Netflix o el enemigo en casa…

El catálogo de Netflix es una mierda. Bueno, conviene matizar: el catálogo de Netflix es flojo. Muy flojo. Pero entre tanta medianía que sirve para medir la ansiedad por consumir cualquier cosa del espectador coyuntural (eso de haber incluído la posibilidad de ver las series o películas al doble de velocidad es sintomático del momento que vivímos) también se pueden encontrar pequeñas joyas mal talladas con frecuencia, pero cuya imperfección contiene momentos de genuína emoción. Una de esas rarezas es «Easy», obra dirigida por Joe Swamberg que obscila entre la sublime y lo inane a través de varias historias de continuidad irregular a lo largo de sus tres temporadas.

Una vez atraído por la propuesta impostadamente indie que plantea la serie, y eliminado las numerosas historias que solo aportan humo, queda un pequeño retablo de humanidades perdidas en busca de cualquier cosa que le dé sentido a todo esto. En palabras más simples, en busca del amor. Amores compartidos con entusiasmo inicial que degeneran en recelo y desazón; amores no tan platónicos que se cobran víctimas colaterales; amores que se gastan; amores imposibles por sus planes de vida incomplatibles que terminarán por provocar un insondable vacío interior. Esas pocas historias, perfectamente reconocibles, dan sentido al visionado de una serie que dignifica levemente a un gigante que en su día ni siquiera se digno a promocionar una de sus contadas muescas de calidad.

De entre esas pocas historias rescatables de los deliríos alternativos de Swamberg, hay dos que tienen luz propia, la dialogada en castellano que tiene por protagonista a una pareja hispana en busca de un hijo que no llega y la del tipo que trabaja como carnicero en lucha constante por mantener con vida su historia de amor (al tiempo que su dignidad) con una actriz televisiva emergente. Dos historias que me emocionaron sinceramente. La primera, por su crueldad soterrada que sus protagonistas tratan de disfrazar de amor puro e imposible al tiempo que propocionan un terrible daño a un tercero. La segunda, por la inevitable atracción que generan las historias de amor imposible siempre que estén contadas con honestidad.

A veces es necesario muy poco para justificar un vacío tan enorme.

Dos cuentos y una canción de Navidad

Cada año que pasa, al menos desde que hace casi ocho años mi vida cambió, me hago el firme propósito de resucitar este lugar que tanto significa para mí. Y un año tras otro, fracaso. Por eso necesito que el posteo navideño siga vertebrando lo que queda de este lugar con objeto de insuflarle nueva vida algún día. Cuando ese día llegue será otro es que escriba. Aquel Álex Herrera primigenio se marchó a las islas evanescentes. Pero los cuentos navideños siguen ahí y ahí seguirán mientras pueda teclear y no olvide la contraseña de este blog, como acaba de ocurrir hace unos minutos.

En esta ocasión seremos Emilio y yo los que contemos cuentos al calor de la hoguera mientras apuramos nuestras tazas horteras de reno rellenas de café, cacao o aguardiente. Virtualmente nos miraremos y comenzaremos a leer nuestras historias que darán paso a otras que espero retomar con él en unos días vía telefónica.

Hay dos obras fundacionales que dan sentido a este posteo anual: «Canción de Navidad» de Dickens y «Qué bello es vivir» de Capra. Alrededor de ellas han crecido los casi cincuenta cuentos que hemos contado Mycroft, Emilio, Angèline y yo durante trece años. Para acompañarlos, en esta ocasión, he elegido la canción «Frosty the snowman» en la fabulosa voz de Ella Fitzgerald.

Disfruten de nuestros cuentos y olviden sus problemas durante la noche mágica.

3 VODKAS

UN CUENTO NAVIDEÑO

Por Emilio Calvo de Mora

A Miguel Monteaguado de la Dehesa se le apareció el diablo una noche de farra y le comunicó que le quedaban tres vodkas bien servidos con un par de aceitunas. Se lo tomó a broma, no hizo caso al augur maléfico y cayó de bruces en la barra del bar con un rictus de perplejidad y de arrobo en el rostro. Los amigos a los que les confió la revelación diabólica no daban crédito o lo daban enteramente. Te la estabas buscando, dijo uno. No escarmientas, se veía venir, mira que te cuesta dejarte ayudar, terció otro. Siempre hay dos bandos, uno que acepta y otro que deniega, uno que asiente y otro que rechaza, el mismo viejo juego de siempre, el de acatar o el de desobedecer. A Dios, que bosquejó el bien y vio al mal salir de su costado, le agradó la llegada de Miguel Monteagudo de la Dehesa. Aparte de la afición a cerrar los bares, no tenía nada que recriminársele. Fue un hombre bueno, fue un amigo leal y fue un hijo cariñoso y atento. A falta de encontrar mujer con la que fundar un hogar y una familia, se esmeró en hacer el bien, y en no incurrir en malandanzas, aunque alguna le agradó. Cumplió, a decir de quienes le conocieron, los mandamientos de la iglesia lo más atinadamente que pudo y tenía ganados el afecto y la amistad de sus convecinos, a los que sólo les importunaba que empinara el codo, no porque les molestara o hiciese algo inconveniente, sino por el temor a que una de esas borracheras lo retirara de este perro mundo y Dios, en su infinita paciencia, en su clarividencia cósmica, no le invitase a sentarse junto a Él y lo arrumbase al infierno. Como nadie que haya subido ahí arriba ha bajado después para confiarnos lo que ha visto, no sabemos si el buen hombre vio a Dios o al Diablo, si alguno de ellos lo abrazó con entusiasmo o fue expulsado y vaga en infinita errancia por el arcano éter. Su sacerdote de guardia, al que le abría el corazón en el confesionario y en las últimas horas de la noche, antes de cerrar la barra, en un descuido etílico, refirió que en el fondo Miguel Monteagudo de la Dehesa no era el creyente que todos imaginaban. Tampoco un incrédulo. Nunca en sus muchos años de amistad le escuchó nada que tuviera que ver con santos y con pecadores, con dioses o con demonios. Tuvo, más por la costumbre que otra cosa, la ilusión de que por Navidad su modesta casa de soltero humildísimo se engalanara con los festejos de las fiestas y gastaba con alegría sus buenos cuartos en adornos, en luces, en un árbol que rivalizaba con él en altura y en el que amorosamente arrimaba campanitas, estrellas, lazos, esferas, muérdago y, arriba, como una epifanía gloriosa, la estrella rutilante, a la que miraba con la fruición del incrédulo cuando consiente que la fe lo invada y perturbe. Se esmeraba en el portal de Belén. Compraba la mula más hermosa, el buey más robusto. Le traía al fresco que una tertulia de la radio le envenenara con la noticia de que hasta el Papa Benedicto XVI hubiese afirmado que durante el nacimiento del Niño Jesús no había animales. Ni bueyes, ni mulas. Lo que más le emocionaba era elegir los ángeles. Con qué extasiamiento los alojaba en el tejado, con qué ternura los sacaba de su caja y emplazaba en sus vivíficas alturas, qué blanca la aureola, qué rumor de belleza. Decenas de pastorcillos ocupaban el camino que moría en el pesebre. Cabras, ovejas, patos y hasta algún desgarbado cerdo alegremente arremolinados alrededor de un pozo pequeñito en cuyo brocal se enseñoreaban un par de lustrosas gallinas. Palmeras, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, piedras que parecían de verdad. Un papel de aluminio con su puente de madera arrugada y un papel satinado hacía de río y hasta parecía que fluyera agua. A la Virgen y a San José los miraba con distraído escepticismo y el Niño en el pesebre, la figura más tierna y también la más sencilla, semejaba sonreír, aunque no hubiera manera de que creyese que un pedazo de plástico (quién diría que fuese otra cosa) contuviese el milagro de la risa. De los Tres Reyes Magos en sus sacrificados camellos tenía la vaga sensación de que habían hecho eso antes, muchas veces, pero que aquella era la visita definitiva, la última. Esa idea lo dejaba fascinado. ¿Podría ser verdad? Hubiese jurado que las figuritas le hablaban. Le contaban la historia como de verdad pasó. Quizá no fuese el Diablo quien le visitó, al fin y al cabo.

Puede decirse, dijo Julio Bocanegra, el párroco que lo invitaba sin éxito a que visitara la casa de Dios y se dejara ir, sin prisa que lo urgiera, sin compromiso que lo atara, que no le hizo falta esa debilidad o esa fortaleza humana, la de la fe, ya me entienden. Hasta que acabó con el vodka del pueblo, fue ejemplar su vida, sin que intermediara la voz de Cristo, ni escuchase su llamada. Así que no tengo ni idea de lo que sucede con esas almas sin preocupaciones espirituales que de vez en cuando uno encuentra en el camino. Pensad la cantidad de veces en que tuve ocasión de sonsacarle o la de ocasiones en que una conversación suya o una en la que entrase resuelta y abiertamente incluyera algún detalle religioso o, en muchos casos, muchos juntamente. Sólo ando dándole vueltas estos días a lo último que dijo. No entra en cabeza que de verdad pronunciase esas dos palabras, las últimas, con las que se despedía de su existencia terrena. «Perro mundo. Mira que si la palmo en Navidad». Yo creo que, en boca ajena, no escandaliza, pero el bueno de Miguel no terciaba por ahí, créanme. A ver si, en el fondo, expresó una queja, una debilísima queja. Igual, a su secreta manera, le estaba hablando a Dios, a quién si no, requiriéndole explicaciones, pidiéndole cuentas, qué sé yo. Como si su desafecto a las cosas del espíritu no fuese cosa sola suya, sino que hubiera un defecto afuera. Una especie de indolencia de orden divino. Como si en el momento último de su vida, en ese instante de absoluta sinceridad con uno mismo, quisiera intimar con Él, hacer que le confesara qué habría más adelante, si su apatía religiosa (dejadme que lo exprese así) fuese un obstáculo y no sólo tuviese cerradas las puertas de la vida en la tierra sino que también estuviesen cerradas las del cielo. A lo que yo, en una de esas pruebas de fe que hasta los pastores del Señor tenemos de cuando en cuando, me pregunté si no llevaría razón y todo lo que he ido predicando no será poesía para iniciados, y no Palabra del Señor. Si llevaría Miguel su razón y le bastara vestir su pisito con la providencia de ese fasto estético. Dios, en su infinita dulzura, en su Gracia dulcísima, podría haber preservado a los buenos de corazón, no dejarles que los humanos defectos de la carne los lacerasen con la misma saña que a otros. Cuando pensó Dios cómo sería el mundo y tuvo esos seis días para montarlo todo, debió crear una especie a salvo de las enfermedades, que muriera de pura vejez, pero no forzados por las calamidades, no por tres vodkas que sienten mal, coño, que ya no se frena uno y dice lo que nunca ha dicho, joder. Y prometedme que estas palabras mías no saldrán de aquí. No sé qué pensarían de mí todos esos feligreses que me aprecian y escuchan con atención mis homilías cuando vienen trajeados y bonitos al oficio si supieran que blasfemo en privado, sin orden ni mesura. En fin, dejadme solo, no me encuentro bien. Me voy a meter otro de esos vodkas, a ver si hablo con Miguel en sueños. Mañana tendré que ir a su casa otra vez. No tenía a nadie. La parroquia se hará cargo de todo. Lo dejó escrito, señor comisario. Tengo el papel. Su puño y su letra, se dice así. Perro mundo que le dejó morirse anoche. Tan solo. Tan perdido. ¿Sabe una cosa? Había montones de cajas de Amazon tiradas por el suelo. Un árbol, el pesebre, San José, el Niño… Se hace usted cuenta. Lo curioso es que no había ningún portal de Belén. Le doy vueltas y no me aclaro. Será el vodka. Llevo tres. Es buena esta marca. Tenía varias botellas. Creo que las vaciaré por el desagüe.

EBENEZER

Por Álex Herrera

Necesitaba hablar con alguien, y todavía me parece increíble que durante una semana no pronunciara una palabra, ni siquiera cantada, ni siquiera a mí mismo”

W. J. Lewis

PRÓLOGO

Hubo un momento en el que sentí la necesidad de ser cruel con ella. Ni siquiera recuerdo qué lo motivó. Tal vez fuera una palabra, quizás un gesto. La cuestión es que comencé a verla como un ser vulgar, inane, prescindible. Mi desdén crecía cada vez que la humillaba en público y ella respondía aferrándose a mí, como un mastín apaleado por su dueño que busca cobijo en quien le ha desposeído de su dignidad. La situación se alargó durante tanto tiempo que tuve que ser yo quien pusiera fin a la relación ante su pasividad. Atrás dejé a una mujer que tal vez algún día amé y a nuestra hija de seis años. No los eché de menos. No sentía afinidad alguna por aquella fábrica de gritos y llantos descontrolados. Por entonces comenzó la época más feliz de mi vida. Felicidad efímera de la que apenas recuerdo nada.

Durante los siete años que siguieron a mi día de la liberación, me guié por instinto. Creé un pequeño negocio junto a un amigo publicista. Aunque no sabía nada sobre publicidad, aprendí deprisa. Poco a poco el negocio fue creciendo. Amparados en mi capacidad organizativa y en el encanto de mi socio, conseguimos atraer clientes que siempre se marchaban satisfechos aunque el servicio recibido fuese a menudo deficiente. De hecho, de todas aquellas campañas, de tantos artículos publicitarios escritos con desgana e insertados en diarios de considerable tirada, de aquellos redundantes anuncios televisivos que grabamos ninguno, absolutamente ninguno, valía el dinero que recibimos por ellos.

Con aquellos ingresos pagaba la manutención de una hija a la que nunca veía. Y no fue porque no intentase entablar relaciones con ella, pero fue imposible. La mirada inquisitiva de mi hija cada vez que nos veíamos amenazaba con desvelar quién era yo realmente. No lo podía permitir, por eso las visitas se fueron espaciando hasta desaparecer. El tiempo extra que aquella decisión me proporcionó lo empleé en disfrutar aún más de mis posibilidades recién adquiridas. Conocí a algunas mujeres. No tantas en realidad. Solo con una llegué a convivir durante dos años. En cuanto sentí que el aire me faltaba, repetí la operación que puse en marcha con mi ex mujer. Para mi sorpresa, esta vez sí recibí insultos e incluso algún bofetón. Lo consideré un error de cálculo y seguí adelante, aunque no sabía hacia dónde ir.

Pasados tres años más vendí mi parte de la empresa. Había conseguido reunir dinero suficiente para tomarme varios años sabáticos. Ya enfrentaría lo que viniese después. Mi socio quedó desolado cuando le comuniqué mi decisión. Esperaba recibir una batería de reproches por mi inmadurez que nunca llegaron. Primero, me aseguró que la empresa se iría a pique sin mí. Después, una vez asimilado que mi decisión era irreversible, tan solo se limitó a desearme suerte con un tono de voz lastimero. Eso fue todo. En cierto modo me sentí decepcionado.

Tres años más tarde volví a ver a mi ex socio y, supongo, ya ex amigo. Recibí su llamada a las cuatro de la madrugada de un miércoles. En un tono sosegado me citó para tomar un café a las diez de la mañana en el bar situado frente a nuestra antigua oficina. Acepté, claro. Ni siquiera me molestó la intempestiva llamada. Tampoco me intrigó. Hacía tiempo que mi ánimo caminaba parejo a mi ahora exhausta cuenta bancaria. Había cometido demasiados excesos no calculados desde que abandoné la empresa. Demasiados viajes, demasiados artilugios electrónicos que amontonaba en una habitación vacía. El dinero comenzó a menguar con tal rapidez que decidí no hacer nada por no agobiarme. Ya me ocuparía de ello más tarde.

Cuando le vi fue como ser testigo del paso de la santa compaña. Caminaba lentamente, como si flotase en el aire. Su pelo estaba descuidado, como lo estaban sus ropas. Su gesto, tan cansado como los días de invierno. Se sentó frente a mí tras mostrarme su mano derecha sin llegar a estrechar la mía.

“Cómo te va”, le pregunté. Esta vez sí me guiaba la curiosidad.

“¿Cómo crees que me va?”

“Supongo que no muy bien”

“Supones bien”

La llegada del camarero disolvió la escarcha que su llegada había disuelto en el ambiente. Pidió un café solo. Secundé su petición.

“¿Ahora te gusta el café”, pregunté.

“Sigue sin gustarme. Solo quiero ponerme a prueba”

No entendí sus palabras, pero no insistí. Hay ocasiones en las que es mejor dejar pasar las cosas. Le contemplé durante unos segundos mientras él trataba de sonreírme sin llegar a conseguirlo.

“¿Y bien, qué querías de mí?”

Tomó un sorbo de su café. Al hacerlo reparé en que de su taza no manaba humo.

“Solo quería verte”, contestó sin levantar la mirada de su café.

“Ya me has visto. Ojalá yo no te hubiese visto en este estado. ¿Qué te ha ocurrido?”

Al decirle esto último me miró fijamente como clavándome en el aire. Una mirada entre la furia y la lástima.

“Tú ex mujer quiere verte, pero no tenía tu nuevo número. Llámala, ella conserva el suyo”

“¿Ya está? ¿Eso es todo? Eres su mensajero”

Al escuchar ésto, se levantó con una velocidad felina que no le suponía en su estado. Volvió a intentar sonreírme, sin conseguirlo nuevamente, y finalizó con una frase hermética: “Ya se verá”.

Enfilo el camino a la salida con un su paso agónico. Al tomar el pomo de la puerta se giró hacia mí y pronunció en un tono patético: “Feliz Navidad”. No contesté.

Decidí quedarme en la mesa un rato más. Mi café también estaba frío. Estuve tentado de llamar al camarero para advertírselo, pero ni siquiera alcé la mano cuando le tuve a dos palmos. En su lugar saqué el teléfono de mi bolsillo y pulsé sobre su nombre.

EL PASADO

Como hago siempre, llegué demasiado pronto a la cita con mi ex mujer. Quedamos en el bar en el que hacíamos planes antes de cometer el error de casarnos. El bar había cambiado de propietario y de decoración. La antigua barra de acero inoxidable, tan incómoda, había sido intercambiada por una elegante barra de madera con las medidas tan proporcionadas que fuese cual fuese la estatura del cliente, siempre resultaba confortable. Las viejas mesas, siempre renqueantes de alguna de sus patas, eran ahora estilosas mesas color caoba con embellecedores de plata mate en sus bordes. Las paredes, antes desnudas, estaban ahora recubiertas de tablones de madera que a su vez mostraban mapas de islas evanescentes. Me sentía tan bien que, pese a lo temprano de la hora, pedí una ginebra con ralladura de limón y un golpe de angostura.

