En una de las paredes de su celda, Nelson Mandela escribió un fragmento del poema «Invictus» de William Ernest Henley: «Soy el dueño de mi destino. Soy el capitán de mi alma». Carece de libertad todo aquel que siempre fue un esclavo. Es libre todo aquel que se siente libre. Y con la libertad llega el tiempo de la venganza.
«Django desencadenado» lo tiene todo. Personajes odiosos, otros bondadosos, todos fascinantes. Una violencia extrema que se asemeja al divertimento pero que se justifica en sí misma sin frivolizar sus consecuencias (pese a lo que algunos mendrugos digan). Tiene ritmo, tan vertiginoso que posee la facultad de hacer esfumarse al tiempo. Tiene, puede que oculta bajo varias capas de chulería impostada, poesía.
Último posteo del año para la, para mí, mejor película del año. 2013 acaba pero las películas no. Habrá más embrujo, mucho más, en el año que ya está llamando a las puertas. La mesa está lista, los invitados comienzan a llegar y mis dedos se apuran en acabar este precario texto.
Hace pocos años asistí a una exposición de la fotógrafa Isabel Muñoz en la que algunas de sus fotografías únicamente podían ser visualizadas a traves de las rendijas de robustos tablones. Aun así, había una franja de cada fotografía que no podía ser vista. Sabíamos que se encontraba allí, pero aquello que escondiesen no nos pertenecía. Por muchas maniobras que realizases, en un claro y humano afán por invadir lo que nos está vetado, no había forma humana de ver su contenido. Me gustó la interpretación (que comparto) de la fotógrafa sobre la intimidad ajena y el modo en el que se nos permite acercarnos a ella. Se nos permite acceder a una pequeña fracción de verdad. El resto no nos incumbe.
Recuerdo, enlazando apuradamente con mi recuerdo de aquella expo, la frase de José Luis de Vilallonga: «Necesito un par de horas de completa soledad al día. A riesgo de enloquecer si me faltan».
Un nuevo arabesco me lleva a la reflexión final que, cómo no, procede de un recuerdo. El del primer episodio de la primorosa serie «A Dos Metros Bajo Tierra». Artefacto delicado creado por Alan Ball en el que Eros y Tánatos ponían hacían saltar por los aires el frágil equilibrio de una familia disfuncional californiana que regenta una funeraria tras la muerte del patriarca. A la conmoción inicial familiar, le sigue una enloquecida búsqueda de amor y sexo en un enternecedor intento de dejar atrás la sombra de la Parca que decidió un día acampar en su puerta. Apenas asentados tras el estallido, los dos hijos varones descubren que su padre mantenía alquilado un apartamento del que nadie sabía nada. Las sospechas iniciales de que se trataba de un lugar en el que ocultar sus infidelidades se esfuman al girar la llave de la puerta para descubrir que en su interior solo se almacenar libros, discos y una pipa para fumar marihuana. Su padre, del que creían saberlo todo, fue un hombre con dobleces que necesitaba un escondite en el que, al cerrar sus puertas y ventanas, todo lo que un día pudo ocurrir fuese aún posible.
El jardín secreto.
Este lugar, muy trastabillado en el año que está a punto de terminar, es mi jardín secreto. Mi rincón para acumular recuerdos. El lugar en el que escuchar otras voces. Y así seguirá siendo mientras pueda teclear bobadas importantes.
Feliz año a todos aquellos que se perdieron en estas páginas alguna vez a lo largo de este 2013 que ya se despide. Tengo tres deseos que formular para ustedes. Sigan buscando Bedford Falls e ignoren las luces de neón de Pottersville. Hagan ruido también. Mucho, tanto como puedan. Y, sobre todo, sean felices…
Cantaba Gardel que treinta años no son nada pero para mí ocho son mucho. Ocho años de cuentos navideños en los que los nombres han sumado y la calidad ha crecido. Mycroft (mi querido Fran), Emilio (hermano sureño), Marisa (mi hada de las nieves) y yo mismo deseamos feliz navidad a todo aquel que se pase por aquí a golpe de cuento. He vivido muchas sensaciones leyendo y editando sus historias. Confieso que me he emocionado, que he llorado y que incluso he reído de modo cómplice. Uno, que cree estar inmunizado contra casi todo, es una víctima más de la Navidad. No esa que marcan los grandes almacenes, ni los convencionalismos sociales, no. Mi navidad, la de mis amigos, es la que cala dentro hasta hacer brotar emociones que creías perdidas. Esa nuestra suerte, la de no odiar a la Navidad. Al menos no a la nuestra.
Como villancico recurro en esta ocasión a los Pogues acompañados por Kristy McColl. La esencia pura de la Navidad esta ahí, en sus boca podridas, en sus ademanes barriobajeros y en la botella de whisky sobre el piano. Consiste no en exigir sino en saber aceptar. Y si no recibes nada, en tener valor para seguir en pie y cantando.
Sean muy felices en la noche mágica. Tanto como yo lo he sido acogiendo en mi casa virtual a tres amigos muy queridos.
LIBERTAD
Por Mycroft
Para Rox,
Para Christian,
Para Alex.
«El rey Lear le preguntó a Gloucester: ¿y tú, cómo ves el mundo? Gloucester, que era ciego, le respondió: lo veo con el sentimiento… lo veo, con el sentimiento».
“Si de mí dependiera- dijo Scrooge con indignación-, a todos esos idiotas que van por ahí con el Felices Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudding y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. Eso es lo que habría que hacer”
Érase una vez un niño que nunca tenía miedo. Saltaba sobre los charcos, miraba directamente al sol, no buscaba por si había monstruos bajo la cama, y pegaba a las brujas escobazos las noches de difuntos.
Le echo de menos.
Conducir, puñales en los ojos y noche en el parabrisas. Es difícil manejar con la estrecha luz de los faros, y yo me esforzaba, sí, lo hacía, aunque me faltaba la respiración. ¿Qué haría si se cruzaba un animal? Matarlo por supuesto y matarme de paso quizá. Otra curva cerrada, otra noche tras el recodo para devorar la noche que persigue atrás.
Yo no piso a fondo, pero a veces el corazón llega hasta el pie, y el pie hasta el freno, y la cabeza ausente, y la mirada perdida. Fue así entonces. Cuantos kilómetros y cuanta tristeza y cuanto viaje a ninguna parte, y cuanta gente que pudo estar en ese coche, y no estaba.
Pisar el freno. La fiebre instalada. Pisar el freno y poco a poco, acercarse disminuyendo al primer semáforo de la ciudad. Cuando los túneles se tragan los coches y de pronto uno amanece al otro lado del asfalto en un mundo de maravilla luminosa y miseria personal. Una ciudad en un país en un continente en un mundo dentro de una bola de cristal que agitas para ver caer la nieve, hasta que se rompe.
Y el niño sin miedo siempre la rompe.
