De niño, los días de huelga general eran los más gozosos para mí. Principalmente porque no había colegio y la televisión programaba películas todo el día. Además, ponían mis favoritas de entonces. Pelis de Bob Hope, de Fred Astaire, westerns… Una gozada que ocurría muy rara vez y que había que celebrar adecuadamente. Todo aquello contrastaba con las caras de preocupación de mis padres. Pero por entonces, no sabía calibrar todo aquello.
Cuando cumplí ocho años, mi padre comenzó a llevarme a las reuniones del sindicato CC.OO. al que él pertenecía. Su militancia era ideológicamente ilusa. No ocupaba cargo alguno, pero pagaba religiosamente sus cuotas y asistía a los actos convocados con la ilusión de aquel recién llegado a la democracia. Allí, en aquellas sesiones «formativas» vi por primera vez «Octubre» de Eisenstein. Su visionado generó en mi multitud de dudas, de modo que, cuando llegó el debate que seguía a toda proyección, las formulé, animado por mi padre y ante el silencio general, no obtuve respuesta alguna.
Pocos años más tarde, cuando tenía trece, mi padre llegó a casa con actitud sombría. Recogió el carnet del sindicato de un cajón de su mesilla y lo tiró a la basura. Los años que siguieron su actitud descreída creció y creció sin que nunca recibiera de él justificación para aquel arrebato.
Nunca podré perdonar a aquella pandilla de iluminados que le hiceran tanto daño a un hombre bueno. Algo que, supongo, suponía su día a día ideológico en aras de ese «mundo mejor proletario». Romper la ilusión es fácil. Restituirla, casi imposible. Reconstruir su inocencia quebrada le costó años a mi madre. Por mi parte, recibí la mejor «formación» posible sobre el funcionamiento de las tripas de una organización sindical.
Ayer fue más de lo mismo. Lo que durante toda mi vida he visto, pues al fin y al cabo ha transcurrido casi por completo en el llamado «cinturón rojo» de Madrid. Piquetes «informativos» imponiendo la ley del «porque me sale de los cojones, lo digo yo y punto», cuando no informándote de que si no haces lo que te dicen te partirán la cara. Patronal decimonónica en pleno ejercicio involutivo rumbo a los «buenos tiempos de la revolución industrial». Absurda guerra de cifras destinada a contentar a todo el mundo. Gobierno pasivo (en su línea) obstinado en no ofender a unos ni a otros. En resumen, un asco en el que salen perdiendo los de siempre.
Los sindicatos, tan anquilosados en el tiempo como la patronal, deben asumir de una vez que necesitan refundarse y dejar de apelar a la lucha de clases para conseguir sus objetivos. Prácticamente todas las leyes y decisiones gubernamentales que propiciaron huelgas en el pasado están vigentes hoy día. Este legítimo acto de fuerza debería ser reconducirse hacia la canalización del cabreo del ciudadano ante las injusticias del sistema sin jodidas banderitas que precedan sus pasos. Pero en su amancebado trono, supuestamente proletario, son incapaces de ver más allá de su ombligo. La patronal, por su parte, necesita una reinvención inmediata que entierre para siempre el clasismo que define a sus líderes y asemeje, al estilo nórdico o alemán, al asalariado con el tipo que paga sus nóminas. Porque, entiéndalo de una puñetera vez, la fulminación de las clases sociales reside en la formación y en la cultura, no en el puñetazo en la mesa, el decretazo o los pies pisando cabezas ajenas.
Los políticos, por su parte, merecen su parcela propia, dada su ineficacia y memez. La buena noticia es que se está gestando una generación de descreídos que abomina de todo lo que suena a compromiso político que no social. Círculo que aún tardará décadas en cerrarse. Para entonces, ojalá, puede que se inicie una edad de la razón y que las militancias sean olvidadas para siempre.