Y Poder Escapar…

John Patrick Shanley estaba en lo más alto. El guión de «Hechizo de Luna» había sido recibido como una muestra de genialidad que, para la mayoría, le emparentaba con Preston Sturges y Capra. Al recoger el lógico Oscar que le fue entregado en 1988, hizo un logrado ejercicio de falsa modestia en lo que venía a ser algo así como un proclamación narcisista de sí mismo con nuevo amo del corral.

Después vino «Joe Contra el Volcán»

Se empeñó en dirigir una pieza propia intensamente ambiciosa que recibió palos desde cada ángulo posible. Fue defenestrado, y si bien no dejó de trabajar para la industria del cine, buscó cobijo en las tablas del teatro donde fue acogido como el hijo pródigo bíblico que regresaba a casa arrepentido de sus pecados.

A mí, cuyas preferencias navegan contra corriente más de lo debido, me gusta «Joe Contra el Volcán». Incluso sumando sus múltiples defectos. De hecho, sin ellos no sería igual. De acuerdo en que Meg Ryan resulta poco creíble en su triple papel. Más que cierto es que Tom Hanks peca de una afectación excesiva y que los secundarios no se creen que su lugar en la farsa tenga sentido alguno. La trama es sincopada, los diálogos confusos, el mensaje que se pretende transmitir difuso. Sin embargo, la historia del hombre que al saber que va a morir pierde el miedo a vivir siempre me resultó cercana.

La escena que muestra cómo pasa en una playa toda una noche, tras rechazar una tentadora oferta sexual, hasta ver amanecer por última vez palicede ante la mítica aparición de una gigantesca luna llena en medio del océano cuando ya se ha convertido en un náufrago físico tras llevar semanas siendo un náufrago emocional. En aquel momento Joe descubre que su lugar en el mundo es insignificante. Lo mismo da que esté vivo o muerto, el mundo seguirá girando y el sol y la luna aparecerán cada día y cada noche.

Shanley asumió el fracaso a duras penas buscándo refugio en casas de amigos durante meses. Al final pronunció una frase que podría haber salido de uno de sus guiones: «No sé cuál es mi lugar, y ni siquiera sé si quiero seguir buscando». Después mostró su arrepentimiento (y se equivocó) por haber rodado la historia de Joe de aquel modo. Se lamentó de lo mal que fue lanzada y vendida una comedia amarga que la mayoría de los pocos que la vieron en pantalla grande entendieron mal o no quisieron entender.

El final de la película, inicialmente diferente, muestra la rendición de Shanley más a sí mismo y sus a miedos que a las presiones del estudio. Y a día de hoy Joe sigue buscando su lugar en el mundo…

JoeVsVolcanoStill_1

Falling…

Squirrell: ¿Cuéntame por qué las mujeres se enamoran de unos hombres en lugar de otros?

Sue Ann: Apuesto a que has tenido a montones de chicas.

Squirell: Sí, claro…

Sue Ann: Estoy segura de que montones de chicas escarbaron para ver al chico especial que habita dentro de ti.

Squirell: Te equivocas. Nunca le interesé a demasiada gente. Las chicas creen que los chicos no saben nada sobre ellas y que lo saben todo sobre nosotros. Pero no funciona así. Conocí a algunas chicas que me dijeron que era un tipo agradable y que después acabaron con otros tipos agradables más fáciles de domesticar. En realidad todo se reduce a eso: las chicas buscan fieras salvajes a las que domar para que encajen en su mundo. Mientras tanto se lamentan todo el tiempo de lo que habría sido su vida si hubiesen podido capturar a ésta o a aquella fiera, más hermosa o más sensible que la que consiguieron. Y tú languideces sin que se den cuenta…

Dancer, Texas Población 81 (1998)

Catch the wind…

En «Spotswood», olvidada y muy estimable cinta australiana de los noventa, un chico apocado (Ben Mendelson) se enamora de una chica feucha (Toni Collette) en el marco de una salvaje reconversión industrial que amenaza con dejar en la calle a todos los trabajadores de una fábrica de zapatos. El futuro, ya lo dice el ejecutivo encargado de realizar la operación (Anthony Hopkins), está en Filipinas y en China y en Indonesia, pero no en Spotswood.