Ella tardó casi media hora en llegar, y cuando lo hizo el local se marchitó a su paso. Esperaba encontrarme con un enigma por descifrar; orgulloso de su misterio, esplendoroso en su complejidad. A cambio, compareció ante mí una mujer amortizada por la vida. Al contrario que mi ex socio, vestía bien. Era su rostro, cansado, las grandes bolsas bajo sus ojos, las arrugas que serpenteaban su frente, la atmósfera de derrota que acompañaba a sus pasos. Al verla me sentí bien. No era la mujer que buscara resarcirse de una humillación mostrando su triunfo ante el tiempo y los obstáculos que aparecieron en su camino. Más bien era la consecuencia del sufrimiento que le infringieron una vez. Me apunté el tanto como una pequeña victoria.

“Hola”, le dije con frialdad calculada.

No respondió.

Ni siquiera me levanté cuando ella llegó. Pensé que el espectáculo que se me ofrecía no merecía el gesto.

“Siento no haberte esperado. Ya he pedido”.

Hice un gesto al camarero que rápidamente se presentó en la mesa. Ella lo alejó con un gesto de sus manos antes de darle tiempo a abrir la boca.

“¿Qué quieres de mí?”, me preguntó.

Ya no recordaba su voz. La misma que una vez me hizo sentir algo que ya había olvidado.

“Me dijeron que me estabas buscando”

“¿Quién?”

“Mi ex socio”

“Tu sentido del humor sigue siendo tan negro como tu alma”

Me sentí confundido ante su respuesta. Víctima de alguna broma absurda.

“¿Eso es todo?”, repliqué. “¿Para eso querías verme?”

“¿Quién quería verte, cabrón? Yo, no”

Me levanté. No tenia porqué aguantar los reproches de una amargada.

“¿No preguntas por nuestra hija?”, me dijo casi con ira.

“Quedamos en que yo te enviaba dinero y tú te encargabas de ese tema”.

“¿Tu hija es un tema? ¡Qué hijo de puta!”

“¿Quieres que me la lleve unos días por Navidad?”, contesté en tono entre ofendido y resignado.

Encaró la puerta del local al escucharme.

“No quiero que te acerques a nosotras, no quiero que me llames y no quiero tu dinero, que por cierto, hace meses que no llega. ¿Sabes cuál sería el regalo perfecto de Navidad para mí? No volver a saber de ti. Te regalaría un billete para Australia si pudiera permitírmelo. Siempre quisiste vivir allí, ¿lo recuerdas?”

Después se marchó. Pagué una ginebra que no llegué a beber y salí afuera para respirar cristales de hielo. Aquella mañana, nevaba.

EL PRESENTE

Aquella noche tuve una pesadilla. Me desperté entre alterado y sorprendido. Hacía años que no tenía ninguna. En realidad, hacia años que no soñaba. Hice un esfuerzo por reunir mentalmente cada fragmento de la pesadilla que pude recordar. Fue un esfuerzo vano. Mi único recuerdo nítido era la imagen fantasmagórica de mi ex socio mirándome a través de una ventana. Su mirada cansada era como la de un padre superado por las travesuras de su hijo.

El ritual de mi desayuno era simple e inalterable. Preparaba una taza de café soluble, me sentaba junto a la ventana y observaba el devenir de la gente circulando por las aceras. No imaginaba sus probables historias ni suponía los motivos por los que caminaban despacio o aprisa. Simplemente los observaba. Solo he convivido con tres mujeres en mi vida, y a las tres les pareció irritante mi costumbre de desayunar solo, mirando a través de una ventana. Tampoco yo sé los motivos que me impulsan a hacerlo. Necesito hacerlo para vertebrar mis días, nada más. Aquella mañana el ritual se rompió. Unos nudillos golpearon la puerta de mi casa. Pensé que se trataría de un error. Al fin y al cabo nadie llama a tu puerta con los nudillos. Al menos nadie lo hace desde que existen los timbres. Los nudillos se estrellaron contra mi puerta una vez más.

Sin abrir, pregunté: ¿Quién es? ¿Qué desea?

Silencio.

Volví a preguntar de modo imperativo: ¿Quién es? ¿Por qué golpea mi puerta?

Una voz tenue, como una trémula flor que abandona la tierra antes de la primavera, contestó:

Debe abrir la puerta”

¿Por qué debo hacerlo?”

No tiene por qué abrirme a mí, pero sí a mi identificación”.

Abrí la puerta con la cadena puesta. Al verme, un tipo alto y grueso, vestido con un abrigo marrón que parecía gris, se encogió de hombros mientras me sonreía mostrándome un carnet blanco en el que destacaba la palabra: Hacienda.

Qué es lo que quiere”, fue mi pregunta.

¿Es usted el propietario de este local?”

Me mostró un documento en cuyo encabezado aparecía el nombre de mi antigua agencia.

Lo fui. ¿Hay algún problema?”

Ya lo creo que lo hay. ¿Me permite pasar?”

Le franqueé el paso con desgana. Una vez en el salón le contemplé en todo su esplendor. Alto, más gordo que grueso, mal vestido. A pesar de ello transmitía una cierta gracia innata al caminar. Era grácil a pesar de su tamaño. No esperó a que le invitarse a tomar asiento. Lo hizo sin quitarse siquiera el abrigo. Al instante, comenzó a desplegar una batería de papeles sobre la mesa. Después, me hizo un gesto con la cabeza para que me sentase frente a él, como si la casa fuese una de sus posesiones. Obedecí.

Empecemos”, me sonrió de modo burlón.

¿Quiere un café?”, le pregunté impelido por las normas básicas de la cortesía.

Por favor, no perdamos tiempo. Tengo una mañana muy atareada. Su empresa lleva sin declarar ningún tipo de impuesto desde hace once años”.

Escenificó un enfado propio del director de un colegio privado.

Mal. Muy mal”

Creo que se trata de un error. Debe hacer once años que abandoné la empresa. Busque a mi ex socio. Él sabrá contestarle”.

¿Cree que no lo estamos buscando? Lo crea o no somos muy eficientes, pero, de momento, se esconde bien.”

Hizo un chasquido con la lengua y me guiñó un ojo.

No se preocupe, lo cogeremos. Con un poco de suerte serán compañeros en el mismo penal. Puede que en la misma celda”. Soltó una carcajada idiota.

No entendía nada. Cinco minutos antes tomaba mi café mientras miraba por la ventana a una madre arrastrando de la mano a dos niños.

No lo entiende, yo no soy el propietario de la agencia. Renuncié a ella hace años.”

¿Se dio de baja? ¿Cumplimentó el modelo 036?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

No sé qué es eso”

Soltó una breve carcajada forzada.

Entonces ni hablemos del TA 0521. ¿No es cierto? Su empresa sigue en activo, señor, y usted es responsable del pago de los impuestos que genera.”

No sé de qué me habla”.

Sacó un papel más de su ajada cartera, escribió algo en un borde y me lo extendió.

Hablo de que debe pagar una cifra aproximada a la que está leyendo en un plazo inferior o igual a treinta días desde hoy. De lo contrario, tendremos que ser malos”. Volvió a sonreír. Odié esa sonrisa.

Al ver la cifra garabateada en el papel sentí un pequeño mareo. Todo se tambaleaba a mi alrededor a excepción del tipo grande y gordo que me miraba como un cazador satisfecho tras cobrar una pieza.

No puedo reunir este dinero en treinta días. Necesitaría veinte años”.

Guardo con asombrosa rapidez la batería de papeles que había desplegado sobre la mesa y echó un vistazo a su alrededor.

Viendo cómo vive necesitaría mucho más que eso”.

Me encontraba aturdido. Busqué una réplica adecuada para aliviar mi situación antes de que aquel tipo se marchara.

¿Por qué no se pusieron en contacto conmigo antes?”

Hasta ayer, su delito era fiscal. Le enviamos docenas de cartas que probablemente nunca abrió. Desde hace unas semanas, su delito es penal. Le hubiésemos visitado antes, pero se hubiese perdido el efecto dramático, ¿no cree?” . Hizo una serie de gestos mientras hablaba que a mi ojos le hicieron parecer aún más estúpido.

No, bromeo. Había otros muchos que visitar antes. Esta ciudad está llena de morosos irresponsables… como usted”. Volvió a guiñarme un ojo.

Al marcharse, cerró la puerta con tal delicadeza que pareció haberla dejado abierta. Me asomé a la ventana para ver cómo se marchaba acera arriba. A su paso los árboles se volvían del mismo color que su traje. Cogí mi taza y continué bebiendo mi café que ahora estaba frío.

EL FUTURO

Si hay algo peor que el que te traten como una mierda es que, el que lo hace, sienta que es justo tratarte así”.

Escuché esa frase en boca de mi ex socio durante un sueño. Nunca echo siestas, y hubiese sido mejor que no rompiera mi costumbre aquella tarde. Pensándolo bien, ni siquiera tenía sueño. Lo hice porque algo había que hacer.

Era el segundo sueño consecutivo en el que aparecía mi ex socio. No recuerdo el sueño con nitidez. Solo que me decía esa frase sin venir a cuento.

Tenía otras cosas en las que pensar. Por ejemplo, cómo reunir tan fabulosa cantidad de dinero en treinta días. No me llevó más que unos minutos resolver que era imposible hacerlo. Y si existía el modo, ya lo pensaría mañana. Aún tenía treinta días a mi disposición.

Al salir de casa, un tipo vestido de Santa Claus agitaba una campana con poco poder de convocatoria. Los niños lo miraban mientras los padres apretaban el paso arrastrando a sus hijos como fardos. Me situé frente a él y deposité en su plato de metal dorado los primeros cincuenta céntimos que recibía aquel día.

No es mucho lo que me das”, me dijo.

Aquello me confundió. No solo no era agradecido, además, para cualquier otra persona, hubiese resultado insolente.

Estoy arruinado. Con esa moneda pierdo una quinta parte de mi presupuesto para hoy. Deberías estar agradecido”.

Se carcajeó sonoramente.

Gracias, gracias, gracias por esta miserable moneda, señor.”

Su ironía no me hirió. Miré con lástima a alguien que seguramente se encontraba peor que yo, con el agravante de tener que vestir de mamarracho para salvar un día más.

Y feliz Navidad… señor”

¿Ya es Navidad?”, le pregunté.

Esta noche celebraremos el advenimiento de nuestro señor. Un día importante para muchos. Pero intuyo que no para usted”, contestó con solemnidad.

Después se carcajeó de nuevo. Y esta vez, no sé por qué, sí que fue hiriente.

Anocheció con tanta rapidez que algunas luces no tuvieron tiempo de encenderse. Antes de volver a casa decidí pasar por el local donde se situó mi agencia. Sentía curiosidad por saber qué sería ahora. ¿Un MacDonalds? ¿Una cafetería con ínfulas? ¿Una tienda de disfraces? Resultó que seguía siendo mi agencia, ahora adornada con grandes carteles que proclamaban su alquiler o venta disponible. Un local de grandes ventanales de alma gris. Uno de esos lugares que no invitan a franquear su puerta. Miraba mi imagen reflejada en sus cristales de modo autista cuando sonó mi teléfono.

Era mi ex socio.

Solo te queda una estación”, me dijo sombríamente.

Como no le entendí decidí guardar silencio.

De veras que lo siento por ti”, finalizó.

Me senté en un banco helado para devolver la llamada. Fue inútil. El teléfono estaba fuera de servicio. No tenía a quién llamar ni nada que hacer. Salvo mi hija, tal vez. Llamé a mi ex mujer con el mismo resultado: fuera de servicio. Comencé a caminar por las calles de modo cada vez más apresurado en dirección a la casa de mi ex mujer. Calles extrañamente vacías. El ambiente navideño, tan bullicioso, se había amortiguado hasta ser devorado por una neblina que se había levantado súbitamente. Tardé cuarenta minutos en llegar a su casa. El portal del edificio resaltaba como si hubiese sido cincelado en la niebla. Pulsé el timbre de portero automático sin obtener respuesta. Retrocedí para observar si su ventana estaba iluminada. Lo estaba, de modo que volví a llamar. Media docena de timbrazos después, me rendí.

Emprendí el retorno a casa por las calles de niebla como un explorador polar se enfrentaría al infinito de nieve. Apenas había comenzado a caminar cuando un taxi, que transitaba cansinamente, paso a mi lado. Alcé la mano. Un minuto más tarde estaba sentado frente a una mampara de plástico endurecido cubierta de pegatinas. Se puso en marcha sin preguntarme dónde quería ir.

¿Una mala noche?”, me preguntó el taxista.

No contesté.

Estos días deben vivirse en familia. Y si es con niños, mucho mejor. ¿No cree?”

Mantuve mi silencio.

¿Tiene hijos?”

Tengo una hija”, al fin decidí hablar. Aún no sé por qué lo hice.

¿Es un buen padre?”

No muy bueno”

Eso no está bien”, aseveró el taxista mientras gesticulaba ostentosamente con la cabeza.

¿Sabe que una vez tuve un millón de euros en el banco?”

No sé por qué dije eso. Posiblemente buscaba eludir el tema de mi funesta paternidad. El taxista, sin embargo, lo retomó.

El dinero no es lo que su hija quiere. Ella necesita su tiempo. Olvídese de juguetes caros. Usted es el mejor regalo de Navidad para ella”.

Mi ex mujer no piensa igual. Ya es demasiado tarde”, repliqué.

No lo creo. También tengo hijos a los que no veo todo lo que yo quisiera. Mi ex mujer es dominicana, ¿sabe? Nos separamos hace dos años. Cuando lo hicimos se llevó a mis tres hijos a su país. No fue algo ilegal. Yo lo permití. A cambio, los niños pasan el verano conmigo. Cuando llegan, durante tres meses, aparco el taxi y les dedico cada minuto de mi tiempo. Estoy presente. Entiende, ¿verdad?”

Supongo que su parrafada buscaba conmoverme, pero no lo consiguió. Incluso bostecé con cierto desprecio. Aquel gesto pareció molestarle. Tal vez pensó que había desnudado su alma para un público que prefería mirar a través de la ventanilla cómo la niebla devoraba el mobiliario urbano. El auto se detuvo.

Aún no le he dicho dónde voy”, dije.

¡No me importa dónde vaya. Bájese!”, contestó de modo vehemente.

Siento si le he molestado de algún modo”

¡Bájese!”, insistió.

Con un gesto de su cabeza señaló hacia su guantera insinuando que extraer su contenido no me convendría. No me resistí y bajé. De nada servía negarse a hacerlo. Cuando el taxi se marchó a toda prisa me detuve a observar dónde estaba, pero no pude localizarme. De modo que comencé a caminar en busca de un punto de referencia que me devolviese a un camino conocido. Caminé durante horas en medio de una noche que parecía no tener fin. Cerca de mi casa, en un contenedor de basura, un desvencijado abeto de plástico compartía espacio con cáscaras de plátano y latas de atún vaciadas. Me detuve para contemplarlo mejor. Le faltaban varias ramas. Las que aún conservaba parecían haber sido limadas para eliminar de ellas cualquier rastro navideño. De las cuatro patas de plástico que le servían como sujeción al desgraciado abeto faltaban dos, con la mala suerte añadida de que eran contiguas de modo que el abeto caía irremediablemente hacia un lado si se erguía y se le negaba un apoyo. Para completar el crimen, su asesino había arrancado el cable de alimentación eléctrica que podría haberle insuflado un hálito de vida. Lo cargué al hombro y le llevé a casa, no sé por qué. Cuando llegué, aún no había amanecido.

Sentado en el sofá, embadurnado aun por el frío de niebla, me negué a pensar en mi situación. No había solución, de modo que no servía de nada preocuparse por lo que ocurriría mañana. Agarré con fuerza la lata de cerveza que acababa de abrir con la intención de que me proporcionase la somnolencia que necesitaba para dormir. Pasaron las horas mientras se amontaban las latas de cerveza frente a mí. A la luz del día, el abeto parecía aún más desposeído de dignidad. Tras un nuevo sorbo me giré para ver cómo la luz trataba de penetrar los cristales de mi ventana. Al fondo, en la calle, los primeros murmullos de niños jugando con sus juguetes nuevos disiparon los últimos restos de niebla.

Tres cuentos y tres canciones de Navidad…

Trece años han pasado desde que comenzó esta tradición navideña de contarnos cuentos unos a otros. En esta ocasión, porque así son las cosas, el cuento de Mycroft faltará a una cita en la que siempre había estado presente. Faltarán únicamente sus letras porque él estará, por supuesto. Su lugar virtual se mantendrá a la izquierda de la chimenea que nos alumbrará esta noche mientras leemos una vez más nuestras historias de Navidad.

Hace seis años que este lugar se mantiene vivo gracias a esta tradición. Siempre a la espera de recuperar parte de lo que fue en cuanto los vientos sean favorables. Consciente, siempre, de que esa circunstancia puede no darse nunca. Pero no importa porque durante la noche mágica, además de la visita del gordo vestido de rojo, pueden ocurrir cosas que no imaginamos. En esta ocasión la maldita pandemia se ha adueñado de la Navidad y de nuestros cuentos. Si nos aceptan nuestra invitación serán testigos de como la soledad impuesta no nos hace necesariamente mejores ni peores. En realidad tan solo somos supervivientes. Habitantes de nuestra propia y fortificada isla.

Sean todo lo felices que puedan esta noche. Serlo no será fácil. Peleen por su derecho a la felicidad y a la infelicidad si es lo que desean. Rompamos, si bien sea virtualmente, la coraza que nos impide tocarnos.

En esta ocasión serán tres los villancicos que servirán como soporte a la lectura. Dos de ellos aparecen en los cuentos que componen este posteo. Regresa el gran Dino, que ya visitó este lugar en una ocasión, con un clásico navideño que al menos se debe escuchar una vez durante estos días para imaginar que el mundo sigue siendo de colores. La elegante presencia de un crooner como Jamie Cullum siempre es bien recibida, incluso en un lugar tan descastado como este. El tercero corre a cargo de M. Ward y Zooey Deschanel, los She & Him tan venerados por todo hipster que se precie de serlo. Confío en que entre todos hagamos que esta noche sea algo más cálida de lo que se prevee. Por aquí, en el norte, anuncian nevadas para esta madrugada. Así deberían ser todas las Navidades.

Sean felices.

DEAN MARTIN NOS HA VISITADO ESTA NOCHE

Por Emilio Calvo de Mora.

