A lo largo de los años, Guillermo del Toro ha demostrado sobradamente una gran habilidad tras la cámara. Posee el don de dotar de un ritmo constante a unas películas y un sello propio que permite reconocer sus películas por su cuidada factura y sólido discurso que deja entrever un universo propio aún lejos de alcanzar su plenitud. He disfrutado de su pasión por los seres singulares que soportan la presión de la normalidad tanto como el acoso del mal, habitualmente encarnado en villanos unidimensionales carentes de aristas. Un pecado mayor, narrativamente hablando, perdonable gracias al humor paródico, (en ocasiones tan sutil que resulta imperceptible) que define a esos malvados de manual incapaces de dañar a unas víctimas protegidas por una capa de pureza invisible que los distingue de «la normalidad». Asumido, pues, que del Toro es catalizador de emociones más que solvente queda preguntarse qué ha ocurrido en esta ocasión con un director capaz de extraer belleza al cultivar delicadas orquídeas en pútridos vertederos.
«La forma del agua» no es mala, y desde luego no es buena. Ni calienta ni humedece a pesar de sus notables esfuerzos por resultar entrañable. Ni fluye ni se estanca en el cauce ajeno por el que fluyen sus aguas. Sencillamente, los únicos dos puntos que nos hacen suponer que del Toro se encuentra tras esta historia es su villano plano al que resulta tan fácil odiar como difícil comprender y un monstruo que aparenta ser clónico (consecuencia inevitable, pese a las toneladas de maquillaje, de ser interpretados ambos papeles por Doug Jones) al fauno que embelleció los grises laberintos de las posguerra española. La sensación que transmite «La forma del agua» es tan tibia como el comprensible deseo de del Toro por ganar premios. Afanado en tan triste labor, que le aleja irremediablemente de su deber como artista, confecciona una película sin alma, pensada en no disgustar a nadie, que crea planos filmados para ser recordados en las galas de premios cinéfilos pese a carecer de emoción. Ni siquiera se molesta en dotar de fondo a la fauna de personajes «entrañables» que se mueven calles «adorables» en su miseria. De tal modo, asistimos a cines vacíos que proyectan películas clásicas de las que pocos han oído hablar, escuchamos discursos de personajes que se esfuerzan titánicamente en resultar cálidos, paseamos por aceras que parecen extraídas de cualquier película de Jean Pierre Jeunet y detestamos a quien debemos detestar sin necesidad de hacernos preguntas. Todo suficientemente bien empaquetado como para reclamar el título de clásico moderno. ¿Y la emoción? Ausente, pero qué más da. Del Toro ha facturado una película que debe gustar a riesgo de ser señalado como ser insensible y sin alma en caso de alzar una voz disonante.
Apoyado en su impecable factura técnica, el director adereza la historia con pequeñas gotas de singularidad para eludir el cliché más rancio. La protagonista se masturba en la bañera cada mañana, en un evidente (la sutileza se halla ausente del metraje, insisto) guiño anacrónico hacia soledad convertida en enfermedad moderna. Un ser solitario y mudo (excelente interpretación de Sally Hawkins, por cierto) con el que resulta imposible no empatizar. El fracaso de del Toro al tratar de introducirnos en su mundo de silencio pasa desapercibido por la abundancia de detalles cuquis, elogiables riegos de caer en el ridículo más espantoso (que salva apuradamente) y la omnipresencia del malvado de manual (correcto Michael Shannon en un papel en el que cualquier actor se luciría por su simplicidad) empeñado en extender el mal allá por donde se mueve. Poco más de sí da la historia. Los trucos del director se alinean con los tiempos que corren señalando a los malos y rindiéndose a la pureza con planos rebosantes de autocomplacencia. Si el personaje homosexual (tan entrañable) se insinúa a un camarero de modo desafortunado (simple gesto torpe que hoy día podría convertirle en depredador sexual), se convierte al camarero insensible en un racista repugnante en la misma escena al negarse a servir a una pareja negra para salvar al personaje entrañable de la pira. Si el hombre anfibio se muestra violento, rápidamente le vemos transmitir los deseos más puros al personaje más abrazable. Y así será todo el metraje, una sucesión de enmiendas destinadas a crear un producto tan implecable como carente de verdad. Del Toro consigue de modo tan simple conseguir su objetivo de agradar.
Estos tiempos tienen el Oscar a la mejor película que merecen.