
Era uno de esos domingos de café en la terraza con invitados levemente achispados y Kenny G. sonando en los Bose de quinientos euros que Laura compró en Tokyo cuando yo todavía le miraba las piernas y ella me cogía las manos al pasear por los parques. Los hombres somos más de piernas y las mujeres, a pesar de que alguna pueda contrariar este hecho, son más de manos en los parques. De los tres, de los Bose, de Kenny G. y de mi esposa, me quedo con los Bose y su impecable entrega de bajos en los pasajes complicados. A Kenny G. no lo soporto. Me produce migraña esa dulzura de mentira. De Laura, mi mujer, no soporto los domingos de café en las terraza con invitados achispados y sin achispar, cuando se pone ocurrente o cuando recuerda los años de novios.
2
Laura era de un colegio de monjas. De uno de esos colegios de monjas elevado a una potencia escandalosa, aunque de apariencia noble y maneras educadas. Adentro vivía el diablo. A Laura el diablo le cayó bien desde el principio. Congeniaron nada más cruzarse en un pasillo, entre la clase de matemáticas y el rezo de antes del almuerzo. Sé poco del diablo, aunque oportunidades he tenido. De Laura lo sé todo. Ojalá supiera contarlo.
3
Yo soy de un barrio de las afueras. De uno de esos de barrios de las afueras con los suficientes indicios urbanos como para mantenerse en las afueras toda la vida. A pesar del estrago arquitectónico y del abandono municipal, vivíamos bien. Los sábados le dábamos balonazos a la pared trasera de la iglesia. A veces Don Julián, el párroco viejo, ocupaba la portería dibujada a tiza en los ladrillos. Mi madre me previno: hay curas buenos y curas malos, pero tú por si acaso no te arrimes mucho a ninguno. Ninguno de estos consejos caló en mí. El tiempo me mostró que la bondad y la maldad no son materia que pueda ser comprimida en un consejo. Descreo de los consejos. Sigo pensando en que la vida se debe vivir siempre de primera mano. No vale la experiencia de nadie a no ser que uno la haya vivido también. Supongo que por eso nada de lo que ahora escriba sobre Laura y sobre mi descenso al infierno del tedio matrimonial, del hastío absoluto de convivir con ella, valdrá para nadie. Ni siquiera valió para mí, en cierto modo. A mi madre la borré pronto de mi círculo de cercanos. Se ve, a lo visto, que no tengo suerte con las mujeres.
4
No soy un ingenuo partidario del amor eterno, pero ojalá lo fuese. De haberlo sido no estaría contando esta historia. Mal puedo contarla si el amable lector no ha estado alguna vez enamorado. Mal podemos contar una historia si no sabemos escuchar las historias de los demás. Uno se va haciendo cargo de la gravedad de los problemas ajenos si les presta la atención que merecen. El problema de este mundo es que no nos paramos a escuchar. Pasamos por alto lo que nos cuentan. Son nuestras palabras las únicas en las que creemos.
5
Era uno de esos domingos de los que uno jamás podría sospechar que ocultaran algo extraordinario. Una borrosa sensación de bienestar recién rebelado al mundo amenizaba la tarde. Un invitado de mi mujer confesó sentirse vagamente de izquierdas en esos domingos en los que solo le distraía de su propio ombligo el bip bip del Smartphone al recibir un nuevo comentario en el twitter. El lunes, sin embargo, se encabronaba todo un poco. El titánico y homicida lunes del traje impecable, la corbata de marca con su nudo Windsor y el cerebro inyectado en sangre. Ahí está la sangre, yendo y viniendo a capricho, encendiendo y apagando las luces de la ira y las de la bendita calma que siempre acude, pero casi siempre muy tarde. El mundo baja las armas el viernes. Las deja en un sitio visible. Por si hay que echarles mano. Nunca se sabe. La televisión por cable programa una de esas películas de adolescentes salidos con un vampiro alojado en el fondo de sus almas o una de asesino en serie con un doctorado en antropología. A ninguna hago ascos. Me basta que ocupen dos horas en las que no necesite pensar en el nudo Windsor y en mi agenda de citas. Luego llega el domingo y llegan los invitados. Se ponen hasta arriba de canapés y de cerveza y exhiben el humor burdo con el que hacen las delicias de sus iguales. Yo soy distinto. Soy un infiltrado en la vida de mi mujer y en las tertulias en la terraza antes o después de que todos se embriaguen y truquen todas las barajas.
6
Hay quien frecuenta a solas las estaciones de tren, las paradas de autobús o las interminables y grises salas de embarque de los aeropuertos. Invitan a perderse al modo en que lo hacen las buenas novelas. Uno observa con afecto el caos. Quizá porque encuentra en ese desorden ajeno una evidencia del desorden interior. Porque se convierte en un ser insignificante, irrelevante, absolutamente anónimo, invisible. Nadie se fija en ti, aunque todos reparen en cómo vistes, qué periódico lees o si llevas una pinta peculiar de la que uno deba preocuparse. En esas salas de tránsito es en donde ejerzo mi derecho a sentirme hospitalario conmigo mismo. Me suelo sentar en un banco. No tengo ninguno favorito. Miro y dejo que me miren. No hay pudor en ninguna de esas dos actividades fantásticas. En ocasiones lo que hay incluso un morbo irrenunciable.
7
El tipo grande como un oso, torpe y casi bruto en su andar, glacial en la mirada, huraño en apariencia, desaliñado hasta lo indecible, movía una saca de un marrón imposible de sucio cuya previsible carga, pesada sin atisbo de duda, amenazaba en romperlo y en derramarse por el suelo de la estación. Entretenido en esas distracciones frívolas, no me fijé en lo verdaderamente importante. Suele pasar que miramos la apariencia sin recalar en lo que la apariencia oculta. La del tipo grande con la saca permitía la aventura de imaginar una vida más que austera, exenta de domingos compartidos con seres indeseables, alimentado egos catedralicios y vaciando caras botellas de licores. Pensé en lo maravilloso que sería disponer uno de todo su tiempo. No tener que rendir cuentas a nadie o que nadie le exija la rendición de cuenta alguna. Me sorprendí fascinado con la posibilidad de intercambiarme con él. Pillar yo la saca y ponerle al día de los desvaríos de Laura y de la costumbre de las visitas en domingo. De esa trama de mala novela me apartó la sensación de que nadie reparaba en él. Unas adolescentes con quienes casi se empotra no comentaron, cuchicheando, entre risas, su nariz extremadamente regordeta, rojiza, como apayasada. Solo yo advertía expresión huidiza como en desacoplo con una cara de buena persona intachable. De pronto empecé a comprender. Razoné el desquicio, pensé el desvarío. La locura, al contársela uno a sí mismo, adquiere proporciones épicas. Creída, convertida en una parte irrenunciable de lo que somos, la locura es una extensión fascinante de la personalidad. Supongo que sería mi cansancio extremo o mi hartura conyugal o una mezcla bien agitada de todo lo adverso y de todo lo triste que me ha venido ocurriendo en los últimos años, pero he allí a Santa Claus, frente a mí, portando una saca gigantesca, desgarbado y fondón, invisible a los ojos de los demás, mío en su entera brusquedad de hombre imposible, de personaje de mentira, del dueño sideral del viejo Rudolph, que ocupó una estantería en la cabecera de mi cama durante los años en que uno cree de verdad y no se le ha fracturado todavía el alma. Es entonces cuando Santa Claus desatiende su rutina y se fija en mí. Ahí es en donde Jaime desaparece de este cuento y nace otra cosa.