Hacia el final, el desengañado protagonista, que una vez soñó con la hija del dueño de la fábrica (bonita, pero  estúpida) sube a los tejados más altos de Spotwood donde se encuentra con Collette, a su vez desengañada tras conocer al chico guapo (también bastante bobo) que soñó le invitaría a salir un sábado noche, hasta que lo hizo y el hechizo se esfumó. Allí, con la única compañía de las gaviotas se sientan los dos para ver pasar la última tarde en que el humo brotará de las chimeneas de la fábrica.

Wendy: ¿Qué crees que pasará ahora?

Carey: No lo sé. Mañana me levantaré, me pondré mi mejor traje e iré a Sydney a pasar el día contigo.

Wendy: ¿Conmigo?

Carey: Si tú quieres.

Wendy: Quiero. Pero, ¿qué ocurrirá después?


Corazones Enterrados…

De todo lo extraño que atrae hacia sí la bacheada «De Fosa en Fosa», destaca el silencio. Los peculiares personajes que pueblan el metraje, todos ellos tronados, se conducen en la oscuridad utilizando las manos, la intuición y el corazón. Del silencio extrae su libertad Pero, orador en funerales extremadamente sensible que sirve de guía a través de un catálogo de seres huerfanos de sí mismos: su amigo Shooki enamorado secretamente de la sordomuda Ida; el abuelo suicida en potencia que pide auxilio en cada uno de sus estrafalarios intentos por quitarse la vida; la hermosa Renata, amor platónico de Pero, entregada a una viciada relación de posesión orquestada por su padre; la abnegada Vilma y su crápula marido… Todos ellos, sus peripecias, sirven para tejer un lienzo previsible jalonado por líricas perlas casi estáticas que siembra a lo largo del metraje su director, Jan Cvitkovic.

Las concesiones a los tópicos del cine balcánico no son pocas: la locura como vía de escape; lo hermético como respuesta a una pregunta nunca formulada; lo racional como enemigo del alma… la herencia de Kusturica. Sus personajes bailan en silencio. Se comunican mediante gestos en detrimento de la palabra. Se quieren a lo lejos… siempre en silencio. Una trágica lección de vida tamizada por lo torpes movimientos de personajes en realidad cómicos.

Y al final, cuando todo parece perdido ante lo cotidiano, surge el calambrazo de entre la oscuridad. Un cuarto de hora final brillante, emocionante que sólo resulta comprensible desde el silencio.

El abrazo que habla…

El marido de Jeanette…

Todos los días, a las seis de la tarde, un tipo vestido con el mismo traje gris aparecía en la redacción de Cahiers para recoger a su mujer. Cada día, Truffaut, Rohmer, Godard y Rivette se cruzaban con él en los pasillos. Su presencia se había convertido en algo familiar pese a que la mayoría tan sólo le conocía por ser el marido de Jeanette, la secretaria de la revista.

Su nombre era Jean Eustache. Tras la melancólica estampa que le proporcionaba su rostro afligido y su pelo largo y lacio, a la manera de los poetas del XVIII, se escondía un hombre de cine que coleccionaba premios gracias a sus cortos.

Rápidamente, Eustache, consiguió hacerse con un nombre dentro del mundillo del corto y mediometraje francés. Sus obras se comparaban con las de Vigo. La cúpula de la Nouvelle Vague simpatizó de inmediato con él. Truffaut, que carecía de estudios universitarios como él, se sintió primero identificado con el hombre y después fascinado por su obra. Rohmer, intelectual exquisito, se rindió al magnetismo trágico que emanaba su melancólica figura.

Conseguido el éxito, gracias al favor de la crítica, y convertido en lo que siempre quiso ser, un artísta romántico al estilo de Rimbaud, Eustache comenzó a frecuentar los más lúgrubes bares de Montparnasse dejándo de lado a su mujer a cambio de multitud aventuras ocasionales, lo que terminaría por costarle su matrimonio. La lenta debacle emocional comenzó entonces. Su carácter depresivo se agudizó tras el suicidio de una ex-novia que no pudo soportar el verse retratada en “La madre y la puta”, la gran obra del director. Al tiempo, los excesos con el alcohol sirvieron para alimentar su eterna insatisfacción agudizando una marcada paranoia que terminó con un intento de suicidio mientras se hallaba en un hotel griego. La caida de cinco pisos no acabó con su vida, pero le dejó físicamente incapacitado.

Un año más tarde, en 1981, ya con una carrera completamente destrozada, tuvo más suerte. Apareció muerto en su apartamento parisino. No dejó nota alguna de despedida. Tenía 43 años, aparentaba 60.