Cuando una boca se aprieta tanto como prensas, alguna mala palabra anida, y la voz sabes que saldrá ahogada. Eso pasaba, eso pasó, horas antes de partir. Partir, es además romper en dos, sesgar, romper con el punto de partida.
No volver a dónde el dolor es la caricia equivocada, que los que amas te reservan. Estaba sin aliento y me sentía perdido.
No sería navidad sin una buena pelea. No sería navidad sin las estadísticas de asesinatos. No sería navidad sin el cuchillo de cortar jamón sobre la mesa. Bien cerca, demasiado cerca. No sería navidad, no lo sería, desde luego, sin lágrimas en los ojos. Hace bien llorar, lo que hace mal es llorar por las razones equivocadas.
Ahora el niño temía a las nubes cuando dejaban de ser de algodón blanco, temía al viento y a las sombras, que aullaban y crecían, temía no a los seres misteriosos, sino a los seres humanos. Qué esplendida y letal bestia, un ser humano. Qué esplendida y letal garra, una palabra.
Dejé el coche y eché a andar. Y, con los ojos cerrados y el aire húmedo de una ciudad mediterránea perezosamente encerrada en sí misma, caminé mientras otros hablaban del amor en sus casas, y unos pocos, unos pocos, lo llevaban a la realidad. Por esos pocos que existen, por ellos, y no por plegarias o signos, canté una canción en mi interior. Creo que estaba, más o menos, lo que tantos llamarían enajenado.
Todo comenzó de la manera más tonta, con un billete de lotería. ¿Tan sólo eso? Nunca una cosa es solo esa cosa. Son los ojos y los días y los pensamientos de quién la contemplan. Es una religión, una fe en un mundo mejor, una liturgia con salmodias y letanías, conjuros y supersticiones. Si, para algunos la lotería es su fe en la salvación.
Un coche pasó muy cerca y casi me atropella, y yo, en la avenida, caminando a ciegas. Frenos, aspavientos, y, luego, silencio. Porque hay quién sabe cuando callar ante lo imposible.
Me habían encargado la compra de los décimos, todos del mismo número, para El Niño. La lotería, el impuesto del pobre. Probabilidad y estadística. Espanto y pobreza. Juegos de manos del trilero mientras pone sus manos en nuestros bolsillos.
La frialdad habitual en una familia con disputas, esa estrella de navidad que me recibió en la casa familiar de mi abuelo. Estaban casi todos. Todos los lobos de nuevo al cubil. Todos pensando en agravios, reales o imaginarios.
Y ahí llegué yo, con un décimo de menos, y una gran sonrisa, felicitando, pero desviando los ojos ante los duros disparos de algunas miradas.
El viejo patriarca, mi abuelo, estaba junto a una estufa de leña, su mano todavía inmensa echando troncos, con su nariz bulbosa, su cara enrojecida y desgastada por el aire libre, tantos años subido a postes telefónicos. Me saludó afectuosamente, pero era alguien voluble, temperamental. Uno no podía fiarse de sus buenos o de sus malos modos.
En los entrantes, ya comenzaron las palabras en forma de saeta envenenada, y las bocas se llenaban de repartos; de riquezas (inexistentes), y de obligados cuidados a la vejez (me temo que reales, pero siempre fuente de agravios, escaqueos, envidias, y, cómo no, esperanza de nuevas contraprestaciones).
Me hubiese gustado decirles, dejen de llenar de fango esta casa, pero no era mi casa y llegaba ya el primer plato, y las primeras quejas: -Estás muy callado, será que no estás muy contento de estar aquí, vienes tan poco, claro, no te conviene.
En efecto, me callé, o mejor, hablé de temas que no incluyeran coger el cuchillo del jamón.
El niño que fui y que había dejado de ser valiente, temía a los gritos, a los gigantes, al hielo en los corazones, al dolor, a la mirada de un viejo, al fuego en donde vivían murmullos, y a las casas viejas, y tétricas, y frías a pesar de la chimenea.
Me apoyé en un edificio junto a un hombre tumbado en el suelo. Era un hombre que podía haber sido y no fue. Ni el ni yo estábamos en verdad allí, a pesar de mi abrigo, a pesar de su manta verde con cuadros marrones, raída. Fantasmas. Sus ojos eran duros como mirar el cadáver de un recién nacido. De mi boca y de la suya salía humo, y en sus manos y en mis manos había lo mismo, nada. Hurgué en mi bolsillo, le di mi cartera, más bien poco caudalosa. Y con ella mi identificación, mi nombre, mi apellido.
Segundo plato.
Pollo al horno, y manos repartiéndoselo, celosas, mientras el diminuto belén de navidad temblaba, alojado en un candel viejo colgado del techo y vacío de luz, una pequeña familia, apenas, tres personas a la intemperie, desahuciados. Los echarían también a ellos, hoy, los echarían.
Y los labios como espadas, que decía el poeta. Las voces que suben, -“No a ti ya te repartió un buen pico cuando hiciste la reforma. – ¿Y tú dónde estabas cuando…?” Algunas de esas piedras dirigidas a mí rompían el nido de mi corazón.
Buscando, buscando el refugio nocturno. La pequeña madriguera, el fuerte de mantas de la esperanza de los sin esperanza.
Al lado de la administración de lotería, en dónde a última hora de la tarde tropecé con unas piedras azules, hendidas en un rostro, bajo el cual había un latir de mi corazón, un súbito desafinado en la melodía de la sangre. Una dimensión de mi mismo que no tiene palabra correspondiente, que se resiste a ser explicada.
El niño no se rendía, y el valor ahora es sólo el temor resultado de la consciencia, de saber que existe el dolor, y los monstruos, y que las raíces en ocasiones pudren el muro más fuerte, y anidan cuervos en la cabeza. Pero saberlo, temerlo, y sin embargo seguir subiendo por la gigantesca planta de los guisantes mágicos hacia el cielo. Eso, sencillamente, es el coraje.
Yo no tenía batería, y ella tenía los brazos repletos de juguetes que iba a repartir, y a pesar del peso, se había detenido ante mi palabra, y sonreía y sólo tenía los décimos a mano, y un raído lápiz sin filo, y apunté mi número al dorso, en un lado, le pregunté el suyo, y lo apunté en el otro. Rasgué el billete en dos, como una entrada de cine, y esta vez la película iba a hacerme abrir los ojos de par en par, lo esperaba, lo creía, lo sabía.
El postre, y el momento en que debía repartir los números. Yo no jugaba ninguno, por principio. Pero llegado el momento, sabía no aceptarían el que había traído con numeración diferente, comprado de camino. No podrían soportar que a uno le sonriera la suerte y a otro no.
-Era muy fácil, cómo has podido, eres un inútil
-¿Y ahora qué hacemos? Yo no quiero participaciones.
-Me quedaré los dos billetes. Al fin y al cabo esta familia me lo debe.