8
Escondí a Santa en el sótano. Le abrí el BMW y le dejé dormir en los asientos traseros. Guardé la saca en el maletero, le encendí el reproductor de discos compactos y dejé que Dean Martin, Frank Sinatra, Bing Crosby y Ella Fitzgerald le acunaran. Creo que antes de que apagara la luz y subiera arriba el hombretón estaba dormido. Lo que pasó después no sabría explicarlo. Posiblemente no haga falta explicación. Sé que entré en el salón y aticé el fuego en la chimenea. Uno de los invitados de mi mujer hablaba del genocidio del pueblo armenio. Bebía traguitos de un bourbon caro que compré para las ocasiones especiales. No recaló en que lo miraba. Tampoco Laura, entre hermética y accesible, ejerciendo el papel de diva como si el salón de casa fuese un escenario y representáramos una obra de teatro muy afectada. No entiendo cómo el Jaime que ahora no soy se enamoró de la Laura que sigue siendo Laura. El amor oscurece las zonas de luz del cerebro. Las entenebrece, las asfixia de sangre y no hay flujo de vida en todo ese bendito salto sináptico. El azar me trajo a Laura y será el azar quien la retire ya para siempre de mi vida. Se irán los domingos con invitados, las estúpidas conversaciones alargadas sin pudor ni mesura. Le dije a Laura que la dejaba. No ensayé la declaración. No compuse un texto creíble que la hiciera pensar en la conveniencia de la despedida ni pensé en las razones que me movían a dejar mi casa con sus Bose de quinientos euros, la bodega con los riojas de alcurnia y la colección de discos de clásica. Simplemente me iba. Despertaría al hombretón dormido en el BMW y le propondría acompañarlo por los aeropuertos. La saca se lleva mejor entre dos. Lo curioso es que Laura no me contestó. Ni siquiera me miró. Siguió a lo suyo, que últimamente era bien poco. Moví mi mano frente a sus ojos. La alcé y la bajé como recabando su atención. Me atreví a tocarla. Quizá la primera vez en meses que había un roce entre ambos. Fue una sensación increíble percatarme de que yo podía sentirla y de que ella no me sentía en absoluto a mí. Debe pasarnos a los que somos invisibles. Yo lo tomé con alivio. Respiré, bufé casi. Soy un fantasma, dije en voz alta. Soy un fantasma, Laura. Pero nadie me oyó. Subí al dormitorio de matrimonio, en el que increíblemente todavía compartíamos la cama, y preparé una maleta. Nada que ocupe demasiado espacio ni precise ahora demasiado tiempo. Cosas para ir tirando unos días. Ya habrá ocasión de renovar el vestuario. O de no renovarlo jamás. Fui descolgando las camisas, vaciando un par de cajones y sacando del zapatero calzado cómodo por si el amigo Santa Claus era de andar mucho y durante muchos días. Ignoraba si accedería a mi deseo, pero estaba dispuesto a convencerlo de la forma más convincente posible.
9
Acabo de entrar en casa un año después de dejarla. Laura vive con uno de sus invitados. Es un caballero a la medida inglesa, que viste con gusto exquisito y habla con aplomo sobre asuntos absolutamente nimios. Por el amor que le tuve, por el pudor que todavía tengo, no he fisgoneado en su dormitorio. He querido privarme de la certeza de saber si era inapetente únicamente conmigo o lleva su austeridad lúbrica a todas las parejas que la encaman. De Santa Claus he aprendido a manejarme con discreción. Lo de bajar por las chimeneas es un absurdo que no podemos permitirnos. Se gana peso en los meses sin trabajo. Estoy fondón y se me está enrojeciendo la nariz. He dejado que crezca mi barba y ella se ha puesto blanca a su antojo. No le tengo un afecto especial a los renos, pero los miro con cariño porque jamás he visto animales de más abnegado oficio. Jamás preguntan. Hay uno llamado Rudolph que se hace querer un poco más. Ni Santa ni yo consideramos la posibilidad de entablar un diálogo con las bestias. Todos cumplimos nuestro cometido. Tirar del trineo o leer millones de cartas. Ya saben de lo que hablo. Tenemos Santa y yo recursos para no dejar ninguna casa sin el regalo que merece. Casi nunca son cosas materiales. La saca no es la lámpara de Aladino. No se nos da bien mezclar cuentos. El nuestro es antiguo y de su puesta en escena depende la felicidad de muchísima gente. Laura nunca pidió nada. No es de pedir. Le bastaba sacar la visa y teclear cuatro dígitos en un terminal inalámbrico. De verdad que no soy un hombre rencoroso. Hablo de esta forma de quien fue mi mujer porque sufrí con ella o porque los dos, al vivir juntos, nos fuimos envenenando y terminamos maltratándonos sin rubor alguno. He visto a Laura tan bonita esta mañana que se me ha puesto el corazón de un tierno insoportable. Santa, que es un hombre comprensivo, ha sonreído y me acariciado la cara al modo en que un padre acaricia a un hijo. No me ha recriminado que llore y lo he hecho con la dignidad de quien se libera con el llanto. He visto a Laura tan bonita y la he querido de pronto tanto que he convertido todos los días en domingo. Supongo que eso la hará inmensamente feliz. Kenny G. sonará en el cuarto de baño mientras se aplica las cremas reductoras de vientre. Nunca faltará una buena botella de bourbon. La chimenea estará siempre encendida. Será eternamente navidad en mi casa. Alguna vez creo que pidió que las tardes en la terraza o a la lumbre del fuego durasen para siempre. Lo dijo sin doblez. Lo deseaba de verdad. Su alma entera pedía que los domingos no terminasen nunca.
10
En los aeropuertos Santa y yo disfrutamos como elfos rodando por una torrontera de nieve. De vez en cuando hay alguien que nos mira y a quien miramos. No es frecuente, pero todavía existe gente sensible que nos detecta. Gente invisible. Como nosotros. Cuando alguien desea con todas sus fuerzas venir con nosotros se nos agita el corazón, se encabrita pecho adentro. He ahí a uno de los nuestros, dice Santa con orgullo y desparpajo. Debemos ser cientos los que le seguimos allá donde van. Gente que ha renegado del mundo. Proscritos. Ángeles, en fin, que no han dejado de ser niños o espíritus a los que la vida encalleció el alma y vagan por el cosmos con el hermoso contenido de hacer el bien que puedan. Yo me obstino en hacerlo lo mejor que sé. Espero que Laura nos acompañe pronto. Santa no ha puestos objeciones para que una mujer ingrese en el cuerpo de elfos de su Majestad de la terminal 4. Es liberal y sueña con un mundo en que la navidad dure todo el año. En Laura, al menos, se ha cumplido ese sueño.
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CANCIÓN DE NAVIDAD: CARA B
por Álex Herrera
Bethany: ¿Está ardiendo tu casa, Clark?