Llevo una hora sin mascarilla y nadie me ha llamado la atención. Un poli me ha saludado. Buenas noches. He levantado la mano. Por no comenzar una conversación que no es conveniente. El toque de queda de las diez es mi momento favorito del día. Salgo para pasear. Me enchufo los cascos. Ayer Beethoven. Ahora los Clash. Ando a ciegas. Calles que conozco. Calles que no. Un año en esta ciudad de mierda no me ha permitido conocerla y concederle una oportunidad. Luego llegó la pandemia. La pandemia. Qué chungo. A una tía mía se la llevaron y ni enterrarla pudimos. Olga la de los pezones de plomo está en la uci. Me lo acaba de decir Rafa por el whatsapp. La Olga está afectada, creo que está entubada a tope. Fue Rafa el que contó alegremente lo de los pezones. Se le marcan cantidad. Intimidan, dijo. Yo hace que no los veo. Ni a la Olga ni al Rafa. Es difícil hacer amigos. Charlas y te abres. Sonríes y todo eso, pero son tiempos duros. Aquí nadie es de fiar. Por eso salgo a dar un garbeo todas las noches cuando empieza el toque de queda. Es por el riesgo, por sentir que los días no son siempre iguales. Tres meses sin ver a papá. Uno desde que a mamá le hicieron el puto erte. Cristina es pequeña, no entiende. Le apago la luz de la lamparita cuando vuelvo. Buenas noches, tesorito. Buenas noches, hermano. Llévame tú al cole mañana otra vez. Luego me ducho y echo la ropa a la lavadora. La vuelvo del revés para que no pierda el color. Bueno, antes le miro los bolsillos. Una vez había uno de cincuenta. Una desgracia. He comprobado que si abuso del jabón salen unas pelusas desagradables a la vista. 60 grados. Programa largo. Un lavado a fondo. Hace muchos aclarados, me dijo mamá cuando empecé a soltarme. Acaba de pasar un anciano por la acera de enfrente. No me saluda. Parecemos fantasmas. A lo lejos se oyen ladrar a unos perros. Este barrio ha tenido siempre mala fama, pero los malos están en casa. Si me paran, diré que se ha roto la cuerda de la mascarilla. Eso es lo que pensé la primera vez que lo hice. No tengo de repuesto, agente. Voy a la farmacia de guardia. Mi madre está muy enferma. Si tardo, no podré administrarle el calmante. Pasará mala noche. No se preocupe, tarde poco. No es hora de estar por ahí. Las reglas son las reglas. Si volvemos a verte, te cae la multa. No tientes a la suerte. Compra mascarillas nada más llegar a la farmacia. Hay una a cien metros. A la vuelta de la esquina. Otras veces imagino otra escena. La compongo en mi cabeza y me entretiene a la vez que ando y suena el disco de los Sandinistas. Qué buenos eran los Clash. Buenas noches, ¿me permite su documento de identidad? No tengo, agente. Lo he dejado en casa. Tampoco lleva mascarillas. También la he dejado en casa. ¿Puede decirnos qué hace en la calle? Pasear ¿No sabe que a las diez se impone el toque de queda? No, no tenía ni idea, agente. ¿No está al tanto de las noticias? No, agente. Ni el fútbol me interesa. Leo a los clásicos. Quevedo. Shakespeare. Goethe. Pues nos va a acompañar al coche patrulla. Allí hará una llamada. Paso la noche en el calabozo, pero me sueltan por la mañana, nada más amanecer. Me da tiempo de llegar a casa y llevar a Cristina al cole. Mamá seguirá en la cama. Tienes cara de buena persona, me dice cuando le llevo el desayuno. Café cargado. Tostadas con crema de queso. Light. Por lo de la línea. Venga, no me hagas perder tiempo. La pastilla azul va primero. Luego las dos rojas y la verde. ¿Te dejo la tele puesta? No hagas mucho caso a los informativos. Lo de los muertos es exagerar para tener más audiencia. Hay una cadena en que ponen películas de amor. Te la busco. Una detrás de otra. ¿Quieres hoy pasta otra vez? Me sale estupenda. Ahora tengo que ir al súper. A ver si el billete de veinte da para leche y huevos. Fruta fresca queda todavía. El pescado está por las nubes. Además, no sé darle el punto. Papá hará un ingreso pronto. El viernes es fin de mes. Un coche acaba de pasar con cinco nenacos dentro. Irán a alguna de esas fiestas secretas. Se ponen hasta arriba de todo. Gritan, tosen, se besan. Locos. No se me va la Olga de la cabeza. Entubada. Cuando vea al Rafa pensamos en qué hacer cuando salga. Un regalo. Algo. Está haciendo frío. Me voy a poner malo. Mañana salgo con un abrigo bueno y con una buena bufanda. Todo bueno. Ah, y mascarilla, por favor, que no me pase de nuevo. Con llevar una de repuesto en el bolsillo es bastante, pero no caigo. Llevo muchas cosas hacia adelante. Lo que más me duele es que el jueves no haya mucho que ponerle a Cristina bajo el árbol. En otros tiempos, cuando papá estaba con nosotros, cuando no vivíamos en esta ciudad de mierda, cuando no teníamos pandemia, cuando no tenía que llevar tantas cosas en la cabeza, Cristina tenía sus cajas bajo el árbol. Nada caro. No hemos sido ricos, menos ahora. Unas muñecas. Un libro de cuento. Es suficiente, pero no sé qué haré para que cuando amanezca el viernes su carita se ilumine y se ponga como loca a romper el papel de las cajas. Qué bien, hermano. Lo que yo quería. Me dará besos. No hagas ruido, mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres que le llevemos su regalo a la cama más tarde? Ha pasado otro coche patrulla. Hace una semana me topé con cuatro. Récord. Yo creo que ven que tengo cara de buena persona, eso dice mi madre. Anda, no te pares. Sigue. Se habrá quitado la mascarilla un momento. Cuando noto el cansancio o el frío se hace menos soportable, hago el camino de vuelta a casa. No tengo prisa, me dejo ir. Una noche me dio el amanecer. Creo que me voy a poner a mí mismo una cajita con uno de esos relojes que miden los pasos y el ritmo cardiaco y todo eso. El móvil es antiguo, el de papá. No vale nada más que para cuatro o cinco cosas. A mamá le regalaré una de esas colonias caras que le gustan. Se enfadará si hay más regalos de la cuenta. No está la casa para tirar cohetes. Eres un irresponsable. Cuando venga papá, haremos algún estipendio más frívolo, pero ahora debemos contener las ganas. Es hablar mucho y toser, así que tose. Le doy un vaso de agua. Ten, mamá, cálmate, duérmete. El maestro de Cristina me ha dicho que sea la última vez que no viene su madre ni su padre, que no debo ser yo el que acuda, que soy joven, pero me atiende y me cuenta. Yo me esfuerzo en ser incluso más agradable de lo que ya soy y el maestro me dice que así da gusto hacer una tutoría. No te doy la mano, no podemos, tampoco soy de hacer eso con el codo, pero encantado de haberte conocido. Cuida a tu hermana. Es muy lista. Se ha acabado el disco de los Clash. Era muy ruidoso. Me acabo de acordar de un villancico que ponía un profe mío del insti. El puto Dean Martin y la cantinela de que se ponga a nevar y las campanitas y los renos y la madre que parió a San Nicolás. Nunca he sido de celebrar estas fiestas. Ni cuando estaba papá y yo era de la edad de Cristina y Cristina no estaba en este mundo todavía. De pronto, estoy echando de menos a Dean Martin. Era un borracho agradable. Un amigo me ha contado que se ponía hasta los ojos con Sinatra. Una banda de alcohólicos con mucho arte. Vuelvo a casa. He paseado lo suficiente. Mamá estará dormida. Las pastillas. La dejan k.o. Cristina estará de siete sueños. Qué bonita es. Muchas veces pienso que me ha tocado ser padre. No me pesa. Tendré que ponerla al día cuando tenga unos años más. Afuera está todo muy feo. Me voy a dar una ducha. No doy abasto con las lavadoras. Este mes la factura del agua va a ser de aúpa, joder. Si todo va bien, podremos tirar un par de meses. Lo del desahucio se me ha pasado por la cabeza, pero vamos a ver si todo se enmienda. Mamá es optimista. Cuando está despierta y con la cabeza en su sitio, mamá es optimista. Qué dura está la cerradura. Tengo que cambiar el bombín. Cualquier día de éstos, me quedo en la calle. Cristina deja las luces del árbol encendidas. Dice que en las casas de sus amigas se hace eso. Dejar las luces del árbol encendidas. ¿Quién ese hombre? No puede ser Santa Claus. Aquí no creemos en los Reyes Magos, cosa de papá, que era ateo, eso recuerdo, pero el de la barba y el trineo es otra trola de la infancia. Hola, ¿qué tal estás, muchacho? No es la primera vez que me pillan. Debe ser la edad. Antes lo hacía todo con discreción. Entro, dejo los regalos, salgo. No me has visto. Tú di que no me has visto. Si se enteran en la intendencia me retiran la confianza. Nos estamos haciendo viejos. Lo de la mascarilla molesta una barbaridad. A ver si dan pronto con la vacuna. A ti te he dejado un móvil. No sé si mejor o peor que el que tenías, pero me da que te hace falta uno nuevo. Tiene 5G. Creo que suena bien si le pones unos auriculares buenos. De los Clash no soy. La edad. Soy más de Dean Martin.

CRÓNICAS DESDE UN ENCIERRO NAVIDEÑO

Por Marisa López Mosquera

Mi querido amigo y perro Strass nunca sabe si esas frases biensonantes que atribuyen a distintos autores son realmente suyas. Le resulta sencillo creer que sí, que sus brillantes mentes han podido satisfacer entre todos a un mercado ávido de consejos de autoayuda como uno que decía «Si tienes la habilidad de amar, quiérete primero a ti mismo». Pero algunas, sin ánimo de quitar méritos a ningún autor, solo le suenan a la música de la calle o la letanía de otros maestros: psicólogos, psiquiatras, estudiosos del complejo mecanismo de nuestro cerebro y demás científicos. En la conferencia de Skype con Sean esta mañana lo comentamos. Regina, su ayudante, se replegó un poco más a su espalda. Es una chica tímida que no interviene a menudo en nuestras charlas, pero parecía hipnotizada con la conclusión de Sean. «Quien no se quiera a sí mismo—le comentaba a Strass— llevará su vida a remolque de la de otros. Si no te lo ha dicho nunca tu madre, tu profesor, tu psicólogo o tu pareja, hazle caso a Bukowski y no esperes a subirte al tranvía de la vida, porque puede que ni siquiera quede libre una pequeña parte del estribo». Los leños chisporrotean cerca del árbol, la tribu de pequeños muñecos de nieve, elfos y hadas que adornan la base parecen esperar a que me gire para cobrar vida y dársela a las estrellas, palitos de caramelo y demás adornos que cuelgan de las ramas. Me ha parecido que una de las luces las recorría de lado a lado como una estrella fugaz, mientras las otras latían, sincronizadas, como un corazón satisfecho. Coloco mejor una estrella mientras pienso en el sufrimiento de quienes viven sin compañía y esta Navidad sufren esa soledad en su confinamiento, sin la ayuda de nadie. Gente que se autoataca sin tregua, que imagina toda clase de futuras enfermedades en su cuerpo. Gente a la que vence el cansancio del insomnio, la angustia de la cuenta atrás y que vuelve loco al radar de su supervivencia sin pensar que su mayor aliado es en el presente, la parte de sí mismo que más castiga.

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Caminar por la casa con energía ha dado paso a un deambular reflexivo. De una habitación a otra me detengo a colgar un adorno, a menudo con un recuerdo, una nueva idea para un relato, el rostro de alguien en mi mente que tuvo un papel importante en mi vida y ahora flota en el vacío de ese olvido «boomerang» que nunca termina de irse y reaparece cuando menos se le necesita. Strass, mi fiel perroamigo, pasa por el pasillo con su ejemplar de «La tempestad» de Shakespeare y se detiene un momento para confirmar que la estatua que soy con un Papá Noel de fieltro en las manos no se caerá en cualquier momento, petrificada. Conozco esa mirada sobre las gafas, ese balanceo suave de patas, su voz templada cuando pregunta «¿otra vez?». Otra vez. Es lo que tiene la nostalgia, no acaba rematándote a la primera sino que vuelve en oleadas. Hace frío y una ráfaga de viento zapatea contra el cristal de la puerta de la calle la corona luminosa que cuelga de la fachada. Nada invita a aventurarse fuera pero la primera carcajada llega puntual, el reloj del pasillo da las nueve. Salgo a la ventana sin abrigarme, suelto el cabello que apreté en un moño por la tarde y creo que hoy no podré hacerlo. Los serios rostros de mis vecinos en sus puestos empiezan a aflojar, se aprecian unas tenues sonrisas, el señor del quince es el que da el pistoletazo de salida y con una especie de rebuzno humano comienza la catarsis. De tan absurdo como es acaba resultando divertido, nunca había escuchado nada semejante y por otra parte, tiene razón Strass: el pasado que no ha luchado para reconstruirse no debería tener cabida en ningún proyecto de futuro. Pruebo a reír, pero solo articulo un patético sonido, como de enjuague bucal. La gente se anima en los balcones, esto es por nosotros, por nuestro aislamiento. Lo más parecido a un abrazo colectivo que podemos darnos. El viejo del cuatro, tan reservado otros días, tan contenido en sus discretas muestras de alegría, se abre la gabardina en la terraza y me muestra la desnudez de su cuerpo enjuto. Desde esa perspectiva nadie más que yo puede verlo. Aprecio su esfuerzo en lo que vale, mis risas ayer fueron todavía más fugaces que las suyas, saber que estas Navidades no podrás venir me hiere en lo más vivo, pero me reconforta saber que estás seguro en tu país, a salvo de esta loca histeria. Contemplo a mi vecino con gentileza, mi mirada resbala por sus costillas prominentes, su vientre hundido, el colgajo que le cuelga entre las piernas, oscuro y flácido. Nuestro pulso de miradas termina cuando mi lengua recorre mis labios con sensualidad, su risa explota, sincera, y me suelto como en caída libre, uniéndome de corazón a la carcajada desquiciada del barrio junto a mi perro que ladra feliz, desde las entrañas, sus ojos cubiertos con una pata.

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La lluvia ha dado paso a la nieve, en el grifo de la terraza han quedado prendidas dos gotas en el trance eterno de arrojarse al vacío. Petrificadas, sin haber contado de antemano con la posibilidad de esa vida extra a la que se han unido otras para componer su precario equilibrio, brillan desde la entrada de la terraza como un diamante salvaje que se hubiese quedado atascado en una huida desesperada. Me acerco para ver su forma ordinaria, ya lejos de la poesía del momento y me sorprende la belleza de las aristas de la gota única. Incluso ha quedado atrapada en su interior una minúscula hoja de uno de los lirios que adornaban la pared antes de esta ola de frío polar. Corro a la casa a por el móvil, ilusionada, para inmortalizar los brillos estriados de la gota de hielo, la gama de colores de la hoja, el contraste con la tela de araña que le rodea en la que han prendido otras pequeñas gotas dando al hilo la apariencia de un collar de perlas de la Naturaleza. Pienso en otros años, otras tardes de diciembre en las que tú saldrías a ofrecerme un café y hablaríamos de tu novela, la cubierta casi terminada, el final con un quiebro inquietante pero efectivo. Por un momento no recuerdo qué he venido a buscar y solo puedo verte en mangas de camisa, bailando conmigo bajo el muérdago el It’s Christmas que canta Jamie Cullum. Pienso en la precariedad, mientras revuelvo todo buscando el teléfono por la casa. En los momentos especiales, en ese tiempo de descuento antes de que un segundo de excelencia se transforme en un vulgar espacio de tiempo. Siento la felicidad que he atesorado para estos momentos de nostalgia mientras salgo de la casa al fin con el móvil, acalorada, como si hubiera encontrado el resorte que abre una puerta mágica. Strass coloca unas macetas que la nieve derribó la pasada noche, y retira con la escoba unos cuantos guijarros que han llegado con la ventisca. Sin tiempo para contarle mi feliz descubrimiento, se pasea con rapidez por la terraza con mirada crítica antes de sacudir su pelaje con energía, pegarle un lametazo de medio lado a la gota de hielo del grifo y soltar un par de estornudos tras los que me contempla, posando agradecido para la foto, con una sonrisa de camaradería.

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Esta tarde, tras la película navideña, mientras hacíamos galletas de jengibre escuchamos un grito en la casa de enfrente. Strass salió a la ventana del baño y ladró en abstracto, preguntando qué sucedía. A mí me cayó la jarra de la crema y me asomé a la de la cocina, asombrada con la potencia de aquella mujer. No era un grito de miedo, sino de hastío. Un «basta» trastornado, un «no puedo más» de angustia. Un sordo gorjeo que rasgó el silencio de la calle. Conozco a esa anciana, fue la que me dio la bienvenida al barrio cuando elegí la casa. Una señora de unos ochenta años, tan dulce como el pastel que nos obsequió el primer día. En cuanto escuchó a Strass, salió al balcón como en trance. Despeinada, en camisón, su mirada remota nos enfiló, confusa. Por un momento imaginé que nunca más pudiese desafiarte a una carrera por la nieve, rodar desnudos cerca del fuego, agotar el ardor de la pasión sin límites, perderme en la sonrisa que trepa a tu mirada. Brindar con calor por el Nuevo Año después de un beso infinito. Tuve que gritarle que entrase en la casa. Que estaba nevando, que no podíamos salir todavía. Que entendía su soledad, pero debía cuidarse, su salud era importante. «¿Para quién?», gritó, devastada. «¿Pa-ra quién?» silabeó con voz desgarrada. Me sobrecogió escuchar el llanto implícito en aquellas dos palabras desnudas. Strass aulló, estremecido. «¡Para mí!», gritó el jardinero poco después, desde el garaje. «¡Para nosotros!», levantó la mano una chica en el chalet de al lado. Distintas voces solidarias se fueron alzando por toda la calle. En la casita del fondo, el músico que todas las tardes toca una canción a la trompeta, interpretó para ella Embraceable you, conmovido. No estamos solos, pensé, mientras la contemplaba bailando con suavidad, abrazada al almohadón de la silla del balcón. Solo necesitamos mucho amor.