-¿Qué te lo debe, que has hecho tú por ella?
-Más que tú…
El viejo estaba callado, pero el color iba subiendo de sonrosado a bermellón…La situación en la que el equilibrio inestable se mantenía podía explotar y él con ella.
Cuando llegué a la recepción del refugio, y pregunté por la chica, me dijeron que no conocían ningún dato de contacto. Miré a algunos de los que esperaban una cama, y no tenían posibilidades de obtenerla. Miré a los ojos de la recepcionista.
-Esta es la llave de mi casa. Esta la del coche. Esta aparcado en el parking del estadio.
-¿Qué?
-Llévelos allí. Mañana ya me abrirán.- Le di la dirección.
De pronto estaba muy ligero de equipaje. Después de muchos años de hijo único, sin regalos que hacer, estaba descubriendo el hecho de dar, de dar historias, de dar relatos, de darme a mí.
Además de dar, esperar un regalo es mejor que recibirlo. El niño sin miedo que era pasaba todo el año imaginando los libros que me habían comprado, y que no me dejarían leer hasta el verano. En la estantería, mudos, me hablaban en la lengua de la imaginación, y yo los escribía en mi cabeza. Así, tenía el doble de historias.
Así me sentía, vivía la expectación y la mezcla de desesperanza y esperanza. Y la libertad de no tener nada, nada, nada que perder.
La situación explotó cuando expliqué mi razón, mi historia, despertando el desprecio y la burla, como una excusa, una apropiación por mi parte, o peor, la necedad naif de un simple. Mi tío mayor me cogió de la pechera, y registró mis bolsillos por la fuerza. Cogió el número, y lo echó al fuego. El anciano exclamó, con satisfacción: -Bien hecho.
Me fui sabiendo que nunca volvería. Había escarcha en mis lágrimas.
Caminé dando vueltas, y a cada esquina habían ojos destruidos, camas de cartón en los cajeros, mientras el cielo de plomo negro se empapaba con el frío húmedo de la región, calándonos. La iglesia de san Agustín, austera piedra blanquecina, santuario a orillas del barrio chino, cerraba a cal y canto sus puertas, y las almas en pena se refugiaban junto a la verja del FNAC de enfrente, templo pagano de una religión fiera.
Me quité el abrigo. Se lo di a unas manos ásperas y desnudas. Dónde está el calor cuando se lo necesita. Así, despojado, me aposté tiritando junto al último lugar en dónde la había visto. Era el niño, era el hombre, tenía miedo, sentía coraje, estaba vivo. ¿La vería llegar con la mañana, doblando esta misma esquina, en la avenida en donde su delgadas manos me habían inspirado la ternura, el valor de ser sólo un poco mejor, no por las fechas, sino porque es lo correcto?
El la casa de mis ancestros, continuaría la lucha sin cuartel. Habría un fuego, habría comida, habría hermanos, pero estarían más a la intemperie, más míseros, más pobres, y más cercanos de matarse, si es que no había pasado ya.
El billete ardió, y con él la certeza. ¿Llamaría ella? ¿Habría ardido su parte de mi suerte? ¿Se habría perdido el papel en el que duerme mi esperanza? Ahora en la incerteza, bailando de frío, cambiando el peso de un pie al otro, he de decirlo:
Me siento libre. No con la libertad de tener la potestad de hacer lo que me plazca. La libertad responsable de hacer lo que pueda, de caminar entre otros como yo.
La libertad de la esperanza. De sentir que es posible lo improbable. De vivir al máximo esa esquina, esa noche, esa ardiente necesidad de ver que ocurrirá lo que esperas. No es una lotería, ni una religión, no es una fe ciega. Es una manera de existir.
Es la manera de ser libre.
CODA
Me han contado que en Nueva York
en la esquina de la calle 26 con Broadway
se pone cada atardecer un hombre
durante los meses de invierno
y, pidiendo a los que pasan,
consigue un techo para que pase la noche
la gente desamparada que allí se reúne.
Con eso no cambia el mundo
no mejoran con eso la relaciones entre los seres humanos
no es ésa la forma de acortar la era de la explotación.
Pero algunos hombres tienen cama por una noche
se les abriga del viento durante toda una noche
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
No abandones el libro, tú que lo estás leyendo.
Algunos hombres tienen cama por una noche
se les abriga del viento durante toda una noche
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
Pero con eso no cambia el mundo
no mejoran con eso las relaciones entre los seres humanos
no es ésa la forma de acortar la era de la exploración.
(Bertolt Brecht)
EL FRANCOTIRADOR
Por Emilio Calvo de Mora
Las noches son frías y el sueño, cuando vence, las puebla de fantasmas, pero incluso las prefiero: la oscuridad me alivia, la luna me escolta, el silencio me protege. No sé en dónde refugiarme, pero ese lugar no es el día, no son las luces mostrando el horror de las calles, los muertos malamente escombrados, marcando el paso de los días. Ninguno me conforta, de ninguno guardo recuerdo que borre el mal, ninguno lo aleja, pero no siempre fue así, casi nunca fue así, no fue esta la forma en que los días ocupaban las calles y las noches tutelaban mi sueño. Cuando vence, el dolor aumenta. Parece imposible que pueda soportar más dolor, que mi cuerpo resista un castigo mayor, pero logro superar la cumbre y me aposento en esa altura. Es entonces cuando me pongo a disparar. Los muertos están en mi cabeza. Los tengo a recaudo. No sé quiénes son, pero conservo cómo cayeron, qué pie restablilló primero. No estoy orgulloso, pero no quiero hacer otra cosa. La hago bien, me han adiestrado bien. A medida que pasan los días, adquiero más oficio. Como en todo, también aquí valen los galones. No es lo mismo realizar un trabajo fullero, pensado sin esmero, ejecutado con ligereza, que hacer lo que hago yo. No podemos comparar. Está el francotirador chapucero, que solo desea acaparar unos titulares, estar en las noticias unos días, y estoy yo. No me importan que me conozcan. Da igual que digan mi nombre. No albergo anhelo alguno de posteridad. La trascendencia de mi trabajo no entra en ninguna de mis consideraciones morales. Solo disfruto disparando. Quizá disfrute más preparando los disparos, eligiendo los puestos, dejando pasar los días observando una calle. Llega un momento en que incluso conoces la rutina de los viandantes. Sabes quién coge el autobús y a qué hora o sabes que unos escolares cruzan el paso de peatones y comparas cómo corren un lunes y cómo un viernes. Ojalá nadie viniera aquí nunca y me descubriera. No porque yo desee vivir más o porque me aterre que me encarcelen o me ejecuten. Si me atrapan, dejaré de disparar.
