Contradiciendo a Gómez de la Serna, quien pensaba que todo escrito debe ser realizado con tinta roja que se asemeje a la sangre, siempre he pensado que todo aquello destinado a perdurar debe escribirse con lápiz. No se trata de una cuestión de evitar tachones, sino de permitir que lo imprevisto enmiende y alimente lo trazado en busca de que la penuria se convierta en el milagro de la fluidez.
Dos docenas de películas vistas, una caída mientras corría (una más, y van…), algún percance doméstico, mucho frío, la lluvia y la nieve acompañan a los cinco cómics leídos, uno más en marcha y otro en la recámara que completan la imagen de quien les escribe en el recién estrenado año que paso a resumir forzado por la sensación de plenitud y tristeza serena que me han provocado tres de ellos.
Lo peor para el principio. Una castaña infumable, «Pedro y Yo» de Judd Winick, se ha ganado el dudoso honor de abrir el repaso. Autocomplaciente y perfectamente recomendable para todos aquellos que conciben un mundo lleno de bambalinas con las cámaras enfocándoles permanentemente para captar sus momentos más íntimos, aquellos tan prescindibles como inútiles son las historias que dicen atesorar para emocionar al que escucha. Unas pocas páginas, las que abren el album, lo libran de ser considerado pura bazofia.
A «El Largo Viaje de Lena», de Pierre Christin y André Juillard, es de justicia concederle un exotismo formal, un ansia por degradar la realidad para reciclarla en enternecedora aventura (inócua, cierto es, pero aventura). Historia prescindible que se acompaña de un trazo de dibujo espectacular que deslumbra en las no pocas ocasiones en las que la protagonista se desprende de sus ropas. Sin embargo alguien debió advertir a los autores de que lo forzado no resulta sensual. Del mismo modo, las historias cerradas requieren de mejores candados que las resguarden de miradas críticas.
Pero son «El Sabor del Cloro», «Tokio es mi Jardín» y «La Espinaca de Yukiko» las que me han noqueado. Las que refuerzan la certeza de que para soñar no se precisa de excesivo equipaje. Las que reafirman mi opinión de que la poesía se traza a lápiz.
Apenas era un crío (25 años) cuando Bastien Vivès escribió una obra mayor fundada en lo anecdótico. En «El Sabor del Cloro» un joven con ecoliosis comienza a frecuentar una piscina pública en donde conocerá a una chica a la que la distancia le hará tomar aspecto cuasi mitológico para el protagonista. No es necesario saber más. Vivès permite a sus personajes que se expresen mediante silencios y metafóricos protocolos sociales que dejan que las emociones se trasfieran subrepticiamente de modo delicado. El cortejo involuntario es tan hermoso, recoge tal cantidad de pequeños y aparentemente insignificantes detalles, que corre el riesgo permanente de caer en lo banal. La explosión sorda de sensaciones limadas, de palabras pronunciadas bajo el agua para que nadie más las pueda escuchar se produce lenta y hermética sin llegar a ser excluyente, como si quisiese resguardar un precioso tesoro de una luz que lo emponzoñaría.
El dibujante Frédérit Boilet le pidió al guionista Benoît Peeters que le echara una mano para configurar una historia de amor semejante al «Manhattan» de Woody Allen cambiando Nueya York por la capital japonesa. El resultado fue «Tokio es mi Jardín». Aun enmarcada en la limitante categoría de las nouvelle manga (algo así como mangas nipones novelizados por europeos), sus intenciones son tan modestas como grande es la lírica que desprende un poema de amor tan sincero, tan cubierto de ceniza, tan alejado de los arquetipos que se asocian a la belleza tradicional. Muy al contrario, Boilet y Peeters evitan el lugar común para aferrarse a los anhelos, porque puede que la libertad se condense en el interior de una botella de cognac y que un viaje en el metro tokiota abra compuertas que ni siquiera conocemos de su existencia. Puede que el sexo dibujado sepa a auténtico y que las notas a pie de página sean lo único que precisamos leer. Puede. Lo que ahora sé con seguridad es que la poesía respira a través del carboncillo mientras los fuegos artificiales que los protagonistas ven de modo sesgado, explotan y nos hacen explotar.
Tan impresionado quedé (diría más, levitativo como hace meses nadie conseguía trastocarme) que necesité más del autor. Días más tarde, escondido entre varios volúmenes de considerable grosor y situado de un modo que resulta imposible reparar en él si no te has aventurado en su exclusiva búsqueda encontré «La Espinaca de Yukiko» de Frédéric Boilet. Esta vez en solitario, por razones que resultan obvias una vez se ha leído la novela, el dibujante francés entrega sus recuerdos carcomidos por el tiempo a ojos ajenos. Con ternura narra de modo subjetivo una episódica historia de amor autobiográfica que le enlazó con una singular chica japonesa. Peeters mira hacia atrás sin reflexionar sobre lo que ocurrió, cediendonos fotografías de una historia que tal vez no ocurrió así, pero cuyos rescoldos necesita conservar. El amor escrito en letras minúsculas, conscientes de su efímero papel. Amor del que hace crecer y que impulsa a hacer llamadas telefónicas de madrugada. Pequeñas flores que se salvaron de un naufragio anunciado. Es el cuidado por los detalles del autor, el modo en que engarza la historia, lo que realmente perdura al propio amor. El modo en que Yukiko hace estiramientos antes de hacer el amor; el hombro de Yukiko poblado por sus ensoñaciones, su cuerpo desnudo, el modo en que acaricia los labios del narrador, la forma de las cicatrices que oculta bajo su pelo y que recuerdan islas nunca visitadas, esos lugares que no somos conscientes de que visitaremos una sola vez…