«Abandonado y desamparado» reza una estrofa de «She move on», una de las canciones con las que Paul Simon trató de exorcizar el poso que Carrie Fisher dejó en él. Según Peter Ames Carlin, el biógrafo que más se ha acercado a la complejidad del cantante, la pareja se quería tanto como para ahogarse juntos pese a tener docenas de salvavidas rodeándolos. Por eso se casaron, pese a lo tormentoso de su relación. Cuando ella se marchó definitivamente, tras un último y desesperado intento de reflotar su unión con una alucinógena experiencia chamánica en Brasil, Simon se hundió. Fisher, también, pero a ella siempre se le exigió que fuese la party girl de toda celebración. Además, estaban las drogas y el alcohol para atenuar el golpe.
Su relación con el alcohol nació mucho antes. Durante el rodaje de Star Wars, Fisher no estuvo sobria un solo día. Ésa fue una de las razones que llevaron a George Lucas a desear no dirigir una película durante el resto de su vida. Con apenas 20 años, Fisher ya arrastraba una larga serie de experiencias más o menos traumáticas, empezando por una madre dominante, un padre ausente y una fuerte presión que la impulsaba a ser brillante en cualquier circunstancia. Tal vez por eso no hacía preguntas. Se limitaba a beber.
Antes de rodar sus primeras escenas, Lucas le pidió que se desprendiese de su ropa interior porque, según él, «en el espacio no existen las prendas íntimas». Fisher no cuestionó su decisión, pese a lo estúpido de suponer que una civilización capaz de crear naves que alcanzaban la velocidad de la luz no hubiesen alcanzado el logro de inventar el sostén. De modo que los pechos de Fisher bailotearon libremente durante varios días hasta que, tras un visionado del material rodado, y temeroso de que la película recibiese una calificación para adultos, Lucas pidió a Fisher que se sujetase los pechos con cinta adhesiva. Y Fisher lo hizo sin hacer preguntas una vez más. Ya dijo Kubrick que en occidente la única profesión cercana a la de dictador era la de director de cine.
Si la primera imposición fue un capricho absurdo, la segunda estaba impregnada de una mojigatería que a Fisher, siempre políticamente incorrecta, le sirvió para despertar su lado más irónico. Pocos meses más tarde, durante una sesión de fotos junto al actor Peter Mayhew, caracterizados ambos como sus personajes en la película (Leia y Chewbacca), tomó la mano de Mayhew y la posó sobre uno de sus pechos escenificando una elocuente burla que Lucas debió captar.
El célebre traje de esclava de placer de Jabba el Hutt que lució en «El Retorno del Jedi», es otro de los fetiches sexuales más vendidos de la historia (tan célebre como lo es el capítulo de la serie «Friends» en el que Rachel se viste con él para cumplir con la fantasía de Ross). Es el símbolo que define a la perfección sus contradicciones. A pesar de que su físico se hallaba en las antípodas de la sensualidad a flor de piel, aquel traje la convirtió en objeto de deseo de varias generaciones, algo que primero le pareció divertido, después degradante y, finalmente, digno de compasión. No hace demasiado tiempo, en un show de la televisión americana, advertía a su «sucesora«, Daisy Ridley, del problema que consistiría para ella el convertirse en sex symbol. Demasiada presión y nulas posibilidades de progresión profesional, sin contar con los fans demasiado fervorosos, como el tipo que le dijo, durante una convención de Star Wars, que se masturbaba a diario con aquella escena… cuatro veces.
Cuando su carrera se estancó, incapaz de superar el encasillamiento y la etiqueta que le colgaron de estrellita díscola e insufrible durante los rodajes (que merecidamente se ganó gracias a sus adicciones) se ganó la vida como script doctor (algo así como mejoradora de guiones), una de las profesiones más valoradas, y al tiempo menos reconocidas, de Tinseltown. Los productores supieron apreciar su habilidad para dar lustre a guiones mediocres, pero no creyeron que ella fuese capaz de escribir uno por sí misma, por lo que llegaron a negarle la posibilidad de adaptar libremente su exitosa novela «Postales desde el filo» en la que narraba la compleja relación que mantuvo con su madre. El director, Mike Nichols, «supervisó» cada línea de guión alterando todo aquello que le vino en gana, y fue mucho. Hubo más libros, algunos muy celebrados como «Wishful drinking», en el que se reía de sí misma y de todo el patetismo que bailaba a su alrededor. Fueron sus corrosivos libros y sus múltiples apariciones televisivas las que la encumbraron como la chica ácida (y a evitar) que se burlaba de todo: de los hombres, de las mujeres, de su bipolaridad, de las sesiones de electroshock que borraban su memoria poco a poco, de su alcoholismo, del mundo del cine que se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Porque, para ella que nació en el seno de la aristocracia hollywoodiense, la vida en Tinseltown no era más que una feria de vanidades y mentiras.
Eddie Fisher, su padre, fue la primera persona que la decepcionó. Abandonó a su madre, Debbie Reynolds (que se ha marchado hoy, un día después que su hija) mientras consolaba a Elizabeth Taylor, afligida viuda por entonces a la que, en palabras de Carrie, «primero le dio un pañuelo, luego le regaló unas flores y al final le consoló con su pene». Desde entonces, casi toda la gente que se cruzó en su camino la falló como ella misma lo hizo con otras muchas personas. A diferencia de la mayoría, ella fue consciente de sus errores. Siempre inevitables. Porque Carrie Fisher no jugó con fuego, vivió dentro de él.
«Cualquier cosa que puedas hacer en exceso por las razones equivocadas es emocionante para mí».
Ya son diez. Hace una década que cuatro amigos decidimos celebrar la Navidad reuniéndonos junto a la chimenea para contarnos cuentos. Si bien, en realidad, hemos ido llegando escalonadamente a la cita. El único que no ha faltado un solo año ha sido Mycroft. Él, como ocurre cada Navidad, será el encargado de abrir este posteo.
Cierto es que cada uno de nosotros está lejos del otro. Cada uno en un punto cardinal que nos aleja físicamente. Por eso, para darnos calor, es necesaria esta cita. Por eso y para atenuar los efectos de los días más melancólicos del año. En estos años de cuentos, nuestras vidas han experimentado profundos cambios. Nuestros hijos han crecido o nacido; hemos viajado y conocido otros modos de pensar y de vivir; hemos llorado y reído; nos hemos visto (siempre debió haber sido mucho más) y abrazado. Hemos bebido juntos. Hemos hablado de lo que debió ser, lo que es y lo que ojalá sea. Y nos hemos contado cuentos que, el que escribe, ha leído con enorme gozo en lugares de tránsito, en confortables sofás y, siempre, acuciado por el escaso tiempo que nos concede la Navidad. Pero estamos juntos, un año más.
La canción elegida para este año nos devuelve al rey. El mismísimo Elvis canta suavemente cómo la Navidad cubre con copos de tristeza las últimas horas de cada año.
Sean felices.
LA CONSTELACIÓN DEL PERRO
Por Mycroft
AVISO: «Este cuento contiene animales salvajes, estrellas, flores que vivieron mejores tiempos, mitos, leyendas que no he creado yo, y trazas de prosa de John Crowley. Hay muchas cosas verdaderas en el cuento, especialmente las que son mentira».
«Él comprendió que si quería llegar a donde ella había estado tendría que creer; supo que, si creía, podría ir a ese lugar, aunque el lugar no existiera…» (Pequeño, Grande, John Crowley)
«Nunca escuché la melodía, hasta que necesité la canción» (Tom Waits, Serenata de San Diego)
«Mural escrito por el viento
Adora a tu ciudad, pero no mucho tiempo,
olvida el tacto de sus piedras,
sé gentil a tu paso y prosigue de largo,
no proyectes quedarte entre sus muros.
hasta fundirte en el paisaje.
Una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol,
mucho menos a un hombre.
Quien amó una ciudad solamente en la tierra,
casa por casa, bajo soles o lluvias
y fue por años tatuándola en sus ojos,
sabe cómo engañan de pronto sus colinas,
cómo se tornan crueles esas tardes doradas
que tanto nos seducen.
Las ciudades se prometen al que llega
pero no aman a nadie.
Cuando se ven por la ventana de un avión
todas atraen
con sus cumbres azules
y largos bulevares rumorosos,
pero con el tiempo son sombras amargas.
Sus edificios nos vuelven solitarios,
sus cementerios están llenos de suicidas
que no dejaron ni una carta.
Por eso el río pasa y no vuelve,
por eso el árbol que crece a sus orillas
elige siempre la madera más leve
y termina de barco.»
(Eugenio Montejo)
Él creció en las ciudades salvajes, bajo cuyas losas palpitaba la hierba. Había caminado en ellas durante años, cuando lo tenía todo que perder y no lo sabía. Crepitaban las luces de las farolas, hileras de árboles metálicos e incandescentes. Solía deleitarse en vagar sin rumbo, porque caminar perdido es el único modo de que tus pasos te lleven a nuevos lugares. Los colores tomaban formas de dragones y cosmonautas, letras y esfinges, en los muros pintados por artistas anónimos, en el lienzo desconchado de las paredes, en las esquinas ocultas, en los rincones a los que sólo llegan los pies del viajero que no está cegado por un destino.
Llevaba en un gastado zurrón un libro de fantasía, que trataba de devorar sentado en los bancos del parque, una línea con forma de rayo verde que atravesaba serpenteando la ciudad. El ambiente estaba húmedo, en tiempos aquello había sido un río, y las lluvias lo llenaban de charcos. Allá el arco iris era demasiado perezoso para salpicar el cielo. Había que ayudarlo entrecerrando mucho los ojos, como quien los cierra muy fuerte para ver puntos de luz, para crear estrellas.
Como en el caso de las bibliotecas, era un lugar en dónde no pagar por estar, por meramente existir, por contemplar. El silencio de su casa en decadencia lo deprimía. Una vez leyera este libro, lo vendería. Como había vendido la TV, el equipo de música, la tostadora, y en fin, los últimos objetos de una vida pasada a la que aún se aferraba. Era un fin de saga, y él el último de una familia que vivía en fotos amarillentas, juguetes antiguos con piezas de plástico de rojos intensos, y un puñado de recuerdos. Los tiempos eran inciertos. Estaba nadando en un estanque de aguas profundas sin divisar orilla.
Se encogió aprentándose contra su abrigo demasiado grande, como arropándose para escuchar un cuento y dejó que la historia le atrapara en su mundo se sueños, y cuando la historia acabó, cerró los ojos. Bajo sus párpados los iris brillaban, aunque nadie pudiera verlos. Ahora la historia formaba parte de él, estaba en su sangre. Respiraba su polvo de hadas, y sentía el viaje de sus protagonistas en sus pies. Las historias permanecen con nosotros cuando todo lo demás desaparece. La suerte mengua, la imaginación permanece. Nuestros sueños y nuestros dolores son, en última instancia, objetos que no podemos llevar a una casa de empeños a tasar, pesar, calibrar.
Llevaba un tiempo indeterminado solo. No en el parque. Hablamos de una solitud general. Sellaba su cartilla de solicitante de empleo, contemplaba los sobres de facturas llegar e irse, enviaba mensajes etéreos con palomas iridescentes hechas de píxeles fríos, con versiones mejoradas de su propia vida por escrito, en busca de un lugar donde hacer pie. Pronto cortaría el acceso a la red ,y la calefacción. Su único lujo era el café, tomado poco después del amanecer, pero en general evitaba a amigos, a enemigos, a cobradores, a vendedores, a vecinas maliciosas, a vecinos venerables, a sacerdotes, a guardias civiles, a papás noeles de centros comerciales… No sabía en ocasiones en qué día vivía, y tan sólo la luz del edificio bajo de la bilioteca indicaba que, efectivamente, no era sábado o domingo.
No se lamentaba. No se rendía. Pero había un cansancio melancólico y desesperanzado en su quehacer cotidiano. La desidia y el fatalismo se cifraba en la cantidad de flores sedientas, muertas, acumuladas en el pequeño rectángulo de suelo pavimentado, al aire libre, que generosamente llamaba terraza. No quería ser cruel con las flores, si se acordara de su existencia, sería generoso con ellas, y aunque no muy hablador por naturaleza, trataría de iniciar una conversación casual con ellas, pues está probado que es un buen modo de implicarlas en el proceso de no marchitarse. ¿De qué se puede hablar con las flores? Desde luego no de películas, de novelas, de poesías.
Tal vez se podría hablar de los placeres sencillos, de los rayos de sol cuando en un día no especialmente cálido, consiguen traspasar brevemente el tapiz de nubes de formas imposibles y oscuros azules, severas.
La ciudad le llamaba, y se encontró danzando el viaje sin rumbo, la deriva zigzagueante. El tiempo se rompe y estalla y los muros se vuelven borrosos, traslúcidos, las calles son toboganes imposibles por los que deslizarse, en una dimensión oculta del mapa. No hay norte, ni sur, tan sólo agradable, desagradable, templado. La calle de las cestas donde los comercios tracicionales se convertían de pronto en comercios de los años veinte, viviendo simultáneamente en dos tiempos. La calle baja, con su refugio antiaéreo, olía a polvora. Finalmente llegó a la plaza redonda.