El momento más dulce se fragua cuando mi ojo recorre las aceras. A mi ojo le concedo todo lo que me pide. No capricho al que no se incline que yo prohíba o al que yo no me incline también. A veces pienso que es el ojo el que me deja aquí, a distancia de la realidad, malográndola, interfiriendo en la rutina, abonándola de muertos, implacablemente sembrándola de muertos. No llevo la cuenta de todos. No me interesa el cómputo. No fui bueno en matemáticas. No creo que haya sido bueno en nada. Todo a lo que arrimaba mi interés termina desvaneciéndose. Ahí empezaron los fantasmas. No sé consignar aquí una fecha, una sobre la que se pudiera decir luego algo, sobre la que hilar una trama y ponerle un principio y contar unos motivos. Tendríamos que preguntarle al ojo. Él sabe las respuestas, él explica los porqués.
Esta finca de la calle Madrigal tiene nueve plantas. Este piso abandonado, al que accedo sin mucho esfuerzo, pasaría por ser uno en uso. Bastaría con terminar de quitar el sucio papel pintado de las paredes. La luz es generosa a primera hora de la mañana. La oscuridad es absoluta cuando cae la noche. En las contadas veces en que encuentro un piso al que no le han cortado el suministro eléctrico, me instalo como si no fuese a salir nunca de allí. Si hay luz, aprovisiono el frigorífico de algo de leche o de embutido o de cerveza y hasta adecento la cama. En esta ocasión no he tenido suerte. No tengo los lujos que no preciso, pero es verdad que a veces echo en falta algunos de los privilegios que reporta la vida de los otros, la de quienes no se apostan en una ventana y disparan. Yo soy de esos. Tengo que aceptar algunas penalidades. Duermo en el colchón y me cubro con lo que buenamente pillo. A veces basta una manta y otras veces ninguna manta es suficiente. A todo se acostumbra uno, en todo encuentra uno su reposo, de cada acontecimiento extrae uno una enseñanza o un propósito. Incluso esta bajada al infierno. Se está bien aquí dentro. No creo que afuera nada se parezca a esto. Ninguno de los prodigios del exterior amaina mi ira. Estoy a salvo del mundo. Soy un muerto que no desea estar solo.
Anoche tuve un sueño del que todavía no he salido. Ando en su bruma, emboscado en el limbo dulce que deja mientras transcurre. Era una escena plausible, cargada de una verosimilitud esclarecida. Me hablan en una sala grande en la que no encuentro nada que conozca. No he estado nunca en ella. Tampoco quienes me hablan son gente que conozca. De hecho no entiendo las palabras que dicen. Un rostro desconocido que usa contigo un idioma que conoces. Lejos de violentarme, me esmero en entenderlos. Les pide que gesticulen. Me esfuerzo en hacerles ver que estoy disponible o que no tengo intención alguna de escabullirme y dejarles allí, sin que hayamos llegado a ningún sitio. Las conversaciones se amontonan y se van acumulando en mi cabeza. Al principio no me molestan. Están ahí dentro, van y vienen, se mezclan con conversaciones antiguas y hacen que yo escuche conversaciones nuevas. Es como si dentro de mi cabeza se produjese un diálogo en el que, sin que intermedie mi voluntad, soy parte. Incluso una parte activa. En este momento en el que escribo tengo cierta tendencia a dejar que fluya lo que mi cabeza escucha. Supongo que si lo alojo en este registro escrito y lo releo después, tal vez saco algo en claro. De verdad que necesito aclarar las ideas.
Una palabra que escucho con cierta insistencia es Navidad. No sé en qué parte de mi cabeza anda enredada con otras palabras a las que ya les tengo cierto afecto o con las que siento una afinidad que me resulta más grata. Navidad. No la había percibido antes. Hasta anoche. En el sueño alguien la decía con una voz superlativa. Ho ho ho. Algo así. Me estremecí y me desperté. Lo hice con la palabra navidad en mis labios. Navidad. La dije las veces suficientes como para que no se me olvidase. Nada más verbalizarla, al airearla, sentí que debía escribirla. La he colocado en las paredes del piso que he tomado como residencia circunstancial. Tiene buenas vistas. Todavía no he apostado mi rifle y me he vuelto loco derribando todo lo que se mueve. Las noches son frías y el sueño, cuando vence, las puebla de fantasmas. Tengo cien deambulando por dentro.
Le he tomado cariño a este piso de la calle Madrigal, del que salgo muy de vez en cuando y con un cuidado extremo. Nunca uso el ascensor. Bajo las escaleras. En estos días no me tropezado con nadie o nadie se ha tropezado conmigo. Tal vez debiera expresarse así. No compro en las tiendas del barrio. Me alejo lo que puedo y regreso al final del día. Vengo con provisiones para una semana. Un par de bolsas bien llenas. Renuncio a los productos que requieren frío para su conservación. Mi cabeza entiende que esto que hago debe tener un precio. A lo que no me he acostumbrado y lo que muy probablemente acabará con desquiciarme son las voces. Están ahí adentro. Casi creo que crecen. Cuanto más pienso en ellas, con más saña se manifiestan. Dios sabe que intento no pensar, pero no he sabido callarlas. Vienen y me aturden. No vienen: las tengo ahí, quizá las tengo desde siempre. Son las palabras que no conozco las que me confunden más. Navidad. La escuché anoche, en el sueño. La repetí al despertarme. La escribí en la pared hasta que razoné que ya no se me olvidaría. No tengo a quién preguntar. No sé qué es. Suena a algo hermoso, pero no tengo razones que apoyen esto que se me acaba de ocurrir. Igual es un veneno. Debe ser eso. La navidad es un veneno. Me está corrompiendo. Opto por dejarme corromper. No creo que me convierta en una criatura más perversa ni que el veneno me cause más dolor del que ya padezco. Porque no siempre es dulce y es hermosa la muerte que causo. Hay días en los que las voces me castigan. Navidad. Tienes que parar. No está bien lo que haces. Qué ganas con todo esto. Arderás en el infierno.
Del infierno tengo unas nociones muy frágiles. Las oí muchas veces y en circunstancias muy penosas. Por eso nombré antes a Dios. Lo nombré porque el infierno siempre me ha perseguido. Desde que, siendo muy pequeño, mutilaba insectos con unas tijeras de cortar las uñas que usaba mi madre. Después de los insectos vino todo lo demás. El infierno me escoltó durante cada día y todavía hoy me observa mientras escribo. Leer y escribir me hicieron no merecer más infierno del que tengo. Hay algo maravilloso en registrar lo que uno piensa. No importa que nadie vaya a leerlo. Se aclara la cabeza cuando uno lo suelta. Se queda el cuerpo manso, se queda libre, se siente el peso del alma yendo y viniendo por la sangre y refugiándose después en el corazón. La palabra corazón me parece una de las más bonitas que recuerdo. Las voces intentan robármela, pero me cuido mucho de que no lo hagan. A Navidad no les pongo tantos impedimentos. Que se la lleven. No sé qué me están robando. Si alguien pudieras contármelo, si me dijeran en qué consiste, la hermanaría con corazón y la guardaría dentro como un tesoro. Al infierno lo tengo a raya. A pesar de que vaya de cabeza a su boca, no le tengo miedo. Ya he dicho que no me afecta la idea de que un día muera. A diario, enfrente mía, elegidos por mí, mueren otros, y el mundo sigue girando y los niños cruzan alegremente los pasos de peatones y las voces me percuten la cabeza. Da igual que alguien nazca o muera. Solo me preocupa que alguien descubra este agujero. Me he hecho a su suciedad. He encontrado un hogar. Tengo mi rifle. Tengo mi cuaderno de notas. Están las voces. En cuanto sepa qué falta para que todo sea perfecto, lo consigno aquí y me pego un tiro.