Clark:No, tía Bethany. Son las luces de navidad…
¡Socorro! Ya es Navidad
GASPAR
Si lo que quieren saber es por qué odio la Navidad, la respuesta es: no lo sé. Supongo que no me gusta la dicha impostada que todo el mundo se siente obligado a exhibir esos días. ¿Saben?, yo soy el tipo de persona que se sienta en su sofá todos los viernes noche para ver cómo una pareja de paletos se lleva algo que no necesita en los concursos de la tele sólo por ver sus caras de decepción. ¡¡Qué se jodan!! Yo tengo mi fuente de Doritos, una cerveza Paulaner helada en mi mano y una película porno esperando en el dvd a que el bulto de mis pantalones adquiera la suficiente consistencia. No necesito más. No necesito a la gente. Tengo compañeros de trabajo que me cuentan sus aburridos fines de semana pasados en alguna casa rural, o cómo consiguieron tirarse a una rusa de tetas enormes en los lavabos de una discoteca, o lo buenas que eran las entradas del partido del Madrid que les consiguió su suegro. Y yo finjo interés, mientras apuro el vaso de plástico lleno de café con sabor y textura repugnante mientras pienso: me la suda, tío. Me trae sin cuidado toda la mierda que me cuentas. Sin embargo les sonrío, y les digo cualquier idiotez de esas que desean escuchar. De modo que al día siguiente la historia se repite, aunque lo único que aguarde es que el reloj marque las seis de la tarde, y pueda largarme de ese agujero sin que, por un día, el jefe me haya abroncado.
Sencillamente estaba harto cuando todo sucedió. Estaba cansado.
Harto de mi vida y harto de la vida de los demás. No tengo cojones para convertirme en criminal, pero les juro por Dios que robaría bancos sin remordimiento si no me temblaran las manos al coger un arma. Si en lugar de ser un gordo fofo fuese un cabrón fibroso le partiría la cara a más de uno, se lo aseguro. Si tuviese coraje habría estallado mucho tiempo antes. Por eso, cuando Félix me propuso joder la navidad, al estilo del grinch, le dije: “cuéntame…”
La última navidad fue la peor de todas. Habitualmente es una mierda, pero esta vez superó todas las expectativas. Media hora antes de la cena, mi padre llegó borracho a casa, como todos los años, y pasó de los descalificativos que me dedica cada vez que me ve a meter mano a mi cuñada mientras lanzaba bravuconadas amparado por mi tío Hermógenes. La tercera vez que le tocó el culo mi hermano estalló. Le gritó los mismos insultos que cada año: cerdo, borracho asqueroso… la misma mierda de siempre. Después amenazó con largarse justo un segundo antes de que mi madre se pusiera a llorar. Mi hermana pequeña continuó con la ópera bufa cuando aprovechó para largarse con su novio mientras gritaba en el umbral de la puerta: “habéis destruido mi inocencia”, como si tal vocablo hubiese formado parte alguna vez de su vida. Mientras tanto, mi tío Hermógenes, descojonado de la risa, azuzaba a mi padre con su grito de guerra: “a qué no tienes cojones, Aníbal”. Y claro, ya que mi padre fue castrado a efectos prácticos tras el nacimiento de mi hermana, trataba de conceder la razón a la ciencia demostrando que el poseer gónadas está directamente relacionado con la estupidez. Tan viciado estaba el ambiente que me levanté para largarme en cuanto vacié mi plato relleno de cochinillo asado, pensando que en casa me esperaba la botella de Glenfiddich que formaba parte de la cada año más escueta cesta navideña que se ofrenda en mi asqueroso trabajo, e imaginando la vida despreocupada que me aguardaba en algún país asiático en cuanto reuniese el dinero suficiente para hacer realidad mi fantasía. De momento, y gracias a mis austeros hábitos de ocio, había conseguido ahorrar 16.547 euros. Cinco años más y sería libre. Fue entonces cuando algo se trastocó dentro de mí. Al despedirme, mi padre despertó de su letargo etílico, alzó sus ondulantes ojos, y me llamó amargado. Amargado… Me han llamado cosas mucho peores, pero el escucharlo en aquel preciso momento de mi vida me dolió como si retorcieran un puñal en mi estómago. Si lo hubiese dicho un segundo después me hubiese dado igual; habría bajado la cabeza sin rechistar y me lo habría llevado conmigo para digerirlo con la ayuda de los 40º del whisky. Pero lo dijo en el único instante de mi vida en el que no debió abrir su bocaza. Mi cabeza daba vueltas tratando de asimilar que alguien que lleva diecinueve años alcoholizado para olvidar el que mi madre le haya convertido en un ser tan desprovisto de sexo como una lavadora me había llamado amargado. No podía creer que me lo hubiese dicho el tipo que cada año metía su mano entre los sebosos muslos de mi cuñada en un acto que sólo puede definirse como próximo a la zoofilia. Amargado… y me lo dijo un ser subhumano que quemó mis revistas de culturismo, durante aquella época en la que me empeñé en cambiar de lugar la grasa que inunda mi cuerpo, porque dijo que leer “eso” era cosa de maricones. El que se burlaba de mí porque no era capaz de conseguir chicas. El que consideraba que todas las mujeres eran putas por naturaleza. Les juro que en ese momento le hubiese partido las piernas al jodido Tiny Tim de haberse interpuesto en mi camino. Pero el que estaba sentado en aquel sofá raído era él, con su pelo teñido con grasa de caballo y su boca mellada. Entre mi hermano y mi tío Hermógenes consiguieron frenar mis impulsos parricidas, es todo cuanto recuerdo. No sé si conseguí llegar a atizarle antes de que me expulsasen de la casa familiar a empujones.
Eran cerca de las tres de la mañana cuando regresé a casa. La acera estaba asfaltada con escupitajos y tempranas vomitonas, como siempre ocurre en navidad. Sulfuraba. Ardía por dentro. Necesitaba hacer algo. Algo que jodiera a los demás tanto como jodido estaba yo mismo. Entonces me encontré con Félix aporreando el timbre de mi casa. “Quiero joderles la puta navidad”, me dijo, mientras señalaba las luces de la ciudad con su nariz infinita. Sonreí al escucharle. Su plan era de esos a los que sólo estando borracho encontrarías sentido: prender fuego al Belén que el ayuntamiento instala cada año en la plaza Mayor. Era un plan tan estúpido, tan suyo, que lo que realmente me sorprendió fue que no incluyese bolsas de papel ardiendo con mierda de perro en su interior. Por supuesto no tuvo en cuenta el que la plaza Mayor estuviese copada de gente a todas horas por esas fechas. Tampoco a los policías municipales que custodiaban las figuritas de madera día y noche. Él sólo quería llegar y prender fuego al Belén. Así de fácil, así de estúpido. Y allí estábamos los dos, borrachos, después de vaciar la botella de whisky en un parque cercano para infundirnos el valor que nunca tuvimos. Justo empezaba a nevar cuando encaramos el Belén. De lo que ocurrió después es de lo único que me arrepiento…
NOELIA
Tenía que levantarme a las siete para preparar el desayuno a Ismael, pero no lo hice. Estaba tan cansada que fingí estar dormida, ignorando los bruscos golpecitos en el brazo que suele dedicarme cuando se levanta. Debe pensar que cuando él se despierta el mundo entero tiene que hacerlo. Después, aprovechando mi falsa somnolencia, intentó tocarme las tetas, como siempre hace. Contrarresté a sus manos con mis axilas, apretándolas con fuerza para impedírselo. Vencí. Entonces se largo después de tocarme el culo. Si supiera el asco que me da cuando lo hace se cortaría las manos él mismo.