La Plaza Redonda, restaurada, un rincón donde rompen los callejones angostos del barrio viejo por los cuatro costados, estaba para él vestida con sus viejos vestidos decrépitos, sin barnices. Era la Plaza de su infancia, un zoco fenicio dónde las pajarerías ambulantes inundaban los rincones de un mercado caótico, mediterráneo, vivo. Los cantos de los pájaros enjaulados se mezclaban con los regateos en los puestos de ropa, o los que iba cazando él con su padre, los puestos de cromos. Ya no había nada de esto en aquella plaza reluciante con tabernas de toneles en la entrada. Aunque él viera todo ello con claridad.
Él se sentó allá apoyado en un saliente, atraído por un canto extraño, hermoso aunque inquietante, con aires de lamento, de quejido animal. Provenía de una mujer muy mayor, de tez extraordinariamente tostada, como cuero marrón curtido al sol. Sus cabellos no encanecidos se resistían a perder un azabache natural. Llevaba unas mantas en su regazo, sentada al modo indio en el suelo, junto a un hombre de edad indeterminada, piel muy blanca y nariz rojiza, un rostro delgado cubierto de una poblada barba.
Se acercó con cautela como un pequeño zorro que ha reconocido a un compañero de raza y se presenta educadamente, como el Vecino Zorro que pide tímidamente jugar un poco. No es una comparación que le fuera ajena, se veía a sí mismo como un zorro solitario, y como los zorros, que siguen los campos electromagnéticos, se movía guiado por lo invisible. Se sentó junto a ellos.
La mujer sonrió también tímidamente, y habló por un buen rato, sin que él la entendiera. Los escasos turistas los esquivaban como a trampas para osos, con ojos llenos de precaución. Los turistas no saben que sentarse en el suelo da una mejor perspectiva para mirar a los cielos, para compartir el calor en las noches de diciembre, para hablar en círculo y mirarse a los ojos.
El hombre habló después saliendo de un letargo plácido, más alucinado que etílico. Era de habla inglesa y trataba de comunicarse con una mezcla idiomática que, sin embargo, era totalmente inteligible. Le dijo que la mujer quería compartir historias. Que se había dado cuenta de que él sentía atracción por su canto, un canto que era milenario, y que también él tenía historias viviendo en las entrañas. El hombre añadió que Sarah le hacía un gran honor al ofrecerle el trueque. Venía de Australia, y el canto de cada ser humano era un tesoro único y muy valioso.
A ella la llamaban Sarah, porque era más fácil asumir el nombre que le habían impuesto de niña que luchar en cada ocasión por su nombre verdadero, Alkira, que significa Cielo. Su compañero se llamaba William, y aunque no eran pareja, inmediatamente se dió cuenta que aquel tipo la amaba en silencio. Aquella noche gélida de diciembre, en el que las lumbres de los hogares, las estufas de los apartamentos, los calentadores de las terrazas comerciales arropaban a la mayoría, a él lo arroparon dos ascuas oscuras, los ojos de Alkira, incadescentes, mientra le explicaba la leyenda de la constelación de la canoa, que era la que allá en esa parte del mundo, algunos llamaban Orión.
Se formó cuando tres hermanos fueron a pescar, y uno de ellos comió un pescado que estaba prohibido bajo su ley. Al ver esto, la mujer del Sol, Walu, hizo una tromba de agua que lo llevó a él y a sus dos hermanos y su canoa hacia el cielo. Las tres estrellas en el centro de la constelación, son los tres hermanos; sobre ellos, está el pez prohibido; Y las dos restantes estrellas brillantes son el arco y la popa de la canoa.
Está fue la primera leyenda que Alkira le contó, traducida por su compañero. Le dijo que se lo contaba porque era importante para el animal que vivía dentro de él. También le habló un poco del Tiempo del Sueño, un momento más allá del tiempo que vivimos, en donde habitamos antes y después de venir al mundo, un tiempo mítico, un tiempo de seres fantásticos, un tiempo de leyenda.
Después calló un momento, aguardando, y él supo que era su turno de contar una historia, el libro que había aprisionado dentro de sí hacía poco. Su voz se elevó rotunda y firme y rebotó en las paredes circulares de la plaza, viajando y chocando por entre los muros y balcones.
«Cierto día de junio de 19.., un hombre joven iba hacia el norte de la Gran Ciudad a un pueblo o paraje llamado Bosquedelinde, del que había oído hablar pero que nunca había visitado. Se llamaba Fumo Barnable e iba a Bosquedelinde a casarse. El hecho de que hiciera el trayecto andando y no de cualquier otra manera, era una de las condiciones que le habían sido impuestas para el viaje…»
Así transcurrió esa noche y las siguientes, y los caminantes les observaban curiosos, pero pasaban de largo, porque no iban a la deriva. Sin ir a la deriva, uno no reconoce una historia cuando la encuentra. Los días se consumían viendo viejas películas que luego llevaba a las casas de segunda mano, leyendo viejo libros cuarteados, remendados, llenos de vidas que no había vivido y sueños que habían poblado su juventud, y que luego vendía al peso, y con la expectativa de aprender nuevos sueños, porque cada noche, la anciana rasgaba el tejido del tiempo para llenar la ciudad de desérticos mitos sobre los hombres serpientes.
Le habló de una poderosa serpiente que se esconde en lo profundo de los ríos, hija de un ser más grande visible como una línea oscura en la Vía Láctea, Ella se revela a la gente de este mundo como un arco iris y se mueve de forma casi instántanea a través del agua y la lluvia, dando forma a rocas, bosquezuelos, recodos, nombrando y cantando sobre distintos lugares, tragando y algunas veces ahogando a las personas según su capricho; dando fuerza a los sabios con poderes curativos y de creación de lluvia; plagando a otros con dolores, debilidades, enfermedades y muerte. No debía nunca confiar en la serpiente, pero tampoco despreciarla si tenía algo importante que decirle. Alkira se había encontrado varias veces con ellas, normalmente cuando había tratado de entrar dentro de la base de un arco iris.
Alkira le contó la historia de cómo las aves obtuvieron sus colores, o de cómo en el origen de los tiempos no había nada. Nada, excepto el Gran Espíritu Creador de la Vida. Por mucho tiempo no hubo nada. Entonces, un día, el Gran Espíritu empezó a soñar…en el Tiempo del Sueño las plantas, animales y humanos fueron creados, y sabían que tendrían que adoptar formas físicas, pero no sabían cuando. Presentirían en cada caso cuando el tiempo fuera ya el propicio, y entonces dirían todos uno por uno «nosotros haremos lo mejor posible para tratar de ayudar a aquel que cuida de todos nosotros». Todos ellos se convirtieron eventualmente en animales y en las plantas. La última alma en tomar forma fue la humana.
Él se dio cuenta de varias cosas. Por mucho que Alkira llevara mangas muy largas, no era sólo por el frío y el viento que son los compañeros de cama de quienes habitan al cielo raso. Sus muñecas tenían marcas profundas, horribles, y en algún tiempo debieron ser pura carne viva. Eran marcas de correas, sin duda.
También le daba la sensación de que William no era alguien tan simple como le había parecido. Hablaba con calma, como buscando una palabra equivalente, como tratando de recordar algo que había escuchado antes y no sólo respondiendo a la voz de ella. Cuando ella callaba, bajo las estridentes luces de navidad clavadas en el pecho de los edificios, sentados allá en aquel lugar que los había elegido a ellos, William la miraba casi desesperado mientras ella imaginaba la historia que le contaba aquel extraño lleno de cuentos, el extraño con alma de dingo: La leyenda del amor de la altísima Llana Alice por el pequeño Barnable…
«Le escribió a Fumo: me voy a casar. Y a él se le fue el alma a los pies allí mismo junto al buzón, hasta que entendió que quería decir con él. «Tía abuela Nube ha echado las cartas escrupulosamente, una vez para cada parte, tiene que ser el día del solsticio de verano, y esto es lo que tú tendrás que hacer. Por favor, por favor, sigue todas las instrucciones al pie de la letra, o no sé qué podría suceder».
Por esa razón Fumo iba a Bosquedelinde andando, y no viajando de cualquier otra manera, con un traje de boda viejo, no nuevo, y comida casera, no comprada, en la mochila, y por la cual empezaba a mirar ahora en derredor en busca de un sitio donde pernoctar, un sitio que debía encontrar o mendigar, y por nada del mundo pagar».
En William había una enorme tristeza latente, y aunque cultivaba una desastrada imagen alcohólica, nunca lo había visto en verdad borracho. Estaba borracho de la voz de ella en todo caso, y aunque seguro que ya conocía todos los mitos, hablaba con todavía más pasión que Alkira. De hecho gran parte de la magia de aquellas noches era el fuego que insuflaba William en su idioma universal, en inglés español a la conquista del nuevo mundo, en su portugués marinero de Magallanes, en su francés de poeta maldito, en su italiano de canción de Mina… William vivía en la voz de ella, porque no le era dado vivir en su corazón.
Alkira seguía con su narración: la batalla entre el Fuego, el Aire y la Lluvia causó estragos en el Sueño pero al Gran Espíritu le gustó, así que continuó soñando. Cuando la batalla se calmó, aparecieron en el Sueño el Mundo, el Cielo, la Tierra y el Mar, y se confió el Secreto del Soñar al Espíritu de Barramundi, el pez. Soñó con olas y arena mojada pero Barramundi no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con las aguas profundas.
Así, el pez pasó a su vez el secreto a la tortuga, quién sólo supo soñar con rocas y sol. Y la cadena continuó, y cada animal contribuyó con su sueño a la creación de algo nuevo. El lagarto soñó el cielo y el viento, el águila los árboles y el firmamento nocturno…
Y el Hombre fue el último de la cadena, caminando sobre la tierra, vio todas las obras de la Creación. Escuchó el canto de los pájaros al amanecer y vio el rojo sol del atardecer y… comenzó también a soñar. El Hombre soñó con compartir la música de los pájaros al amanecer, la danza del emú y el ocre rojo de la puesta de sol. Pero soñó también con la risa de los niños y el Hombre comprendió entonces el Sueño.
Así que continuó soñando con todas las cosas que se habían soñado antes. Soñó con las tranquilas aguas profundas, con las olas y la arena mojada, con las rocas y el cielo abierto, con los árboles y el cielo nocturno y con las llanuras de hierba amarilla. Y el Hombre supo que, con el Sueño, todas las criaturas estaban espiritualmente hermanadas y que él debía proteger su Soñar. Y soñó con cómo contaría este Secreto a sus hijos que aún no habían nacido.
Una historia del Sueño es pasada con protección. Puede referirse a un lugar o a una criatura de la creación, a un saber, a una historia…No se puede contar o pintar la historia del sueño o la creación de alguien más sin permiso previo del dueño de este Sueño. La historia del sueño de una persona debe ser respetada, ya que el individuo posee el conocimiento de dicha historia del sueño. Cada evento deja un registro en la tierra, cada roca, cada lugar del mundo, es soñado, y su sueño, su canto, pasa de una generación a otra, es un secreto, es un saber, es una responsabilidad. Los hombres soñamos el mundo, y respondemos por ello. Cada uno tiene una parcela de saber, un lugar, un animal que soñar, y ese sueño no debe perderse, ni violarse y robarse. Por eso en Australia, los sueños fueron robados, y la mayor catástrofe, decía ella, es que nos convencieron de que dejáramos de soñar y de cantar la realidad.
Hubo un rato de silencio triste, William la miraba de reojo, y a él se le ocurrió contar un fragmento de la historia de Barnable y Alice que demostraba que también en otros lugares, hay quién respeta los cuentos, los cantos. Su voz comenzó titubeante. Al fondo de la plaza, había un grupo de jóvenes bebiendo cervezas. Sus voces también rebotaban por las paredes circulares, pero no traían historias, traían palabras que contenían veneno, que de algúm modo rompían la magia de la noche con sus desafíos y simples amenazas. El círculo de tres que formaban se estrechó, casi inconscientementes, formando un pequeño fuerte humano.
«Ella ya supo qué consejo le darían si fuese a pedirlo: le harían ver una vez más con claridad lo que ella ya sabía, lo que sólo le oscurecía o velaba por momentos la vida diaria, y las esperanzas vanas y las igualmente vanas desesperaciones; que si en verdad se trataba de un Cuento, y ella estaba en él, entonces ningún gesto, nada de cuanto ella o cualquiera de ellos hiciera dejaba de ser parte del Cuento; ni el levantarse para bailar o el sentarse para comer o beber, ni el bendecir o maldecir, ni la alegría, ni la nostalgia; y que si huían de el Cuento o luchaban contra él, si, eso también era parte del Cuento. Ellos habían elegido a Fumo para ella, y ella lo había elegido a su vez; o ella lo había elegido, y entonces ellos lo habían elegido para ella; de un modo u otro, siempre era el Cuento…»
Quedaba mucha historia por contar, y sin embargo, cuando él se levantó, Alkira también lo hizo, y le pidió que le contara al oído el final de la historia. Le sorprendió, pero lo hizo sin dudar, acercándose a su oído. Al retirarse, ella sonrió, y le contó a su vez, con voz casi inaudible, también al oído, su parte del Sueño. No podía dar crédito. Entonces le tocó por única vez, dándole un abrazo, dejando arremeterse las mangas, mostrándo sus marcadas muñecas a su espalda.