Cuando yo era pequeño, y muy pequeño que era, mi madre me contaba cuentos. Los hilaba unos con otros. Me los susurraba muy despacito, recorriendo la altura de las palabras, deteniéndose en la comisura de las más importantes, ofreciendo, pero sin entregar nada. Dejaba las historias a medio contar. Me pedía que yo las acabara, pero el sueño me vencía. Es posible que allí zanjara yo mis dudas y cerrara todas las tramas que ella dejaba abiertas. Recuerdo el placer de despertarme con una revelación y el dolor infinito de no saber fijarla en mi memoria. Escribí porque hay que guardar todo lo que uno piensa. Si no se guarda, se pierde. No hay posibilidad de que ningún encantamiento, de los que tanto me gustaba entonces, rescata las palabras perdidas, las historias que no se han metido en un lugar seguro, en donde nada las emborrone o las modifique. Si me preguntan los motivos por los que disparo no sabría decirlos. Se me ha dado muy mal decir las cosas. Está todo aquí. En la libreta. Alguien sabrá entenderme. Me conformo con entenderme yo. Lo consigo a medias. Ya ven. Desbarro, no cuajo en esto de contar nada, empiezo por un hilo y luego termino en otro. Por lo menos no me aburro. Nunca lo hice. En el mundo que he ido construyendo el aburrimiento no existe. Están otras cosas, algunas terribles, pero no dirán que fui aburrido o que en los cientos de papeles que he manuscrito hay una sola evidencia de que yo me hastíe o de que no sepa qué hacer con mi vida o con el tiempo que la cruza. Sé disparar. Eso lo hago cada vez mejor.
Hace una semana que no salgo a la calle. No tengo nada con que comer y el frío me está matando. Confío en que a nadie se le ocurra alquilar este piso o venderlo. Nunca he disparado a nadie a menos de treinta metros. Sería la primera vez. No soportaría ver la cara del muerto que he fabricado. Las de los otros no las veo. Son las figuras las que mi ojo aprecia y con las que disfruta. Caen de un modo o de otro. Lo curioso es que todas terminan quietas. Lo he pensado muchas veces: una vida entera sin un solo momento de quietud absoluta y basta un gesto, uno sencillo, sin excesiva maquinación, para que todo finalice y esa quietud absoluta aparezca. Deja de latir el corazón, no entra aire en los pulmones, no hay nada que los ojos puedan ver o que los oídos escuchen. El muerto es un ser limpio, un objeto entre los objetos, pero tiene un pasado. Las piedras no lo poseen. Ni los árboles. O si lo tienen nadie me ha contado en qué oscuro lenguaje se escribe. Quizá sea Dios quien maneje esos asuntos. No hay otro más capacitado. Incluso debe saber qué es la Navidad, esa palabra que me asaltó el otro día, en el sueño que no me deja vivir. Creo que es algo hermoso, ya digo, pero me atrevo a decir que es una impresión, rebatible, desmontable en cuanto alguien me rebata.
He comprendido todo. He tardado lo mío, pero ya estoy capacitado para responder a todas las preguntas. Sé qué es la Navidad. Y no me gusta. No me gusta nada. Es algo sucio o es algo ridículo. Estoy por pensar que sea ambas cosas a la vez. Lo de la suciedad es una idea de índole moral y lo del ridículo apela a las emociones. La Navidad es una inmoralidad ridícula. He entrado en un bar a comprar tabaco. Fumo poco, pero lo hago con pasión. Entablo con el humo un diálogo que las voces de mi cabeza no comprenden. Lo mejor es cuando el humo circula por mi cabeza y libra con las ideas que no gobierno un combate. El humo busca liberarme. Pierde siempre, pero le agradezco el esfuerzo. El bar está lejos. He tardado una tarde entera en llegar. Por no frecuentar mucho el barrio en el que está el piso en donde me hospedo, sobre todo. Era un bar muy moderno. Una pantalla enorme ocupaba uno de los laterales. Debajo estaba la máquina expendedora de cajetillas. Cuando la palabra navidad sonó, sentí un dolor agudo en el pecho. No creí morir, pero no he estado nunca tan cerca. La navidad. Estaban nombrándola. En la televisión. De la televisión guardo recuerdos muy nítidos de cuando mi madre y yo vivíamos en armonía. Justo antes de que mi padre lo jodiera todo, ya saben. Navidad. Dejé de echar monedas en la ranura, di unos pasos atrás y miré la extensión asombrosa de la pantalla. Era un grupo de cinco personas. Vestían como de fiesta. Dos hombres y tres mujeres. Me aterraron los personajes de más edad. Estaban cantando algo de una luz y de campanas. Decían que la suerte se comparte, cosa que no entendí en absoluto, o que la felicidad se regala. Despedían años, saludaban los entrantes, no sé, cosas de tan poco sentido que sentí, aparte del dolor, una decepción muy grande. No había magia ni esperanza, como pregonaban. Nombraba también al corazón que tanto amo y decía que soñaba. Lo de poner los sueños a jugar no lo entendí. Eso menos que nada. Un señor muy amable me explicó en qué consistía la Navidad. Ya me puedo pegar un tiro. Este mundo no está bien hecho. Seré un muerto, dejará de latir mi corazón, no entrará aire en mis pulmones, mi ojo no buscará más piezas a las que abatir, seré un pobre encontrado en un piso abandonado. Acabo de dejar arrojar mi rifle al río. Lo he hecho de camino de vuelta a casa. Ahora no sé con qué pegarme el tiro. No tengo valor para tirarme por la ventana. Temo hacerme daño. No me importa dejar de existir, pero no acepto el dolor. A mis muertos no les causaba dolor alguno. Un tiro. Uno limpio. Ahora tengo sueño. Ojalá me despierte y se haya borrado todo. Que lea esto y no reconozca mis palabras. Ya estoy haciendo mal con escribirlas. Haré que todo vuelva. Si leo esto, todo comenzará de nuevo. Escribir es un oficio de riesgo. Al menos me he deshecho del rifle. Lo que no se me va de la cabeza es una señora gorda, en el anuncio de la televisión, haciendo unos gestos espantosos, abriendo mucho la boca. Ahí me dan ganas de no haber sido tan ligero con lo del arma.