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Supe que el día de hoy sería diferente cuando salí a la pequeña terraza de atrás y recuperé las zapatillas que hace un par de días embarré al sacar la basura. Calientes por el sol de mediodía, cualquiera diría que hace nada estaba nevando en el barrio. La propuesta de las chicas del once llegó al chat de la comunidad de vecinos sobre la una, cuando terminaba el café. Más tarde, al retirar el sudor de mi frente tras el lanzamiento, no pude dejar de admirar en la noche las diminutas luces de las fachadas, los árboles luminosos tras las ventanas, la sensación de felicidad navideña que en mi interior flotaba a media asta. La distancia entre casas, más que prudencial, hacía poco menos que imposible un contagio, la pelota todavía olía a la lejía del primer instante. Los perros se afanaban corrigiendo las trayectorias, cuando les jaleábamos para que nos la acercasen. Parecíamos centinelas, ante la puerta de cada casa, los pies cubiertos con bolsas plásticas, las manos enguantadas, haciendo pases largos que celebrábamos con gritos de ánimo. En cuanto empezó a sonar Have Yourself a Merry Little Christmas en mi playlist pude vernos a cámara lenta. Pases de aficionado que parecían profesionales, sonrisas radiantes que terminaban en carcajada, banderas invisibles ondeadas por brazos eufóricos, la pelota rebotando sin piedad de unos pies a otros. Cuando llegó hasta mí la lancé con todas mis fuerzas al tipo del trece, que parecía distraído, hasta el último segundo pensé que recibiría el golpe en la pantorrilla. Su giro repentino chutando de tacón al músico del fondo nos pilló desprevenidos y atronó la calle con los aplausos. Ella Fitzgerald sonó de madrugada otra vez mientras corregía un relato en mi sillón y me llevó al escenario feliz del final de la tarde. A la mirada de halcón del tipo que me hizo una reverencia, tras coronarse con su agilidad. A la dulzura de la señora de enfrente, ya recuperada, saludando antes de entrar en la casa. A la forma en que el barrio volvió a sumirse en un silencio implacable. A tu mirada, cuando te encuentro cada año entre los pasajeros de tu vuelo en Navidades. Al abrazo en el que nos fundimos, porque ya nada importa más.

ATLÁS DE LA NAVIDAD

Por Álex Herrera.

I

BARES

Nací un veinticuatro de diciembre, pero ese dato es irrelevante, de momento, para la historia que os voy a contar.

Durante mi infancia la Navidad comenzaba cuando mi padre abría el viejo atlas desconchado heredado de mis abuelos. Mi madre, mis tres hermanos y yo nos reuníamos en torno a él deseando ansiosamente que alcanzase la página treinta y dos. Entonces el polo norte se desplegaba ante nuestros ojos. El siguiente paso consistía en trazar rutas imaginarias que condujesen a Santa hasta el balcón de nuestra casa algo que se convirtió en una competición para nosotros. Durante el año estudiábamos posibilidades viables de trayecto. Incluso debíamos demostrar que nuestra ruta elegida fuese factible si alguno de los participantes lo solicitaba. Llegados a ese punto la imaginación era el único límite. Algunas rutas, las más convencionales, atravesaban los países nórdicos, Alemania y Francia antes de alcanzar su destino. Otras, más arriesgadas, se desviaban intencionadamente hasta las Fiji, Japón o Nigeria. El trayecto no era importante pues siempre acababa bajo el pírrico árbol de Navidad que reinaba aquellos días sobre nuestras vidas. No recuerdo haber sido tan feliz en ningún otro momento de mi vida.

Aquella costumbre duró demasiado poco tiempo. Trece años, exactamente. Comenzó dos años antes de mi nacimiento y termino bajo los ruedas de un Peugeot conducido por un borracho once años después. La muerte de mi padre me hizo temer que la realidad siempre ganaría las batallas que disputase a la fantasía. Como así fue. Tan solo quedó un reducto de fe en mí, el convencimiento de que toda aquella parafernalia debía tener sentido.

Desde entonces las cenas navideñas entraron en declive. Primero dejaron de ser divertidas. Después, cuando nos convertimos en adolescentes, encontramos el modo de zafarnos de la incomodidad de aquellos días con cualquier excusa: quedadas con amigos para dormir, viajes a casas de familiares lejanos, encierros voluntarios en nuestros cuartos con la excusa de inoportunos dolores de cabeza. Lo cierto es que mis dos hermanos mayores tomaron un rumbo mientras Ana y yo tomábamos otro divergente en cuanto las cuerdas de tiempo que nos contenían se aligeraron. Mis hermanos mayores se convirtieron en personas consecuentes y responsables padres de familia. Mi hermana y yo, reductos de fe en imposibles nos convertimos en líneas temporales que añoraban el pasado renunciando a vivir el presente. Nos envolvimos sobre nosotros mismos sin dejar que nadie traspasase nuestras costuras. Ana se volcó en el estudio. La primera de su promoción en la facultad de arqueología. Comenzó desde aquel día una interminable diáspora de un país a otro, siempre que el siguiente destino fuese más lejano que el anterior. Yo, por mi parte, me convertí en el asesino de mi padre, un borracho que coleccionaba empleos basura sin horizonte. Tuve una veintena de trabajos de los cuales de al menos seis no recuerdo nada. Siempre en fábricas localizadas en el extrarradio. El más duradero de ellos duró seis meses. Una factoría de tornillos que cumplía su promesa de alienar a quien traspasase sus puertas gracias a un trabajo mecánico que consistía en colocar piezas metálicas en los orificios de una máquina modeladora. Después, retirabas el resultado, lo pulías y otra vez comenzaba la misma rutina. Así ocho horas en las que el ruido impedía que te comunicases con nadie más. Fue mi mejor trabajo y fue en aquella época cuando recibí la llamada de Ana. Mi amada fugitiva.

Hace ocho años, la última vez que se reunió la familia con motivo del regreso de mi hermana tras diez años de viajes sin pausa, la esperamos para ofrecerle una fiesta en casa de mi madre. Anunció su llegada para mediodía de modo que nos reunimos muy temprano para adornar el salón con guirnaldas, preparar comida y bebida para alimentar una región entera y apostarnos en las ventanas aguardando un regreso que nunca se dio. A las ocho de la noche mi madre nos despidió y se fue a su cama. Nos fuimos de allí sin que los hijos de mis hermanos mayores pudiesen conocer a su tía viajera. Las bombas de confeti se quedaron sin descorchar.

Supe de ella cinco años más tarde, cuando recibí una carta sin ninguna nota que contenía una fotografía suya acompañada de un niño negro. Tras la fotografía, garabateado con prisas, un breve texto: tu sobrino Samuel. No sentí ninguna emoción cuando tuve la foto en mis manos. Mi corazón había dejado de bombear sangre y no estaba dispuesto a que nadie lo distrajera de su labor autodestructiva.

A las cuatro de la mañana de un sábado mi teléfono se iluminó. Vi su nombre brillar en la oscuridad y no lo quise coger. Estaba borracho y seguramente enfadado. Las emociones se mezclan cuando tu cabeza se envuelve en vapores etílicos. A la tarde siguiente, en cuanto estuve sobrio, me arrepentí de no haber contestado. Marqué aquel número dos, cuatro, quince veces. No respondió, tan solo recibí un mensaje de texto al vigésimo intento: Ven a verme. Seguido de una dirección.

II

LIMONES

Es la casa de un amigo”

Samuel pasará la Navidad con su padre”

¿No me vas a abrazar?”

Las frases que emitía su garganta procedían de un largo tubo metálico. Antes de salir de casa, no lo pude evitar, bebí unos tragos de tequila. La torpeza de mis movimientos me delató.

Siéntate”

Tengo algo que contarte”

¿Me abrazarás o no?”

No la abracé. Estaba borracho y seguramente enfadado. Me senté.

Pensaba que no volvería a verte”, le dije.

Yo tampoco tenía ganas de volver a veros, salvo a ti”, respondió.

Su indiferencia hacia nuestra familia me dolió para mi propia sorpresa pues yo mismo seguía la misma política de tierra quemada. Hacía años que no veía a Saúl y Joel, mis hermanos mayores. Por Navidad tenía noticias de ellos en mi buzón en forma de felicitación navideña. Les veía vestidos de renos, de pingüinos o de Santa Claus, siempre sonrientes junto a sus mujeres e hijos cada vez mayores, satisfechos de hacer el ridículo por una buena causa. Porque hacer felices a tus hijos en Navidad sigue siendo una buena causa, supongo. Antes abríamos un atlas. Hoy posas vestido de mamarracho frente a una cámara.

¿Quieres saber cómo están Saúl y Joel?

No”, respondió secamente.

Yo tampoco necesitaba suministrarle aquella información.

¿Y mamá? ¿Quieres saber algo de ella?”.

Sé cómo está. La visito con frecuencia”.

He de admitir que aquella revelación me sorprendió. Más por el silencio de mi madre que por el hecho de las visitas furtivas.

¿Para qué querías verme?, le dije en tono directo. No estaba dispuesto a perder más tiempo en vaguedades.

¿Quería saber si aún no has perdido la cabeza?”.

He estado cerca”.

¿Qué quieres beber?”

Su pregunta tenía fácil respuesta. Cualquier cosa con alcohol. Mientras llenaba un vaso de whisky expresó un impostado interés por mi vida.

“¿Alguna vez has dejado de beber desde que me fui?”

Hace años conocí a alguien. Me obligó a elegir entre ella o la botella”

Ana se sentó frente a mí.

Tomaste la decisión equivocada”

Hice un leve gesto de asunción con la cabeza. No hubo más preguntas sobre mi vida. Al fin comenzaba el combate.

Quiero contarte una cosa”

Aquí estoy”

Lo encontramos, Alex”

¿El qué?”

Aún no estoy seguro de que lo que me contó fuese real o producto del alcohol. Me habló de becas, de excavaciones que abarcaban centenares de metros bajo la tierra congelada, de hallazgos incomprensibles en Finlandia. Recuerdo que una de las rutas que tracé de niño seguía la ruta del país de los mil lagos. Me gusta tanto esa definición: país de los mil lagos. Mi mente se centró nuevamente al ver cómo su cara radiante se disponía a ejercitar el tachán final. Vi cómo una luz inundaba sus rostro como cuando la página treinta y dos del atlas de mi padre se desplegaba.

Existió”

¿Quién y en qué me afecta a mí?”

Santa… Bueno, algo parecido a Santa”.

Hizo una pausa, quiero creer que no fue dramática, para beber un sorbo de chocolate caliente. Tras un primer sorbo, prosiguió la puesta en escena.

Primero encontramos ruinas de edificaciones donde nunca antes se habían documentado asentamientos humanos. Después documentos redactados sobre piel de caribú en un extraño idioma que incluía refinados mapas de regiones lejanas al polo. Todo ellos con apariencia de haber sido producido hace al menos diez siglos. Una locura. Hasta que finalmente, lo encontramos.”

No me gustan los juegos mentales. Dímelo de una vez”.

Ana se levanto guiada por su entusiasmo en busca de unas fotografías que me entregó como si se tratase del oro que los reyes magos entregaron al hijo de un carpintero. Incluso inclinó la cabeza al hacerlo. En las fotografías pude ver un extraño artefacto de madera de tamaño descomunal.

¿Qué es?”, pregunté.

Al principio dudábamos sobre su función. Pensamos que podría tratarse de restos de alguna edificación o algún vehículo para desplazarse sobre el hielo. Hicimos reconstrucciones por ordenador de lo que podría haber sido aquello. Los resultados fueron inconcluyentes hasta que apareció la silueta de un trineo en la pantalla”.

Me enseñó una fotografía de la reconstrucción infográfica. Ciertamente, aquel artefacto se parecía a la concepción que tenemos de un trineo. Un trineo de un tamaño monstruoso. Tan grande como un barco.

¿Cómo se movía este trasto?”

Eso es lo mejor”, contestó Ana.

Ana se puso en cuclillas frente a mí y me miró intensamente con sus enormes ojos azules.

“El viento polar es muy fuerte. Corre sin obstáculos que le frenen de norte a sur y de este a oeste. Pero esa cosa no tenía nada parecido a un mástil. Sin velas ni hay forma de mover eso salvo que dispusieras de animales del tamaño de un edificio de cuatro pisos o… de una fuente de energía interna”.

El entusiasmo de Ana crecía conforme avanzaba su exposición. Superada la euforia su actitud se convirtió en éxtasis con la siguiente revelación.

Aquello no era humano, Álex.”

Se volvió para rebuscar de nuevo en la montaña de carpetas que cubrían su mesa. Sus manos temblaban de emoción cuando tomó una de ellas, de color encarnado con ribetes plateados. Aquella distinción me hizo suponer que su contenido debía ser extraordinario.

Tras dos años de excavaciones encontramos todo tipo de utensilios y multitud de objetos que no supimos catalogar”

Como el trineo gigante”, apunté.

El trineo es algo insignificante comparado con lo que te voy a mostrar”.

Abrió la carpeta. La visión de miles de huesos revueltos en una fosa me revolvió el estómago.

¿Restos humanos? ¿Encontrasteis a los moradores de aquel lugar?”, musité.

“No”, respondió secamente Ana.

Barajó las fotografías que se presentaban ante mis ojos de modo ametrallado.

El ADN de los huesos muestran que se trata de seres humanos de diversas procedencias y épocas. Había polinesios, europeos, africanos, americanos. Personas que vivieron en el siglo V, en el XI y en el XIII. La datación cifra que los restos fueron depositados allí a lo largo de mil años”.

Quedé anonadado. Hacía tiempo que había perdido el interés por cualquier otra cosa que no fuese mi propia miseria y ahora todas aquellas revelaciones se presentaban ante mí.

Santa existió, Alex. Al menos algo parecido a él solo que no repartía regalos… salía de cacería”.

III

ESTRELLAS

Abracé a Ana antes de marcharme de aquella casa. Abrace los restos de la niña que fue. La mujer resultó ser una desconocida propietaria de fulgor negro que me asustó. Su felicidad por aquel infausto hallazgo excedía el interés arqueológico. Aquello era algo personal para ella. Había conseguido vengarse de la Navidad. Desposeerla de su mágia. Por esa razón me mostró su descubrimiento, quería que fuese su cómplice. El círculo se había cerrado. La Navidad mató a nuestra infancia y nosotros decidimos matarla a ella. Cuando aquella revelación se hiciera pública supondría un golpe definitivo para una celebración que hacia décadas estaba trastabillada. Al tiempo, supondría la consagración de las navidades desprovistas de cualquier símbolo más allá de un abeto nevado. Navidades asépticas en las que se celebraría cualquier cosa. Por ejemplo, la clarividencia y santidad que proporciona el whisky irlandés.

“Mañana todo habrá acabado”, dijo. El estudio se daría a conocer la semana siguiente a través de medios especializados. La última navidad tal y cómo la entendemos estaba en proceso. Una época del año que había dejado de interesarme hacía treinta años. Paseé de vuelta a casa cruzándome con cientos de personas. Unos de compras, otros embriagados no necesariamente de alcohol. La contemplación de aquella farsa reafirmó mi ánimo vengador. Algunos niños lloraban pidiendo a gritos dulces. Otros reclamaban atención. Nadie ofrecía nada. Me detuve en un bar atestado del que brotaban gritos de euforia y rabia.

De vuelta en casa, arranqué la hoja del calendario que daba paso al veinticuatro de diciembre. Mi cumpleaños y la última nochebuena tal y cómo la entendíamos. Merecía una celebración adecuada. Busque entre los libros el atlas de mi padre para contemplar el polo norte una vez más, pero el libro no apareció. En cierto modo fue una liberación. Ya no dependía de viejos ritos. Después busqué un cuaderno que inmediatamente, como poseído por los cristales de hielo que flotaban por las calles, comencé a garabatear. Quince minutos más tarde arranqué la hoja y la fijé en una pared con unas tiras de celofán. Contemplé entonces mi obra. El primer árbol de Navidad que tuve desde que era niño.

BREVE EPÍLOGO

Siete años después de mi encuentro con mi hermana el estudio que demostraba la presunta naturaleza caníbal de Santa seguía sin ser publicado. Imaginé que se estaría apolillando en algún archivador al que nunca roza el sol. Mejor así.

Hoy es veinticuatro de diciembre de 2027. Hoy mi hija cumple 5 años. Quién podía imaginar que algún día sería padre. Miranda nació el día en que cumplí cuarenta y cuatro años. Dicen que es algo infrecuente que el día de nacimiento de un padre y su hija sea el mismo. Que además sea el día de nochebuena es sencillamente asombroso. Eso dicen. Si además nevase sería un combo difícil de igualar, y para esta noche anuncian nevadas. El azar.

He salido temprano con ella para comprar un atlas. El más detallado que pueda encontrar. Quiero reiniciar con ella la tradición de mi padre por varias razones. La principal es que quiero intentar volver a ser plenamente feliz y compartir esa felicidad con ella. Lo que no comprenden los que odian la navidad, entre los que me encuentro a mi pesar, es que no les pertenece a ellos. Le pertenece a los que observan figuras navideñas con la mirada aún pura. A los inocentes. A los que saben ser felices sin reclamar que otro ejerza esa tarea. Le pertenece a mi hija y, de algún modo, al recuerdo de los que Ana y yo fuimos alguna vez.

Cuatro cuentos y una canción de Navidad…

Nuestras vidas, las de los cuatro amigos que nos reunimos en este lugar para contar cuentos de Navidad, son frenéticas. Por esa razón, el que nos reunamos una vez al año tiene un significado especial para nosotros. Es el simple hecho de leer las palabras del otro lo que nos permite saber lo que está ocurriendo en nuestras vidas, con qué llenamos el tiempo, qué inquietudes compartimos. Y no hay mejor momento que la Navidad, por muy desvirtuada que esté, para congregarnos en  un mullido sofá frente a una chimenea virtual y escuchar una buena historia.

Compartamos pues. Les paso sus tazas de cacao caliente o de café o de licor de hierbas a Fran, Emilio y Marisa. Ocupamos nuestro lugar confiados en que el año próximo todo será mejor. Y escuchamos el suave fluir de nuestras historias antes de hacernos saber cómo nos ha ido en el año que está a punto de acabar. Después celebraremos en la lejanía, muy orgullosos de pertenecer a un grupo tan exclusivo que solo permite cuatro miembros.

Como acompañamiento musical he elegido a dos gigantes capaces de transmitir la esencia de la Navidad únicamente con su presencia y su voz. Juntos, en un apartamento de Nueva York (tiene que ser Nueva York) examinan cómo ha sido su año mientras fuera cae la nieve impidiendo que el tiempo transcurra. Esta noche es para compartir con los amigos que forma nuestra familia, como Frank y Bing. Ya habrá tiempo de hacer otras cosas mañana.

Feliz Navidad a todos.

 

 

EL LUGAR PELIGROSO

Por Mycroft.

 “Caminaba impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los países etéreos que ya no podía encontrar.” (La llave de plata, H.P. Lovecraft)

 

“Tom Baxter: -Te quiero, soy honesto, confiable, valiente, romántico y muy bueno besando

Gil Shepherd: -Y yo soy real.” (La Rosa Púrpura de El Cairo, W. Allen)

 

I

-No siempre he estado aquí- dijo Carter- No siempre, y lo siento.