La noche siguiente, no estaban allí. Habían cristales rotos que un empleado de la basura retiraba, y señales de llamas, así como sombras de humo marcadas como siluetas imposibles en la pared. No tardó, preguntándo, en enterarse de que dos vagabundos (vagamundos, pensó él tristemente) habían sido quemados vivos por unos vándalos. Uno de ellos seguía vivo.
Dejó que sus pasos le llevaran. Localizó el hospital. La habitación. Apenas sin dificultad, entre cientos. Unas horas deambulando por los pasillos. Tiempo de ensueños caminando blancas estancias del dolor.
William tenía el rostro desfigurado, pero podía hacerse entender. No iba a vivir demasiado sin ella, cuando volviera a la calle. Había llegado el turno de William de hablar con su propia voz. De contar la historia que llevaba dentro, que era también la de ella. William la había conocido en un manicomio de Perth en los años 60. Eran muy jóvenes entonces. El abuso de las drogas le había llevado a elegir entre la cárcel, o la prisión que también era el manicomio. Era un hippy que había vagado en busca de experiencias y había encontrado problemas.
Ella llevaba allí mucho más tiempo, aunque era más joven. Se había criado en los orfanatos del gobierno, como muchos niños aborígenes. Hablar de Sueños, de animales, de verdades de su pueblo, de cantos que son títulos de propiedad sobre una tierra, hacían que uno fuera declarado no competente. Oficialmente era una deficiente mental. Cuando William conoció a Sarah, como la llamaban, ya no recibía un trato tan brutal. Pero había pasado parte de su juventud atada a camas de hospital, sedada, tratada como a un ser inferior. Refugiada en un mundo interior que nadie podía romper. Las instituciones por las que había pasado habían tratado de romperlo, no eran ajenas al castigo físico, a las terapias agresivas, a los electrochoques. No habían conseguido romperlo.
El mundo cambió lentamente de valores, y cuando ellos se enamoraron (si, se amaron candorosamente, por demasido poco tiempo. Siempre es demasiado poco incluso en los Cuentos) ya no eran tratados con la severidad brutal de hacía poco, pero si con la frialdad paternalista de quienes los contaban como números, números de bajas irrecuperables. Apenas podían vivir su pasión a través de palabras, de promesas, de miradas.
Un año más tarde transfirieron a William a la cárcel. Los locos eran multitud, al menos en opinión de quienes decidían qué era locura y quién la padecía. Quienes estaban demasiado seguros de estar cuerdos. Por falta de espacio, William pasó a ser lo suficientemente cuerdo como para pudrirse en un penal, en el país que gobernaban los descendientes de los presos que lo habitaron como tal.
Él la buscó. Al salir, la buscó. A pie, por transporte público, cuando podía colarse, visitando instituciones psiquiátricas, preguntando en reservas de aborígenes. Se preguntaba, en los años sucesivos, si ella habría encontrado su sueño, el lugar del enorme País-Desierto cuya alma custodiaba.
Encontró una pista, de manos de un bondadoso y bienintencionado doctor. Había un programa de reinserción. Enviaban a los pacientes a Europa, al Reino Unido. La crueldad de separarlos de su tradición, de su tierra, ni siquiera se contemplaba. William se enroló en un barco pesquero, y tras dar tumbos en varios destinos, consiguió atracar en Europa. Era casi imposible que la encontrara. Y sin embargo la encontró. En la mano llevaba una borrosa postal enviada al doctor, pidiendo lastimeramente el retorno al lugar al que ella pertenecía. Pudo rastrear su origen.
Encontrarla fue su castigo. Ella no lo reconocía, y desde luego, no creía que fuera William. No podía amarlo. Esperaba al William de venticuatro años. Un William que nunca vendría. Con el corazón roto, se juró que permanecería con ella, que trataría de devolverla a su mundo. Consiguió que le dieran el alta. Ya comenzaban a saberse los tratos recibidos por su población. Vagaron de aquí para allá, y nunca tuvieron bastante para un vuelo oceánico. Ella había pasado demasiado tiempo encerrada, era un pájaro de celda. Él estaba derrotado, conseguía sostenerla día a día, nada más. Retornar fue tornándose un sueño brumoso.
Cuando abandonó la habitación, supo que iba a marchar, que iba a hacer el viaje que ellos no hicieron. Vendió el tocadiscos de su padre, y la valiosa colección de vinilos. Vendió casi todo, tenía el armario vacío de ropa. Tenía bastante dinero para vivir un año, economizando. Decidió gastarlo todo en un billete de sólo ida. Entregaría las llaves del piso a una inmobiliaria para que pagaran parte de sus deudas con el alquiler. No le quedaría otra morada que el propio viaje. El amor al viaje sustituiría su amor a la ciudad. La llevaba escrita dentro, aunque en parte la ciudad le había escrito a él. Ahora se liberaba de ella, ahora podía dejar que sus pasos le llevaran a lugares nuevos, porque la deriva no debe limitarse, no debe reducirse, es el único camino para que no todos los caminos estén trillados.
Cierto día de diciembre de 19.., un hombre joven iba hacia el norte de la Gran Ciudad, a un aeropuerto que le llevaría a otro país, al borde del Tiempo del Sueño, del que había oído hablar pero nunca había visitado. Había decidido hacerse llamar Barnable, un nombre que era distinto al que figuraba en su pasaporte, por razones que sólo a él competen, e iba a las tierras al borde del Tiempo del Sueño a trasmitir el canto de Alkira para que no se perdiera. Volaría y una vez en tierra, haría el trayecto andando, y no de cualquier otra manera. No sabía hacia adónde iba, pero el hecho de que el zorro era uno de sus Sueños, y como todo el mundo sabe, los zorros son capaces de captar el campo electromagnético de la tierra, le daba confianza. Tenía experiencia en perderse en el lugar exacto. Comprendió que si quería llegar a donde ella había estado tendría que creer; supo que, si creía, podría ir a ese lugar, aunque el lugar no existiera.
Viajaba sin maletas, había vendido casi toda su ropa, y, extrañamente, vestía un traje de boda viejo, no nuevo, que había pertenecido a su padre, y llevaba comida casera, no comprada, en la mochila, suficiente para, de forma optimista, aguantar unos tres días. Los nervios habituales en un vuelo de tal naturaleza no parecían afectarle. Sólo cabía volar, o caer.
Una vez allí, y utilizando el transporte público sin pagar billete, logró llegar al extremo de la ciudad. Avanzó por el extrarradio industrial, una curiosa mezcla de naves comerciales y arbustos, de casas de campo y urbanizaciones, y eso consumió casi toda la primera jornada. Comezó a caminar en un camino paralelo a una carretera, pasando cerca de una pasarela metálica que la cruzaba de lado a lado. Empezó a mirar ahora en derredor en busca de un sitio donde pernoctar, un sitio que debía encontrar o mendigar, y por nada del mundo pagar.
Así llegó un hombre vestido de boda, con una mochila llena de bocadillos, manzanas y agua, una brújula, un mapa de carreteras y un mapa con las constelaciones, y un reloj de bolsillo que estaba parado, caminando en medio de ninguna parte, al dintel de la puerta del bar de Joe, como ponía bien grande en el cartel. Un bar que estaba, excatamente, en ninguna parte. Y dentro del bar, de aire oscuro, amplio, para acoger a granjeros de muchas millas a la redonda, sólo había un hombre. Presumiblemente era Joe. Aunque nunca se sabe.
Joe lo miró de arriba abajo, se acercó a la puerta, y cambió el cartel de «Open» a «Closed». Volviendo a la barra. El joven, ahora llamado Barnable, se sentó afuera, apoyando la espalda contra la pared. Al poco rato, Joe salió, le miró largamente, y le preguntó en inglés si era un turista.
-Un turista no. Un viajero.- Fue la escueta respuesta.
Joe siguió mirándole un buen rato. Al cabo, volvió adentro, y sacó dos cervezas frías. Se sentó a su lado en silencio. No habló prácticamente, de vez en cuando sacaba provisiones de adentro, se limitó a escuchar a aquel extraño contar historias. Barnable pudo dormir un rato dentro, en un improvisado sofá hecho con cojines. Marchó al amanecer agradeciendo la hospitalidad, entregándole el reloj de bolsillo.
-Era de mi padre. Nunca funcionó. Me dijo que no hacía falta apresurarse.
Viajó muy lejos. Cambiando historias por hospitalidad. Cuanto más adentro en dirección a la tierra al borde del Tiempo del Sueño, más receptiva era la gente al trueque por historias. Más se espaciaban los hombres y las familias. Finalmente, se internó en un desierto.
Comenzaba a viajar de madrugada, guiado por las estrellas, en especial por Orión, la constelación del perro en su civilización. Orión, Sirio, Mera, eran perros míticos puestos por los dioses en el cielo. Si en él en verdad habitaba el zorro, o el dingo, el perro salvaje australiano, para Alkira, era la mejor guía. Era la constelación de la que le había hablado.
Al cabo de un tiempo se acabaron sus provisiones, recogidas de manos de los que le habían acogido. La fauna se tornaba amenazadora. Pero poco a poco, su cabeza le llevaba lejos, adentro, en la Tierra al borde del Tiempo del Sueño.
En cierto momento sintió como si caminara sobre suelo mullido. Era de madrugada. Un grupo de hombres y mujeres venía en su dirección. No eran descendientes de colonos, probablemente no eran de este tiempo. Había llegado, de alguna forma, a la frontera del Tiempo del Sueño. Probablemente estaba al límite de sus fuerzas. Allí mismo se le acercó un anciano, y él le susurró al oído el Sueño de Alkira. El hombre sonrió, comprendiendo a pesar de no hablar en su lengua nativa. Aquella docena de personas celebraron la recepción de esa parte de la creación, y tocaron música. Si aquello era real o delirio casi era indiferente. El momento en que desaparecieron era incierto, todavía escuchaba la música.
Aquella noche, desfallecido, solo, en medio de un paraje inmenso y despoblado, soñó que soñaba. Soñó que dominaba el arte de Soñar, tal y como habían aprendido los hombres en la leyenda, pero que ahora habían olvidado. Y se supo dentro de un cuento, se supo sueño. Nada de cuanto él hiciera dejaba de ser parte del Cuento; ni el levantarse para volver sobre sus pasos, huyendo del páramo, o el pedir ayuda o creer que según un plan previo, todavía había un lugar para él más adentro del desierto, ni el bendecir o maldecir, ni la alegría, ni la nostalgia; y que si huía de el Cuento o luchaba contra él, si, eso también era parte del Cuento.
Aprendió a Soñar y a vivir dentro de su Sueño, y como tenía tantas historias dentro de él, las posibilidades eran infinitas. Siguiendo la constelación del perro, consiguió adentrarse en el Sueño, y vivir en las ciudades fantásticas que habitaban en su interior.
«Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices». (Italo Calvino, Las Ciudades Invisibles)
FIN
EL CUENTO DE NAVIDAD DEL SICARIO TEOLÓGICO Y UNA CODA
Por Emilio Calvo de Mora
1
El diario de los muertos
Leí una vez que Dios te mira desde los ojos de un perro. Por eso nunca mato si hay uno delante. Lo hago sin pudor y lo hago bien. Uno sabe su oficio, reconoce el lugar, se lo piensa mucha veces antes de mandar al infierno a alguien y luego lo envía allí. Ahí acaba mi trabajo. Luego viene el suyo, el de Dios. Los dos nos entendemos a nuestra manera. Todos los muertos que le he enviado, todos esos sacrificados a los que no se les cruzó un perro, fueron mi contribución a la población celestial. Dios decide luego si los acoge o las manda al diablo. Por insólito que parezca, concilio bien el sueño y no tengo pesadillas. A veces la voz de Dios se me cuela en el oído y me susurra cosas que luego no sé recordar, pero no me despierto con el corazón desbocado, ni tengo la sensación de que me reprende o me sancione. Creo que cuenta conmigo para que limpie la tierra de pecadores. Al final, cuando no tenga fuerza o no confíe en mi eficacia, me ofreceré yo mismo, le diré que estoy dispuesto o no cruzaré palabra con Él, tendrá asuntos de más importancia, y me presentaré a sus puertas, le diré que haga conmigo lo que convenga y aceptaré lo que diga sin un mal gesto. Estarán todos mis muertos encantados con recibirme. Me harán entretenida la eternidad, pero si todo se conduce como espero y el buen Dios me sienta a su derecha, seré dichoso y no habrá nada de lo que me arrepienta, ni muerto que me angustie. En la espera de que llegue ese momento, sigo haciendo mi trabajo. Sólo evito a los perros. Me da pudor que Dios me mire desde sus ojos. De hecho, me preocupa la idea de que no sean sólo perros.