LA NOCHE TRANQUILA
Por Marisa López Mosquera
Parpadeó con fuerza pero nada cambió, sin duda se acercaba algún desastre. Desde el portal de su casa podía ver la calle hasta el final, justo donde el paso a nivel la bloqueaba para convertirla a continuación en una gran vía, con una preciosa y florida rotonda en el medio, un pequeño oasis de color en el asfalto infinito. Los coches circulaban despacio, la nieve descendía perezosa, recién llegada a la ciudad, las luces de los escaparates parpadeaban con suavidad, pero ni aún así llegaba hasta sus oídos la música especial de la navidad. Un siseo dulzón, cantarín, melodías internas que se encadenaban en sus oídos desde la infancia pero que este año no conseguía escuchar. Otro síntoma del desastre era la cantidad de palabras que se amontonaban en su garganta, amordazadas con el invisible lazo de una simple pregunta, la desnuda y sencilla intención de saber. ¿Por qué..? Pero el definitivo y más terrible de todos ellos era que tampoco había destellos en las fachadas, las farolas, los árboles iluminados que bordeaban las aceras. Ni una sola luz sesgada, una chispa rebelde escapándose de algún cigarro. Ninguna estrella alocada jugando en la noche azul.
Camino de casa saludó a distintas personas, vecinos animados con la inminencia de la cena familiar en Nochebuena. Las tiendas apuraban las ventas, en breve pondrían el cartel de Cerrado y la calle se sumiría pocas horas después en un silencio repleto de ecos. Voces con distintos acentos, risas explosivas, cubiertos sobre platos cayendo al descuido, tapones de corcho rebotando en los techos, aplausos. Sonidos que escaparían por las rendijas de las ventanas, danzando en una espiral festiva sobre el barrio, colándose por las delgadas paredes de los pisos, la fina línea desprotegida en la base de las puertas de algunas casas, las ventanas semiabiertas de las cocinas, todavía aireando el humo de los hornos donde se habían cocinado pescados que tardaban horas en evaporar su olor. Deliciosos asados que provocaban una inspiración profunda en quien percibía el aroma de lejos. Mariscos en planchas que descansaban para su limpieza cerca de las corrientes de un aire juguetón, impertinente, que se unía a los sonidos en su curioseo y descargaba un fuerte soplido sobre el cabello del anciano Morse, aturdido mientras cerraba el ventanuco del baño. Apagaba una y otra vez la vela central del adorno de la hermosa viuda Hughes, quien cada poco llevaba algo nuevo a la mesa y advertía sorprendida, alzando el arco delicado de sus cejas, la sombra de la llama; un ondulante reguero de humo que parecía burlarse de ella cuando la veía echar de nuevo la mano al bolsillo de su mandil de volantes y prender la mecha con un gesto adorable, como quien huele una flor, la expresión limpia, paciente, serena. El mismo viento que le hacía correr en ese instante tras su sombrero, al que veía dando pequeñas volteretas antes de alcanzarlo, incrustado desesperadamente en el contenedor del vidrio.
Fue al colgar la gabardina en el perchero de la entrada, exactamente cuando el cuello se acopló a la madera, como quien deja caer la cabeza, aliviado, en una almohada mullida. La sensación duró unos segundos, lo suficiente para desubicarlo, para dejarlo sin aliento, deslumbrado. En cuanto sus dedos tocaron la percha su cuerpo sintió el mismo efecto, el abrazo inesperado de una prenda sobre sus hombros, un calor reconfortante, el peso exacto de la seguridad, la confianza, pero no estaba allí sino en un lugar diferente aunque vagamente familiar. Cuando el efecto desapareció se sumó al juego de sonidos cacharreando en la cocina, desmoldando un pastel, terminando la salsa en la batidora. Por inercia sacó dos copas que chocaron, abriendo un poco más el abismo de su soledad, al brotar imágenes de tiempos no muy lejanos en los que había motivos para celebrar, manos dispuestas colocando detalles, labios que dejaban fugaces besos en su mejilla al pasar cerca de él. Vivir solo no sería tan demoledor a veces si no hubiese probado antes la dicha de hacerlo con quien había considerado la compañía perfecta, erróneamente. La cena le distrajo, disipó sus reflexiones, mientras veía en la tele un documental sobre la migración de las ballenas. La vida en el mar había formado parte de su pasado también y le agradaban estos programas. El whisky era estupendo, giró el vaso creando una pequeña marejada de licor, intentando buscar una respuesta a la pregunta que le atenazaba la garganta. Y no era que la echase de menos, no, su matrimonio había muerto años atrás, era la autocompasión de una noche perfecta para ello. Por qué él. Por qué no más de otras cosas después, felicidad para variar.
– El desastre, Thorton – se levantó para recoger la mesa, la servilleta al hombro, nombrándose con el mote que le habían puesto en el gimnasio por sus similitudes con el personaje de la película de Ford – es que está solo. Varado en esta maldita ciudad. Y ahí mismo, frente a tu casa, está otra vez esa mujer que no consigues sacar de tu cabeza, tan inquietante, tan deseable..
La viuda Hughes miraba absorta el escaso tráfico de la calle, abrazada a sí misma con la exquisitez con la que siempre se movía. Cerca de ella brindaban una vez más, la llamaban para que se uniese al grupo. Se giraba sonriendo pero volvía sus ojos soñadores hacia la gran vía, la rotonda, rodeándola mentalmente mientras tenía aquellas locas fantasías con .. El anciano Morse limpiaba su pipa en la palma de la mano, el último golpe lo dio en el bureau, cerca de la ventana. Su vecino, el boxeador, recostaba su largo cuerpo en el ventanal de la sala, apoyado en el brazo, una pierna flexionada, fumando un cigarro. Se le veía relajado pero de una forma lánguida, nostálgico. Qué desperdicio, se dijo al meter una nueva carga de tabaco en la pipa, tanta gente sola en el barrio, tanto silencio, tantos días iguales. En ese instante, en el que el viejo miraba a su vecino, éste a la mujer y ella hacia los dos, abiertamente, se desprendió un adorno pesado de la fachada y en cuanto empezó a caer también ellos fueron engullidos por una grieta del tiempo que los transportó a una estación de tren sesenta años atrás.
