CECILIA: –Verás… Aquí la gente envejece y muere y… y nunca encuentran el verdadero amor.
TOM BAXTER: –De donde yo vengo las personas nunca te desilusionan. Son consecuentes, siempre puedes contar con ellos.
CECILIA: –Así no encontrarás a nadie en la vida real.
Diablogo cortesía de Mycroft…

Le preguntaba a un conocido, el pasado sábado noche, sobre la película con final más triste que había visto en su vida. Me contestó que “Titanic” tenía un final muy triste. Desde luego, le dije, y si tienes 15 años y un poster de Leo DiCaprio colgado en tu habitación debe ser la leche.
Woody Allen debió leer compulsivamente a Hobbes cuando escribió el guión de “La Rosa Púrpura de El Cairo” y tal vez quiso enmendarle parcialmente creando el personaje de Cecilia. Abnegada camarera, casada con un cretino e inmersa en una vida de mierda de la que únicamente puede escapar durante el par de horas que ocupa en su butaca del cine Jewel, el cine de su barrio.
La máxima de Hobbes consistía en la afirmación de que todo ser humano se fundamenta en el miedo y el egoísmo. Allen lo acepta y dibuja un mundo sin esperanza, cargado de miseria tanto moral como material. Pero las carencias de Cecilia no se limitan a lo alimenticio. Sus mayores anhelos no son materiales sino sexuales, físicos y sobre todo emocionales. Woody lo describe incluso de un modo visual: Cecilia es delgada y frágil, mientras su marido es un gañán obeso que al llegar a casa, tras pasar todo el día en el bar apostando con sus amigos, sólo acierta a reclamar su cena a gritos. Por ello, el santuario de Cecilia es el Jewel. Es allí dónde cada día, sin importar la película que proyecten, ocupa su butaca, se enjuga las lágrimas y, al apagarse las luces, escucha a Fred Astaire cantar: “Heaven… I’m in heaven…”. Y en ese momento Cecilia está en el cielo.
El día que Tom Baxter abandona la pantalla, asombrado por ver a Cecilia sentada en su butaca una noche más, Woody Allen hace realidad su fantasía de introducir lo ficticio en lo real. Pero el mundo real tiene dobleces y Tom Baxter no está preparado para vivir en él. Cecilia lo advierte en la inocencia de su presentación: “Soy Tom Baxter: poeta, aventurero y explorador”. Para insistir siguiendo las pautas del sueño que no puede hacerse realidad: “Iremos a Casablanca, Tánger, Mónaco o Egipto…” “Sí, pero ¿con qué dinero?”, se pregunta Cecilia. Su amor por ella es sincero e inocente, tal vez demasiado inocente. Al llegar al apogeo de la seducción: el sexo, él se detiene. “¿Qué esperas?”, pregunta Cecilia, “El fundido en negro”, responde él. Y Allen comienza a tornar la fantasía en pesadilla.
La aparición de Gil Shepherd, el actor que interpreta a Tom Baxter, vendrá a complicarlo todo. Woody le utiliza para cerrar el círculo. Tom Baxter ha sido apalizado por el marido de Cecilia, pero no ha recibido ni un sólo rasguño (no es real, no existe), lo que provoca recelo en ella. Su perfección le incomoda, pese a la confidencia que le hizo a una amiga en un primer momento: “He conocido a un hombre maravilloso; es de ficción, pero no se puede tener todo”. Por eso eligirá a Gil cuándo se enfrente al dilema…
Tom: “Pero yo te quiero. Soy honesto, gentil, valiente, romántico, y beso muy bien”
Gil: “Y yo soy real”
Tom regresa a la pantalla y el mundo vuelve a la normalidad. No así Cecilia. Ella recoge sus cosas para iniciar una nueva vida con Gil, pero a éste, una vez conseguido su objetivo de hacer regresar su personaje a la pantalla, ella no le interesa. Al fin y al cabo, no es más que una camarera flacucha, madura y no demasiado bonita. Y el Woody más pesimista cierra el círculo…
Consciente de que Gil no aparecerá en el punto de encuentro, Cecilia se dirige al Jewel una vez más. Vuelve a ocupar su butaca, se enjuga las lágrimas como cualquier otro día y escucha a Fred Astaire cantar en la oscuridad: “Heaven, I’m in Heaven»…