Como siempre, se pasó vagando por la casa más de media hora. No sé qué hace, pero puedo escuchar sus pasitos de un lado para otro, como si estuviese reuniendo un montoncito de cajas en un extremo de la casa, para volverlo a llevar a su lugar original antes de enfilar la escalera del portal. Desde que Laura no está ha dejado de tener cuidado al hacer ruido por las mañanas. Es algo que odio. En realidad, odio cada cosa que hace, desde hurgarse la nariz mientras vemos la tele, a esa costumbre de tocarme el culo por las mañanas, como si quisiera comprobar que su propiedad se encuentra en el mismo sitio que el día anterior.
Mi amiga Melinda me contó que con cincuenta y tres años la vida de una mujer no tiene marcha atrás. Demasiado joven para resignarse, pero demasiado vieja para buscar caminos alternativos. Ahora sé que mi mundo cambió el día que instalamos Internet en casa. Laura vino un día del colegio con la cantinela de que lo necesitaba para estudiar, y bueno, Ismael no podía permitir que a su niña le faltase de nada. A mí, si les soy sincera, me daba igual. Hacía tiempo que todo me traía sin cuidado, hasta aquella mañana, en la que me decidí a entrar en la habitación de Laura. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que había olvidado dónde solía colocar cada una de sus cosas: la caja de bombones suizos vacía en la que guarda sus tesoritos sigue anudada por un cordel protegido a su vez por un candado diminuto; la cómoda azul celeste se mantiene sembrada de fotografías que apenas han acumulado polvo en todo este tiempo; el armario decorado con poemas escritos por ella misma en los costados, mantiene su ropa dentro perfectamente planchada y alineada, como esperando a ser abierto en cualquier momento. Reparé en su ordenador rosa. Estaba cerrado de tal modo que daba la impresión de que hubiese sido ayer la última ocasión en la que bajaron su tapa. Creo que lo encendí para ver si aún funcionaba. Me sorprendió el que las luces del aparato inalámbrico se prendieran al momento; pensaba que habíamos dado de baja la conexión de Internet. Con timidez abrí el navegador y comencé a visitar las páginas que hacía años había dejado de frecuentar. Blogs, páginas de noticias, de moda… Todo era tan gozoso, que terminé por perder la noción del tiempo hasta que escuché las llaves de Ismael hurgando en la cerradura. Apagué el ordenador y salí de un salto al pasillo tratando de disimular lo que mi aspecto descuidado delataba. Sin embargo, Ismael ni me miró. Se introdujo en el baño mientras reclamaba su cena, y después se desparramó por el sofá tras sacar un par de latas de cerveza de la nevera.
Aprendí a modularme los días posteriores. Medía el tiempo que dedicaba a cada cosa con el fin de dedicarle la mayor cantidad de espacio a mi nueva afición. Encontré un bloc de Laura decorado con unicornios y flores que parecían caer sobre él, y escribí:
Hacer la compra: veintiséis minutos.
Limpiar la casa: diecinueve minutos.
Hacer la comida: sesenta minutos.
Anoté algunas pequeñas tarea más que no me llevarían más de treinta o cuarenta minutos más. Lo que restaba de día era para mí. Al cabo de un tiempo cedí a mis impulsos traviesos y comencé a frecuentar chats haciéndome pasar por una cría de catorce años. Nadie puede imaginar la cantidad de pervertidos que se ocultan en la red. La mayoría de ellos merecerían estar castrados. Pensé que la mejor lección que les podría proporcionar consistía en pisotear su dignidad. A tal fin di un paso adelante y me atreví a cruzar la línea. Los chats porno son un vertedero de almas en los que no me costó convertirme en leyenda. Me gustaba humillar a mis compañeros de charla, babosos cincuentones casi siempre, pidiéndoles que se desnudasen y se masturbasen ante la webcam mientras les prometía fotografías mías desnuda que nunca les enviaba. Pasado un tiempo me aburrí de aquello para centrarme en darles una lección que no olvidarían. Tenía que castigar a aquellos cerdos. Sentía rabia, quería castigarles a todos ellos. Castigarles de verdad. Quería que sangraran, que sufrieran cortes y amputaciones. Quería verles morir. Fue entonces cuando comencé a buscar lugares en los que enseñasen a armar bombas caseras. Fue así como conocí a Unabomber. Fue él quien me enseño que el odio no es la consecuencia, sino la razón de todas las cosas. A las dos semanas, y sin necesidad de realizar más que dos engorrosas pruebas en un descampado, había construido mi primera bomba vengadora. El objetivo sería el Belén de la Plaza Mayor a las doce de la noche. Borraría del mapa aquel símbolo para hacer saber al mundo que el espíritu de Unabomber sigue vivo…
JACINTO
Me llevó siete días encontrar una tienda que alquilase un disfraz de Santa Claus. Pensarán que en Navidad es fácil hacerse con uno, pero no es cierto. Algunos me dijeron que se les habían agotado, cuando en realidad nunca lo habían llegado a tener disponible en su catálogo. Otros no tenían mi talla, e incluso llegaron a dudar de que alguien que mide un metro y noventa y siete centímetros encontrase un traje de su medida. Pero lo encontré. En la calle Valverde, esquina con la calzada romana que hiere un costado de la ciudad, alquilé un traje que apenas dejaba ver mis tobillos. Pese a que me dotaba de un aspecto ciertamente ridículo, tampoco necesitaba más. Ahora sólo debía rellenar cien cajas de regalos con los dibujos y los aforismos en los que había estado trabajando los últimos seis meses. La última parte del plan me llevaría a la azotea del ayuntamiento cerca de la medianoche del día veinticinco, desde donde lanzaría los regalos a la multitud que acude a ver el Belén medieval antes de entregarles el regalo número ciento uno: mi propia inmolación.
Seis meses antes, cuando Helena rompió conmigo, hice un balance de mi vida. Acababa de cumplir cuarenta y tres años, tres antes había dejado mi empleo en correos para centrarme en mi carrera como artista efímero, pero mientras tanto no había conseguido vender una sola obra y mi cuenta bancaria había ido adelgazando hasta apenas alcanzar los mil euros. Entonces, a orillas del lago de la casa de campo, tuve una idea que entonces me pareció brillante: lanzarme desde la azotea del ayuntamiento el día de Navidad, lo que no tuvo cojones de hacer Juan Nadie. Sería mi obra de arte definitiva. No había tiempo que perder: regresé a la casa familiar, reconquisté mi habitación, tras haber sido habilitada como taller de estúpidas maquetas de tren por mi padre, y me dediqué a dibujar extractos de las cien mayores obras de arte de la historia de la literatura. Mi primer objetivo fue, obviamente, “La Conjura de los Necios”. Elegí el fragmento en el que el adiposo Ignatius O’Reilly escribía una pomposa carta de ruptura a su novia Myrna. Habría preferido reproducir alguna escena exterior, en la que Ignatius pasea por el barrio francés de Nueva Orleans, pero nunca se me dio bien dibujar los detalles escabrosos de las ciudades decadentes. Otra cosa es la jungla congoleña descrita por Joseph Conrad en “El Corazón de las Tinieblas”, última víctima de mi mordaz imaginación. Reproduje la límpida belleza de la vegetación hasta el más mínimo detalle, mientras Marlow navega en la proa de su barco de vapor por las aguas del río que le llevará hasta Kurtz. En la parte inferior de los dibujos añadí algunos aforismos de mi propia cosecha para hacer consciente al mundo de lo que perdía tras mi precipitada y espectacular salida de escena.