Thorton se encontró cerrando las puertas de los vagones con una ira inusitada, sin saber realmente qué buscaba hasta que llegó a uno de ellos y vio a la viuda Hughes, encogida, intentando esconderse de él. Incluso en aquella postura forzada estaba preciosa. Su bolso de mano por delante, una protección extra que ya no tenía sentido. En la estación la gente se impacientaba por presenciar el desenlace pero ellos no habían visto la película. Sean conocía algunos detalles sobre ella por las bromas del gimnasio pero desgraciadamente era un irlandés poco aficionado al cine y no podía ni imaginar que lo que aquellas personas querían era nada menos que ver cómo arrastraba a la mujer que llevaba meses en su mente, tan inalcanzable para él como un faro en medio del mar durante un temporal y la estampaba en el suelo contra su hermano, el tacaño. Tampoco ella sabía qué hacían allí ni por qué le temía, cuando las veces que le había encontrado en el edificio le parecía siempre tan espectacular, tan atrayente y sobre todo tan accesible, como si estuviese esperando una seña suya para complacerla. Aún así se replegó sobre el asiento al ver su mano extendida, esperando que el mismo fenómeno insólito que los había colocado allí se los llevase de vuelta pero el tiempo pasaba y nada sucedía así que se dejó conducir por él hacia el andén y caminó a saltos a su lado, enredándose los pies, porque su paso era mucho más largo que el suyo y no conseguía ponerse a la par.
Lo extraño era que por donde pasaban la gente les seguía, gritándose consignas que ellos no comprendían. La mano de su vecino comenzó a cerrarse sobre la suya de una forma protectora que le infundió valor y también ella se aferró a él, sintiendo un placer especial al ver cómo el contacto les afectaba a ambos. Desconocían la inocencia de todo aquel despliegue por lo que se veían en peligro, perseguidos por una horda de gente enfebrecida, en un mundo anticuado, un día de sol radiante, tan lejos de la noche solitaria y nevada de su barrio. Una noche en la que cada uno soñaba con un cambio, un giro en sus vidas, algo que terminase con la mediocridad de su presente. Horas después, en su carrera ya por una colina empinada, apareció el viejo Morse a caballo, con otro de refresco para ellos que Sean montó de un ágil salto, como si fuera John Wayne, acomodándola de un tirón a su espalda. Aquello era demencial, tras ellos había cientos de lugareños gritando combinaciones numéricas y la palabra ¡Danaher! Poco antes de llegar a la cima, donde les esperaba la otra parte del pueblo, con un hombre fuerte y decidido al frente, algo asustó a los caballos que, encabritados, lanzaron su carga por los aires. Lejos de controlar el cielo y el suelo, esperando que su cuerpo recibiese un buen golpe de un momento a otro y que aquellos hombres llegasen por fin hasta ellos y los hicieran prisioneros, de nuevo les envolvió una nebulosa oscura de la que salieron justo a tiempo de escuchar el boqueo del desprendimiento, un corto jadeo de la piedra al chocar con la tierra del jardín del patio.
Morse agitó la mano tras el cristal, saludando con calidez a Sean, que le respondió desde su ventanal, todavía confuso, levantando el pulgar en una señal de victoria. Se sentía ligero, el nudo de las palabras había desaparecido y hacia donde mirase surgían poco después intermitentes puntos de luz flotando. Por la ventana de la viuda Hughes salió una música pegadiza pero ni rastro de ella. Bajó las escaleras del único piso que los separaba, llamando enérgicamente a todos los timbres, no sabía cuál sería su apartamento pero estaba dispuesto a averiguarlo. Entre disculpas y suaves rechazos a una copa, finalmente llegó a su puerta. Se había soltado el cabello, sus mejillas todavía estaban rosadas, nunca la había visto más bella, ni más dispuesta. Sin tiempo para una escena la sujetó por la muñeca con firmeza y echó a correr con ella, bajo la mirada atónita de sus vecinos. Poco después escucharon el portazo arriba y unos segundos más tarde un sensual gemido, largo y ronco, seguido de unas carcajadas felices. El viejo Morse sacó la basura al contenedor del rellano, mordiendo su pipa de medio lado. Poco antes de entrar en casa sonrió al mirar hacia el techo, movió la cabeza hacia los lados y masculló entre dientes «¡Homérico!», radiante, cerrando el cuento.
PEREGRINOS
Por Alex Herrera
A los que están por llegar.
Si es nochebuena y estás solo, no le importas a nadie.
Lo leyó otra vez.
Si es nochebuena y estás solo, no le importas a nadie.
Palmó la tinta con sus manos, como queriendo asegurarse de que aquella triste frase había sido escrita hacia tanto tiempo como el que indicaba la rúbrica.
Hans, 24 de diciembre de 1913
De todas las historias que había leído aquella noche, la de Hans era la más concisa y turbadora. Superaba en elocuencia las doce páginas que Asunción había empleado en relatar las terribles palizas que le propinaba su marido cada vez que llegaba a casa tambaleándose por el aguardiente.
Decidió pasar la página, no sin echarle un último vistazo al sinsabor de Hans. La siguiente historia la narraba Jonás, un viajante aprisionado por la nieve en el hotel Etxeluz que temía haber heredado la locura de su padre. Jonás hablaba de voces que cruzaban su cabeza y de la nieve que se acumulaba en los caminos que veía desde la ventana. Debió nevar de modo considerable aquel día 24 de diciembre de 1963 pensó antes de caer en la cuenta de que todos los relatos que había leído hasta entonces estaban firmados el mismo día de nochebuena de años asimétricos. Ni una sola anécdota veraniega. Ni un sombrero volado por el viento del otoño. Ninguna fugitiva adolescente primaveral. Comenzó entonces una frenética búsqueda de una rúbrica que no hubiese sido escrita durante la noche mágica. Revisó frenéticamente el diario desde la primera hasta la última página. Desde la primera entrada fechada por Ismael un 24 de diciembre de 1897 hasta la última, escrita con caligrafía titubeante por Esther en 2011, todas las palabras contenidas por aquellas páginas fueron escritas en la nochebuena de años dispares y sin embargo extrañamente conjuntados.
Decidió no seguir un orden correlativo en su lectura. Algo inútil, teniendo en cuenta que los relatos no mantenían orden cronológico alguno. A una historia escrita en la década de los cincuenta la seguía otra narrada a principios del siglo XXI. Así que dejó que sus dedos se deslizasen entre las páginas en busca de una nueva historia. La de Eva.
“Ayer no quise importunarte, por eso te hablé bajo tu puerta, en susurros que sé no escucharías, con la vana esperanza de que la resonancia de tu casona las llevase hasta donde tu estuvieses. Quise decirte que no tengo fuerzas. Que no quiero ser tu esposa. Ese papel se lo cedo gustosa al fantasma que se desplaza colgada de tu brazo cuando paseas por las plazas. Prefiero ser tu mujer. La que desprecias tras sentir su calor y aun así te sigue guardando un hueco en la cama que ningún otro podría llenar.”
Una lágrima escapó de los ojos que creía secos para caer sobre el papel amarillento sin que la tinta llegase a emborronarse. Rápidamente la limpió. La secó con su aliento, tratando de impedir que la desazón de aquella mujer escapase del cerco rectangular de aquel libro. Después miró hacia la ventana, tratando de acumular fuerzas para no arrancar aquella página del diario y guardarla en sus bolsillos. El relato de Eva acababa ahí, con el juramento de que su corazón, su alma y su cuerpo soportaban el insoportable peso de los huecos sin cubrir.