El encargo de anoche lo despaché rápidamente. Entré en la lavandería, me senté junto al fulano, le eché el brazo sobre los hombros y le degollé el cuello. La sangre salpicó el periódico y no se movió más. Le hice la foto de siempre y salí sin prisa. Era un tipo joven. Prefiero liquidar a gente que ya ha vivido lo suyo, pero yo no soy el que elige los muertos. Les rebano el cuello, no hago otra cosa. Cualquiera podría hacerlo. No le tengo afecto a las compañías, ni tengo amigos a los que confiar lo que siento o dejo de sentir, así que no sé si hay más como yo, si hay un lugar en donde vernos y decir cómo estamos y preguntar si todos tienen mis convicciones espirituales, si creen en Dios y si les preocupa si los muertos van al cielo o al infierno. En casa, cuando llego, beso a mi mujer, le digo que el trabajo ha ido bien, rezamos en la cena y vemos un poco la televisión. En cierta ocasión, me sentí tentado de explicarle lo que hago en la calle. En otra, creí que lo sabía y lo aceptaba, pero no soy muy bueno analizando el comportamiento humano. Ni siquiera conozco bien a mi mujer. La amo, creo que la amo. Tampoco conozco lo suficiente del amor como para aventurarme a sentenciar un asunto tan trascendente. Dios dice que el mundo es amor. Todos a los que elimino deben ser personas que no lo conocieron. Cuando les arrimo el cuchillo al cuello pienso en si fueron amados alguna vez. A veces los miro con detenimiento. Parece que estoy buscando un encuadre idóneo para hacer la fotografía con el móvil, pero en realidad lo que hago es buscar el posible amor que hayan tenido, por si en el momento de la muerte se les desprende del cuerpo y puede apreciarse.
No hemos tenido hijos. No nos entusiasma la idea de que la casa esté llena de chillidos y de juegos. Los dos somos gente callada. Hablamos lo justo, nos deseamos los buenos días, conversamos sobre la mal que está el mundo o sobre si su hermana, a la que adora, se decidirá por fin y dejará a su marido, al que no ama. De noche, sin que nos importe mucho si lo hicimos ayer o hace un mes, yo la cubro y ella me abraza. Ana es buena, no hay mujer más buena, ninguna que pregunte menos y se sacrifique tanto. Cuando me he vertido en ella, sin que pueda evitarlo, pienso en Dios y entono una especie de rezo que ella secunda sin mucho entusiasmo. A veces, en mitad del fornicio, pienso en todos los muertos, en el momento en que sus padres los hicieron y el momento en que yo los deshice. Como que hay vida en las alturas, no me da reparo, ni pudor, ni zozobra alguna ganarme la vida como lo hago. Dios me ha confiado un trabajo. Si no fuese porque tengo que llevar dinero a casa, renunciaría a que se me pagase. Disfruto con mi oficio, me aplico con esmero, me digo a mí mismo que no podría hacer otra cosa en el mundo. Sólo me dolería que ella lo descubriese. Que hurgase en el trastero de la azotea y viese la caja de herramientas. Allí guardo el móvil con el que confirmo al cliente que el trabajo está hecho. Tengo también un cuchillo favorito. Es de hoja ancha, no muy largo. Lo compré en un chino y le profeso un afecto especial. Como si al cogerlo cobrase vida y el mismísimo Dios le diese el vigor y la firmeza y yo únicamente tuviese que mover la mano.
Están adornando las calles. Les ponen las luces que anticipan la Navidad. En casa, cuando era pequeño, Madre me hizo amarla. No fueron los mejores días, pero ojalá volvieran. Madre abría sin ruido las persianas, se sentaba en nuestras camas, la de Jorge, la de Mónica y la mía, y nos contaba cómo había arrancado la mañana. Nunca lo hacía igual. Nunca decía las mismas frases, aunque un día fuese un calco de otro. Los malos, los que terciaba la lluvia o hacía un frío que zanjaba el asunto de si nos dejaría salir a jugar o no, eran los mejores, con diferencia. Se las ingeniaba para que nada más entrar en la cocina ya estuviese el desayuno servido. Madre untaba a Jorge las tostadas y no dejaba de mirar a Mónica, por si lo hacía mal. Yo, en calidad de hermano mayor, supervisaba el protocolo y reprendía, con la misma dulzura que ella lo hizo conmigo, si alguno de los dos pequeños comía demasiado deprisa o si mojaban el pan en la leche, asunto que encolerizaba a Madre extraordinariamente. Fue la época en que todo nos pertenecía, en la que nada estaba allí por azar, sino para servir a nuestros juegos. Luego vinieron otras y fueron mejores, pero de alguna forma que ahora no sabría explicar el mundo se detuvo cuando Madre concedió que nosotros abriésemos las persianas y que bastara mirar afuera para ver cómo había empezado el día. Aprendimos a servirnos el desayuno mientras ella hacía otras cosas y nadie miraba si el otro comía con ansia o untaba la mantequilla sin esmero, sin repartirla bien por el pan, como a ella le gustaba. En algunas ocasiones, cuando abro los ojos, la veo allí erguida, hablando con suavidad, para no soliviantarnos, cuidando que Jorge, el pequeño, no arrancara a llorar, como solía o que Mónica no se pusiera los calcetines y la bata al dejar la cama en aquellos días de invierno. También echo en falta a Jorge y a Mónica. No sé qué será de ellos, si pensarán en mí, en si tengo hijos y los llevo de la mano por las calles, uno a cada lado, camino de la escuela o de la iglesia. A Padre no lo nombro. No estuvo entonces, no hizo nada que yo pueda recordar ahora, no puedo pensar nada bueno ni malo sobre él. Quizá por eso no he tenido el deseo de traer hijos al mundo. Porque yo no tuve un padre o porque los hijos que Ana y yo tuviésemos tendrían un padre extraño. De eso no me cabe duda.
En cuanto tenga ocasión, dejo el trabajo. No le debo explicaciones a nadie. Tiraré el móvil al río. Lo he visto hacer en las películas. Gente como yo, en las películas, se deshace de las pruebas incriminatorias. Tengo siempre un cuidado enorme en no dejar nada al azar, en evitar un hilo suelto que pueda hacer que lleguen a Ana. Sólo mis muertos, Dios y yo conocemos en lo que me manejo. Si lo dejo, le dedico más tiempo a la tienda. Abriré más temprano y cerraré más tarde. Vendo artículos de ferretería. Le compré la tienda a un cliente al que luego tuve que eliminar. Lo hice para que no le diese un día por largar. Es el único encargo que nadie me ha pedido en muchos años. Lo ideé yo, lo aplacé unos meses hasta que un día, a la salida del bar al que acudía a beber, le agarré por la espalda y dejé que mi cuchillo bailase como sabe. No miro nunca a los ojos de mis muertos. Puede que Dios ande detrás y me reprenda o me sancione, ya lo he dicho. Tampoco había perros. A Ana le dije que le ferretería sería próspera. Tiene un buen sitio en la ciudad y la clientela era antigua. Como no somos despilfarradores, guardo el dinero en la trastienda del local. El de las ventas es el que mantiene la casa y con el que Ana cuenta para lo diario. No tenemos deudas. Hace tiempo que la casa es nuestra y no somos gente que coma en la calle y que ocupe el verano en viajes caros. De hecho no viajamos nunca. A Ana no le gustan las novedades y yo siempre tengo encargos en esos meses. Prefiero el invierno para matar. Se lleva mejor el cuchillo y se refugia uno mejor en el abrigo largo. No me dejo ver, no debo permitir que mi cara se muestre más de lo conveniente. La cubro con bufandas o con un sombrero que me regaló Ana y que parece pensado a posta, hecho para que nada de mí aflore afuera.
Me deprime la Navidad. Tanto la amé, tanto hizo Madre que la amáramos, que nunca hubo después una que yo apreciara si no los tenía a ellos cerca. Ana baja del trastero un árbol y yo pongo un portal de Belén en el mueble grande del salón. En esos días compramos un vino especial y lo servimos con más reverencia. No hay otros lujos en casa. Ana se cuida de no engordar, así que no gasta en chocolate, ni en ninguna de esas cosas que arruinan su dieta. Yo sé privarme de todo. No le tengo querencia a nada que después pueda cobrarme un peaje. He visto cómo los vicios derrumban a una persona. Lo vi en Madre, que buscaba hombres que suplieran a Padre. Me saludaban al entrar, me tocaban la cabeza. Madre les servía un vino en una copa muy pequeñita en el salón y luego me decía que sacara a Jorge y a Mónica al patio o que los llevara al centro comercial del barrio y les comprara unas golosinas. Al volver, en ocasiones, no era el mismo hombre el que bebía en el salón. A mis hermanos les decía que eran amigos de Padre. Que venían a preguntar si había vuelto. Madre nos dijo siempre la verdad: se fue a poco de nacer Jorge. No explicó nada, no pasó nada, sólo hizo una maleta y nos dejó. Madre decía que habría ido a buscar trabajo y que volvería cuando pudiese mantenernos mejor. Madre era recta como pocas. No diría una mala palabra sobre él, no se le ocurriría hacer que sus hijos lo borrasen de su cabeza. Padre volvería, lo haría tarde o temprano. Y el vino de la casa ya sólo lo bebería él. Todavía tengo en casa la copa pequeñita con la que agasajaba a los visitantes. Ana no sabe nada. No tiene que saber. A menudo es mejor no contar nada. Sólo Dios sabe y ni siquiera Él debiera saberlo todo.
Horas bajas. Días sin brillo. Hoy me he levantado con el ánimo por los suelos. No sé qué ha ocurrido. Tampoco entiendo la verdad, cuando sucede lo contrario y noto el brío, cierto empuje en el espíritu. Como si fuesen los días en que Madre abría las persianas y decía si había llovido de noche o el sol bañaba las calles. Cogí un autobús y me senté al final. El transporte público es magnífico. Te escolta en tus miedos. Te permite encontrar un refugio. Son buenos los que están bien a la vista. No hace falta esconderse, hacer uno de esos búnkers. A Ana le dije en una ocasión que fuese al psicólogo. Estaba mal, no rezaba conmigo al terminar de hacer el amor, no tenía la comida preparada en el rato brevísimo entre cerrar y abrir la ferretería a media tarde. Se negó en redondo. No había nada suyo que debía conocer otra persona que no fuese yo, su marido, dijo. Acepté de buen grado esa actitud. Pensé que habría tiempos mejores y que volvería a ser la mujer que agradecía a Dios la comida en la mesa y el amor en la cama. A los días grises les sucede como a los malos sueños. Sabemos que tienen una duración breve. Por duros que sean, por mucho que nos aflijan, salimos victoriosos de su visita. Nos despertamos con la sensación de que el mundo está bien hecho y de que todo lo que se nos ofrece está servido por Dios para que lo disfrutemos. Creo que escribo para aliviar el dolor que no admito que tengo. Estas notas son la purga de mi alma.
Esta mañana, nada más despertarnos, Ana dijo que unos amigos vendrían a casa. No es algo que me agrade, pero no tengo nada que reprocharle. Está sola, estoy mucho tiempo fuera, no salimos como otras parejas. Sólo vamos a misa en domingo o a visitar a su madre, que vive en una residencia y padece Alzheimer. La última vez que vino alguien, un cliente de la ferretería con el que tengo una relación un poco más íntima, tiramos la casa por la ventana, como dicen. Salimos a la terraza, encendimos velas, Ana hizo que un servicio de comida a domicilio del que le habían hablado muy bien trajese unos platos y yo elegí sin mirar el precio los mejores vinos que encontré en el supermercado. Reímos y contamos cosas que no habíamos contado nunca. Me apuré cuando él refirió que no abro a la hora o que cierro antes de tiempo o cuando ella dijo estar embarazada por cuarta vez o cuando contaron lo bien que estuvo el crucero que contrataron el verano anterior. Ana sabe que nosotros nunca iremos de crucero. Sabe que no tendremos hijos. Temo que hoy hablemos de hijos o de cruceros o que no me sienta cómoda cuando bendiga la mesa y advierta que los invitados se miran como si estuviese loco o me hubiesen parido en otro planeta.
Mañana es Navidad. Tengo la determinación de no volver a escribir en este diario. En días como éste la gente decide cosas que marcan el resto de sus vidas. Yo me he prometido no volver a pisar una lavandería salvo que llevo ropa a lavar, no pisar un bar en el que esté dispuesto a beber o no entrar en una casa a la que no se me haya invitado. Estaba en estos pensamientos cuando Ana me interrumpió para que cogiese el teléfono. No sé cómo un cliente había dado con el fijo y me pedía que hiciera un trabajo esa misma noche. Le dejé hablar y tomé nota de cuanto me decía, No me atreví a montar allí en cólera por temor a que Ana, sentada al lado, se escandalizara o preguntara más de lo conveniente. Tenía que matar a Santa Claus. Estaría toda la tarde y parte de la noche en la puerta de unos grandes almacenes, en pleno centro de la ciudad. No había confusión. Daba igual el nombre. Quien llamaba, uno de mis mejores clientes, insistió en que fuese discreto y que, en lo posible, no le causase mucho padecimiento. Me agradó esa brizna de piedad. Usó padecimiento. Yo nunca cuento cómo trabajo, pero no me ensaño jamás. Rebano cuellos, hago fotografías, salgo del escenario y no vuelvo a pensar en lo que he hecho. Importa cumplir con lo necesario. A veces pienso que Madre era un poco como yo. Cumplía con lo necesario, hacía lo preciso en cada momento. Ni nosotros lo entendíamos ni Ana lo haría ahora. Jorge y Mónica, cuando tuvieron edad y voluntad de decidir, dejaron la casa. Nos quedamos Madre y yo. Ya venían pocos clientes. Algunos eran como de la familia. Te preguntaban si tenías trabajo o si te habías echado novia. Se extrañaban de que Madre todavía abriera su casa o de que Padre no volviera. Cuando les rebané el cuello a los dos, no me inmuté. Fue la primera vez y la recuerdo a ráfagas. Se dijo que había sido un ajuste de cuentas. El fulano era un delincuente viejo, de los que no echaba la lazo la policía. A Madre la lloraron todos. Me expresaron las condolencias más sentidas. Yo, por mi parte, no escatimé una lágrima. Ninguna fue fingida. De un modo que ahora comprendo y que entonces no se hubiese ocurrido, mi dolor fue lo que hizo que nadie sospechara. Años después, cuando recuerdo la escena, lloro sin consuelo. Todo lo que vino después fue una extensión de esa atrocidad de juventud. Mañana saldré a cometer la última. Mataré a Santa Claus. Espero que mi buen Dios no me castigue por esa ofensa. Debajo del disfraz andará un descarriado, uno de esos pecadores que yo le envío para que Él les de asiento en el cielo o castigo en el infierno.
