Todos los días, a las seis de la tarde, un tipo vestido con el mismo traje gris aparecía en la redacción de Cahiers para recoger a su mujer. Cada día, Truffaut, Rohmer, Godard y Rivette se cruzaban con él en los pasillos. Su presencia se había convertido en algo familiar pese a que la mayoría tan sólo le conocía por ser el marido de Jeanette, la secretaria de la revista.
Su nombre era Jean Eustache. Tras la melancólica estampa que le proporcionaba su rostro afligido y su pelo largo y lacio, a la manera de los poetas del XVIII, se escondía un hombre de cine que coleccionaba premios gracias a sus cortos.
Rápidamente, Eustache, consiguió hacerse con un nombre dentro del mundillo del corto y mediometraje francés. Sus obras se comparaban con las de Vigo. La cúpula de la Nouvelle Vague simpatizó de inmediato con él. Truffaut, que carecía de estudios universitarios como él, se sintió primero identificado con el hombre y después fascinado por su obra. Rohmer, intelectual exquisito, se rindió al magnetismo trágico que emanaba su melancólica figura.
Conseguido el éxito, gracias al favor de la crítica, y convertido en lo que siempre quiso ser, un artísta romántico al estilo de Rimbaud, Eustache comenzó a frecuentar los más lúgrubes bares de Montparnasse dejándo de lado a su mujer a cambio de multitud aventuras ocasionales, lo que terminaría por costarle su matrimonio. La lenta debacle emocional comenzó entonces. Su carácter depresivo se agudizó tras el suicidio de una ex-novia que no pudo soportar el verse retratada en “La madre y la puta”, la gran obra del director. Al tiempo, los excesos con el alcohol sirvieron para alimentar su eterna insatisfacción agudizando una marcada paranoia que terminó con un intento de suicidio mientras se hallaba en un hotel griego. La caida de cinco pisos no acabó con su vida, pero le dejó físicamente incapacitado.
Un año más tarde, en 1981, ya con una carrera completamente destrozada, tuvo más suerte. Apareció muerto en su apartamento parisino. No dejó nota alguna de despedida. Tenía 43 años, aparentaba 60.
Tan sólo dirigió dos largos. El más notable, “La madre y la puta”, ya se consideró una obra de culto en vida de su autor. Narra la historia de Paul, joven pretencioso y despreocupado que, tras romper una relación con una mujer madura, se involucra en un triángulo amoroso formado junto a una enfermera promiscua llamada Veronika y Gilberte, treintiañera y madre que ama sinceramente a Paul y ve en él su última oportunidad de alcanzar la felicidad.
Durante más de tres horas y media jalonadas por silencios, los tres expondrán sus miedos y deseos sin llegar a dejarse ver en ningún momento. Serán los gestos los que les delaten. Las miradas del eternamente insatisfecho Paul en dirección a otras mujeres, inventando vidas paralelas. Los desvaríos de Veronika, deseosa de ser amada por cualquiera que vea en ella algo más que un culo bonito. La frustración de Gilberte, que observa embobada a Paul, sin el que ella no cree que su mundo tenga ningún sentido.
Eustache dio carpetazo final a la Nouvelle Vague con una obra amarga que expresa su fracaso. Convirtió la lujuria por vivir que imaginaron los cachorros surgidos de Cahiers du Cinema en una desesperanzada utopía que viene a demostrar lo que ya sabíamos, que estamos solos, sin importar cuanta gente se mueva a nuestro alrededor. Que el milagro de la otra mitad no es más que una quimera.
El célebre monólogo de Veronika, ninfómana emocional más que física, parte el corazón. Su decepción va más allá de sexos. Es la frustración todo ser vivo. Es la de un hombre (Eustache) que nunca encontró su lugar. La de todos aquellos que nunca fueron amados. Fue la puya a un movimiento que cambió el cine, pero que fue incapaz de encontrar una vía de escape cuando debió combatir con la realidad.
(…) Para mí no hay putas. Para mí, una chica que se deja follar por cualquiera no es una puta. No hay putas. Se la puedes chupar a cualquiera y no serás un puta por eso. No hay putas sobre la Tierra, compréndelo. La mujer que está casada y es feliz, que fantasea con hacérselo con el jefe de su marido, o por cualquier puto actor, o por el lechero o su fontanero… ¿Acaso es una puta?. No existen las putas. Me dejo follar por cualquiera, sí. Ellos me follan y yo me quedo a gusto. ¿Por qué le dais tanta importancia al sexo? ¿Me follas? Bien. Gritas “Oh, cómo te quiero. Sólo tú puedes hacérmelo así. Sólo existo para que me folles como tú sabes”, y toda esa mierda que ellos quieren escuchar. La cuestión es graciosa para nosotras. Pero suena como algo horrible y sórdido. ¡Joder, qué cosa tan sórdida! (…)
(…) Y no estoy borracha porque llore. Lloro por toda mi vida pasada. Mi vida sexual pasada, que es tan corta. Cinco años de vida sexual es muy poco. ¿Lo ves, Maria?, te cuento esto porque te quiero. Tantos hombres me besaron. Me desearon porque tenía un buen culo que puede ser eventualmente deseable. Porque tengo pechos muy hermosos. Mi boca tampoco está mal. Y muchos hombres me desearon por eso, no me vieron a mí, desearon el vacío. Besaron el vacío. Follaron el vacío. Me besaron como a una puta. Pero, ¿sabes?… creo que un día un hombre vendrá y me querrá y me hará un niño. Lo hará porque me querrá de verdad. Porque me verá. Y el amor sólo es valioso cuando se quiere tener un niño juntos. Si los dos queremos tener un hijo es porque nos queremos. Una pareja que no quiere tener hijos no es nada. Es una mierda. Es un polvo. (…)
(…) Mi tristeza no es un reproche, lo sabes. Es una vieja tristeza que anda vagabundeando desde hace cinco años. Sólo es eso. Pero da igual. Soy infeliz porque nadie me quiso nunca. Pero vosotros estáis bien juntos. Sabed que vais a ser felices…