Ya era de noche. La lectura de aquel turbador libro manuscrito había acortado las horas hasta conseguir que el día fuese manejable. La nochebuena había dejado de ser abstracta a sus ojos. ¿Pero por qué él, hombre episódico, leía aquel libro de nochebuenas infelices en su nochebuena más negra? ¿Por qué se sentía impelido a escribir los motivos que le habían llebado hasta allí, como al resto de sus invisibles compañeros de cuarto, un día 24 de diciembre?
La historia de Manuel fue la siguiente. La que le turbó especialmente.
“No conseguí las pastillas que me garantizaban un trasiego indoloro. Me quedan las cuchillas de afeitar. Estoy seguro de que alguna terminará astillándose al contacto con mis brazos, de modo que he comparado tres pares. El tendero se ha burlado de mí al envolver la mercancía. Al recibir mi errática respuesta se ha puesto triste. No serio, sino triste. Cuando me marchaba me ha detenido en la puerta con su vozarrón contralto. En tres días recibiré nuevos cuadernillos de caligrafía, me dijo. Sé cuánto te gusta tocarlos y oler su poso de papel recién cortado antes de garabatearlos. Te reservaré dos. ¿De acuerdo? Le contesté que no. Ahora ya es de madrugada y acabo de conocer la historia de Julián”
¿Murió Manuel en aquella habitación cuarenta años antes? ¿Lo hizo en el cuarto de baño desvencijado o tumbado en aquella cama de muelles? No pudo evitar husmear bajo la cama en una inútil búsqueda de gotas de sangre que hubiesen sobrevivido a una concienzuda desinfección del suelo de madera. Por supuesto no encontró nada. Después se sintió tentado en llamar a recepción en busca de información. Descartó la posibilidad por estrambótica. ¿Qué podría saber el joven e imberbe portero de noche de lo ocurrido en aquel lugar cuarenta años atrás? No llamaría. Tampoco leería más. Demasiado doloroso incluso para alguien que creía haber perdido la empatía. Solo una historia más, la de Julián, pensó. Al fin y al cabo aún era temprano. Después se iría a la cama. Apagaría la lámpara que emanaba una débil luz amarilla desde la mesita y escaparía para siempre de la sensación de vacío que le producía la lectura del manuscrito. Buscó a Julián. Lo encontró en la última página. El papel estaba escrito con dos caligrafías y dos tintas de diferente trazo y color. Las líneas manuscritas se superponían en ocasiones, pero seguían resultado legibles. Naroa confesaba su relación sexual con un hombre casado, mezquino y desdeñoso. Le quería y le odiaba. Le quiso y le odió en 1979. Julián relataba cómo cada noche se marchaba solo a su cama. Su imposibilidad para establecer relaciones de cualquier tipo con otra persona le atormentaba en 1989. Al final, las líneas se entrecruzaban formando una curiosa frase: No sabes vivir una historia de amor. Julián y Naroa hicieron el amor en una página de papel a través de mecánica cuántica y tinta azul y roja.
Eran las tres de la mañana ya. Tal vez había llegado el momento de llamar a casa y decirle a Susana que había cometido un error. Que necesitaba desandarlo y retomar el punto de partida. Seguramente los niños habrían preguntado por él durante todo el día. No dejaba de hacerse la misma pregunta: ¿Quién se habría disfrazado de Papá Noel para entregarles los regalos? Qué pregunta tan estúpida. Tan estéril. Tan sin respuesta.
Guardo el libro en el cajón de la cómoda con tan mala fortuna de que cayó al suelo haciendo tronar la habitación entera. Al recogerlo lo encontró abierto en la página de Ulises, de Uli, hombretón que aseguraba haber cazado ballenas en Terranova y haber asesinado al hombre que se casó con su prometida. Su mejor amigo. Treinta y cuatro años en la cárcel atestiguaban un error del que Ulises no se arrepentía. Ahora, con más de sesenta años cumplidos, esperaba su final mientras observaba árboles y trenes sentado en tapias y bancos. Fantaseando con los barcos que podrían llevarle lejos y nunca volvería a tomar. No acertaba a comprender el motivo que le llevó al hotel Etxeluz una nochebuena de 1983. Sintió que debía ir hasta lo más alto de la colina que custodiaba la ciudad y quedarse allí toda aquella noche, sin importar lo que ocurriese al día siguiente. Su narración terminaba con una enigmática frase: Nunca supe.
Nadie sabe.
Eran las cuatro de la madrugada. Antonio observó la ciudad prendida de luz desde la atalaya de su habitación. Estaba tan cansado que apenas alcanzó el interruptor de la luz. Entonces, mientras lo rebuscaba a ciegas en la pared, la epifanía se dio.
Y si Jonás no estuviese loco sino que fuese un transmisor de vidas que se buscaban y jamás se encontraron. Y si, al comprenderlo, fue feliz. Y si Asunción decidió quemar la casa en la que su cuerpo fue martirizado. Y si Manuel, cuando las cuchillas marcaban el trazado que atravesaba sus muñecas, cayó en la cuenta de que la gramática y el olor del papel recién cortado puede hacer feliz a quien lo sabe apreciar. Y si Julián y Naroa cruzaron sus miradas en algún vagón de tren. Tal vez habrían encontrado la fórmula alquímica que permite traspasar los muros de tiempo. Y si Hans encontró en el último instante un comensal que le hizo frente en su mesa. Puede que bebieran vino, rieran y corrieran desnudos sobre la nieve buscando alcanzar la luna antes de ser opacada por la nube siguiente. Y si Eva, mientras miraba desde su balcón los paseos matinales de su objeto de deseo junto a su esposa, recibió un tiesto en la cabeza que le permitió olvidar quien era y de quien estuvo enamorada alguna vez. Un nuevo comienzo, en un hotel. En un refugio durante la noche de las noches. En las que todo es posible. ¿Por qué no? Incluso puede que Uli algún día llegase a tomar un tren.
Antonio se sintió aturdido. Se irguió sobre la cama. Repasó los motivos de su huida: se sintió estafado por la vida que le dio un matrimonio y dos hijos a cambio de aventuras con los bosquimanos del desierto del Kalahari. Cuando comenzó a reconocer a las personas por sus zapatos, cuando se sintió incapaz de alzar la vista, se fue. Solo habían pasado unas horas de aquella locura que pensó le devolvería el tiempo que voluntariamente ya había entregado y no volvería. Un irrefrenable deseo de escribir sus motivos en el cuaderno gris le poseyó. Se levantó, se sentó en la butaca de madera y cogió un bolígrafo cuya punta estaba anudada con celofán. Entonces amaneció.