Cierro este diario. Que Dios nos perdone a todos.
2
El recado de los vivos
El último trabajo de Lucas fue en una pizzería de poco tirón. Olía a queso gratinado y a cebolla y los niños, los educados y los que no lo son, le trepaban las piernas y le tiraban de la barba blanca. Por lo poco que le pagaban, no merecía la pena estar sentado cinco horas y aguantar cientos de flashes de móviles. Sandra, su novia, nunca fue a verlo. Él le dijo que no fuese. No merece la pena, tú no tienes nada que pedirle al viejo, tú quédate con las amigas. En cuanto acabe, quedamos, le dijo. Se iban de copas y gastaban en un rato, en tres pubs caros, lo que le daban por el trabajo. No andaban boyantes, pero tampoco les importaba. El trabajo en la puerta del centro comercial había surgido a primera hora de la mañana. Quien lo tenía encomendado había caído enfermo. Frío de la noche anterior probablemente. El de la pizzería habló a su favor. Así que esa mañana Lucas se enfrascó en los apuntes de la facultad, puso el móvil en modo avión y dedicó el día a ponerse al día. A media tarde cogió el autobús y activó el móvil. Estoy yendo a vestirme de gilipollas. Nos vemos cuando acabe. Yo te aviso. Sandra quedaba con los amigos comunes. Iban de copas, festejaban el final del trimestre, esperaban a que Lucas se incorporaba. Era igual todos los años. En ocasiones, si Sandra estaba de humor, se atrevía a acercarse. Le miraba de lejos o se acercaba. Un amigo de toda la vida se le acercó y le dijo algo al oído. El guardia de seguridad se aprestó con velocidad a advertirle que Santa sólo atendía a niños. En otra, un borracho le dijo que los Reyes Magos eran los verdaderos. Que Santa era un impostor. Lo retiraron de inmediato. Si algo tenía de bueno ir a un centro comercial como aquél es que las medidas de seguridad eran enormes. En la pizzería no le hacían jamás ni puñetero caso. Le daban el traje, le decían la hora de levantarse de la silla y le pagaban. Nada más quitárselo, Lucas se desprendía del cobro con Sandra. Era una tradición. La Navidad está llena de ellas. De no existir, inventarían otras, pero ésta era una que les agradaba. Las otras, las tradiciones de casa, las de siempre, les resultaban tediosas. Ninguno las soportaba, pero no faltaban a la mesa familiar. Ahí veían a primos que no veían en el resto del año. Lucas presentó ese año a Sandra. Les dijo que era su novia. Que a no mucho tardar se casarían. Eran formales. La madre de Lucas lloró al escucharlo. Le dijo que la trajese a la cena de Nochebuena. Que la tratarían con cariño. Que no la agobiarían. Así que esa noche, sentado en su silla de Santa, no dejó de pensar en cómo iría la cena. Si sería la última. Papá era a veces demasiado sincero. Mamá no era navideña. Nada de lo festejado le emocionaba lo más mínimo. Ni la parte religiosa, a la que no tenía inclinación alguna, ni la folclórica, la de las viandas y los licores, la de los adornos y los villancicos. Cuanto antes pasen, mejor, solía decir. Cuenta que a su madre no le gustaban tampoco. No puedo evitarlo, no hay nada que pueda hacer, no me gustan, pero tendréis pavo y compraré turrón, decía. De su familia, Lucas y sus hermanos sabían poco y lo que les habían contado, visto en detalle, daba la impresión de que no era una historia completa. Faltaban trozos, se veía que incluso había partes falsas, incrustadas para darles un final feliz. Los abuelos habían muerto hacía mucho tiempo. Esa era la parte fija, la inmutable. El tito Jorge se hizo marino mercante. No viene nunca, escribe de vez en cuando. Debe andar por las Filipinas. O en Centroamérica. El tito Sebastián tiene una ferretería al otro lado de la ciudad. Le va bien, les dice. La rara es Ana, su mujer. No quiere cuentas con la familia. Lucas no sabe nada de los abuelos. Son fantasmas. No existe nada que le haga pensar en ellos. Ni una fotografía. Ni una anécdota. Por eso Lucas anda con la idea de buscar al único familiar que le puede decir algo. No es que le haga mucha falta, pero es una manera de cerrar una historia que siempre ha estado abierta. Sólo por echarle el candado. Sólo sabe que tiene una ferretería. Que la mujer se llama Ana. No hay nada más a lo que aferrarse, nada que le haga indagar con éxito. Con lo que no contaba es que el tito Sebastián tuviese su misma cara. Nada más verlo se dio cuenta de que era él. Estaba sentado en su silla de Santa. Fue un rato en el que no vino ningún crío. Se atusó la barba de mentira y se esmeró en verle con más precaución. Debía ser él. No cabía la posibilidad de que fuese otro. Era como si estuviese sentado y de pie al tiempo. La historia estaba cerrándose. Como una especie de milagro de los que ocurren a veces en Navidad.
3
En los ojos del perro
Las calles de la gran ciudad, en Nochebuena, están vacías. Unas más que otras, pero todo lo viste el silencio. Cualquiera que pasee las avenidas o se meta en las calles de menor trasiego en las horas de bullicio del día es un fantasma. La sensación de un mundo detenido no es más poderosa en ningún otra fecha del calendario. Hay ocasiones en que un fantasma se encuentra con otro. Lo natural es que ni se miren. Cada uno va a lo suyo. En realidad no saben si van a algún lado. Se desplazan, miran al frente y avanzan. Si cruzan una calle o doblan una esquina no es porque les esperen o decidan ir a algún sitio. Así caminaba aquel hombre. Lo hacía desde que a media tarde se vio a sí mismo. No mediaron espejos. Alguien vestido de Santa Claus se le plantó delante y se quitó la barba blanca y el gorro rojo. Era él o era él hace veinte o treinta años. La perplejidad le hizo no articular palabra. Callado, dio la vuelta y se alejó. No se fijó en si el gordo de Santa Claus le seguía o se había sentado otra vez en su silla. En cierto modo, le daba igual. Anduvo toda la noche, pero ni tenía la convicción de que estaba andando ni sintió que el tiempo avanzaba y que se iban colando las primeras luces del día. No hubo un motivo para que se pusiera a andar ni hubo otro para que de pronto se sentara en un banco de un parque. Estaba cansado. Le dolían las piernas y sentía una opresión en el pecho. Como si le hubiesen tumbado y colocado encima un armario de tres cuerpos. En su cabeza había desfilado su vida entera. Las partes buenas y las partes malas. El amor y el dolor. La luz y la sombra. No creyó haber dejado pasar nada. Pensó en Mónica o en Jorge. Ese muchacho debía ser hijo de alguno de ellos. Se lamentó de no haber reaccionado de otra manera. Quiso haber sido otro, no él, no el que entra en las lavanderías, se sienta al lado de alguien y le rebana el cuello o el que habla con Dios y le confiesa las ejecuciones sin que le importune una pequeña brizna de arrepentimiento. Otro más tierno, otro que sea capaz de abrazar a aquel muchacho y cerrar la historia rota de su familia. No tendría más oportunidades. Ninguna como la que perdió. El azar no repite sus paseos. Rechazó indagar, preguntar en el centro comercial por el hombre contratado para hacer de Santa Claus. No tenía ánimo. No, al menos, entonces. Cansado y roto, le venció el sueño. Un perro se detuvo frente a él en ese momento en que no estás dormido y sí lo estás. La vida penetra en los sueños y los sueños lo hacen en la vida, pensó. Los ojos del perro eran los ojos de Dios. No dejaron de mirarlo. Por mucho que él los apartara, estaban allí, fijos, sin que el parpadeo delatara que flaqueaba su empeño. Sintió que todo se desvanecía. Notó más fuerte el dolor en el pecho. A lo lejos escuchó unas sirenas. Era Navidad. Mal día para que alguien enferme y lo tengan que trasladar a un hospital. La luz de la mañana era vibrante. Ni el frío que le atenazaba el cuerpo le hizo desistir de esa idea de belleza que siempre anheló. Recordó a Madre abriendo las persianas, besando a los tres, hablando sin parar, pero cuidando de molestar, como si las palabras abrieran la caja pesada de los sueños y los invitara con suavidad a penetrar en la vida. Pensó en Padre, al que nunca vio, en lo que daría ahora por haber sentido su mano al llevarlo al colegio o la iglesia, pero no tenía nada que dar. Todo lo había dado ya. No le quedaba nada. El perro lo escoltaba al sueño profundo. Las sirenas sonaban más cerca. El frío entraba más hondo. El diario en el trastero, el cuchillo en bolsillo grande del abrigo y el móvil en el de su pantalón arruinarían la vida de Ana. Se le ocurrían todas estas cosas a la vez. Se asombraba de lo rápido que pensaba. Lo que no podía era abrir los ojos. Ver si el perro estaba o se había ido. Rezó antes de que le abandonaran del todo las fuerzas. Lo hizo como siempre: susurraba las palabras de la oración, las declamaba con esmero. Padre Nuestro, que estás en los cielos…
Coda no incluida en el cuento
De todas las historias que pueda tener un hombre que está sentado en un banco a primera hora de la mañana, dormido en apariencia, borracho a decir de cualquiera, una podría ser la que acaban de leer. No es la más plausible. Ni siquiera podríamos decir que es la primera que acude a nuestra cabeza, pero no hay ninguna razón que la aparte de quien la ordena y coloca cada pieza en su lugar, por ver si ensamblan. A lo sumo, con buena voluntad, el lector de cuentos navideños encontrará un pequeño asidero, nada que lo entusiasme ni que le haga, a la manera en que otros cuentos proceden, sentir que acuden a su memoria fragmentos de las navidades pasadas. Las actuales, del hoy vestido con su vértigo y con su fiebre, no dejan de ser un escaparate al que encomendamos el alivio del espíritu. No hay ningún conforte espiritual fiable. Se han borrado las partes mágicas y se han incrustado con fiereza las materiales. Cuando mi amigo K. me contó la historia del sicario teólogo pensé que no era buena como cuento navideño. José Antonio, puestos ayer los dos al teléfono, me dijo que siempre acabamos escribiendo historias tristes. La Navidad no me alegra en especial. Me gusta la música de los villancicos de Bing Crosby y de Frank Sinatra. Adoro a George Bailey en su Bedford Falls. Escucho ángeles si apresto el oído. Da igual que no crea en ellos. Si en alguna época aprecio lo que susurran es en estos días. A K. le confieso que no creo en los milagros, pero que abro a diario los ojos por si me pilla uno de cerca. La historia que narro es de milagros. Algunos suceden sin que tenga que intervenir la divinidad. Basta que el azar haga su oficio con juguetonería. Se precisa ser lo suficientemente sensible como para dejarse asombrar. En Navidad yo sólo espero que se me asombre. Que el hombre se abrace al hombre. Que la paz sobrevuele los tejados de las casas. Que George Bailey nos visite en sueños y que el mundo sea, por unos días, Bedford Falls. Que cada año, por estas fechas, unos cuantos amigos nos pongamos en faena y escribamos unos cuentos para que los lean los íntimos y los eventuales. No hay lectura a la que me incline con más deseo que la de ellos. En un futuro deberíamos irnos de copas, vestidos de Santa Claus. Una vez que nos achispemos podríamos leer los cuentos. Al final, por mucho que los indicios lo vaticinen, nunca terminamos matando a Santa Claus. Igual que los guionistas mataron a Superman, podríamos darle puerta un año con la idea de que al siguiente, bien argumentado todo, lo resucitemos y lo montemos en el trineo para que brinque de alegría de noche, allá arriba, cuando nadie lo ve. Son días de milagros, ya sabéis. Qué bello es vivir.
