Ahora que ella no está…

Cuando fui niño había cuatro salas de cine en Cucumberland. Frecuenté tres de ellas, pues la cuarta quedaba lejos del radio de acción de un niño. De entre las tres en las que gasté un tercio de mi infancia había una que me gustaba especialmente: el Ideal.

El Ideal tenía una escalinata compuesta por cinco escalones de altura irregular que daban acceso a la pantalla de plata. Hoy me parece una estupidez, pero el hecho de escalar cada escalón proporcionaba un extraño encanto a una sala de cine que, por lo demás, era anticuada e incómoda. Cada una de las matinés de domingo en las que proyectaban invariablemente un western y una película de ciencia-ficción comenzaba con una peregrinación hacia las taquillas marcada por aquella escalada simbólica de cinco escalones. El ritual tenía continuación en cada salida, tras la proyección de los sueños semanales, momento en que saltaba los escalones en un indescifrable reto que siempre se incumplía. Saltaba tres, e incluso cuatro, pero no conseguía reunir el valor suficiente para saltar la pequeña cima de cinco escalones.

El día de mi noveno cumpleaños mi hermana mayor me hizo el mejor regalo que podía recibir por entonces. Me acompañaría a cualquier película de mi elección que estuviera en cartel. La opción lógica, debió pensar ella, era la película de Parchís. Por supuesto rechacé semejante bobada. Mi elección no admitía discusión alguna: Superman. Mi hermana aceptó de buena gana mi elección y me acompañó bajo un cielo plomizo hasta la escalinata que tantas veces llegaría a subir a lo largo de mi vida.

Lo que ocurrió dentro de la sala fue inabarcable. Mi mente y mi alma estallaron bajo un torrente de imagenes que ya tenía idealizadas. Tan desatado de la realidad me sentía que a la salida salté, sin dudarlo un instante y por primera vez en mi vida, los cinco escalones emulando el vuelo de Superman, el superhéroe solitario que para siempre se convirtió en mi favorito pese al desprecio que el tiempo depositó sobre él. Después, me volví a mirar una vez más el templo que acababa de visitar y visitaría cientos de veces más hasta que desapareció hará quince años. Entonces, una vez intuyó que ya estaba satisfecho, mi hermana me tendió su mano para emprender el regreso a casa. Y fue en aquella mano donde encontré el lugar cálido en el que aquellos sueños inabarcables pudieron reposar. Ahora, que no podré estrechar esa mano jamás, pienso en qué será de esos sueños que ella se encargaba de cuidar.

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