Era una estupenda mañana de invierno, una rareza de diciembre, con la luz cálida del sol floreciendo como una única flor destinada a helarse y perecer pronto, muy pronto. En una desvencijada habitación, con una cómoda antigua de impráctica estructura llena de medicinas y pequeños detalles personales, postales, cds de música, y otros aparejos que el tiempo nos hace acumular, como una cámara rota con fotos de los dos en su interior que nunca se atrevieron a tratar de rescatar, ni a descartar totalmente.

La habitación, inusualmente desnuda, tenía un pequeño armario empotrado de conglomerado, un diminuto radiador para las jornadas más frías, una mesita con una diminuta luz de lectura, una cama demasiado estrecha para los dos, y una alfombra que suavizaba los pasos y protegia los pies desnudos de Hope cuando ella, haciendo caso omiso a los consejos médicos, se levantaba y deambulaba en la noche por el pequeño apartamento.

Él había dejado su trabajo hacía unos meses cuando la débil condición de Hope necesitó de más atención, y no lo lamentaba en absoluto, pero se sentía tan culpable como triste, porque uno se muere siempre sólo, y ella no iba a ver las semanas de primavera cuando las malas hierbas crecen en los descampados y la ciudad se llena de terrazas dónde tomar cafés y ver a los vendedores de libros callejeros traficar con historias.

-No te preocupes- dijo Hope con un gesto amoroso de perdón y dolor, con una resignación tal vez más punzante que cualquier reproche- Siempre estuviste en las nubes.

Siempre en las nubes, repitió Carter para sí, sintiéndose perdido de nuevo en su propio universo. Carter dejó de estar allí de nuevo.

II

Desde niño los sueños de Carter habían sido vívidos, hasta resultar más reales que el catecismo diario del colegio católico (y desde luego, más verosímiles), más reales que las manos callosas de su padre fijando el firme de las carreteras o levantando el cuero rugoso de su cinturón ante alguna infracción menor, que la severa mirada de su distante madre, o que los días mediocres de los despertares de posguerra de algún país mediterráneo bajo el mediocre reinado de algún pequeño sátrapa, por entre las ruinas recuperadas de una guerra pasada que era infancia de sus padres, una palabra no dicha en un mundo bullicioso de silencios elocuentes y frases huecas.

Cómo no soñar, sable de madera en ristre, con historias de corsarios en un mar esmeralda, cómo no estar ausente en las clases del Espíritu patriótico, de las listas de reyes medievales, o los recorridos largos del colegio a casa por las malas calles de vendedores ambulantes de castañas, estraperlistas, buscavidas y prostitutas, hacia su barrio casi rural, rodeado de edificios colmena y acequias que regaban aisladas parcelitas resistentes donde una o dos gallinas preparaban el desayuno de hordas de niños en casas bajas que se veían asediadas por un cerco creciente de cemento.

Soñar con una pose heroica a lo Errol Flynn, con complicadas tramas donde la valentía, la lealtad y la honestidad se ponían a prueba pero siempre salían vencedoras. Con historias quizá más extrañas hijas de los cuentos en papel avejentado y con olor húmedo a viejo que por un casual encontró en su casa, las mil y una noches. Una realidad de ciudades exóticas de arquitecturas míticas, visires y sultanes, princesas y ladrones buenos, aventuras y paisajes, viajes por el desierto entre tribus salvajes y maravillas de una magia antigua, de fabulosos colores dorados, la arena, el viaje arduo pero plagado de momentos en los que ser algo más que un simple muchacho desconcertado en una ciudad en ruinas sanando lentamente mientras borra toda historia por un anónimo ir y venir de oficinistas, y una miríada de locales asépticos para extranjeros de clase media en busca de un país que nunca existió.

No, la vida debía ser otra cosa, estaba en otro lugar, o dicho de otro modo, la vida nunca era suficiente y sus febriles excursiones al otro lugar comenzaban a ser más y más vívidas. De repente cuando se precipitaba a una de sus numerosas aventuras, parecía caer para los demás en un estado taciturno y anodino, como un aparato funcionando en piloto automático, mientras para él las horas y los días pasaban sin que tuviera conciencia (y a menudo ni siquiera memoria) de lo que ocurría a su alrededor. Era el lugar peligroso en que uno era audaz y cualquier cosa podía ocurrir.

El auténtico sueño era aquel salón de butacones morados, papel pintado lleno de humedad, tele en blanco y negro de único canal, cenicero de pie, y patriarca leyendo novelas del oeste de a penique mientras una madre presente y ausente, aparentemente silenciosa pero plena de maquinaciones y pequeñas y miserables ambiciones de trepar, cosía, mientras entrelazaba los nudos y zurzidos que dominarían la carrera de su marido y la de sus hijos, apenas extraños entre si, con sus juegos, peonzas, tableros, escalextrics, mientras de forma robótica Carter llenaba planillas de dibujo técnico en la mesa principal, inmerso en un clima militar de represión, autoridad y pobreza con altas miras. En alguna salita, junto a una vieja radio de los años 30, languidecía una de las abuelas de Carter, desasistida y demente.

La realidad era la supuesta fantasía que Carter cada día construía más firmemente, las ciudades cuyas calles de losas pulidas había recorrido en compañía de Magallanes, Alejandro, Marco Polo, buscando un navío en el puerto con el cuál lanzarse a la mar, en una travesía áspera pero llena de emoción, con Gordon Pym como cómplice y mejor amigo, asaltando tierras árticas que lejos de estar desiertas, estaban pobladas de enigmas y maravillas. Adoraba aquel lugar peligroso, y no le importaba perderse en él y ausentarse de su propia vida, adentrándose cada vez más en la espesura onírica

Poco después ocurrieron dos cosas. Realizó el servicio militar, y conoció a Hope.

III

Qué tan lejos del heroísmo y en general, de lo humano, es la vida castrense. Lo que la escuela, con su áspera jerarquía, sus normas irrefutables y absurdas, sus pasillos con olor a incienso y fundamentalismo, sus reglas métricas golpeando nudillos y su mezquina caterva de camarillas, delatores y abusones, se veía acá amplificado. De pronto, muchos de sus héroes del ensueño, no le parecían más que enloquecidos embriagados de su propia ambición. La gloria de aquellas aventuras no parecía ser más que barro con salpicaduras de sangre, de rencillas atávicas y absurdas, de suspicacias tornadas en odios, de codicias, y en definitiva, de cuitas entre vecinos por las lindes de sus pequeños terruños.

Ahora sus compañeros eran otros, Kavafis y Whitman, Pavese y Emily Dickinson, Blake y Baudelaire, Thoreau, Mark Twain, London (quizá el único forajido de su panteón de aventureros que había permanecido), Verne. Una campiña con un enorme picnic pintado por Matisse y cuyos azules hechos realidad tenían la cualidad del cielo tiñendo la tierra de color. Constelaciones desconocidas, aromáticos vinos y visionarias imágenes con cualidades quizá místicas incluso para un sin dios cómo él. Hermandad, amistad, humanidad. Animales salvajes caminaban a su lado mientras el frío se colaba por el ventanuco del cuartel, por las livianas mantas con agujeros, apenas a una hora del toque de diana.

Sobrevivió, incluso aunque no recibió una sola carta de los suyos. Las cartas que recibía eran los alegatos de Hugo y Dickens, en la que los personajes en tiempos difíciles, miserables, huérfanos, desarrapados y desesperados se desligaban de las faldas de la historia para trascender y hablarle como hermanos.

Incluso Carter era un nombre inventado, cuando la ficción de quién era se había vuelto tan fuerte que hacía palidecer el simple y trémulo nombre que figuaraba en sus papeles.

Cuando conoció a la joven Hope, una estudiante de bellas artes inglesa de viaje por la Europa continental, se inventó a si mismo como Carter. No era capaz tal vez de expresarse más que de un modo primitivo y balbuceante, pero el dominio de Hope de su lengua era muy notable. Hope y su pelirroja cabellera a lo Maureen’O’Hara era lo más cercano a un sueño que había disfrutado en estado de vigilia. Su sonrisa enigmática animaba a investigar, más allá de su belleza qué bullía en el interior de aquel cráneo, con su expresión concentrada e irónica. Ella no le tomaba muy en serio al principio, pero quedó prendada de las historias de magos y vagabundos, y el tímido encanto de aquel misterioso Carter, que obviamente no se llamaba así, y que se inventaba a sí mismo sobre la marcha.

En un extraño momento de valor, pues el coraje era más materia de sus sueños, dejó sus planes de incorporarse al politécnico y estudiar ingeniería, y siguió a Hope a Viena. Nunca más volvería a casa, con la esperanza de que Hope le guiara a un hogar.

IV

Algo altamente improbable sucedió. Carter y Hope compartieron toda una vida juntos. Al menos una de las dos vidas de Carter perteneció a Hope por completo. Ella, hija de empleado de banco, hizo de la enseñanza del inglés su profesión, poblando no sólo de verbos, sino personajes de Shakespeare, de Otello, de Yago, de Hamlet, de Falstaff, la mente de miles de niños a lo largo de los años.

Él acabó de hombre para todo, conserje de una universidad, en la Berna en la cuál ambos habían acabado, lejos de la desaprobación de las dos familias. Había una pureza en la simplicidad con que Carter vivía su trabajo que le permitía reservarse para sus sueños. Escribió algunos de ellos justo en la época en que Tolkien se tornaba súbitamente popular, y tuvieron un discreto éxito, incluso aunque estaban trabajosamente escritos en una lengua ajena conquistada trabajosamente.

Cada vez menos tiempo había de pasar al otro lado del espejo, y disfrutaba enormemente paseando por parajes naturales de su adoptiva Suiza con Hope y con su hijita Alice, a quién contaba historias de la Reina de Corazones y del otro lado del espejo.

Días en los que las playas de sus ensueños estaban solitarias y él caminaba por el mundo de los hombres casi como uno más, incluso atento a devolver algunos saludos, llegando a disfrutar de pequeños momentos íntimos como la primera feria a la que llevó a Alice, y la nube de caramelo que acabó impregnando todo. Como las mañanas frescas y serenas en que llevaba de la mano a Alice hasta el colegio, y se cruzaba con un mundo nuevo visto con los ojos llenos de preguntas de ella, o las noches de conversaciones casi anodinas con Hope sobre los asuntos más peregrinos, como el verano siguiente y sus planes para unas vacaciones ordinarias, alejadas del polvo de Campanilla y de vuelos por encima de los galeones fondeados en Nunca Jamás.

V

Hope le miró amargamente y en silencio, el día en que perdieron la casa de Berna. Él llevaba semanas y meses ausente, con la barba descuidada, la ropa discordante, entremezclada, usada durante varios días, y el gesto vacío.

-Te necesito ahora- dijo Hope- Te llevo necesitando mucho tiempo.

-Voy a intentarlo- dejó escapar en un murmullo apenas audible.

-Intentarlo no es suficiente.

Hope se fue como cada domingo por la senda vieja que discurría hacia las afueras, que tenía sembradas casitas unifamiliares con sus chimeneas batiendo como corazoncitos luchando por la vida, exhalando humo y dando calor. Poco a poco las casitas y sus jardines se iban haciendo escasas, y en los márgenes los árboles salvajes y matorrales indómitos se enseñoreaban del descuidado caminillo, hasta llegar al cementerio.

Ante la tumba de Alice, Hope se despidió. Berna, el pequeño nido de breve felicidad que habían construido, con algunas estrecheces y muchas ilusiones, se había tornado en un enorme mausoleo, un lugar de recuerdos, de espectros (ellos dos) en continuo duelo, deambulando desesperanzados, y ahora, las estrecheces, crecientes, los expulsaban de la última pista de su pequeña, de la calle donde había aprendido a ir en bicicleta, en dónde los raspones de sus rodillas habían sido aliviados con soplidos, de la plaza donde el teatro mágico y sus sombras chinescas, y el cine al aire libre, poblaban la cabeza de Alice de imágenes y el aire de carcajadas contagiosas.

Carter estaba ahora totalmente viviendo otra vida. El momento en que, tras haber enseñando a nadar a Alice en sus vacaciones, la corriente la había reclamado en apenas un segundo, el amarre con la realidad de Carter se cortó. La corriente se lo había llevado a él también y quién sabe en dónde habitaba. Ahora Hope volvía a la casa de sus padres, y Carter, Carter permanecería en dónde fuera que estaba ahora. En el lugar peligroso, no por las aventuras y riesgos, sino por su seductora atracción que lo apartaba a uno de la vida y de la gente, del dolor pero también del amor.

Carter huía y eso la dejaba a ella sola. Dolía demasiado, perderles a ambos, pero dolía más permanecer con alguien que la abandonaba a su dolor, y que apenas era otra cosa que un despojo de ilusiones fantásticas y ruinas dementes.

VI

Carter trabajosamente estaba escalando un acantilado, con sus manos desnudas, que eran singularmente vigorosas para un hombre de su edad. Abajo, los arrecifes del Demonio le esperaban amenazantes. Él no cejaba, persiguiendo al hombre sin rostro, que había secuestrado a la joven e inteligente princesa del País de las Maravillas. Sonaba un heróico score épico, y una fanfarria de sobresalto cuando quedó colgando de una sóla mano.

(Mientras tanto llovía en Dover, y por entre los encajes descoloridos de una vieja cortina, Hope veía a una figura encorvada y vencida enfilar el lejano principio de Black Street)

Llegó a la cima sin encontrar rastro de la princesa, pero enfrentado al hombre sin cara que le desafiaba en combate singular. Por primera vez en su larga experiencia, sentía que su oponente no sólo era más hábil que él con la espada, más ágil, más ingenioso a la hora de lanzar irónicas frases lapidarias, sino también más confiado, mientras por primera vez un cansancio muy real se filtraba en su robusta figura hecha con sólidas filigranas de sueños, su aliento faltaba, sus articulaciones crujían, y finalmente, cayendo de rodillas y soltando la espada, sentía el filo de su adversario en su cuello, rozando cortante y sacando del rasguño un filo hilo de sangre, apenas un goteo, pero primera herida mortal en su mundo inmortal.

(La figura llegaba a casa de Hope, y se paró ante su puerta con una vacilación, llamando tímidamente y dando un paso atrás)

– ¿Puedo saber el nombre de quien por primera vez ha desarmado a Carter, el hombre sin miedo?

-¿Quieres decir Carter El Cobarde?- Carter enrojeció de ira. La voz era impersonal, el rostro esbozado en sombras.

– Exijo saber quién ha podido vencerme.

-¿Carter el Cobarde?- Repitió monocorde y absurdamente el caballero apretando la punta de la espada en el cuello de Carter.

-De acuerdo, permanece en el anonimato, mi nombre es leyenda, y el de mi verdugo debería serlo

-Carter el Cobarde- afirmó la figura y Carter pudo ver que, como en el reflejo en un espejo en una habitación en penumbra súbitamente iluminada, su enemigo tenía su propio rostro. Había que despertar.

(Hope abrió la puerta, y Carter estaba allí, estaba de verdad, con los pies en el suelo y los ojos en sus ojos, estaba de vuelta, más viejo, increíblemente demacrado en sólo cuatro años de separación y desesperación. Se fundieron en un abrazo lento, poco pasional, pero duradero, una especie de pacto de sus cuerpos que habían andado buscándose a ciegas sin encontrarse, de permanecer juntos)

VII

-Cuando has estado aquí, has marcado la diferencia- Hope sonrió- Me enamoré de un soñador que me hizo soñar, de un contacuentos y de un hombre que de las nubes era capaz de bajarse las estrellas y compartirlas- Hope tosió- Que hizo que Alice soñara…

-Debería haber sido útil.

-No hay utilidad en el dolor. No se puede transferir. No se puede compartir. Hiciste lo que pudiste.

-Debí hacer más.

-Si, pero estás aquí, ahora. Volviste, despertaste, viviste por mi. Prométeme que no volverás a irte al lugar peligroso.

-Cualquier lugar en el que no estés tú es el lugar peligroso- Carter cogió fuertemente la mano de Hope, y esta vez no esperó por un final feliz, ni siquiera por un final, y se quedó la noche en vela atesorando cada minuto de aquel dolor. Cada minuto de vida. Cada minuto con Hope.

Al día siguiente comenzaba la vida sin Hope, y durara lo que durara, fuera como fuera, doliera lo que doliera, estaba dispuesto. En algún lugar del tiempo y del espacio, aún seguían juntos, y también en algún momento del mañana, Carter, que había dejado de huir, seguiría adelante.

 

LA CAJA DE MÚSICA

Por Emilio.

Con mi padre, tengo la costumbre de hablar con todo el mundo, no me echa atrás que no se me siga la conversación o que, en ocasiones, hasta se me repruebe y haya quien, ocupado en sus cosas o ensimismado o apurado por la prisa, me pida sin titubeo que no le cuente nada más, que habrá ocasión más adelante o que ya sabe qué le voy a decir, que se lo conté una vez y se acuerda todavía. Es el azar o es la providencia, si uno es de natural crédulo y lo anima la fe, quienes ponen delante tuya a alguien que te escucha con absoluto interés. También hay quien me presta la atención más alta, eso se nota, arrima el oído y se deja. Es un acto de amor al prójimo hablar, no hace falta que sea algo de importancia, todo la tiene, a todo se le puede extraer el valor en el que a veces no cree ni quien junta las palabras, una tras otra, una tras otra, en un deliberado o inconsciente juego. Seguro que hay alguien que tiene la costumbre de escuchar a todo el mundo. Yo no soy de esos, no es posible hacer dos cosas a la vez, hablar y escuchar. O haces una o haces otra. Persona arteras y de pronto astuto, en las que no puedes confiar, de las que es mejor alejarse, se hacen pasar por cercanas y hasta amorosas, te dejan hablar, no pasan la oportunidad de concederte la impresión de que no hay conversación más interesante en el mundo, pero Julia no es así, no aprecio que esté al tanto de lo mío, no me mira como lo hacen las parejas que se aman, por más que la tenga al tanto de mis cosas, si estoy triste o si me envara la alegría o si en la cama me arrimo y la acaricio, primero suavemente la espalda, porque duerme de costado. Dice que no tiene gana, lo dice sin gana, para no contradecirse. Yo no la apremio, ni expresó mi contrariedad. Son malos tiempos, le confieso al oído, tú no te apures, vendrán otros mejores, tuvimos los nuestros, fueron buenos, los mejores, me escuchabas y yo creo que también te escuchaba. No hay matrimonio que resista sin que hablen entre ellos y se cuenten cómo va el mundo. El de mis padres fue un poco como ahora es el mío. Recuerdo a papá sin hablar en casa, ensimismado y como meditando cosas importantes, sin terciar una palabra en el almuerzo, sin decir esta boca es mía, como suele decirse, pero locuaz afuera, incesante e infatigable afuera, haciendo que la conversación la gobernara él, cayendo bien a todo el mundo, siendo amado por todo el mundo.