SOLO PUEDE QUEDAR UNO
Por Marisa López Mosquera
Todo comenzó la mañana del 24 de diciembre cuando mi asistente llegó acalorado, alguien había robado mi trineo y le habían visto usurpando mi personalidad en la ruta 527 del cielo. Practicaba los picados con un traje similar al mío, sobrevolaba el perímetro rozando los tejados de los lugareños y había llenado de basura toda la zona al lanzar miles de panfletos para promocionar la despedida de año en una macrodiscoteca de Londres. Me quedé en shock, acostumbrado a los habituales figurantes de las tiendas y los animadores de las calles, en ningún momento imaginé que otro ser planetario pudiese cruzarse en mi camino cuando el trineo coge altura. Y esa ruta.. todos, desde los elfos más pequeños hasta las galletas de jengibre con más solera, conocían mi debilidad por la 527. Allí podía permitirme alguna licencia, subirme al trineo y cantar algún villancico inicialmente desafinado con mi voz rota de barítono trasnochado mientras bebía a tragos cortos el licor que mi santa compañera fabricaba como un manjar más cada navidad. El extracto de malta, la canela y la cúrcuma le añadían un toque a especias que incluso parecía recomponer mi maltrecha garganta de antiguo bebedor y por un momento mi voz sonaba casi celestial.
Imposible no conmoverse con nuestro convoy surcando el firmamento, los renos más en su papel que nunca coreaban las letras a capella. Durante los minutos que tardábamos en recorrer la ruta no había ser más feliz que yo ni compañeros más entregados a la “causa”que los fieles guías que tiraban del trineo, las campanitas que sonaban con ritmo en su justo momento ensartadas en las puertas, los paquetes que sobresalían del saco infinito donde había recopilado los encargos del mundo entero para esa noche. Toda aquella energía, el delirio que se apoderaba de nosotros, caía lentamente sobre las casas de la 527, los puentes, las carreteras y mezclada con la nieve incesante de cada final de diciembre llenaba de una luz extra a los habitantes de la zona, de una paciencia sin límites, de una generosidad que quizá no exhibirían en otras circunstancias. Pero sobre todo, de la misma efervescencia y felicidad que nosotros sentíamos, por lo que aquel pequeño lugar de la geografía europea era prácticamente imbatible. Ni un alma en pena en 1200 kilómetros a la redonda, ni una sola persona abandonada, solitaria o triste en nuestra noche mágica.
Si algo merecía la pena, además de complacer a todos los niños que me esperaban para recibir su regalo, era aquella pequeña parte de la noche en la que subido al trineo podía improvisar cualquier discurso, deshacerme del traje por un rato o cogerme la feliz borrachera más corta del universo cantando a pleno pulmón viejas canciones de juventud, ya que al cruzar a la ruta 528 todo desaparecía y volvía a ser el mismo Santa Claus de la sonrisa bonachona, los coloretes, y los brazos abiertos para acoger en ellos a todos los pequeños o mayores que necesitasen un abrazo. El señor Ruberfranger, mi fiel ayudante, cabizbajo, me entregó una citación en la que se me obligaba a comparecer en el Gran Hotel Budapest para demostrar la autenticidad de mi persona. Allí, un juez titular y el público de la sala elegirían sin lugar a dudas al verdadero Santa, entre ocho personas que aseguraríamos ser el original.
Aquello era demencial, había arrojado al fuego de la chimenea mi credencial del clan de los Claus hacía más de doscientos años porque no la había usado en los últimos dos mil quinientos. ¿Qué tontería era aquella de que debía demostrar mi identidad? El señor Ruberfranger trajo mi gorro rojo y aseguró mi hebilla negra sobre la chaqueta, siempre se me caía. Intenté tranquilizarlo, era absurdo preocuparse porque alguien dudase de mi legitimidad, aunque me molestaba que en una noche de tanto ajetreo aquel asunto pudiese restarme tiempo. Todavía quedaban unas horas pero podría ser un problema. Ya en el hotel, pasé un momento embarazoso cuando tuve que desfilar en un escenario junto a otros siete impostores, cada cual más entregado, uno incluso sacó una petaca y se atizó un buen trago de licor. Pensé que le descalificarían, yo nunca bebería fuera de la ruta 527, aquel pequeño punto del planeta parecía regirse por otras leyes, tan efímero e intenso era el cambio como definitivo una vez que seguía mi camino.
El usurpador apareció a última hora, muy arropado por un público que le jaleaba apoyando cada una de sus palabras. De nada sirvió que le denunciase a la autoridad de la sala, no me creyeron. Cuando flotó cerca del techo del escenario se desató el caos. Mi orgullo me había impedido mostrar mis poderes y para aquella gente yo no era más que otro de los gordos disfrazados. Mi discurso había sido abucheado antes de finalizar, no solo por el público sino por los otros Santas del escenario. Mi querida Agnes me hizo una seña inútil desde la primera fila, una llamada a la calma, sabe que cuando me enciendo no puedo parar, mi alma irlandesa al ataque, así que cuando la pelea comenzó simplemente se armó de paciencia hasta el final. Ruberfranger le tapaba el rostro de vez en cuando para que no presenciase cómo alguno de los puños de aquellos tramposos me atizaban de lleno, pero ella le quitaba hierro al asunto, sabía que podría defenderme. Cuando llegó la policía y nos pusieron en fila, pidieron disculpas al usurpador, dejándolo libre. Al resto nos llevaron al furgón que habían aparcado a la entrada.
Gustave H vino corriendo hacia nosotros, nos miró apenas unos segundos a los ojos y me reconoció al instante, aunque los demás trataban de imitarme pomposamente con frases grandilocuentes y un estúpido ho, ho, ho, que nunca he dicho y algún periodista amarillista siempre me atribuye.
Mister Claus – dijo consternado- no se preocupe, le sacaremos de allí en una hora, tiene usted mucho trabajo esta noche.
Sus palabras crearon un gran revuelo, todos querían ser liberados y discutían entre ellos intentando convencer a los demás de que eran los verdaderos Santa. En el furgón policial los humos se bajaron de golpe y aunque nadie creyó que yo fuese el mismísimo Santa Claus, al menos dejamos de pelear. La hora que M. Gustave había mencionado pasó y con ella otras dos. El funcionario que nos encerró en una sala de espera decorada con varios sillones dijo que lo sentía, pero que estaban escasos de personal, no había nadie ya y nuestro caso no tendría solución hasta pasada la Navidad. Mientras tanto dormiríamos en aquel lugar y el 26 un juez nos pondría en libertad con cargos por vandalismo. Nos dejó varias bandejas de productos navideños, algunas botellas de vino, cava, licores y encendió la tele para que pudiésemos entretenernos.
-¡Eh! – grité aporreando la enorme puerta en cuanto nos encerró. Había un cristal en la parte superior pero nadie cabría por él, era demasiado pequeño. No podía creer lo que estaba sucediendo. Medio rostro de M. Gustave H apareció poco después al otro lado, apenas de la nariz para arriba. Su ayudante Zero saltaba como él a su espalda para vernos las caras. No le entendimos nada, la puerta era demasiado gruesa, pero Gustave gesticulaba y movía los labios intentando decirnos algo. Su bigote se mecía con cada expresión de consternación que exhibía en cuanto se asomaba de un salto. Todos comenzaron a opinar acerca del significado de aquellos extraños gestos que nos hacía cuando al fin consiguió un pequeño taburete para vernos bien. Zero se subió a su espalda y trató de apoyarle haciendo mimo para traducir sus palabras. Varios falsos Santas, con algo más que unas copas, olvidaron que aquel desesperado monólogo mudo era un mensaje y lanzaban palabras al aire intentando adivinar el título de una película. Todos gritaban a un tiempo, intenté que se callaran pero no conseguimos más que otra bronca ruidosa que finalicé cogiendo por el cuello al más protestón.
Ha dicho 5 – hipó un Santa en camiseta y pantalón, la voz estropajosa, el gorro le sobresalía de un bolsillo del pantalón- estoy seguro..
¡playa!
¡calor!
¡guerra!
Era imposible, cada uno entendía algo diferente. Gustave se secó el sudor de la frente, Zero se acomodó en su espalda y sacó un abanico del bolsillo para refrescar a su jefe. Hacía calor y por primera vez en mi vida como hacedor de felicidad me pareció posible que se fastidiara la entrega de regalos a los niños. Calculé que serían cerca de las nueve, el momento en el que Agnes solía arreglarme el traje con sus manos delicadas, ponía la hebilla en su sitio y se empinaba para besarme antes de que emprendiera mi cruzada de ilusión por toda la Tierra. En casa era sabido que el trineo volaba con un password muy sencillo, sin duda el usurpador me había hackeado. Y que el truco para bajar por todas las chimeneas en una sola noche era .. bueno, quizá no venga mucho al caso, pero también es muy sencillo. Lamenté no haber escuchado al señor Ruberfranger cuando me pedía que actualizase las claves cada año. Gustave atendió una llamada, aturdido por el cansancio de intentar comunicar con nosotros sin éxito y su rostro se iluminó. Zero y él salieron a la carrera cruzando el pasillo de la comisaría. Sentí una punzada de esperanza, los otros Santas comían con voracidad todos los dulces que nos habían traído. Yo no lo necesitaba, mi barriga viene de otra historia ya que el verdadero Santa no necesita comer. Es otra cosa que nadie tiene por qué saber pero que M. Gustave H. podría apreciar de un rápido vistazo si nos viese ahora. Hombre intuitivo, parecía que volvería con ayuda.
Algo más tarde, un pequeño estruendo sobre nuestras cabezas nos hizo mirar hacia una losa del falso techo. Al momento unas manos la dejaron caer y la cara del capitán Steve McGarrett apareció escudriñando cada detalle, también la de su compañero Danny.
Oye, Steve, no pienso liberar a los otros siete payasos
Tranquilo, nos llevaremos solo a Santa.
Llevaba una cuerda enrollada al hombro. Fijó su mirada en mí y me hizo una seña.
¡Vamos, no tenemos mucho tiempo! – me anudé la cuerda a la cintura como me explicó- ¡Chin, ízalo!
¿Me puede salvar a mí la chica guapa del bikini..? – rogó un Santa borracho.
Un fuerte tirón y el agujero me tragó por completo. Gateé varios pisos por el conducto de la ventilación junto a ellos y a la salida me esperaba el resto del equipo. La chica guapa, que no iba en bikini aquella noche, se abrazó por un momento a mi barriga. Les agradecí el rescate pero debía irme cuanto antes. El usurpador estaría en algún lugar con mi trineo y no quería que acabase vendiéndoselo a algún desalmado. Steve quiso llevarme a casa para tranquilizar a Agnes pero no quedaba tiempo. Chin notó mi indecisión y me ofreció su moto. Salté a ella y los demás me siguieron de cerca para detener al infame ladrón. Cuando cruzábamos el Puente de San Lázaro a gran velocidad me di cuenta de que nunca llegaríamos si no acortaba el camino. Tiré del manillar y la moto se elevó del suelo, pasó sobre las dos torres del puente y el tendido eléctrico y continuó subiendo con rapidez camino de las estrellas.
Por el espejo retrovisor vi que la furgoneta había quedado sujeta al magnetismo de la moto y me seguía también entre las nubes. Hasta mí llegaban las protestas de Danny, quien no hacía más que sacar la cabeza por la ventanilla para confirmar que efectivamente el vehículo podía volar.
¡Dios mío, Steve, esta vez te ha superado tu locura! ¡ Si quieres matarte haber avisado y me quedaba en tierra! ¿Pero qué clase de perturbado puede hacer esto con una furgoneta? ¡Morir en Navidad! ¿Cómo se lo van a explicar a mis hijos?
¿Quieres callarte de una vez? Yo solo mantengo el rumbo, detrás de Santa. ¿Me crees capaz de hacer esta maravilla? ¡Oh, no, esta vez no he sido yo pero cómo me gustaría!
Me entraron unas ganas enormes de reír. Las últimas horas habían sido tan absurdamente divertidas.. no me había dado cuenta hasta ese momento. Divisé el pico del campanario de la Menor, habíamos entrado en la 527 por un atajo. Grité al girarme, intentando calmarlos.
¡Nadie va a morir, tranquilos!
La influencia de aquella atmósfera ya se había dejado sentir, Danny aplaudía mientras miraba hacia las pequeñas luces del pueblo allá abajo. Steve me seguía con las manos tras la cabeza, conducía con una rodilla luciendo una de sus sonrisas suficientes. En cuanto salimos de la ruta, Danny volvió a protestar, a los miedos irracionales y Steve sujetó el volante con firmeza. Frente a mí, en la distancia, distinguí el tintineo de las pequeñas campanitas de las puertas y tras una estrella pude contemplar las pequeñas luces traseras de mi trineo. El usurpador había robado mi vehículo y los regalos que tenía destinados para todos los niños del mundo. Frené un poco la moto hasta quedar a la altura de la furgoneta.
¡Steve!- era difícil hacerse oír allá arriba- voy a abordar a ese falso Santa, seguidme.
¡De eso nada, el único SEAL que hay aquí soy yo, esto es cosa mía! Espera aquí con Danny, entra en la furgoneta.
Abrió la portezuela de atrás y en cuanto pasé al interior saltó a la moto con agilidad.
¡Eso, loco, que nadie te espera!- gritó Danny en cuanto vió cómo se alejaba persiguiendo al ladrón. – Dios mío, se ha ido tras el trineo, no puedo creer que haya hecho eso. ¿Es seguro para él..?
