Archivos Mensuales: octubre 2011
Cuento de Hadas para el Siglo XXI…
En el nuevo milenio se han actualizado los iconos que pueblan los cuentos infantiles. Ahora no son dos hermanos los que huyen, sino que se trata de un niño africano. Hemos sustituido el bosque oscuro por una ciudad gris, y a la bruja malvada se le ha uniformado y armado con metralletas. Por último, el benefactor sigue siendo un anciano, que se afana en empedrar el camino con baldosas amarillas en lugar de asfalto. Por lo demás, en «Le Havre», la prodigiosa película dirigida por Aki Kaurismäki, la esencia de todo cuento se mantiene inalterable.
No demasiado se puede contar la trama que resulte novedoso. Un niño, inmigrante ilegal empeñado en llegar hasta Londres, es acogido y ocultado de la policía por un pintoresco grupo de habitantes de la ciudad francesa costera, comandados por un limpiabotas de reminiscencias libertarias, espíritu canalla (en grado de eterno aspirante, dada su ausencia de malicia) y luminoso sentido de la vida. Tras su estela se sitúa su esposa nórdica, presa de un sentido fatalista de la vida que le hace mantenerse lejos de las personas que quiere; algún comerciante de barrio y los moradores de un bar cercano, sospechosos habituales que darán cobertura al niño desarraigado en su afán por alcanzar la ciudad de la brumas. En frente, un inspector de policía al uso en sus vestimentas, poseedor, sin embargo, de una humanidad que se empeña en ocultar tras su placa.
Con mimbres tan escasos, al tiempo que exigentes, Kaurismäki deja de lado su habitualmente oscuro trazo en favor de una fotografía virada en color y un sentido del humor más explícito que el de su lúgubre tendencia. Abusa del manierismo en busca del favor del espectador, tratando, con frecuente éxito, de convertirle en un cómplice más de la peripecia del fugitivo logrando que la historia se asiente perezosamente, pese a los continuos tics que hacen inclinarse la balanza de la historia hacia los engominados precipicios de la cursilería más vil. Las intenciones del director finlandés se han hecho para entonces visibles, permitiendo contemplar un cuento de hadas completamente armado que advierte que a partir de ese instante cualquier revelación deberá ser tomada con la generosidad reclamada.
Llegados a su punto final la revelación indica que no son demasiadas las virtudes que adornan a «Le Havre». En realidad se podrían resumir en una sola, que al tiempo podría disgregarse hasta convertirse en un abanico vistoso repleto de vida y color. Es por esa razón que se le perdona demasiado, al tiempo que apenas se le reclama nada, una vez su discurso naïf nos ha ganado. Permitiendo que sus escenas finales, trampas inverosímiles de compleja digestión, sean tomadas como la pieza final de un rompecabezas hermoso que busca su verdad en la bruma. Pues, sabido es, conviene que la belleza sea tenue y el viaje lo suficientemente largo como confortable el premio final. Es ahí donde “Le Havre” toma conciencia de su misión, cuasi evangelizadora, de llevar esperanza a todos aquellos que alguna vez la extraviaron.
A Real Hero…
Tenía diez u once años cuando mi profesor de sociales me encargó, junto al resto de mis compañeros de clase, una curiosa tarea: ver «Raíces Profundas», que aquella misma noche se pasaba por televisión, para debatirla en clase al día siguiente. Recuerdo lo mucho que me impactó la historia de aquel héroe solitario y errante que se enfrenta a un cacique local. Al día siguiente nuestro profesor comenzó la clase soltando a bocajarro la pregunta: «¿para vosotros quién es el héroe de la película?» La totalidad de mis compañeros, salvo los payasos de clase habituales, que optaron por otorgar el título al caballo del protagonista, eligió a Shane (Alan Ladd) como lógico héroe de la función. Al fin y al cabo se enfrentaba en solitario a un grupo de asesinos en defensa de los desamparados granjeros del valle. Yo pronuncié, y aún no sé el motivo por el que lo hice, pues no me gustaba ni me gusta atraer la atención de los focos sobre mí, el nombre de Van Heflin, uno de los sufridos granjeros y esposo de la mujer (Jean Arthur) de la que se enamora en silencio Shane. El profesor, curioso, me preguntó el motivo de mi elección. Le contesté: «Porque se queda».
Aquel profesor es una de la escasa media docena de personas que me han fascinado por algún motivo a lo largo de mi vida. No recuerdo su rostro con exactitud, pero sí que era un tipo cálido y brillante que, en aquella ciénaga educativa, se esforzaba por estimular a sus alumnos. Después conocí a personas brillantes y generosas que se unieron a las abnegadas y a las que emanan amor que componen el mapa de mi vida sentimental. Al lado de una de ellas, la pieza más importante de este alma apaleada; la misma que me ha hecho crecer a golpe de caricias, dormiré esta noche.
Su rutina se compone de azules con las que da forma a todo cuanto hace. Tanto puede aparecer por sorpresa, mientras grita mi nombre, en una calle de Madrid con la navidad cercana, como puede llamarme a las cuatro de la mañana para decirme, emocionada como una niña, quién ha sido el ganador el Oscar al mejor actor del año.
Una vez, cuando la conocí, dejó una nota en un lugar en el que estabamos citados. «Te espero aquí esta noche», decía. Me hizo llorar. Hoy soy yo el que le deja una nota para marcarle el camino destinado a nuestro encuentro. Mi heroína auténtica que, al contrario que Shane, salva vidas sin quitar otras. La que se queda cuando el temporal arrecia. La que pone su mano en mi espalda…