Acabé el proyecto tres días antes de lo previsto, de modo que tuve el privilegio de compartir algunas de mis horas sobrantes con los pacientes de la clínica de reposo (un triste eufemismo que trataba de encubrir la naturaleza psiquiátrica de aquel lugar) en la que mis padres trataban de internarme desde el día en que traté de prender fuego a la apestosa sopa de pescado que se me servía en días alternos. El que ya hubiese tenido éxito al incendiar el televisor no me fue de gran ayuda para demostrar mi cordura ante los psiquiatras, cierto, pero al menos conseguí evitar por unos días la sistemática lobotomización mediática de mis padres. Al menos hasta que, tres días más tarde, otro de esos horrendos aparatos japoneses ocupó el altar de la casa. Lo cierto es que decidieron que ingresaría por tiempo indefinido el veintiséis de diciembre en su casa de reposo, algo a lo que me opuse vehementemente.
Treinta minutos antes de la medianoche, salí de casa por la ventana de mi habitación, embutido en mi traje de Santa Claus con un enorme saco rojo ribeteado en blanco y cargado con mi definitiva obra de arte. Los días previos había tenido la precaución de cronometrar la duración del trayecto que separa la casa de mis padres de la casa consistorial: exactamente catorce minutos. Teniendo en cuenta posibles inconvenientes propios de una noche como aquella, decidí salir unos minutos antes para asegurar mi presencia en el lugar y a la hora indicada. Por el camino me encargué de ocultarme tanto de los componentes de una banda de navajeros disfrazados de borrachos, como de un grupo de jóvenes en celo que seguramente me habrían agredido al ver lo que ellos considerarían ridícula vestimenta. ¡¡Qué sabrán ellos!! En realidad me dieron pena. La inmortalidad me aguardaba a mi llegada, mientras ignoraría por siempre su anodina existencia. Introducirme en el edificio del ayuntamiento no fue difícil. Los empleados de la limpieza suelen dejar abierta la puerta de servicio hasta la medianoche sin vigilancia alguna. Cuando alcancé la cúpula del edificio aún quedaban cinco minutos para la medianoche. Encendí un pitillo mientras observaba a los cientos de personas que rodeaban la plaza en torno al gigantesco árbol navideño y al custodiado Belén medieval. Suspiré aliviado. Iba a tener público…
NICOLÁS
Soy huérfano desde que a los diecisiete años mis padres murieron en un accidente de tráfico. Tampoco tengo hermanos; mi familia más próxima son unos primos alemanes, hijos de un hermano de mi padre que emigró y jamás regresó. Ni siquiera les conozco. Tampoco tengo ninguna relación sentimental, ni creo que, por mi carácter, pudiera mantenerla. Nada de mascotas a mi cuidado, ni siquiera una planta. Puedo afirmar que estoy completamente solo. Que si muriera mañana nadie me echaría en falta. En el trabajo mi dinámica es la misma: llego a la central sobre las siete y media de la mañana, me cambio, desayuno un café solo en la cantina, y recojo mi carrito para salir a barrer por las calles la mierda que otros producen. No es un trabajo divertido ni excitante, pero en ocasiones ocurren cosas, sobre todo en Navidad, cuando a la gente le da por tirarlo todo para decorar su vida con nuevas cosas y nuevas personas. En una ocasión me encontré una papelera repleta de cartas de amor firmadas con carmín de labios. Estaban en una caja de zapatos junto a una alianza de plata con una inscripción que decía: “Te querré siempre”. Cuando me encuentro con cosas así me alegro de estar solo.
Dado que la mayor parte de mis compañeros tiene familia o planes que cumplir en Navidad, suelo presentarme voluntario para cubrir el servicio todos esos días y todas sus noches. No es tanto el que el servicio esté bien pagado esos días como la sensación de estar haciendo algo mientras el mundo se ha detenido. Me siento bien mientras rebaño una acera con mi escoba tras los pasos de un grupo de personas ebrias que abandona un local de copas. No me molesta esquivar sus vomitonas, e incluso recogerlas. De alguna manera, al hacerlo, estoy interactuando en sus vidas.
Hay tres días especialmente complicados al año, y los tres coinciden con la Navidad. El peor, y el más aséptico, es el día de Reyes, cuando las calles se llenan de enormes cajas vacías en cualquier parte. La gente es descuidada a la hora de tirar los despojos de su vida. O puede que no sea así, y que lo que busquen sea emborronarlo todo adrede para convencerse de que su felicidad se puede cuantificar por el número de desperdicios desechados durante esos días. La Nochevieja es nauseabunda. Las aceras se tornas pegajosas por culpa del alcohol derramado en ellas. Y están las vomitonas y las meadas por todas partes. Seguramente la menos mala sea la Nochebuena. Al menos lo fue hasta la última vez…
Mi ruta dibuja la forma de un ocho por el centro de la ciudad, trazando su intersección sobre la plaza Mayor. Sería cerca de la medianoche cuando llegué allí. La plaza estaba repleta de personas que habían acudido a ver el belén de madera, o que cantaban en grupos cerrados, o que bebían mientras increpaban a los que se les quedaban mirando. Me encontraba recogiendo un montoncito de hojas de roble cuando un gordo acompañado de un tipo narigón irrumpió en la plaza y trataron de saltar la valla de seguridad del Belén con varias bengalas encendidas. Los policías municipales, seguramente achispados o tratando de impresionar a algún grupo de chicas, tardaron en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Sólo cuando el gordo y el narizotas saliendo corriendo despavoridos del cobertizo del Belén, aún con algunas bengalas en las manos, trataron de detenerlos. Uno consiguió perderse entre la multitud, pero el gordo se quedó atascado en las vallas y comenzó a recibir golpes de tres tipos que se apiñaban en la entrada del Belén mientras los policías trataban de protegerle. Uno de ellos, el que más saña empleaba en los golpes, incluso llegó a perder su bisoñé. Ocurrió en el mismo momento en el que las campanadas comenzaban a repicar mientras llovían cajas de cartón sobre las cabezas de la gente. El pánico comenzaba a generalizarse cuando un tipo enorme, vestido se Santa Claus, cayó del cielo sobre el toldo desplegado por un bar para proteger de la nieve a sus clientes fumadores. La tela amortiguó el golpe, relanzándole hasta el interior del cobertizo en el momento en el que una pequeña bomba o un petardo enorme hacían explosión. Parecía que el mundo se hubiese vuelto loco. La explosión fue muy débil, sin embargo la deflagración fue lo suficientemente intensa como para provocar un pequeño incendio que apenas dañó el pesebre del niño Jesús, las paredes y el tejado del cobertizo.