No te preocupes, aquí arriba todo sucede como yo quiero y ahora mismo lo que quiero es esto.
Desde la furgoneta vimos cómo le abordaba, el forcejeo, una pequeña lucha y el arresto. McGarrett puso las esposas al falso Santa y llegó hasta nosotros sujetando las bridas de los renos, con la moto de Chin a remolque. En cuanto recuperé mi querido trineo los dirigí a la ciudad de nuevo y cuando tomaron tierra desaparecí de nuevo entre las nubes. Danny me había colado un papel en el bolsillo de la chaqueta con una petición muy especial, que por supuesto no voy a revelar y por fin pude comenzar el reparto de paquetes, eso sí, con algo de retraso. En cuanto entramos en la 527 de nuevo aproveché el momento de delirio y me sentí el Santa Claus más feliz del universo recitando un monólogo cómico sobre el último año. Llegué a casa poco antes del amanecer, agotado tras una noche de intenso trabajo, le entregué su regalo a Agnes y ella me sorprendió un año más con el suyo. Los abrimos como siempre entre las sábanas, con una bandeja de bollos esponjosos y un rico café americano recién hecho.
Antes de reposar el desayuno, abrazado a la mujer más extraordinaria de la galaxia y mirando por la enorme claraboya de nuestro cuarto cómo un sol perezoso quebraba la oscuridad con una ráfaga de destellos rojizos, me pregunté cómo habría terminado el equipo del 5-0 la noche. Alargué la mano hacia la mesilla y cogí la tablet. En torno a una gran mesa brindaban por turnos. Steve se levantó a buscar otra botella de vino, Danny fue tras él. Después de una discusión que duró apenas unos minutos se dieron un abrazo de hermanos, sonrieron de una forma algo empalagosa, hubo unas toses que nunca son ciertas, un choque al ponerse en marcha por el mismo camino y un emotivo discurso ya en la mesa dado por un hawaiano enorme que convidó al resto a distintos platos de gambas.
Empapélalo, Agnes.
¿Qué dices, cariño?
Tenía ganas de soltarlo, como en la serie. Sonreí refugiándome en su cuerpo y me adormilé escuchando la dulce voz de M. Gustave H, dando un discurso a los trabajadores del hotel. “La arrogancia – decía en su impecable inglés- es solo una expresión del miedo. La gente teme no obtener lo que desea. Las personas más temibles y poco atractivas solo necesitan que las amen y se abrirán como una flor”. Por suerte yo tenía todo un jardín en mi mujer y un año por delante antes de una nueva noche de ajetreo.
Ho, ho, ho..!
Nada, ni cerrando un cuento me gusta esa bobada.
A veces duele formar parte de toda esta grandeza, cuesta encontrar un lugar donde todo encaje. Lejos de conceptos territoriales, de patrias, cunas y religiones, creedme, sois mucho más que lo que os define como habitantes de un punto concreto en el planeta. Sois fuerza, sois pasión, viajeros incansables a la búsqueda del enigma. Os puede el altruismo, por encima de la mezquindad. Hay días en los que solo necesitáis un par de buenas razones, un gesto cómplice, una locura a la que aferraros y podríais conquistar el infinito. Henry David Thoreau dijo en su “Walden” que cualquier cambio es un milagro digno de ser contemplado. Quizá en el corazón del cambio esté la casa humeante del cuento al final del camino, el sitio perfecto, la paz ansiada. Y solo haya que saber escuchar sus latidos. Dichosos y radiantes tiempos para todo aquel que se deje abrazar por la magia de estas fechas, también para los que no se dejan. Afortunadamente hay muchas maneras de ser feliz, grandes gestos, pequeños detalles, pero lo único que se necesita es desearlo realmente.
BREVE DESCRIPCIÓN DEL FIN DE LA NAVIDAD
Por Alex Herrera
ASÍ EMPEZÓ TODO
El ambiente en la sala principal de la Sociedad General de Ciencias de París hervía. La última expedición del profesor Lindenbrok se había desarrollado en el más completo hermetismo y aquella noche, aquella nochebuena de 1894, había prometido hacer saber al mundo de su nuevo y fabuloso descubrimiento. Al menos así lo describió en las miles de carteles que empapelaban las paredes de la ciudad anunciando la buena nueva.
«El 24 de diciembre de 1894, un nuevo tiempo enterrará todas las viejas supersticiones que impiden a la ciencia alumbrar aquello que desconocemos. Tal día, el doctor Lindenbrok presentará al mundo su nuevo y extraordinario descubrimiento en la Sociedad General de Ciencias de París. Tengan por seguro que después de esa noche, nada volverá a ser como lo fue durante siglos de oscuridad.
Acudan si desean ser elevados a un nuevo nivel de conciencia.
Pedes in terra, ad sidera visus»
Durante dos años, nadie supo nada sobre qué había hecho el doctor ni dónde había desarrollado sus investigaciones. Se especuló que había descubierto un mineral, hasta entonces desconocido, en las estepas siberianas; que había logrado descender hasta el fondo de la fosa de las Marianas gracias a un ingenio mecánico diseñado y construido por él mismo; incluso se llegó a fantasear con viajes en cohetes balísticos desgarrando la atmósfera terrestre. Cualquier fantasía capaz de engendrarse en la mente humana podía hacerse realidad si Lindenbrok estaba de por medio.
La cita no se hizo esperar. A las 20:00 horas, como estaba previsto, Lindenbrok apareció en escena vestido descuidadamente y sosteniendo un voluminoso legajo de papeles arrugados anudado con una cuerda de aspecto rústico. Un murmullo sustituyó a los esperados aplausos ante su presencia. Hubo incluso quien abucheó su arrogancia, considerando que presentarse ante los miembros de la Sociedad de aquel modo descuidado constituía una falta de respeto. Lindenbrok aguardó que los murmullos cesaran. Carraspeó antes de hacer sonar su voz.
-Estimados colegas. Hombres de ciencia sometidos a los ridículos protocolos de vestimenta y presentación. Acostumbrados, en el calor de sus despachos forrados en maderas nobles, a que sean otros los que, con sus investigaciones de campo, carguen con la responsabilidad de hacer que se ensanchen los horizontes de la humanidad. Hombres sometidos la ignorancia que imponen sus propios límites. Si desean conocer la verdad, sean bienvenidos.
Su tono, entre severo y reprobatorio, no correspondía con la habitual calidez de Lindenbrok. Su mirada era fría e inquisitiva. Aquellos años parecían haber borrado de su rostro cualquier rastro de bondad.
Uno de los asistentes levantó los brazos en señal de rendición. Lindenbrok le miró con condescendencia, como si un Dios perdonase la insolencia de un mortal que osase mirarle al rostro. El hombre gritó.
-Qué tiene usted que mostrarnos, profesor. ¿Su mala educación? ¿La soberbia que parece haber prendido en su alma?
El hombre hizo una pausa, se volvió hacia el resto de la platea, y concluyó.
-No he venido aquí para ser insultado. Señores, vayámonos. Dejemos al genio con sus fantasías absurdas de nuevas eras inauguradas por él mismo. Nada de lo que pueda contarnos, más allá de su narcisismo, nos llevará a esa “nueva conciencia”.
Su improvisado discurso provocó risas en la sala. Lindenbrok, apoyado sobre el estrado, aguardó a que las voces se acallasen. Después retomó su discurso sin hacer siquiera mención al incidente.
-El mes de abril de 1892, acompañado por otros hombres de ciencia, partí a bordo del buque Étoile du nord en un viaje de investigación que consumió dos años de mi vida. Nuestro destino: el polo norte. Lo que ocurrió cambió mi vida y cambiará la suyas.
EL LOCO DE LA SALA NUEVE
-Hijos de puta, cabrones, gilipollas de mierda. Dejadme salir de una puta vez.
El interno de la sala nueve volvía a quejarse otra vez. Nadie sabía cuántas veces lo hacía cada día ni cuánto tiempo llevaba allí. Lo cierto es que cada día de Nochebuena se convertía en un ser endemoniado que insultaba y agredía a todo aquel que se cruzase con su mirada. Los funcionarios sabían que antes de que el reloj alcanzase la medianoche del 23 de diciembre, como si se tratase de un gremlin, el interno de la habitación debía ser conducido a una sala incomunicada que no abandonaría hasta pasados tres días. Siempre fue igual desde el día que ingresó en la institución, dieciocho años atrás. En su expediente podía leerse que se trataba de un indocumentado que padecía severos delirios de grandeza con graves conatos de agresividad que se desataban en fechas puntuales, como la Navidad. Llevaba casi dos décadas en la casa de locos y no había envejecido apenas. Tenía todos los años del mundo condensados en su larga y descuidada barba blanca en 1998, cuando ingresó, y seguía teniéndolos en 2016. Lo único que había cambiado en todo ese tiempo fueron sus modales. De hoscos habían pasado a ser virulentos. Siempre con el mismo rictus, hacía mucho tiempo que dejó de contar su historia. Tan patética como la de cualquier otro interno. Tan llena de falsedades y miserias.
El interno de la sala nueve volvió a asomarse a la escueta ventanilla de la puerta. Gritó, una vez más.
-Cuando salga de aquí, hijos de puta, sentiréis mi ira. Tengo todo el tiempo del mundo para esperar. Y cuando llegue mi día, os mataré a todos. Ho, ho, ho, ho, ho…
UNA CENA DE NAVIDAD EN 1910
La señora Cortez alineó los cubiertos para que ninguno sobresaliese sobre otro. Colocó las tres copas por orden de tamaño en el lado indicado de cada comensal y alisó el mantel. Aquel año sería el más triste en la mansión Hudderfield. Apenas treinta invitados, la mitad exacta que el año anterior. Las tradiciones se agotaban al ritmo que las esquelas de los invitados pretéritos brotaban como hongos en las páginas interiores de los periódicos.
-Es ley de vida, musitó Cortez.
Todo estaba dispuesto para que la cena de nochebuena se celebrase un año más. La pularda con ciruelas, los huevos rellenos, la crema de castañas, los buñuelos de boniato y los lomos de rapé con panceta eran un pálido reflejo de las orgías gastronómicas que aquella mesa había vivido. Entre los invitados de aquel año se encontraban académicos, científicos, poetas, pintores y políticos. Al menos esa costumbre se mantenía. Cada uno de los asistentes albergaba cientos de historias que aún mantenían a la mansión Hudderfield como una referencia en las cenas navideñas. Recibir en tu buzón una invitación para compartir su mesa aquella noche seguía siendo un privilegio.
El timbre de la puerta sonó por primera vez. El reloj marcaba las cinco y tres minutos de la tarde. Aún faltaba una hora y media para que el festín comenzase. Mientras un mayordomo intercambiaba palabras de bienvenida con el recién llegado, la señora Cortez posó una botella de Oporto y una bandeja con dulces en una mesita cerca de la chimenea. Ya había comenzado la Nochebuena. Una vez más.
QUE COMIENCE EL APOCALIPSIS
Lo dicen las estadísticas: en Navidad la gente se mata más. Se matan entre ellos y se matan a sí mismos. Por esa razón, cuando María alzó la vista y vio a aquel tipo en la azotea del edificio de la comunidad, no sintió escalofríos, ni piedad, ni cualquier otro sentimiento que no fuese la urgencia. Quería que se tirase ya para que los fuegos artificiales comenzasen. Por supuesto, era una monstruosidad. Lo sabía, pero no podía sentir de otro modo que a través del vacío. La multitud que se agrupaba junto a ella no era diferente. Había blancos, negros, chinos, jóvenes, viejos, mujeres, hombres… todos esperando que el pobre diablo se tirase ya. Al cabo de unos minutos de pasividad, un bombero trató de abrazar al potencial suicida para atraérselo hacia el interior del edificio. No tuvo suerte, falló por muy poco. El tipo se giró hacia su derecha, asustado por el impulso que sintió en su nuca y el bombero cayó al vacío. Afortunadamente, lo hizo sobre la enorme colchoneta que había desplegado bajo la azotea. Cuando se levantó, el bombero estaba furioso. Tanto que se unió al creciente grupo de improvisados manifestantes en sus gritos de aliento para que el suicida se quitase de en medio de una vez. Nadie sabe qué ocurrió entonces. La multitud se enfureció. Comenzaron a lanzarle latas de cerveza, paraguas, fragmentos de adoquines arrancados del suelo que no llegaron a alcanzarlo más que en su menguado ánimo. El hombre comenzó a sollozar. María podía sentir su desesperanza desde el suelo, rodeada de borrachos gritones que deseaban continuar la fiesta con un elemento imprevisto: la muerte de un semejante. Cuando el hombre se lanzó al vacío, lo hizo en un ángulo que le permitió esquivar la colchoneta. Ocho pisos de agonía y liberación. Al estamparse contra el suelo, sonó un estruendo sordo y grotesco. La multitud gritó enfervorizada. Las botellas de cava se alzaron al cielo. Alguien, pero no en aquella plaza, lloró. Ni siquiera se produjo el silencio antes de que los disparos comenzasen a sonar.