Debo haber salido a él, los padres dan en herencia cosas muy sutiles, cosas que los ojos no advierten, pero lo comprenden a espuertas los sentidos, todos juntos, como en tromba, izados por una mano mágica. Las lleve uno bien adentro, sin tener conciencia de que bullen ahí, sin creer en ellas. Tengo muy poca, por no decir ninguna, melancolía por aquellos tiempos. Mi hermana mayor, Laura, todavía hoy trae recuerdos de entonces, pero no son cosas que me guste escuchar, me producen zozobra, duelen de un modo suave, pero taimado y caprichoso. A mamá le dio por imitar a papá, fue una manera de decirle que no lo amaba. El amor se rompe por las costuras menos previstas, eso lo sabe cualquiera, pero algunos rompen con más fiereza, no miran qué rotos hagan alrededor. Si uno hablaba poco, menos hablaba el otro. Quizá por eso nunca deseé casarme, repetir una trama demasiado vista. Tuve un par de novias, nada que contar ahora, escaramuzas de juventud más bien. Que Julia entrase en mi vida fue una de esas circunstancias inexplicables que lo cercan a uno y de la que no hay forma de zafarse, por más que uno pugne y se encone. Sé que la aparté, al principio. No está bien visto, ni siquiera yo lo vi entonces bien, que un carcamal como yo, entrado en esa edad que precipita todos los males y todas las despedidas, la tuviera de novia.  Tampoco esa palabra, novia, me cuadraba mucho, me parecía un dislate, un broma que me lanzaban los amigos al vernos. Andrés, cómo te las gastas, te la tenías guardada, eres un donjuán, qué les das, todo en ese plan desquiciado, tan grosero y tan lejano a la realidad. Ella tan dulce; yo tan seco en el fondo. Se puede hablar hasta el cansancio y no ser dulce, ni parecerlo, ni desearlo. Viene de antiguo la aspereza, ese teatro de provincias, sin pompa ni elenco,  Julia es de buena familia, aunque tirando a pobre, recela de los ricos, los tiene a raya, por lo mal que lo ha pasado, dice, por no entender qué hizo para no nacer en una familia acaudalada y no tener que salir de su país y buscar fortuna en otro. Cuba queda muy lejos. No hay nada más que escuchar cómo habla, lo que cuenta sobre su infancia en La Habana, las penurias, la ilusión aplazada de medrar o esa vez en que se fue de casa con lo puesto y pisó Madrid. Hija única, Julia, perdió a sus padres joven y yo hice un poco de padre. Es joven, yo ya friso los sesenta, pero eso no fue un obstáculo. Recuerdo cuando me presentaba a sus amigas. Los míos, poco delicados, se admiraban de sus tetas. Me turba caer en ese comentario, el de las tetas, pero conviene para ajustar el relato. Como esas exigencias del guión que se estilaban aquí en la transición y desnudaban a cualquiera en las películas.

Suele pasar que a cierta edad las conquistas que hace uno no son creíbles. Se les asignan méritos bastardos. No sé todavía qué vio en mí, un viudo con alguna renta, un español al que desplumar, no sabe uno nunca, pero nada de qué alardear, ningún patrimonio envidiable, el piso propio, antiguo, grande, solitario también, y otro mayor, con huerta y con vistas, en un pueblo, donde me retiro a veces, por quitarme de en medio; soy sólo un tipo con cierta posición, acomodado, como se decía en mis tiempos, parlanchín, un poco pedante si me lo propongo. A los amigos, los tres o cuatro que tengo, hace mucho que no les veo. He ido perdiendo las costumbres de antaño, se han alejado casi sin que note la fuga. Ni vinieron al hospital cuando recaí de mis dolencias, las normales de la edad. Me dejaron mensajes en el móvil. Reponte. Que salgas hecho un toro, te espero tu caramelo, cosas así. No les eche en falta entonces, aún menús ahora. Hasta me molestaron esas confianzas, las habituales, impertinentes todas, pero comprendí en el fondo que no me visitaran, todos tenemos nuestras ocupaciones. Yo mismo, en situaciones parecidas, no he sido el mejor de los amigos. Un poco por cansancio y otro poco por convicción. Se hace uno perezoso, teme también no saber decir lo que debe. Me pierde mi locuacidad, si me permiten el atrevimiento. La de mi padre, imagino, cuando salía de casa. Soy de esos que, no sabiendo bien qué decir, recurren a lo primero que se les ocurre. A Julia le irrita esa impericia mía, no la aprueba, se envalentona, cuando es tímida en exceso, me ruega que piense las cosas antes de decirlas, cree que es normal que haya perdido a mis íntimos, se extraña que en alguna ocasión me hayan apreciado, tenido en consideración. También yo lo pienso, aunque no tenga argumentos en mi descargo. Así que entra en lo normal que me esmerara, evitara hablar y esperara a que fuesen los otros quienes abrieran camino, pero no me interesa mucho de lo que dicen, no encuentro ni por asomo el placer que me produce hablar, ese don. En todo lo demás, la vida transcurre con esa tierna melancolía de quien se deja vivir, sin honduras ni presagios.

Julia sale con sus amigas, es posible que desoiga las insinuaciones de sus admiradores, pero no es algo que me preocupe. Hemos llegado a ese lugar del matrimonio en donde no hay victorias ni derrotas. Lo duro es estar solo, también lo será para Julia. Ella tiene recursos, sabe qué hacer, a qué sitios ir para hacer amigos. Está en su temperamento tropical. Hoy mismo, preguntada sobre si tenía un amante o lo tendría, llegado el caso, si se tercia y alguien la corteja o por lo convulso de estos tiempos, yo soy un antiguo, un viejo susceptible, sencillamente la aborda y le pide que se acuesten, me dijo que no era incumbencia mía, lo que me resultó peor que la constatación de que lo tuviera o que me lo confesara sin ambages, como a veces hablan los adultos.  Julia es joven, ya lo he dicho, pero lo es en lo que se le antoja. En lo demás se comporta con desparpajo, no tiene reparos en alardear de que tuvo un pasado y amantes y una vida licenciosa. Yo debí ser el punto de inflexión, le hice ver una vez: alguien con quien empezar de nuevo. Ayer la vi en el centro. La seguí con discreción. Iba de compras, sola, Observé que fumaba, cosa que en casa no hace, ni yo he notado que su ropa huela a tabaco o la delate el aliento. Se paró en dos cafeterías. En una pidió un café, solo. No suelo tomarlo en casa; es más, creo que hasta me ha reprochado que yo abuso de él. Con tu edad es lo peor que puedes echarte al cuerpo. Lo que me dejó más perplejo, entre todas las cosas que me dejaron perplejo, entre el café y el tabaco o un periódico que se despachó con vivo interés, cuando jamás (aquí no me asalta ninguna duda) lee prensa en casa, ni se interesa en estar al día de lo que pasa en el mundo en la televisión, que es una especie de periódico para gente que no lee, fue que entrara en una tienda de juguetes. Apurada con las tres bolsas grandes que llevaba, todas de tiendas de marca, de las que triunfan entre la juventud y la gente con posibles, iba como nerviosa o como asustada, también ilusionada, con ese ímpetu misterioso de quien puede gastar, le gusta hacerlo y está convencida de ese acto, preocupada por  tirar alguna estantería llena de muñecas o una mesa muy grande en la que se exhibían cachivaches que no sabría describir y cuya utilidad me resulta indiscutiblemente extraterrestre. Yo no tuve juguetes, en casa no se hacían esas cosas, traer juguetes, ponerlos bajo el árbol de Navidad, hacer fotos que registraran la cara de puro asombro y júbilo. Se paró frente a un avión enorme y lo cogió en peso y preguntó algo al encargado, que a su vez preguntó a otro, hasta que los tres rieron y ella pidió (creo que eso hizo) que lo dejaran en el mostrador de la caja, que iría acumulando allí todo lo que fuese comprando.

Que recuerde, fueron ocho o diez juguetes lo que se llevó, insisto en que estoy viejo y, si no lo estoy en demasía, sí cansado y decepcionado, escamado, desconfiado por añadidura, por lo que no tengo la memoria de antes, ni la echo en falta, no crean. Vi una caja de varios cuerpos con una manivela que, al ser accionada, emitía una música muy dulce, como de orquesta en un baile de salón. La probaron allí mismo y ella la tocó con virtuoso mimo. En casa teníamos una de esas cajas, me lo contó mi hermana una vez, pero yo lo tengo un poco emborronado todo.

La edad es la que lo arruina todo. La música me fascinó, me hizo pensar en el pasado, me emocionó también. Vi un juego de construcción, uno con muchas piezas, magnéticas si no me fije mal, de los que a mí cuando pequeño me encantaban y que jamás me trajeron los Reyes Magos. Vi un algunas cajas de juegos de ingenio o de habilidad o de estrategia, no sé bien, ya digo que estaba lejos, por evitar ser visto, por no caer en el descuido de que me descubriera y no tener nada con lo que justificarme. Al fin y al cabo, qué podría haberle dicho, nada que evitara que yo me turbara y ella se enfadara, con mucha razón, por otra parte. Vi más cosas, no tengo ahora el nombre de todas, pero sí que tengo la idea de que me eran familiares, como si me hubiese preguntado no el qué desearía que me trajesen los Reyes, asunto ridículo de todo punto, sino qué hubiese deseado que me regalasen hace cincuenta años. Pensé a quién le haría abrir mucho los ojos, deslumbrarse por la caja de música, por el juego de construcción, por el de ingenio. El hijo de un amante, me atreví. Pensé en mi dinero, cuando nunca le presto más atención de la precisa, en muchas de las cosas que mis amigos contarían si descubrieran la jugada.

Me las apañé y estuve en casa para su regreso. Me desvestí con pesadumbre, bajo de espíritu, ensayando qué le diría cuando entrase, las palabras que servirían para deshacer nuestro matrimonio convenido. Estaba en el sofá, escuchando música, algo de clásica, abierto mi periódico deportivo y apurando una copa de vino, cuando Julia se presentó con extraño protocolo. Sonrió, y no suele sonreír; me dio un beso en los labios, y no suele besarme, ni en los labios ni en la mejilla, como hacen por costumbre las parejas;  me miró con dulzura, y no suele mirarme con dulzura. Esa noche cenamos en la cocina, no puso la televisión, ni preparó uno de esos platos precocinados. Me pidió que eligiera un buen vino, el mismo que bebías esta tarde, dijo, sírveme, a ver si me gusta, es el que más te gusta. Andrés, hace tiempo que no me cuentas nada, creo que estás perdiendo facultades; hablas poco, me cuentas poco, algo habrá que contar, seguro que tienes algún chascarrillo de tus amigos o has escuchado algo que me interesa, añadió. No tengo problema en eso, en hablar, en decir lo conveniente y lo que no lo es, ya digo que soy charlatán, aunque haya perdido el hábito. No lo habré perdido del todo, probablemente. Le conté cuanto se me ocurrió, mentí sin darme cuenta, le dije que había salido a tomar un café y paseado por el centro de la ciudad, como suelo, parándome en los escaparates, pendiente de volver a casa a la hora de la cena; la escuché cuando me contó qué hizo ella, no interrumpiéndola, hay que considerar que no he hecho otra cosa en la vida que interrumpir a los demás, imponiendo mi conversación, apartando la ajena, no dándole la importancia que sin duda ya tenía la mía. Fui al centro también; es raro que no nos viésemos, no es tan grande el centro. Compré ropa que me hacía falta, no he gastado mucho. Luego estuve en un centro comercial, eso fue lo que dijo. No me dijo nada de haber entrado en la planta de juguetes, ni una palabra. No es mentir, me dijo, pero también se miente cuando no se dice todo, pensé. Esa noche, acostarnos,  no me dio la espalda, no me dijo sin ganas no tengo ganas, no me apartó la mano cuando la acaricié, como hago de vez en cuando, sin esperar nada a cambio; bien al contrario, la tomó con fuerza y la manejó a su antojo. Hicimos el amor,  no soy de contar estas cosas, no interesa a nadie que una pareja que se ama haga el amor. No debemos quedarnos desvelados hasta tarde, AndrésMañana vienen los Reyes Magos. Entrarán por la cocina, he dejado la ventana un poco abierta. En mi casa les dejábamos un vaso de leche y unas galletas, por si les da por comer si traen hambreEn casa, en La Habana, los reyes son un invento capitalistaEn la mía nunca celebramos la Navidad, respondí yo. Ni llenamos el árbol, no había árbol, son cosas que pasan en las familias, Julia.

No sé si alguna vez te he contado estas cosas, me da apuro, seguro que las tuyas fueron parecidas o fueron peoresLo sé, Andrés, me calló, tapándome la boca, hoy me lo ha contado tu hermanaDuérmete, abrázame hasta que te venza el sueñoMañana, habla para mí, cuéntamelo todo, no te guardes nada, haz eso para que yo te quiera mucho, por favor. Por la mañana, creí que había sido un sueño. El paseo por el centro, espiándola, un sueño. Las bolsas llenas de juguetes, un sueño, pero escuché la caja. La música venía del salón. Había un árbol, uno grande, bien cargado de adornos. Al pie, en una alfombra con un Merry Christmas cosido con letras brillantes, estaban los regalos. Todos sin abrir, menos la caja de música. Ninguno de mis amigos creerá esta historia.

TÓCALA OTRA VEZ, MATT…

Por Angéline.

Cuando Maud le llamó para contarle la idea que había tenido Matt, el temerario, al principio pensó que se trataba de una broma. O quizá su cerebro ya operaba en fase-cierre y la más elemental lógica se había esfumado dejando paso a un confuso montón de ideas, tan alocadas como él. De todos era sabido que Matt  en su juventud había tomado LSD, en una mala época de su vida, y desde entonces sufría cada varios años unos excéntricos arrebatos que le habían convertido en una caja de sorpresas. Claro que esta vez Ernie también participaba, el intelectual del grupo. Con él en el asunto la idea empezaba a tener sentido, o al menos le había forzado a reconsiderar su primer impulso de negarse, acababa de pasar una gripe, decidiendo al final viajar al pequeño pueblo de Farmington, en Maine. La guinda del pastel era el telegrama de Keith. Contaba con llegar al día siguiente al coqueto parador «El tesoro del Cazador», un lugar que no existía sesenta años atrás, cuando cruzaron el país para participar en el primer campeonato juvenil de soccer, pero que les venía al pelo para la nueva extravagancia de Matt. El pueblo había ganado esplendor desde entonces y el pequeño hotelito del principio se había hecho famoso con los años ganándose un merecido primer puesto entre los mejores alojamientos de la zona, algo que promocionaban con frecuencia en anuncios televisivos por todo el país, el antes y el después de un soberbio complejo hotelero.

La anterior ocurrencia de su amigo no había cuajado porque los años no perdonan y ninguno de ellos se encontraba ya en condiciones para seguirlo en todas sus eufóricas aventuras, pero habían participado en la mayoría y no solo para ayudar a combatir la eterna melancolía de su amigo tras haber perdido a su mujer y sus dos hijas a los cinco años de matrimonio en un desdichado accidente de tráfico, sino por la adrenalina, la novedad, el chorro de vitalidad que aportaban a sus vidas aquellas escapadas. Si alguno de los cuatro había nacido para esposo y padre era Matt, ese debería haber sido su destino. La vida les había dispersado en distintas ciudades pero tanto en su infancia como en la adolescencia, Matt había cuidado de todos ellos asumiendo el papel de hermano mayor en cuanta pelea o discusión les envolvía e incluso en su tiempo libre, cuando se descolgaban por los árboles que bordeaban la presa de Green Valley, o inspeccionaban la mina abandonada del pueblo. Más que autoritario era protector. Una de sus grandes manos surgía de la nada cuando un pie resbalaba arrojando a alguien al vacío y le sujetaba por el cogote, aferrando su chaqueta con aquella fuerza envidiable o le sacaba de la cabeza con rapidez las ideas más arriesgadas. Perder con treinta años a la mujer de su vida y sus queridas hijas lo había vuelto loco durante un tiempo y en adelante todo lo temerario que no había sido con anterioridad. Su hermana Maud se había convertido en su ángel de la guarda desde entonces.

Qué demonios, era casi imposible no seguirle cuando les convocaba porque su energía era arrolladora esos días y así es como lo querían y necesitaban, no como la sombra de sí mismo que arrastró al menos diez años tras la pérdida. Cuando Maud llamaba a sus casas cruzaban los dedos para no meterse en algún lío de grandes dimensiones pero valía la pena acudir, nada podía igualarse a aquellos momentos. Matt, por otro lado, había salido de su depresión trabajando duro y su empresa de transportes le había reportado una  fortuna que ni aún dilapidando podría consumir en una vida. Todas aquellas “andanzas” insistía en pagarlas de su bolsillo, y tras la llamada llegaba el billete de avión y las instrucciones para la actividad del momento, siempre poco antes de Navidad. Con los años su mujer había llegado a entender la urgencia de aquellas reuniones y le permitía, ya sin estúpidas escenas de celos, desaparecer durante tres días para renacer con sus amigos, salir de su apolillada rutina y ver el presente con otra luz, como quien hace una puesta a cero de su vida. A veces se sentía culpable cuando el grupo se ponía al día en alguna cena y él mencionaba a Betty y a los chicos. Matt nunca se había vuelto a casar, el recuerdo de Irina le acompañaba cada día, pequeños detalles lo revelaban, pero jamás volvió a mencionarla.

Estaba hecho polvo el cabrón, pensó con cariño, pero todavía conservaba aquella mirada de desafío que les obligaba a competir una y otra vez por todo. Observó cómo se retiraba el sudor de la frente con el brazo, sus piernas ya no eran ágiles como hacía años pero acababa de birlarle el balón con una finta de instituto, como un condenado adolescente. Ernie llegó resoplando en su ayuda aunque poco podían hacer contra sus amigos, el árbitro reanudó el juego. Los lugareños eran buenos, uno le envió un pase largo y él corrió tras la pelota como si le fuera la vida en ello. En su calidad de invitado junto a sus amigos en un partido legendario que conmemoraba aquel primero, no quería quedar como un anciano fósil pero la artrosis de la rodilla le estaba matando. Keith regateaba con su particular pasito, en parte burla, en la otra la maestría con la que había llegado a jugar como profesional, a diferencia del resto. Imágenes de la noche anterior no hacían más que ralentizar sus movimientos. ¿Por qué no se habían visto en los últimos seis años? Cada vez que se reunían le duraba una semana la «tontería», como Betty la calificaba, que no era otra cosa que una inmensa felicidad. La amistad que había comenzado en la escuela había sobrevivido a años de distancia, discrepancias y algún que otro conflicto entre algunos de ellos. La muerte de las chicas, por otra parte, fue el pegamento que recompuso cualquier rencilla pendiente. ¿Qué decir ante algo semejante? Irina había sido desde el primer día el contrapunto a la contención de Matt, su talismán, el latido desacompasado que de vez en cuando le hacía parecer más humano, menos controlador, incluso soñador.