No pretendo dármelas de héroe, pero fui el primero en llegar al cobertizo para auxiliar al tipo vestido de Santa. Pensé que la explosión le habría matado o dejado malherido, pero el culo del asno le protegió de la explosión. La conmoción que sufría era más causa de la caída y la desorientación posterior, que por una onda expansiva que apenas afectó veinte o treinta centímetros a la redonda. De hecho, mientras atendía al Santa suicida, pude observar los restos de la bomba casera: un tupperware con la tapa rota por la parte central, y una fotografía de una mujer de mediana edad desnuda con las piernas abiertas y una frase escrita debajo: “Tomad. Sé que es lo que queréis, cerdos”. Ciertamente no es lo que ni yo ni los policías queríamos, porque uno de ellos cerca estuvo de aportar su ración de vómito al verla. Una vez se fueron las ambulancias, llegaron las cámaras de televisión, los curiosos y muchos periodistas que preguntaron a todo el mundo si habían visto algo. Nadie me preguntó a mí. Supongo que pensaron que el tipo de la escoba poco tenía que aportar.
Hasta las diez de la mañana del día siguiente no acabé de limpiar los destrozos. Me las apañé solo, aunque mi jefe se ofreció a enviarme algún refuerzo. Seguía nevando cuando aparqué mi carrito en la central. Al llegar a casa me preparé un tazón de leche caliente, abrí las ventanas y me metí bajo las mantas. Tres días más tarde leí en un periódico que el tipo vestido de Santa había sido internado en un centro psiquiátrico, y que las galerías de arte se rifaban sus obras. Arte marginal, lo llamaron. Lo cierto es que a mí no me pareció más que un trastornado que trataba de llamar la atención. Tengo en la habitación algunas de las cajas de regalos que lanzó. Están mal envueltas en papel rojo con un lacito de cordel blanco anudado delicadamente en torno a ellos. Ayer me uní al grupo de Facebook creado en su honor: Quiero saltar de las azoteas vestido de Santa Claus. La mujer de la fotografía que pretendía flagelar a los pornógrafos del mundo sigue siendo buscada por la policía. En realidad la bomba no causó ningún daño, ni siquiera fue responsable del incendio que se produjo después. Una columna de humo y docenas de caras de desagrado al contemplar su desnudo, eso fue todo. Según parece, una productora pornográfica también la busca, interesada en contar con sus servicios para futuros proyectos. En un principio le culparon a ella del incendio, porque a alguien había que culpar, pero definitivamente parece que el incendio fue provocado por el gordo y el narizotas. Ni siquiera fue intencionado: al ver la bomba, o la fotografía, echaron a correr y uno de ellos perdió la bengala que portaba. Las chispas prendieron rápidamente en el muérdago de plástico repartido por el suelo, extendiéndose por las paredes y el techo del cobertizo. Han sido multados con 17.000 euros y 250 horas de servicio social cada uno de ellos. Me parece exagerado por un pesebre chamuscado y un cobertizo ennegrecido, las únicas piezas del Belén medieval que no pertenecen al conjunto. Sin embargo el ayuntamiento ha reclamado 50.000 euros al seguro por los daños causados en unas piezas de indudable valor histórico. Parece que los del seguro están dispuestos a pagar si les dejan de tocar las narices en Navidad. A mí no me pagarán la extra de navidad de este año. Dicen que es por la crisis.
Me asomo a la ventana y pienso si cerrarla o no, pero finalmente la dejo abierta. Sigue nevando. Abro uno de los paquetes que arrojó el Santa Claus lunático, y extraigo un dibujo de su interior. Ebenezer Scrooge está arrodillado a los pies de una lápida con su nombre escrito. Debajo una nota con una caligrafía deliciosa dice así: “Si la vida es una putada y después te mueres, hazlo vestido de Santa Claus”.
Proclamo a los cuatro vientos que soy la persona más dichosa del mundo por estar tan profundamente enamorado de una mujer extraordinaria en todo aspecto. Sin embargo, y aunque este tradicional posteo me acarree un merecido capón por su parte, desde que abrí mi primer blog, allá por 2005, invoco cada año al gordo vestido de rojo para que hacerle saber mantengo la fantasía de que le haga saber a la segunda mujer más hermosa del mundo de mi presencia. Sin esperanza, eso sí, de que ella me haga ningún caso, ni ganas de que que sea así desde hace dos años y medio. Esta vez el objeto de mis fantasías es Rachel McAdams. Intensamente hermosa y más que potable actriz. Cumplido el trámite, le pido a Santa una cosa más. Ignora esta absurda petición: mi fantasía ha sido más que satisfecha…
Al tiempo que me introduzco en la sala en la que se proyecta «The Artist», extraigo una cinta de vídeo BASF de 180 minutos en el verano de mi diecisiete cumpleaños. Me siento en mi butaca exactamente igual que me acomodo en mi sofá. Las luces se apagan en ambos sitios a la vez, en un arabesco del espacio tiempo, y la misma excitación recorre los dedos de mis pies hasta llegar a mis cejas y provocar que éstas se arqueen levemente. Entonces aparecen los créditos de «Lirios Rotos», interrumpidos por una niña que salta a la comba, la pequeña reina, que pone fin al espejismo antes de que comience la proyección de «The Artist».
Tomando como base la arquetípica historia cientos de veces contadas de «Ha Nacido una Estrella», se articula una vez más la emoción utilizando los ingredientes básicos de toda tragicomedia: éxito, desdén, amor correspondido pero imposible, caída en los infiernos y posterior redención mediante mecanismos tan sutiles, tan milimetrados que permitan a la historia su transcurrir sin que sean necesarios diálogos farragosos destinados a entorpecer el nacimiento de cualquier brote de excitación. Cada gesto, cada mirada, cada movimiento obecede al número aureo que el cine mudo desarrolló hasta sublimarlo en emoción pura. Y de tal información dispone Michel Hazanavicius, su portentoso artesano, quien se ocupa de situar cada plano en el lugar apropiado procurando que su sombra no aparezca en escena para romper un hechizo que se agranda minuto a minuto hasta colonizar nuestras almas mientras modela voluntades en nombre del cine más puro. La consecuencia final es la que nos incita a salir del cine bailando claqué mientras expendemos sonrisas dispuestas a evangelizar a los no creyentes en que el cine no solo no ha muerto, sino que soporta la fe de los que la han perdido. Tan solo se trataba de escarbar entre la basura en busca de un tallo aún fresco. Era eso…
El devenir de George Valentin (Jean Dujardin), estrella del firmamento cinematográfico en los fronterizos días que dieron paso al cine sonoro, mientras se cruza, se enamora y se ofusca con la ascendente starlet Peppy Miller (Bérénice Bejo), resulta ser lo menos importante, pues cada uno de sus pasos, cada mueca excesiva, cada vez que sus labios se mueven sin que su voz llegue a nuestros oídos, se está obrando el milagro de la empatía. Eso que a los clásicos les costó tanto aprender, y que los contemporáneos desprecian por anacrónico. A las imágenes de «The Artist», por mucho que se empeñe su esforzado equipo técnico, les faltan los arañazos de las cuchillas de edición, los estragos en la película fotográfica propios de los embalajes metálicos y los saltos en pantalla propios de un fotograma mal engarzado en la cinta proyectora. Lo demás está todo, hasta el punto de que, si bajamos la guardia (algo recomendable) nos sentiremos trasladados en el tiempo, y hasta seremos capaces de comprender que los silencios a veces duelen y hacen sangrar. Justo lo que cine que nos llega expende con cuentagotas desde hace décadas.