LA REVELACIÓN INNECESARIA
Los invitados habían ocupado sus asientos cuando la señora Huddersfield hizo acto de presencia. Todos se levantaron cortésmente sin que sus gestos denotasen el hastío que presagiaba la cena. Solo un elemento perturbaba a los comensales: la silla vacía que presidía el lado opuesto de la mesa al que ocupaba la señora Huddersfield. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntar quién ocuparía aquel asiento, asumiendo que se trataba de un gesto romántico dedicado al señor Huddersfield, fallecido unos meses antes. Pasaron muchos minutos hasta que el tema de conversación involucrase a todos los presentes. El rey Leopoldo había cedido el Congo, su preciada posesión africana, al pueblo belga incapaz de soportar los dedos que le acusaban de dar un trato inhumano a sus negros. Aprovechando que entre los asistentes se hallaba sir Arthur Cork, el famoso antropólogo, todos desearon conocer su opinión al respecto. Algo que se hizo de rogar. Sir Arthur guardó silencio, como si estuviese catalogando cada opinión expresada por los invitados, hasta que al fin, con un leve movimiento de sus manos, indicó que estaba dispuesto a hablar.
-Todo este asunto me parece excesivo, aseguró sir Arthur. Al fin y al cabo, se trata de negros. Gentes sin civilizar a los que estamos regalando el alimento espiritual del que han carecido durante siglos. Subhumanos sin la iniciativa necesaria para prosperar de no ser por la protección que Dios nos ha encargado proporcionarles.
Aquella rotunda reflexión generó algunos conatos de aplausos e hizo despertar al invitado menos animoso hasta el momento. Se trataba de un anciano norteamericano, cuya profesión generaba disputas aunque él se definía como escritor, que lucía con orgullo fama de pendenciero y malos modales. La señora Huddersfield no había leído ni uno solo de sus relatos, pero siempre fue proclive a las tormentas en vasos de agua. Y aquel hombre de elegante bigote y distinguido porte, presagiaba ser la mayor de ellas.
-¿He de entender que usted se llama a sí mismo antropólogo?, dijo el americano apellidado Bierce.
-Así reza en los títulos otorgados por la universidad de Cambridge que su majestad la reina Victoria tuvo a bien rubricar con su firma.
-Ciertamente, en mi país abundan los antropólogos como usted. Con la notoria diferencia de que suelen ir armados con revólveres. ¿Sabía usted que en mi país, matar a un hombre chino es penado con una multa de 50 dólares?
-Sin duda es una costumbre bárbara que describe a una civilización bárbara.
Bierce sonrió amargamente.
-Son las almas miserables como la suya las que portan las guadañas y las antorchas que destruirán su civilización.
-Que también es la suya, añadió Cork.
-Se equivoca. La mía es la construida por los seres humanos. Sospecho que usted perdió esa condición hace tiempo.
Sir Cook, iracundo, se revolvió en su asiento con intención de levantarse justo cuando el mayordomo hizo acto de presencia en el salón y susurró algo al oído de la señora Huddersfield. Ésta, con una actitud ufana, se levantó para anunciar algo.
-Cálmense, señores. No es lugar ni son fechas para disputas ridículas. Nuestro invitado de honor no debe presenciar una escena tan desagradable. Adelante, profesor.
Un anciano de paso titubeante accedió al salón con el aplomo que le proporcionaba su escaso aliento. Tomó asiento ante el desconcierto del resto de invitados que trataba de reconocer su rostro ahondando en la montaña de pliegues de su piel. Uno de ellos exclamó asombrado.
-¡Usted es el profesor Lindenbrok! ¡El hombre que mató a Santa Claus!
LA FUGA
El inspector de policía Gómez rastreó el suelo de la sala nueve en busca de algún rastro del fugado. Resultaba inverosímil, pero no encontró nada. Cuatro paredes acolchadas sin ventanas y una única puerta de entrada y salida tan reforzada que podría soportar la envestida de un elefante. Sin embargo, el interno de la sala nueve no estaba allí. La única posibilidad de fuga residía en que hubiese obtenido ayuda exterior. Alguien le debió franquear el paso a través de la puerta única, le pudo haber facilitado ropas y proporcionado una tarjeta de seguridad que le habría permitido sortear las cinco puertas de seguridad que le separaban de la calle. De la libertad. ¿Pero quién? Todas las acciones de los guardianes se producían en pareja. Además, una cámara de vídeo grababa todo cuanto ocurría en el edificio. Gómez comprobó los días posteriores las cintas sin observar ninguna anomalía. Interrogó a los guardianes, a los cuidadores, enfermeros y médicos. Catalogó el arsenal de medicamentos en busca de un desfase que no encontró. No había nada. Nada. Sencillamente, el interno de la sala nueve se había esfumado.
EL FINAL DE LA INOCENCIA
El revuelo en la Sociedad General de Ciencias era mayúsculo. Hubo quien se negó a creer la evidencia, a pesar de las toneladas de pruebas presentadas por Lindenbrok. En esta ocasión, no se trataba de restos arqueológicos. No había lugar para suposiciones, Lindenbrok había desvelado “la verdad”. Los periodistas corrían hacia sus redacciones escoltados por gritos de excitación. Algunos hombres de ciencia se mantenían aferrados a sus asientos, más asustados que sorprendidos. Incluso se produjeron desmayos mientras los más ofendidos insultaban a Lindenbrok que los observaba como un demiurgo disfruta del mundo que acaba de crear.
-¡Ha matado usted la Navidad!
-¡¡Nooo!! He apartado los velos de la superstición para desvelar la verdad. Nada nos impedirá avanzar desde hoy. ¡Es que no se dan cuenta! Les he dado el libre albedrío. ¡Son libres!
El alboroto comenzaba a extenderse fuera de la sala gracias a los gritos de aquellos que la iban abandonando. Todos corrían hacia sus casas para abrazar a sus familias negándose a reconocer la realidad. Pronto, Lindenbrok se quedó solo con aquel extraño ser encadenado tras él. Salvo la espesa barba blanca que brotaba a borbotones de sus mejillas, nada en él delataba su condición humana.
-Ya está hecho, musitó Lindenbrok. Ahora solo es necesario matarte. Cogió una pistola y se dirigió al extraño ser que le miraba con una ferocidad estremecedora. Estaba dispuesto a liberarle de la carga de ser Santa Claus. Apuntó hacia su cabeza. Se miraron fijamente a los ojos. Afianzó su dedo índice en torno al gatillo. No sonó ningún disparo. Lindenbrok bajó el brazo y sentenció: “Yo gano”.
¡FELIZ NAVIDAD, PROFESOR LINDENBROK!
El silencio se extendió a lo largo de la mesa en torno al anciano Lindenbrok. La señora Hudderfield había conseguido localizar al hombre más odiado del mundo. El hombre que mató a Santa Claus estaba sentado en una mesa adornada con pequeños abetos navideños. Qué ironía. El americano fue el primero en lanzar una andanada sobre el anciano.
-¿Por qué lo hizo? ¿Tanto odio albergaba?
Lindenbrok guardó silencio. Trató de levantarse mientras esbozaba un gesto agrio, pero no lo consiguió. Buscó con la mirada a la señora Hudderfield.
-Sabía que esto pasaría. Prefiero irme.
“Huya”, le replicó uno de los comensales. “Esconda su vergüenza en un lugar en el que no podamos verle”. “Algún día encontrará la ciénaga a la que pertenece” “¡¡Asesino!!” gritó una mujer. Al escuchar esto, Lindenbrok detuvo sus esfuerzos por ponerse en pie.
-¿Asesino? ¿A quién maté, señora?
-¡Usted mató a Santa Claus!
-¿Y dónde está el cadáver? Ilusos. Nadie puede matarle. Es inmortal. Disfruten de esta pantomima mientras puedan.
El enésimo intento de Lindenbrok por ponerse en pie tuvo éxito. Se dirigió torpemente hacia la puerta sin mirar la mesa que dejaba atrás. Todos esperaron una sentencia de despedida que no se produjo. Lindenbrok, sencillamente, desapareció igual que llegó. Nadie probó bocado el resto de la noche.
Bierce se levantó y corrió hasta alcanzarle. Nevaba a las puertas de la mansión Huddersfield. Un carruaje esperaba que su pasajero ocupase su lugar.
-¿Puedo acompañarle, profesor?, inquirió Bierce.
Lindenbrok negó con la cabeza. El americano no se rindió y gritó. Envuelto por el vacío de la nieve, su voz resonó como un trueno.
-¡La Navidad nos daba esperanza! ¡Ya no nos queda nada!
Lindenbrok se giró por última vez y susurró.
-Ese es su problema
HO, HO, HO
La primera víctima fue un celador del psiquiátrico de Leganés. Un edificio de alta seguridad en el que se produjo la fuga de un peligroso interno hace pocos días. Al parecer, se precipitó al vacío desde el campanario de la Puerta del Sol al comenzar a sonar las campanadas de año nuevo. Apenas hubo tiempo de reaccionar cuando los cuerpos empezaron a caer. Alguien estaba ametrallando a los miles de asistentes desde una terraza. Las víctimas de cuentan por cientos. Ana, una de las supervivientes de la masacre, afirma haber visto al autor de los disparos. Está segura de que llevaba un traje de Santa Claus y asegura que su barba resplandecía en la noche. Nunca olvidará lo que gritaba mientras disparaba: ¡Feliz Navidad! Ho, ho, ho…
MIENTRAS LA LLAMA SIGA QUEMANDO
Desde que celebrar la Navidad se convirtió en algo de mal gusto, Sven Rohde se cuidó de cortar un abeto de madrugada, desafiando las temperaturas bajo cero de aquella zona de Noruega. Después, lo llevaba hasta su casa y lo ocultaba en una estancia sin ventanas. No estaba dispuesto a renunciar a decorar el árbol junto a sus hijas, a repartirse regalos, a contar historias bajo sus ramas. Pero aquel año era diferente. Tras los terribles sucesos ocurridos en Madrid, el año anterior, celebrar la Navidad se había prohibido en todo el mundo. Nadie creía. Y los que lo hicieron deseaban no haberlo hecho. La Navidad era ahora una fugitiva.
Sven esperó, como siempre lo había hecho, hasta que nadie en el pueblo estuviese despierto. Después se adentró en el bosque armado con un hacha que había afilado el día anterior. No tardó en encontrar al candidato adecuado para hacer feliz a su familia. Se trataba de un abeto pequeño, pero robusto. Sus ramas estaban arqueadas de un modo muy pronunciado e inusual.
Zas, zas, zas… al cuarto hachazo se detuvo. Un extraño resplandor llamó su atención. Una pequeña luz itinerante que se acercaba hasta él lentamente le hizo soltar el hacha y pensar en regresar corriendo al pueblo. Pero no lo hizo. No fue tanto el haber quedado paralizado como la curiosidad por saber qué era aquello. Segundos después, un tipo alto adornado con una espesa barba blanca se hallaba ante él. Sus ojos mostraban una incontenible ira. Su aspecto general le delataba como un heraldo de la muerte.
-¿Qué estás haciendo?, le dijo aquella espectral aparición con voz profunda.
Sven dudó al contestar. Al fin, tras unos eternos segundos de duda, se decidió a hacerlo consciente de que frente a él se encontraba el mismísimo Santa Claus. El asesino. El carnicero sin piedad.
-Corto un árbol para celebrar la Navidad… en tu honor.
-¿Dios? Eres de esos que aún creen en cuentos. Ho, ho, ho…
Santa recogió el hacha de Sven y le ordenó que se inclinase. Después alzó sus brazos al cielo. Sven apretó los dientes. Hubiese deseado que su último pensamiento fuese noble, dedicado a sus hijas o a su mujer, pero lo único que inundó su mente fueron las ramas del abeto que acababa de cortar. Qué muerte tan ridícula, asesinado por Santa Claus mientras pensaba en unas ramas de aspecto inusual. Siguió esperando que la cuchilla descendiese sobre su cuello. Pero no lo hizo. Al cabo de unos minutos, Sven se atrevió a mirar atrás en busca de Santa. No estaba. No entendió nada, pero esta vez no dudó en salir corriendo en dirección al pueblo. Se detuvo cuando llevaba 5o metros recorridos. Miró hacia atrás, al abeto de extrañas ramas.
Gudrid, la hija mayor de Sven, observaba un resplandor que cesaba lentamente desde la ventana de su casa, situada apenas a trescientos metros del comienzo del bosque. Aquel fulgor no podía ser provocado por su padre. Siempre tuvo la precaución de no delatarse ante sus vecinos. Su preocupación contrastaba con la alegría de Hilf, la pequeña de las cuatro hermanas, mientras escuchaba el cuento que su madre le contaba junto a la chimenea. Era ya madrugada, pero toda la familia tenía por costumbre esperar el regreso de Sven “el día del abeto”, una institución ya en la familia.
-“A veces me digo: «¡Claro que no! El principito encierra todas las noches la flor bajo un globo de vidrio y vigila bien a su cordero…» Entonces me siento feliz. Y todas las estrellas ríen dulcemente».
Hilf aplaudió con ganas el final del cuento justo en el momento en que Sven franqueba la puerta de la casa junto a un pequeño abeto. Miró a sus mujeres. Sonrió.