Tan sólo dirigió dos largos. El más notable, “La madre y la puta”, ya se consideró una obra de culto en vida de su autor. Narra la historia de Paul, joven pretencioso y despreocupado que, tras romper una relación con una mujer madura, se involucra en un triángulo amoroso formado junto a una enfermera promiscua llamada Veronika y Gilberte, treintiañera y madre que ama sinceramente a Paul y ve en él su última oportunidad de alcanzar la felicidad.

Durante más de tres horas y media jalonadas por silencios, los tres expondrán sus miedos y deseos sin llegar a dejarse ver en ningún momento. Serán los gestos los que les delaten. Las miradas del eternamente insatisfecho Paul en dirección a otras mujeres, inventando vidas paralelas. Los desvaríos de Veronika, deseosa de ser amada por cualquiera que vea en ella algo más que un culo bonito. La frustración de Gilberte, que observa embobada a Paul, sin el que ella no cree que su mundo tenga ningún sentido.

Eustache dio carpetazo final a la Nouvelle Vague con una obra amarga que expresa su fracaso. Convirtió la lujuria por vivir que imaginaron los cachorros surgidos de Cahiers du Cinema en una desesperanzada utopía que viene a demostrar lo que ya sabíamos, que estamos solos, sin importar cuanta gente se mueva a nuestro alrededor. Que el milagro de la otra mitad no es más que una quimera.

El célebre monólogo de Veronika, ninfómana emocional más que física, parte el corazón. Su decepción va más allá de sexos. Es la frustración todo ser vivo. Es la de un hombre (Eustache) que nunca encontró su lugar. La de todos aquellos que nunca fueron amados. Fue la puya a un movimiento que cambió el cine, pero que fue incapaz de encontrar una vía de escape cuando debió combatir con la realidad.

(…) Para mí no hay putas. Para mí, una chica que se deja follar por cualquiera no es una puta. No hay putas. Se la puedes chupar a cualquiera y no serás un puta por eso. No hay putas sobre la Tierra, compréndelo. La mujer que está casada y es feliz, que fantasea con hacérselo con el jefe de su marido, o por cualquier puto actor, o por el lechero o su fontanero… ¿Acaso es una puta?. No existen las putas. Me dejo follar por cualquiera, sí. Ellos me follan y yo me quedo a gusto. ¿Por qué le dais tanta importancia al sexo? ¿Me follas? Bien. Gritas “Oh, cómo te quiero. Sólo tú puedes hacérmelo así. Sólo existo para que me folles como tú sabes”, y toda esa mierda que ellos quieren escuchar. La cuestión es graciosa para nosotras. Pero suena como algo horrible y sórdido. ¡Joder, qué cosa tan sórdida! (…)

(…) Y no estoy borracha porque llore. Lloro por toda mi vida pasada. Mi vida sexual pasada, que es tan corta. Cinco años de vida sexual es muy poco. ¿Lo ves, Maria?, te cuento esto porque te quiero. Tantos hombres me besaron. Me desearon porque tenía un buen culo que puede ser eventualmente deseable. Porque tengo pechos muy hermosos. Mi boca tampoco está mal. Y muchos hombres me desearon por eso, no me vieron a mí, desearon el vacío. Besaron el vacío. Follaron el vacío. Me besaron como a una puta. Pero, ¿sabes?… creo que un día un hombre vendrá y me querrá y me hará un niño. Lo hará porque me querrá de verdad. Porque me verá. Y el amor sólo es valioso cuando se quiere tener un niño juntos. Si los dos queremos tener un hijo es porque nos queremos. Una pareja que no quiere tener hijos no es nada. Es una mierda. Es un polvo. (…)

(…) Mi tristeza no es un reproche, lo sabes. Es una vieja tristeza que anda vagabundeando desde hace cinco años. Sólo es eso. Pero da igual. Soy infeliz porque nadie me quiso nunca. Pero vosotros estáis bien juntos. Sabed que vais a ser felices…


El Festín que nunca se dio Louis…

Transcurría tranquila la ceremonia de los Oscar de 1988 cuando llegó el turno de entregar el premio a la mejor película extranjera. La clara favorita era «Adiós Muchachos», bello canto del cisne del veterano director francés Louis Malle. Tenía todas las papeletas para conseguir el premio: era un director prestigioso, la película a concurso era emotiva (además de tener judíos y Holocausto de por medio), había rodado en los States durante casi diez años e incluso estaba casado con una estrella local (Candice Bergen). Todo estaba dispuesto para la coronación de Malle. Sin embargo, el nombre que sonó en el Shrine Auditorium aquella noche no fue el de su película sino el de «El Festín de Babette», modesta película danesa dirigida por Gabriel Axel. Entonces Malle, encabritado, tomó de la mano a su esposa (lástima de vestido que apenas pudo lucir la Bergen) y se marchó de la ceremonia soltando improperios a todo el que cruzaba su camino…