Todos entendieron que tras la tragedia su personalidad cambiase por completo, como si el presente fuese solo el negativo de lo vivido, y aunque cayó a las profundidades de un abismo de autodestrucción y baja estima, con apoyo y cariño consiguió remontar, nuevas genialidades al margen. De nuevo la cena vino a su mente. Las explicaciones de Bernie, la mirada nostálgica de Matt entre los destellos de las luces en el restaurante durante el brindis. La sensación de que aquellos tíos arrugados y decrépitos eran su familia. Una bola se descolgó del inmenso árbol de la entrada y fue rebotando hasta su mesa. Keith la envió de un taconazo junto a la estrella, en lo alto y el estruendo de los aplausos entre los comensales les arrancó la primera carcajada espontánea. Quedaba medio minuto de partido y al fin llegó su oportunidad. Matt se acercaba pero era imposible que le arrancase el balón en tan poco tiempo. Apenas unos metros y podría igualar el marcador. A punto de descargar una brutal patada a la pelota escuchó llegar a Keith por su izquierda. Sabía lo importante que era para Matt aquel partido, durante la cena había bromeado con que quizá no estuviesen todos la próxima vez y sería interesante irse al otro barrio con una victoria. Hasta entonces no le había dado importancia al rumbo que tomaban aquellos comentarios sesgados pero lo evidente estalló ante él como una bomba. Aquel bastardo no podía abandonarles, pensó respirando con dificultad mientras se acercaba a la portería con los ojos nublados por la impresión. “¡No empates, joder!”, le gritó Keith a la espalda. Bernie parecía un fantasma, los brazos en jarras, reprobando su protagonismo, todos corrían como en un sueño, demasiado despacio. A dos metros de la portería vio al Matt de su infancia, protector, feliz con su carrera, como si fuese el entrenador de un equipo fabuloso, a punto de aplaudir la proeza de su pupilo por burlar a cuantos intentaban interceptarle.

El balón giraba en el aire sobre sí mismo en su camino ascendente hacia el cielo infinito cuando el árbitro pitó el final del partido. Todos miraron hacia las nubes y la veloz ascensión del esférico pareció deneterse unos segundos en un punto, como si fuese a desaparecer, antes de caer con fuerza. En el momento que tomó tierra, el público se levantó, enardecido, coreando con aplausos y bengalas al equipo ganador mientras la nieve cubría con suavidad todo el campo en su descenso majestuoso. La foto del periódico, aquellos tipos abrazados sin pudor como si fueran una piña, enterneció a Maud, sacó unas lágrimas a Betty y llenó de calor el corazón de cuatro amigos una vez más. Acaso el futuro estuviese ya escrito, pensó, y los achaques de unos y otros les mandasen al infierno un día cualquiera pero no cabía duda de que Matt sabía hacer las cosas a lo grande. Quizá en el otro barrio pudiesen retomar las pullas cuando les llegase a todos la hora, con sus familias junto a ellos ya al completo. Mientras tanto, la Navidad les reunía una vez más, como si no hubiesen pasado los años, y maldito si pensaba desperdiciar un segundo con lamentos. Ya habría tiempo para ello cuando se hiciesen viejos.

SI NO ME QUERÉIS, ME ODIARÉIS

Por Alex.

La vela se apagó lentamente. Santa tardó en darse cuenta de lo que había ocurrido. Estaba sentado en un sofá parcheado junto a una inmensa chimenea que abarcaba un tercio de la pared. Desde hacía décadas +su día a día se limitaba a lamentarse de su suerte sentado en aquel maloliente sofá. Primero se marchó su mujer, después los renos, finalmente fue el número de elfos el que comenzó a mermar. Pero aquel día intuía que algo excepcional iba a ocurrir y aquella brizna de viento fue la señal. El instinto le hizo girar la cabeza para confirmar que la vela se había extinguido. Era la última de las nueve velas originales que mantenía su luz. Las otras ocho fueron muriendo a lo largo de los dos siglos anteriores.

-Ya era hora, maldita cabrona.

Hace tiempo que esperaba aquello. Hacía muchas décadas que no salía a repartir juguetes la noche de Navidad. Tan solo aguardaba a que ese momento llegase. Santa cerró los ojos mientras dejaba que su espalda reposase un minuto más en el respaldo resquebrajado del sofá. Solo necesitaba un minuto para asumir que no quedaba nadie en el mundo que creía en él. Al fin todo había acabado.

PASO PRIMERO: ROMPER AMARRAS. 

El protocolo que él mismo diseñó cuando se esfumó la luz de la primera vela se puso en marcha. Como primera medida se vistió con un traje que le hiciese pasar desapercibido entre la multitud. Un alivio en realidad, pues odiaba ese traje de pesada lana con motivos nórdicos que se veía obligado a vestir. Si bien, era preferible al traje rojo con bordes blancos con que la mayoría lo vestía en su imaginación.

Maldita Coca-Cola. Todo empezó por tu culpa, musitó. 

Después se afeitó con cierta dificultad su copiosa barba. Apenas la cuidaba desde los años sesenta del siglo anterior. Cuando hubo terminado, cogió el grueso abrigo pardo elaborado con piel de caribú que le regaló un lapón en los buenos tiempos, cuando aún era querido y respetado. Una vez se lo ajustó se enfrentó a la puerta de su casa. La realidad estaba ahí fuera. Si la atravesaba dejaría atrás para siempre la zona de confort. Aquella que le permitía ser el héroe sin arriesgar lo más mínimo.

 

-¡Pero qué demonios!, se dijo para infundirse ánimos.

Sus pies se movieron hacia atrás al sentir el vértigo de la realidad y sus manos se posaron en el pomo de la puerta. Su propia decisión le pilló por sorpresa. Franqueó la puerta farfullando maldiciones. Su silueta se esfumó entre la bruma ártica poco después. El viaje había comenzado.

PASO SEGUNDO: CERTIFICAR LA REALIDAD 

El avión le revolvió las tripas. En realidad era mejor que volar en trineo, con aquel traqueteo incesante, sus traicioneras rachas de viento y los salvajes aterrizajes en tejados siempre demasiado pequeños, pero hacía tanto tiempo que no volaba que el trayecto en avión fue el equivalente para su estómago a comer cuchillas de afeitar.

El aeropuerto LAX era acogedor a su manera. Paredes pintadas con colores cálidos, disposición poco agresiva de las zonas de mostradores y cómodas zonas de espera. Además estaba la luz. Ese elemento desconocido para él. Un océano cálido que atravesaba los ventanales a borbotones. Santa nunca había visto nada parecido.

Siempre repartí de noche. Siempre entrando por chimeneas infectas llenas de hollín y pájaros muertos. Y estaba el fuego, claro. El que siempre olvidaba apagar el padre del pequeño Tim de turno. ¡La de veces que me quemé el culo, joder!

Las palabras malsonantes ejercían un poderoso influjo sobre Santa. Del mismo modo que lo hacía la ciudad que eligió: Los Angeles, California. No se puede decir que fuese el lugar más apropiado para un habitante de Laponia. Una ciudad que desconocía el concepto nieve, tenía vagas nociones sobre el significado del frío y carecía del calor humano que se le supone a un tratante de felicidad como era él. Pero Santa estaba harto del frío, de la nieve, de los jodidos renos que llenaban todo de mierda y de unos elfos cada día más contestatarios. Él quería vestir bermudas y camisetas estampadas… al menos durante unos días. Tras uniformarse adecuadamente en una tienda del aeropuerto dio por comenzada su misión, solo que no sabía por dónde hacerlo.

Un taxi conducido por un mal encarado pakistaní le dejó en el 1751 de Vine Street, en pleno paseo de la fama. Quería ver la estrella dedicada a Edmund Gwenn, a su juicio, el único actor que supo captar la esencia de Santa Claus. El que Santa fuese un cinéfilo era un dato desconocido para los que le pedían y pedían y darle nada a cambio. Todos le imaginaban como un gordo sonriente que fabricaba juguetes entre carcajadas o tomaba tazas de cacao caliente mientras observa la nieve caer desde la ventana de su casa. Todos se equivocaban. Las noches árticas son largas y el equipo de dvd marca JVC que le entregaron unos japoneses deseosos de hacerse un selfie con él era de mucha ayuda. Desde entonces comenzó a ver películas con tal asiduidad que no tardó en convertirse en un avezado cinéfilo. Cinco, seis, siete películas diarias. El cine se convirtió en su droga y “Milagro en la ciudad” en su película de cabecera. La veía compulsivamente soltando sonoras carcajadas cada vez que detectaba alguna incongruencia.

Mientras descendía del taxi y recibía el desdén del conductor imaginaba que la estrella dedicada a Gwenn sería honrada con flores o velas en su regazo. Un actor como él no merecía menos. Su decepción fue monumental al comprobar que no solo no había ninguna clase de agasajo en la placa sino que además estaba sucia con las letras ennegrecidas y con un recipiente de cartón con el logo de una hamburguesería cubriendo parte del nombre. Santa lo limpió y retiró la basura que lo mancillaba antes de sentarse a su lado sin que su acción llamase la atención de los viandantes.

-¿Qué nos queda por hacer Gwenn?

 

El rostro de Santa encarnaba la derrota.

Una voz aflautada sonó a su espalda.

Puedo hacer que tu dolor se convierta en un prado lleno de sol y de amapolas.

Aquella voz nasal que sonó a la espalda de Santa le hizo levantarse apresuradamente. Miró al autor de aquella tentadora promesa, un tipo bajito de color pardo que vestía un llamativo traje azul eléctrico. Santa le miró. El tipo sonrió.

PASO TERCERO: COMPROBAR QUE NO HAY UN CAMINO DE REGRESO.

De modo que eres Santa Claus.

La lúgubre luz de un angosto bar apenas pudo esconder la mueca burlona del tipo estrafalario al decir esto.

Oye, no te juzgo. En esta ciudad puedes ser quien quieras. He conocido a Daniel Boone, a Cleopatra incluso a George Washington. No tienes más que cruzar la calle y Mae West te hará una mamada por 20 pavos.

Santa estaba confuso. El mundo real era peor de lo que imaginaba. Aparcó sus pensamientos unos segundos aprovechando que el barman se acercaba a ellos.

-¿Sería tan amable de servirme un ponche de huevo?

El barman le miró con gesto incrédulo.

Dos cervezas, ¿vale? –intervino el tipo estrafalario.

Dile a tu amigo que no me vacile o ya estáis pirándoos de aquí. No me gusta la gente rara.

-Tranquilo, ¿vale? Es de Idaho. Ya sabes: iglesias, vacas y puentes de madera.

El barman se alejó sin dejar de mirar a la extraña pareja.

Ya nadie cree en mí, dijo Santa. Nadie cree en la Navidad. El mundo se ha convertido en un estercolero.

-Claro que creemos en la Navidad –dijo el tipo estrafalario mientras sacaba algo del bolsillo de su abrigo que colocó raudamente en su cabeza- . Lo ves, tengo un gorro tuyo.

-Debí revertir todo esto cuando comenzó a pasar.

No te mortifiques. Los chicos de ahora ya no quieren juguetes de madera y dulces. La realidad no les basta, quieren consolas y esas gafas de realidad virtual de mierda. A los adultos, la realidad nos sobra y preferimos las drogas y las armas. Deja un uzi en mi calcetín y te prometo que volveré a creer en ti.

Una grotesca carcajada puso el punto final a la vida del tipo estrafalario. Las balas barrieron la barra del bar matando también al barman antipático. Un tipo vestido de negro mantenía en sus manos la humeante arma automática con la que había llevado a cabo la masacre. Caminó lentamente hacia Santa con extrañeza. Cuando se situó a tres palmos de él miró su rostro. Después su vientre. Santa bajó la mirada para comprobar que las balas habían atravesado su camiseta estampada. El asesino sacó una pequeña pistola de su bolsillo con torpeza para acabar el trabajo. La acercó a Santa hasta posarla sobre su frente. Después, disparó.

 

PASO CUARTO: TOMA DE MEDIDAS.

 

La policía acordonó el bar mientras algunos agentes buscaban posibles testigos de la matanza. Es escenario del crimen era desolador: dos hombres habían muerto sin motivo aparente y un tercero, probable autor del crimen, parecía haber enloquecido. Un grupo de tres policías lo rodeaban mientras él balbuceaba incongruencias. Una agente con aspecto de haber salido de la academia el día anterior reparó en Santa al verle sentado en un banco cercano al bar. Se acercó cautelosamente hasta comprobar que algo brillaba en su enorme panza. Se puso en cuclillas frente a él. La sangre le manaba abundantemente del estómago y la frente. Al ver tan macabra escena la agente se asustó cayendo de espaldas sobre la acera. Santa se levantó y la ayudó a incorporarse. Su mirada era puro terror.

No se preocupe por mí, yo ya estoy muerto, dijo Santa antes de ponerse en marcha lentamente calle arriba.

Después de aquello Santa pasó los siguientes seis meses recorriendo el mundo en busca de un creyente que no encontró. Cada ciudad que visitaba, cada país que recorría era aún peor que el que lugar anterior. Durante su periplo había visto cosas espantosas. Sin duda estaba todo perdido. Había llegado el momento de tomar medidas.

A su regreso a Laponia se encontró con su casa en estado ruinoso, como si un ocupa descuidado la hubiese usado sin preocuparse en adecentarla. Incluso la villa de los duendes parecía definitivamente despoblada. Los pocos que quedaban se habían marchado a excepción de una docena de desnortados que no tenían dónde ir. Rabiosos, alcoholizados con el licor de hierbas que ellos mismos fabricaban, sin esperanza y con ganas de devolver el golpe. Fueron ellos los que se presentaron en la puerta de Santa a los pocos días de que regresase. Lo hicieron con la actitud del que busca revancha sin tener nada que perder.

Estamos listos, dijeron.

Santa les dejó pasar. Se sentaron alrededor de una mesa de madera recia que conoció mejores veladas que la que estaba a punto de desarrollarse. Santa abrió una caja verde envuelta en papel de regalo con motivos de renos, campanas y estrellas de Belén. Al abrir la caja extrajo un sobre sellado que contenía un montoncito de papeles. Desechó parte de ellos hasta encontrar el que buscaba. Lo puso sobre la mesa. Miró a los elfos sin que su mirada mostrase un rastro de compasión.

 

PASO QUINTO: EJECUCIÓN.

Era el día previo a la Navidad. Todo estaba listo para poner en marcha la gran masacre. El plan consistiría en que Santa y sus duendes sembrarían el terror en las ciudades más importantes del mundo. No lo idearon como una venganza sino como una purga. Llenaron el trineo con pequeñas bombas de gran potencia capaces de derribar un edificio de veinte plantas. Ajustaron los cañones de plasma del trineo capaces de derribar un F-22 con un solo impacto. Finalmente cogieron sus fusiles de munición infinita que habían fabricado durante los meses anteriores. Todo estaba listo. Santa dio el visto bueno y los motores del trineo se pusieron en marcha.

¿Quién necesita renos?, rió Santa.

El día anterior acordaron que la primera ciudad en ser masacrada sería Melbourne. Después arderían Manila, Delhi, Moscú, Berlín, Londres, París y Nueva York. Moriría mucha gente, sí. Víctimas necesarias para salvar al mundo. Llegaría el día en que la masacre de Navidad sería celebrada como la catarsis que salvó a la humanidad.

Santa aguardó a que los duendes subieran al trineo.

¡Vamos, estoy harto de esperar!, les azuzó Santa.

Los duendes salieron de la casa ajustándose sus ropas. El último en hacerlo lo hizo con el gesto desencajado.

Deberías ver esto, Santa.

 

-¿El qué?

 

-Solo entra y compruébalo tú mismo.

 

-¡Sube, no quiero perder más tiempo! ¡Cada minuto que estamos aquí se convierte en un alma que no conseguimos salvar!

 

-¡No subiré sin que antes veas esto!

 

La vehemencia del elfo disgustó a Santa. Apagó los motores del trineo de mala gana y salió de su interior con un ágil santo impropio de su volumen. Al pasar junto al duende le dedicó una mirada severa. Cruzó la puerta. Vio la chimenea. Reparó en los ladrillos superiores. Dejó caer uno de sus guantes al suelo.

EL PASO INESPERADO: REDENCIÓN.

 

La luz de la vela era tan tenue como el hálito de vida de un recién nacido. Al tiempo, la llama transmitía una robustez que pedía ser cimentada de inmediato. Santa y los elfos la miraron entre sorprendidos y halagados durante un buen rato hasta que la campana del buzón hizo retumbar un sonido agudo. Santa se abalanzó sobre el buzón en cuanto sonó el clink en busca de la primera buena noticia de ese año. Los bordes de una carta asomaban por una rendija. Sí, era cierto, aún había esperanza. Santa abrió la puertecilla del buzón con gran cuidado, tomó la carta como si se tratase de la mercancía más preciosa y la abrió, rasgando la parte superior con delicadeza. El grupo de asombrados duendes leyó su contenido con expectación. Se trataba de una niña llamada Amanda que vivía en Newark, Nueva Jersey. Alguien creía en ellos.

Durante el resto del día, los duendes se afanaron en elaborar los juguetes que solicitaba la niña con los materiales que tenían disponibles. Hacía tantas décadas que no recibían una carta que ciertamente se sentían desfasados, además de que fabricando el trineo nuclear se habían quedado sin materias primas. Nada, en cualquier caso, que no se pudiese paliar con entusiasmo e inventiva. Cortaron varios árboles del perímetro de la casa y se pusieron manos a la obra. En pocas horas obtuvieron los resultados. Así, en lugar de una Tablet crearon una portentosa pizarra en miniatura; en lugar de un Xbox con micrófono de karaoke incorporado fabricaron una caja de madera con un polichinela en su interior que salía disparado gracias a unos muelles; en lugar de un pinta caras de los pj mask enviaron una polvera de madera de arce con un delicado joyero a juego.

Buenos regalos, se jactó Santa. No decepcionaremos a esa niña.

Arrancar de nuevo el trineo activado por energía nuclear fue un problema inesperado. Los motores reaccionaron mal al frío y fue necesario aplicar toda la paciencia de la que disponía Santa para aguantar las tres horas que llevó reiniciar el sistema mecánico. Mereció la pena en cualquier caso. Cinco décadas después el trineo volvía a surcar la noche navideña.

UN ÚLTIMO PASO: TODO ACABA CÓMO DEBÍA ACABAR.

 

-¿Dónde está la chimenea?, Santa estaba confuso.