Filmada con honestidad y entrega, «The Artist» distribuye inteligencia y habilidad narrativa tomando los naipes del mismo mazo, como haría el prestidigitador que pretende asombrar, no engañar. Su lenguaje narrativo sirve de ejemplo para ilustrar lo exacto de la planificación de cada uno de sus planos y del lugar que ocupan en la mesa de montaje. Los actores, seleccionados en función de su expresividad facial, aportan alma a una textura que produce excedentes en ese aspecto. Tan honesta, tan curvilínea, tan hermosa experiencia que la irrupción circunstancial de sonido emponzoña nuestros oídos, obligándonos a buscar intuitivamente el refugio del silencio.
«The Artist» ha nacido como generoso presente para todos aquellos que conservan la capacidad de asombro ante los narradores de fábulas. Así se fraguan las obras maestras.
Jack London acababa de separarse de su esposa, lo cuál le sumió en una nueva profunda depresión que sumar a las que su melancólico carácter cargaba desde que aparcó los sueños del lejano norte para vivirlos en primera persona. Hacía años que mantenía una intensa amistad epistolar con Mark Twain, fundada en el afecto mutuo pese a los cuarenta años que les separaban, de modo que London dejó entrever su devastación a Twain en una misiva tan triste que el creador de Tom Sawyer viajó hasta Oakland para ver por vez primera en persona a su amigo. Una vez frente a su puerta, Twain le arrastró fuera de la casa y le llevó hasta el puerto para mostrarle el pequeño barco que había alquilado con la intención de alcanzar Hawaii junto a él. Su convicción de que únicamente el retorno a una azarosa vida de aventuras sanaría a London le hizo planificar una aventura suicida que incluyó la adquisición de un barco de pesca de bajura (a todas luces insuficiente para una larga travesía), alimentos para tres semanas (que terminarían consumiéndose en poco más de dos) y agua en abundancia; además de aparejos de pesca, una brújula y varios mapa náuticos desfasados. Y pese a lo precario del plan ideado por Twain, el estado de desesperación de London y su amor por cualquier aventura condenada al desastre le indujo a embarcarse a sabiendas de que estaba firmando su sentencia de muerte, ya fuera por inanición o por deshidratación.
Así fue como el anciano escritor y el joven talento, que asombraba con sus vigorosas novelas de aventuras que inevitablemente incluían pesadumbre, se hicieron a la mar sin avisar a nadie de sus intenciones. Cerca de 4.000 kilómetros de mar por delante, y cientos de historias que compartir, muchas de ellas en silencio.
Tres semanas después de zarpar, el barco que les trasportaba fue encontrado por un guardacostas que socorrió lo que parecía una situación desesperada. A bordo, según el informe redactado, encontraron a un anciano desorientado aferrado al timón, y a un joven de aspecto desarrapado con evidentes síntomas de no haber probado bocado en varios días. Contrariamente a lo que pudiera esperarse de su situación, la expresión de ambos era de felicidad. En la diminuta cabina del piloto hallaron una nota escrita con pulso tembloroso. La parte final decía así:
Si el señor así lo ha decidido, será un privilegio para mí el morir al lado de un amigo.
Mark Twain
Tras ser desembarcados en el puerto de Honolulu, regresaron al continente cuatro meses más tarde. Jack London moriría doce años después de su aventura hawaiana. Para algunos finalmente se salió con la suya y consiguió quitarse la vida gracias a una sobredosis de morfina. Para otros, su muerte fue accidental. Entre los múltiples documentos escritos por él hallados a su muerte se encontraban varios bosquejos de novelas nunca iniciadas, documentos financieros y algunas cartas personales. Entre ellas el borrador de una que nunca llegó a ser enviada. Su destinatario era Mark Twain, y su fecha la de abril de 1910, mes y año en que el escritor murió. El encabezado dice: «Mi querido amigo, aún nos queda mar…».
El balance de mis navidades pasadas es tan negativo que no fantaseé con que la situación puediera revertirse alguna vez. Al menos no en lo que se refiere a mi pasado, que es, mal que me pese, mi presente, pues está ahí aguardando en alguna parte oscura a que mi guardia esté lo suficientemente descuidada para hacerme saber que mantiene cuentas pendientes conmigo que yo mismo ignoro. Es el que me susurra que no tiene compasión y que tampoco la merezco. El acomodador de vida que asigna los asientos caprichosamente. Los que ve mejor delante; aquellos a los que se les nubla la vista detrás. Tal vez por esa razón las cosas siempre me parecieron borrosas. Las navidades son un púgil sonado al que le queda un buen golpe. Eso es algo de lo que siempre he sido consciente.
En realidad, diga lo que diga mi partida de nacimiento, nací en Bedford Falls. Un lugar situado entre las brumas de mi memoria. El mismo lugar que hace tiempo no puedo alcanzar siquiera en sueños. Es en Bedford Falls, la pequeña ciudad en la que los ángeles de segunda clase aún son posibles. El lugar en el que siempre es Navidad…
Howard Hawks fue un mujeriego impenitente, jugador con mala estrella y genio hacedor de sueños carnalizados en formato de celuloide. También fue un ser travieso al que le gustaba ocultar sus inquietudes intelectuales para calibrar qué tipo de persona tenía enfrente. Odiaba a los pusilánimes, mucho más a los esnobs.
Los juegos mentales, en tono socarrón, tampoco le fueron ajenos. En una ocasión invitó a una de sus célebres partidas de caza al escritor William Faulkner, compadre de borracheras, en su momento de mayor reconocimiento artístico. Junto a él invitó al actor Clark Gable, estrella cinematográfica por quien sentía gran afecto dado su carácter poco engreído. Según contó más adelante, eran la pareja perfecta para un día de caza: «Gable jamás había leído un libro, y dudo que Faulkner haya visto una película en su vida». Pero ni en sus mejores sueños burlescos figuraba la escena que se dio a continuación.
Durante el trayecto en automóvil, Gable, cortés, pretendió iniciar una conversación con Faulkner, a quien aún no conocía. Tras unos minutos de charla, el tema derivó hacia la literatura, momento en el que Gable se interesó por los hábitos de lectura de aquel tipo sureño de cara resacosa…
Clark Gable: ¿Cuáles son sus escritores favoritos, señor Faulkner?
William Faulkner: Me gusta Thomas Mann. También Willa Cather y John Dos Passos. Y está Hemingway, desde luego. Aunque tampoco yo lo hago del todo mal.
Clark Gable: Oh, ¿escribe usted, señor Faulkner?
William Faulkner: Desde niño. ¿Y usted a qué se dedica, señor Gable?
Hawks se hallaba en éxtasis ante lo que él creía gran despliegue de maldad por parte de sus invitados. Grande fue su sorpresa al comprobar, a lo largo del día, que en realidad eran sinceros, y ninguno tenía idea de quién era el otro.