En la península de Jutlandia, dos hermanas ancianas, hijas de un pastor extremadamente rígido, se afanan por mantener viva su memoria y su legado en la pequeña comunidad en la que viven. Una noche de lluvia de junio de 1871, una extraña mujer aporrea su puerta. Se trata de Babette Hersant, parisina que huye del terror revolucionario en busca un lugar que le dé asilo. Tras explicarles, con sumos problemas, su odisea y la muerte a manos de la turba de su marido e hijo, suplica a las hermanas le presten asilo a cambio de su trabajo. Posee referencias difusas y una carta en la que se puede leer: «Babette sabe cocinar».

Pasan los años y Babette continua reservando una pequeña cantidad de dinero que envía misteriosamente a su país cada primero de mes. El año en que se celebra el centenario de la muerte del pastor padre de las hermanas, la pequeña comunidad pretende celebrarlo de modo austero, siguiendo las enseñanzas y el carácter de su guía espiritual. Poco antes, a través de la carta de un amigo, Babette se entera de que la cantidad de dinero que envía cada mes se ha convertido en 10.000 francos. Al parecer, la exiliada mantenía su abono de lotería y ahora se ha convertido en una mujer rica. Las hermanas, convencidas de que van a perderla, esperan un último gesto antes de su marcha, y éste llega en forma de convocatoria para la que será la mejor cena que aquel recóndito lugar había conocido.  Durante las semanas posteriores al anuncio se sucenden la entrega de los pedidos solicitados por Babette: carretillas repletas de botellas que contienen los mejores vinos de Francia, España e Italia; patés de aromas embriagadores; especias desconocidas; lechugas de la Lombardía; caracoles normandos  e incluso una tortuga viva de las Galápagos. La comunidad, anonadada, se resigna a cenar esos extraños alimentos con gran expectación. Entre los comensales, se encuentra un general retirado, recién llegado de París, que en su tiempo cortejó sin éxito a una de las hermanas y que más tarde mantendría su soltería desengañado. Él será el que más disfrute de la cena servida por Babette: sopa de tortuga acompañada de vino amontillado; Blinis Demidoff regados con champagne cosechado en 1860 en Rennes; codornices en sarcófago; ensaladas exóticas y para terminar, fruta fresca: uvas, melocotones, higos… Extasiados por el festín, los invitados no aciertan a encontrar las palabras que puedan agradecer el esfuerzo de Babette, que hace tiempo desapareció de escena sin que nadie se diese cuenta. Pálida y fuera de sí, las hermanas la encuentran en la cocina a tiempo de que ella les confiese su secreto: En otro tiempo fui cocinera del café Anglais. El mejor restaurante de París. Puede que el mejor restaurante del mundo. Las hermanas le prestan auxilio y le suplican que continúe con ellas, a lo que Babette responde afirmativamente.

¿Y qué ocurre con los 10.000 francos que ganaste?

¿Qué quieren ustedes que les diga? Una cena para doce en el café Anglais cuesta 10.000 francos.

Basado en un delicioso cuento de Karen Dinesen, esta maravilla sacó de sus casillas a Louis Malle hace veinte años. Y dice la leyenda apócrifa, que el día que murió seguía maldiciendo los fogones de su, irónicamente, compatriota Babette.

Lo que hay que tener…

Washington (Ted Danson) es un profesor de instituto entusiasta que trata, con poco éxito, de empapar de magia la infancia de su hijo. Éste (Ryan Todd), es un niño descreído acostumbrado a las peleas en el patio del colegio cada vez que se burlan de la cojera de su padre (veterano de Vietnam). Y está Katherine (Mary Steenburgen), esposa y madre que sufre de agorafobia pese a los intentos diarios de su marido por llevarla hacia el mundo real mediante pequeños pasos dirigidos hacia su jardín.

Él dedica su tiempo libre a inventar artefactos inútiles y a tratar de sacar de su aislamiento a su mujer e hijo. Son una familia peculiar. Tal vez por esa razón, a nadie le extrañó que el día 16 de julio de 1969 decidiese emprender un viaje hacia el valle de la luna, situado en Idaho, inspirado por los astronáutas de la misión Apolo XI. De modo que cargó algo de ropa en el destartalado Pontiac familiar y durante cuatro días viajó hasta allí junto a su hijo. Katherine se quedó en casa, incapaz de traspasar las puertas que la mantenían reclusa.