Santa, acompañado de dos elfos, examinaron cada centímetro de la azotea del edificio en que vivía Amanda en busca de una chimenea que no encontraron.

-No puede ser. Tiene que estar en alguna parte.

Reiniciaron la búsqueda una vez más. Media hora más tarde se dieron por vencidos y decidieron entrar por la puerta principal con cuidado de no coincidir con nadie en el portal. Amanda vivía en la octava planta de un edificio situado en uno de los barrios más degradados de la ciudad. Y claro, los vieron. En total fueron seis personas las que se cruzaron con ellos entre las calles aledañas al edificio y el interior del portal. Santa no le hubiese dado demasiada importancia al asunto de no ser porque intentaron atracarles mientras forzaban la puerta del portal. Un potente mordisco de uno de los duendes fue suficiente para espantar al ladrón.

Una vez frente a la puerta de la casa de Amada, Santa pidió a los duendes que se quedasen fuera vigilando que nadie le interrumpiera. Bastante agitado estaba siendo ya la noche.

La puerta se abrió con facilidad permitiendo el paso de Santa. El interior de la casa estaba en penumbra. Caminó lentamente en busca del calcetín navideño de Amanda o, al menos, de un árbol de Navidad. No los encontró. Siguió buscando por la pequeña casa cuando se topó con la puerta entreabierta de una habitación. Al asomarse vio a una niña durmiendo abrazada a un gigantesco peluche.

Debe ser aquí.

En efecto, era la habitación de Amanda. La habitación de una niña de seis años. La habitación cuyo suelo parecía un campo de minas sembrado de cubos de plástico, figuras de plástico en miniatura, naipes, muñecas sin brazos y coches de juguete. La habitación en la que Santa se pegó un costalazo al pisar uno de esos coches colocados de modo involuntariamente traicionero. Los padres de Amanda, al oír el estruendo procedente de la habitación de su hija, corrieron hacia ella para saber qué ocurría. La madre con un cuchillo que guardaba bajo la almohada. El padre con un bate de beisbol. No era un barrio muy seguro. La casa de Amanda había sido desvalijada en dos ocasiones durante aquel año que estaba a punto de acabar. El bate terminó hundiéndose varias veces en las costillas de Santa mientras el hombre gritaba enloquecido.

-¡¡Pervertido!! ¡¡Deja en paz a mi hija!!

Afortunadamente para Santa, la madre se mantuvo en un segundo plano durante la pelea. Mientras tanto, Amanda gritaba. Su rostro era la encarnación misma del terror.

Aquella misma noche, unos agentes de policía le condujeron frente a un juez de guardia. Santa ni siquiera quiso contar su versión del asunto. Sabía que sería inútil. Las únicas palabras que salieron de su boca fueron:

Kris Kringel. Me llamo Kris Kringel.

La noticia de su asalto fue portada en los periódicos locales el día posterior.

UN PEDERASTA VESTIDO DE SANTA CLAUS ARMADO CON UN SACO INTENTA SECUESTRAR UNA NIÑA EN SU PROPIA HABITACIÓN.

Dos semanas más tarde, una jueza dictó su sentencia.

Es usted una vergüenza para la comunidad. Ya que no consumó su agresión me veo limitada por la ley a la hora de castigarle cómo merece. De modo que le condeno a la máxima pena que me permite la ley: cinco años de cárcel. Si Dios existe confío en que alguno de los internos haga la justicia que la ley me impide consumar y nunca vuelva a pisar la calle. Que Dios le perdone.

Dios…

Santa dibujó una mueca irónica en su rostro tras abrir la boca por primera vez en semanas.

Cinco años más tarde salió de prisión. El mundo era un lugar aún más hostil. Ya que no podía abandonar el país ni comunicarse con sus elfos que a esas alturas estarían ya muertos o definitivamente alcoholizados, decidió quedarse a vivir Maine, en un pueblecito llamado Pottersville. Al fin y al cabo no tenía dónde ir y aquel lugar tan desagradable no parecía peor que cualquier otro. Encontró una casita construida con base de madera y chimenea. Le recordaba su casa lapona a la que tanto extrañaba. Decidió dedicar su primer día en la casa para adecentarla y descansar. Ya habría tiempo al día siguiente para poner sus cosas en orden. Entonces sonó la puerta. Unos nudillos la aporreaban con insistencia. Al abrir, Santa vio a dos agentes de policía.

-¿Señor Kringel?

Santa asintió.

-¿Está listo?

-¿Listo para qué?

-Para presentarse a su nueva comunidad.

Santa había olvidado que según la ley americana un delincuente sexual debe avisar a sus vecinos, puerta por puerta, de que acaba de mudarse a su barrio. Santa asintió con amargura. Tras recoger su abrigo acompañó a los policías hasta la puerta de la casa contigua a la suya. Los policías llamaron a la puerta. Una niña de siete u ocho años abrió. Miró a los tres hombres con curiosidad. Santa se adelantó un paso. Miró a la niña. Antes de que las palabras brotaran de su boca rompió la nariz del policía con un certero codazo. Después miró a la niña. Tras unos tensos segundos se agachó hasta ponerse a su altura y le susurró al oído.

-Si no me queréis, me odiaréis.

 

EPÍLOGO: LA VENGANZA ES MÍA.

 

Desde que la gente comenzó a ser asesinada por Santa en nochebuena las calles están desiertas. Algunos incluso colocan tablones en su ventana y se atrincheran tras los muebles esperando la excusa de que alguien urge en su puerta para usar el rifle que duerme en su regazo. La gente sigue sin querer a Santa, pero ahora le temen y le respetan. No creen en el amor sino en la sangre que se derrama cada vez que su grotesca risa resuena en el aire antes de lanzar su grito de guerra. Justo el instante antes de que el aire navideño cargado de cristales de hielo comience a oler a pólvora.

-¡Feliz, Navidad! ¡Ho Ho Ho!

 

La fórmula de lo intangible…

A lo largo de los años, Guillermo del Toro ha demostrado sobradamente una gran habilidad tras la cámara. Posee el don de dotar de un ritmo constante a unas películas y un sello propio que permite reconocer sus películas por su cuidada factura y sólido discurso que deja entrever un universo propio aún lejos de alcanzar su plenitud. He disfrutado de su pasión por los seres singulares que soportan la presión de la normalidad tanto como el acoso del mal, habitualmente encarnado en villanos unidimensionales carentes de aristas. Un pecado mayor, narrativamente hablando, perdonable gracias al humor paródico, (en ocasiones tan sutil que resulta imperceptible) que define a esos malvados de manual incapaces de dañar a unas víctimas protegidas por una capa de pureza invisible que los distingue de «la normalidad». Asumido, pues, que del Toro es catalizador de emociones más que solvente queda preguntarse qué ha ocurrido en esta ocasión con un director capaz de extraer belleza al cultivar delicadas orquídeas en pútridos vertederos.

«La forma del agua» no es mala, y desde luego no es buena. Ni calienta ni humedece a pesar de sus notables esfuerzos por resultar entrañable. Ni fluye ni se estanca en el cauce ajeno por el que fluyen sus aguas. Sencillamente, los únicos dos puntos que nos hacen suponer que del Toro se encuentra tras esta historia es su villano plano al que resulta tan fácil odiar como difícil comprender y un monstruo que aparenta ser clónico (consecuencia inevitable, pese a las toneladas de maquillaje, de ser interpretados ambos papeles por Doug Jones) al fauno que embelleció los grises laberintos de las posguerra española. La sensación que transmite «La forma del agua» es tan tibia como el comprensible deseo de del Toro por ganar premios.  Afanado en tan triste labor, que le aleja irremediablemente de su deber como artista, confecciona una película sin alma, pensada en no disgustar a nadie, que crea planos filmados para ser recordados en las galas de premios cinéfilos pese a carecer de emoción. Ni siquiera se molesta en dotar de fondo a la fauna de personajes «entrañables» que se mueven calles «adorables» en su miseria. De tal modo, asistimos a cines vacíos que proyectan películas clásicas de las que pocos han oído hablar, escuchamos discursos de personajes que se esfuerzan titánicamente en resultar cálidos, paseamos por aceras que parecen extraídas de cualquier película de Jean Pierre Jeunet y detestamos a quien debemos detestar sin necesidad de hacernos preguntas. Todo suficientemente bien empaquetado como para reclamar el título de clásico moderno. ¿Y la emoción? Ausente, pero qué más da. Del Toro ha facturado una película que debe gustar a riesgo de ser señalado como ser insensible y sin alma en caso de alzar una voz disonante.

Apoyado en su impecable factura técnica, el director adereza la historia con pequeñas gotas de singularidad para eludir el cliché más rancio. La protagonista se masturba en la bañera cada mañana, en un evidente (la sutileza se halla ausente del metraje, insisto) guiño anacrónico hacia soledad convertida en enfermedad moderna. Un ser solitario y mudo (excelente interpretación de Sally Hawkins, por cierto) con el que resulta imposible no empatizar. El fracaso de del Toro al tratar de introducirnos en su mundo de silencio pasa desapercibido por la abundancia de detalles cuquis, elogiables riegos de caer en el ridículo más espantoso (que salva apuradamente) y la omnipresencia del malvado de manual (correcto Michael Shannon en un papel en el que cualquier actor se luciría por su simplicidad) empeñado en extender el mal allá por donde se mueve. Poco más de sí da la historia. Los trucos del director se alinean con los tiempos que corren señalando a los malos y rindiéndose a la pureza con planos rebosantes de autocomplacencia. Si el personaje homosexual (tan entrañable) se insinúa a un camarero de modo desafortunado (simple gesto torpe que hoy día podría convertirle en depredador sexual), se convierte al camarero insensible en un racista repugnante en la misma escena al negarse a servir a una pareja negra para salvar al personaje entrañable de la pira. Si el hombre anfibio se muestra violento, rápidamente le vemos transmitir los deseos más puros al personaje más abrazable. Y así será todo el metraje, una sucesión de enmiendas destinadas a crear un producto tan implecable como carente de verdad. Del Toro consigue de modo tan simple conseguir su objetivo de agradar.

Estos tiempos tienen el Oscar a la mejor película que merecen.

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Lo que te debo…

Dorothy Parker conoció la soledad oculta en el fondo de una botella, escribió a los brazos de extraños que expedían calor y  supo pronto que al que le arrancan algo de cuajo nunca volverá a recuperar la inocencia.

Primero llega el dolor, después el rumor del último latido, finalmente el silencio. Diez años de silencio.

 

He caminado por la arena nivelada

a lo largo de una extensión de gris:

desde lo alto de las dunas al extremo del mar,

salvo yo no hay ningún ser vivo.

 

He echado el pesado cerrojo

contra los golpecitos de la lluvia,

y he tiritado ante la chimenea, para ver cómo

pasan las horas oscuras.

 

La tormenta de medianoche, el litoral desolado:

viví a solas con ellos;

pero aquí, en el recodo de tu brazo,

está la soledad.

 

 

Vivir en un mundo sin Robert Redford…

Veo un «Un paseo por el bosque», el curioso modo de ajustar cuentas con el tiempo de un escritor de guías de viaje que en realidad, intuyo, es un sosias de Robert Redford, el actor que da vida al personaje. El deseo de vivir una última aventura, de sentir la lluvia en la cara, el frío en lo más profundo de los huesos y el cansancio agujereando los calcetines. Sus ganas, su intención de mirar el mundo desde el otro lado de la ventana, me contagia en un principio, especialmente cuando un cascado Nick Nolte aparece en pantalla para compartir con Redford su locura. Tienen por delante el sendero de los Apalaches, 3.500 kilómetros de barrancos, senderos de montaña y espesos bosques. Tienen también suficientes ganas e ilusión por sentirse parte del juego una vez más. Bastan treinta minutos de metraje para que las expectativas se hundan en un cieno de lugares comunes. La narración plana, he ahí el enemigo, pienso. La hora restante se soporta gracias a ellos, a Redford y Nolte, caminando mientras reescriben su historia a través de sus miradas cansadas.

Al terminar, mi sensación no es negativa a pesar de la mediocridad de la cinta y de los vanos intentos de Redford por parecer joven. Al menos, por parecer diez años más joven, o cinco o los que sean. Entonces pienso en cómo será el mundo sin él. En cómo paulitinamente comenzará a  borrarse aquella tarde de sábado en que, con menos de diez años, vi «Dos hombres y un destino» y me hizo sentirme feliz el resto del día.  O cómo una vez, ya adolescente, trasnoché por ver «Todos los hombres del presidente« porque la pasaban a la una de la madrugada. Afortunadamente no recuerdo nada del día de instituto posterior. Mejor así.

Si cada día me cuesta más acomodarme en el mundo hostil que estamos construyendo en base a la corrección política más aberrante, no sé cómo será cuando Jeremiah Johnson sea solo una huella de celuloide, Paul deje de caminar descalzo por el parque y Hubbell deje de enamorarse de Katie Morosky, aquella chica idealista y feucha a la que resultaba imposible no amar.

La bola crece en mi mente y termino por desvelarme. Me tomo una cerveza a oscuras tratando de dejar de pensar en un presumible futuro tan aciago pero no lo consigo. Mi nerviosismo aumenta al darme cuenta de que no quiero vivir en un mundo sin Redford… como tampoco quise vivir en un mundo sin Paul Newman ni Kathy Hepburn. Entonces me calmo. Ellos ya no están pero yo sigo aquí. He sobrevivido. Tal vez baste solo con eso, con verlos en la pantalla durante un par de horas para tomar el aliento con el que poder soportar un día más. Aliviado ya, me viene a la mente la mejor escena de «Un paseo por el bosque»; cuando los dos amigos, cansados por el esfuerzo y las peleas, se toman un respiro sobre unas rocas mientras miran el espectáculo que se extiende frente a ellos. Y entonces todo cobra sentido.

Tal vez baste con eso…

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El Orgullo…

El orgullo del que nada tiene, aunque sea derrotado, siempre vencerá al dinero del poderoso. Y a veces ocurren milagros de esos que nunca se borran de la memoria. Ayer, todo el sufrimiento de tantos años, cristalizó en un éxtasis perpetuo.

Ayer, ahogado por la frustración y la rabia de ser derrotado por un rival que suponía un subdito más, un periodista deportivo (muy madridista, él) prometió una futura venganza terrible sobre el Leganés. «Los meteremos siete», dijo. Como hizo Alejandro Jodorowsky cuando su «Dune» fue tumbada por los productores, subo la apuesta: que nos metan diez, catorce, veintiséis. Sean los que sean, la felicidad de anoche nunca se podrá borrar. Nunca olvidaremos cuando fuimos gigantes por unas horas.

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Berlanga y las verdades del barquero…

Acostumbrado a ser atacado desde todos los frentes, Luis García Berlanga aprendió pronto a parapetarse contra la estupidez ajena. El problema siempre fue la disparidad en número: uno contra el mundo. Nunca supo callar sus verdades, aquellas que eran tan caóticas que terminaron por convertirle en un enemigo universal. En su ideario de vida, tan anarquista que asustaría a los propios anarquistas de manual, cabían todas las posibilidades, siempre que le resultasen racionales y sobre todo placenteras. Y mientras los insultos y las descalificaciones le llovían por todas partes él siguió añorando lo que siempre quiso ser, un hombre invisible. Tal vez por eso, el que su nombre fuese ninguneado sistemáticamente hasta alcanzar la senectud no sorprende. Siempre fue la diana perfecta para los mediocres con alto concepto de sí mismos.

La ausencia de una ideología política definida en su ideario de vida unida a su desprecio por cualquier tipo de militancia lo convirtió perennemente en «el otro». Un tipo en quien desconfiar que contestó a los intentos de Juan Antonio Bardem por atraerle a la ideología comunista con bostezos. Y aunque su reacción no fue equiparable a la de Buñuel, que abominaba virulentamente del comunismo pese a (o precisamente por) coquetear con él, la etiqueta que le acompañó toda su vida aconsejaba a los aborregados a mantenerse lejos de él.

Al dictar sus memorias al gran Jess Franco, un anciano Berlanga mantuvo tercamente su costumbre de decir lo que pensaba sobre cualquier cosa, aunque el destinatario de sus cínicas y lúcidas reflexiones fuese la Academia del Cine Español (que él cofundó y presidía honorificamente) a propósito de los premios Goya y su ceremonia de entrega. Poco le importaba por entonces sumar enemigos a la larga nómina reclutada durante su vida.

«Los Oscar, desde el principio, fueron un espectáculo. Eran unas fiestecitas-show preciosas, y presentadas, además, en el Hollywood Bowl, a las que iba toda la profesión, y eran un desfile de artistas, de modelos, de todo… con lujo y esplendor, eso sí que lo saben hacer muy bien. Y en esta fiestecita se entregaban los Oscar. El show estaba siempre animado por alguien muy popular en Estados Unidos, por un presentador de televisión, o por un actor famoso, y así siguen. Ahora es otro, porque aquellos primeros están ya tomando el sol en Florida, pero…, en general, las fiestas suelen ser siempre muy interesantes, muy divertidas y se pueden oír las canciones que han sido premiadas en el año y está muy bien la ceremonia. Hay unos orquestones de espanto, dirigidos por un compositor ya oscarizado y, aunque no entiendo una papa de música, se nota que suenan cojonudo. Esta fiesta es lo que nosotros en España intentamos remedar desde que creamos la Academia y los premios Goya, pero así sale… Horrorosa, porque está mal organizada, mal presentada, mal actuada, mal elegidos los fragmentos de música premiados, mal elegidos los vestidos de los presentadores; en fin, es un desastre; además, es un desastre eterno que dura muchísimo, porque hay unas calvas y unos vacíos… y porque siempre se cuela alguien que por recomendaciones, la mayoría de las veces injustificables, quiere lucirse y hace unas pequeñas chuflas y unos pequeños sketches que suelen ser lamentables. Encima de esto, los premiados se empeñan en dedicar la estatua de Goya a la familia, a los compañeros de la película, al productor, a los vecinos… Creo que esto de la ofrenda dura tanto como la que hacen en Valencia durante las Fallas. Y esta crítica es una autocrítica, dado que, aparte de fundador, sigo siendo presidente de honor de la Academia.

¿Cuánto tiempo va a durar este carnaval? No sé, pero espero, por el bien del cine español, que muy poco. Porque estos últimos Goya se están convirtiendo en mítines. En cuanto las presidentas de la Academia salen a dar la bienvenida la público, o a presentar algún premio, hacen un discurso político y unas reivindicaciones…, unas cosas que están absolutamente fuera de lugar. Sobre todo, para mí, y si viviera también, para Alfredo Matas, ya que el primer artículo del reglamento decía que la Academia no puede ser reivindicativa porque para eso ya existen los sindicatos y las asociaciones profesionales».

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