Desde aquel día, Hawks, gran narrador de anécdotas, incluyó la escena en cada uno de los relatos que adornaban las fiestas a las que asistió. La historieta llegó a ser tan popular que el escritor australiano Richard Flanagan utilizó la frase pronunciada por Faulkner como título de uno de sus libros de cuentos. Gable y Faulkner nunca volvieron a verse. Sin embargo, guardaron un cálido recuerdo el uno del otro. Gable, para el escritor, era «la única estrella de cine que he conocido que no presume de serlo». Faulkner, para el actor, era un tipo con el que resultaba fácil conversar. Para Hawks, quien manejó los hilos de aquel encuentro desde la sombra, la anécdota le sirvió de antesala para llevar al catre a docenas de starlets. Todos ganaron.
Circunstancias personales me hacen cerrar las crónicas donostiarras en puertas de la navidad. No todas las películas vistas han sido revisadas. Tampoco todas las sensaciones, las cuales resguardo dentro de mí en previsión de que la galerna haga necesario su rememoración nostálgica.
Explicado de modo menos cursilón que en «Titanic», fue el actor secundario Bob («Los Simpson») quien mejor escenificó, con su interpretación completa de la ópera «H.M.S. Pinafore» el que la música siga sonado mientras el barco se va a pique. Puede que el Festival de Cine de San Sebastián se ahogue en un mar de indiferencia, y que a nadie parezca importarle que así sea. Puede que a nivel local todo funcione; que el público nunca falle, y convierta el habitualmente adverso clima en una circunstancia sin la cual no se entedería la quedada anual. Puede, incluso, que las estrellas que acuden con cuentagotas lo hagan de buena gana, y que el ambiente festivalero transforme una ciudad cosmopolíta, ya de por sí intensamente hermosa, en un juego cómplice en el que todos participan. Y qué más da todo lo anterior, mientras la organización siga tropezando una y otra vez en la misma miserable piedra que amenaza al único festival clase A de este país con convertirle en una chirigota bufonesca.
La sección oficial, siempre podada a causa de la ascendente estrella del festival de Toronto, se diluye año tras año en un almacén de retales desechados por los demás con la impotencia como única arma a emplear. Los directores se resisten a traer sus películas al certamen a causa de la cada vez más pobre difusión mediática exterior y lo pintoresco de un jurado que parece recalar en tierras donostiarras para arrasar con las despensas y bodegas locales en lugar de para desempeñar el trabajo que les ha sido asignado. Un buen ejemplo sería comparar a los jurados de festivales punteros como Cannes, Berlín o Venecia con el donostiarra: mientras los primeros mantienen pose de marcialidad, los otros, los que premian caprichosamente condicionados por las alambicadas políticas del festival, aparecen en tono burlón sino desafiante. Mientras… el festival languidece. Son pocos los capaces de recordar el palmarés del año anterior, ya sea por desidia o porque lo realmente importante de estos días consiste en apurar cervezas sentados en una terreza, bajo la fina lluvia, mientras somos testigos de cómo la luz afianza su plan de fuga.
Ver cine, tal es la cuestión. Hablar de cine mientras un cartel gigantesco arroja su sombra sobre nosotros. Decorar en nuestra memoria las horas pasadas juntos para añadir los tonos que faltaron o difuminar los que sobraron. Cruzarse por la calle del mercado con Alex de la Iglesia. Hacer cola en una pastelería francesa tras Imanol Arias. Aplaudir el estreno de la última de Vigalondo del lado de Leticia Dolera. El mundo del cine se democratiza por unos días, se entrega al proletario cinéfilo para que éste lo desmonte y así pueda observar que tras su engranaje está nuestra memoria y esa sensación de que estamos solos en la madrugada.
Acostumbrados a recibir las depresiones anuales de Lars Von Trier tomándolas como propias, el estreno de «Melancolía» auguraba media docena de noches insomnes maldiciendo el mundo ruin que habitamos. Del mismo modo se presagiaban loas constantes para el nuevo artefacto al servicio del psicótico danés, cuyo alejamiento de la realidad se acrecenta cada segundo al mismo ritmo que el planeta Melancolía se aproxima a la tierra. La conclusión final es que la crítica se ha posicionado (en proporción significativa) a favor de la película al recibirla de un modo ambigüo, cuando no desdeñoso, pero siempre con la reverencia como punto de partida. El que Von Trier nunca haya contado con el apoyo masivo del público, y esta vez no ha sido diferente, poco le importa a él ni a quien ama ser diseccionado por su cine. De modo que, pese al éxito relativo, la profecía final guarda para el director muchas noches purgando su desdicha, y un inminente azote cinematográfico destinado a alcanzar cotas de desolación semejantes a las logradas en éste su último trabajo. Porque Lars es así, y sólo funciona a través de los constantes altibajos que hacen aflorar su no siempre rico mundo interior.
Estructurada en dos actos narrativamente independientes y necesariamente complementarios, «Melancolía» se centra en dos hechos puntuales que afectan a una familia y a la humanidad en su conjunto, haciendo uso de la metáfora poco sutil que alude a lo inseparable que resulta el que el dolor que aqueja a un sujeto termina invariablemente por extenderse hasta el confín más apartado. En el primero de los actos, somos testigos de la celebración de boda de Justine, interpretada por una entregada Kirsten Dunst, deseosa de que su madurez artística se materialice y termine por solapar sólo un poquito su aura de estrella hollywoodiense. El segundo compartimento de la pócima fabricada por Von Trier se centra en su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), templada en lo relativo a lo social, muy al contrario que Justine, será quien catalice la impotencia del espectador mediante su desesperación ante la catástrofe inminente que amenaza con asolar su estructurada vida.
Von Trier observa el complejo entresijo familiar, inherente a todo grupo humano, que primero se manifiesta de variados modos ante el incomprensible comportamiento de la novia, presa del influjo ejercido por el astro invasor Melancolía, para después, en el segundo e insoportablemente desalentador acto, escenificar los días previos al colapso generado cuando los mundos chocan a través de la cerrada mirada de Claire y su escueto círculo familiar. Es entonces cuando el director da paso a la desatada devastación, convencido de que no hay mañana posible, y que con seguridad tampoco lo merecemos.
Tentado en un principio por el preciosismo más vacuo, Von Trier pasa a indagar en las raíces del movimiento Dogma en la insatisfactoria primera mitad, para finalmente olvidarse de corsets autoestablecidos antes de afrontar su desoladora conclusión. En entonces cuando retoma el pulso de una narración que nace desorientada y se postula erráticamente a través de autoreferencias, letanías varias y manierismos torpemente intencionados para entrelazar historias. Von Trier peca por exceso (una vez más) convencido de que cualquier imagen nacida de sus ojos será considerada un acto de genialidad, pese a lo vacío de su propuesta. Que un autoproclamado innovador se regodee de lo bellamente acondicionado que está su corral hace que volvamos a mirada hacia otro lado para no redirigirla hacia la pantalla hasta que la historia se convierta en una odisea real, los personajes sangren y las palabras pronunciadas pesen. Es entonces cuando «Melancolía» toma carta de naturaleza para extender por el universo (por si alguien aún no se ha dado por enterado) que Lars Von Trier ha perdido la fe. Los cinéfilos, con su cine, aún no. Aunque desde hace tiempo lo ponga tan difícil.