Y Neil Armstrong tenía razón cuando dijo aquello del pequeño gran paso, porque al regresar a casa, Katherine les esperó en el jardín.

«Pontiac Moon», peliculita que casi nadie ha visto, es mi particular homenaje al 40 aniversario de la conquista lunar. Los tres pasajeros del Eagle terminaron entregados al misticismo religioso, la botella y las drogas alucinógenas. No puede ser casualidad que todos los hombres que pisaron la luna se divorciaran y prácticamente la totalidad de los que les precedieron siguieran el mismo camino. La anomalía, el no computable, fue John Glenn, el austronáuta milagro que sobrevivió a una reentrada manual en la atmósfera…

«La vorágine de periodistas era tal que John (Glenn), apenas podía maniobrar. Todos querían hablar con él. Pero todos tuvieron que esperar. El gobernador, el delegado de la NASA, incluso el presidente Kennedy tuvo que hacerlo… Fue Annie, su mujer, la primera persona con la que habló.»


Show me the money…

En una escena de «Con el dinero de los demás» el viejo empresario honesto (Gregory Peck) le dice al tiburón de Wall Street (Danny de Vito): «¿Qué será de mis empleados?». A lo que él responde: «No es mi problema».

La película de Norman Jewison es una revisión obligatoria en tiempos tan oscuros. Un broker sin escrupulos se interesa por una ruinosa empresa dirigida por un tipo de la vieja escuela que cena con sus empleados, que los trata como iguales,  que les paga sus sueldos de su bolsillo desde el día que la empresa dejó de dar beneficios, que contrata a una abogada (Penelope Ann Miller), con tan poco escrupulos como el tipo que desea hacerse con su empresa, para evitarlo…

El desenlance en puro Capra: Los empleados no pierden su empleo, el tiburón se humaniza y toca el violín para la abogada al otro lado de un teléfono. La enamora y se queda con ella. Y los que lo vemos somos felices porque la quimera se dio una vez más. Aunque la realidad sea otra cosa.

Chicos de Pueblo…

Samantha: «Fíjate en sus nombres. La mayoría eran chicos de pueblo.»

In Country (1988)

Hubo un tiempo en el que Emily Lloyd parecía que iba a comerse el mundo.

Norman Jewison, director de «In Country», es apodado cruelmente en Tinseltown como el quiero y no puedo de la industria. Y en realidad es así. Ni siquiera cuando dispone de guiones redondos («Hechizo de Luna») es capaz de hacer honor al texto que filma.

De «In Country», una nueva vuelta de tuerca al eterno trauma norteamericano de la guerra de Vietnam, queda en la memoria la adolescente a punto de graduarse (Emily Lloyd) haciendo footing cada mañana al son de «I’m on fire» del Boss. Quedan los arrebatos de su tío Emmett (Bruce Willis), el único hombre que puede ponerle sobre la pista un padre que no llegó a conocer (murió en la guerra). Queda la nada disimulada atracción que ella siente por Emmett. Queda la música enfática de James Horner y una canción de The Mamas & the Papas («Dedicated to the one I love»). Quedan las reuniones de veteranos que gritan: «Qué se jodan los políticos». Y queda un viaje a Washington para tocar el nombre de su padre tatuado en piedra. No es poco.

Historias bajo tierra…

La esposa: «Te quiero. Nos vemos esta noche»

John T.: «Contaré los segundos»

El episodio de «Historias del Metro» en el que un joven broker (Mike McGlone) se despide su bellísima esposa (Gretchen Mol) por unas horas, es relevante y seguramente la mejor parte de esta segmentada historia de vidas subterraneas. Una vez en el vagón de tren, John busca, como hace cada mañana, a la chica misteriosa (Rosie Pérez) para mantener la llama encendida un día más. Se susurran palabras falsas que nadie puede escuchar, se tocan, se quieren, tienen sexo y de algún modo, se engañan pensando en un mañana que nunca llegará. Él vestido con un impecable traje azul hecho a medida y ella con ropas de saldo. Él casado con una chica preciosa y ella, rodeada de gañanes, sin más comprimiso que la promesa de una mañana más en un vagón de metro.

Dirige Abel Ferrara, no digo más.