Al Fondo…

De camino a Egipto hicimos escala en Madrid. Solicitamos visados sin esperanza de que nos los concedieran y sorprendentemente, una hora antes de que nuestro avión prosiguiera su camino, un funcionario español nos dio el visto bueno para pernoctar en Madrid. La única condición fue que no contactásemos con la disidencia […] No pudimos conversar con el pueblo salvo en la recepción del hotel. Allí nos encontramos con personas asustadas que insultaban a Fidel y temían una invasión cubana de España. ¡¡Pero si ni siquiera tenemos barcos!!, les contestaba. Nos encontramos con una sociedad moral e intelectualmente empobrecida. Un pueblo manso y resignado que tras años de carencias comenzaba a disfrutar de algunas comodidades materiales: autos, aparatos de televisión, electrodomésticos. La falta de libertad no es suficiente. Sin hambre no hay posibilidad de una revolución popular.

Diarios – Ernesto «Che» Guevara.

El 13 de junio de 1959, el Che visitaba España por primera vez (lo haría en dos ocasiones más). Un joven fotógrafo (César Lucas) le solicitó permiso para realizar una mítica sesión cerca de la Ciudad Universitaria. La frustración del guerrillero (palpable en las fotografías) se dio al constatar que el espíritu de la España de los años treinta había sido borrado por completo por el régimen sin que un sentimiento de revuelta lo sustituyese.

En su última y clandestina visita, en 1966 camuflado como Ramón Benitez, el Che escribió en su diario: En España todo está perdido.

 

 

Panero…

Un águila cae sobre la página

Un águila SE ENFRENTA A LA NADA

Dialogando a solas con la nada

Acercando del abrazo del viento

Que cae como la lluvia sobre la nada

II

El día de mi cumpleaños fui por allí. Una azafata rubia postiza, bonita y amable, me confirmó que estaría aquella tarde. Pasaban veinte minutos de las cinco y las casetas continuaban cerradas. Le pregunté a un tipo con pinta de aburrido, sentado junto a una de ellas, a qué hora abrirían.

-A las seis, me dijo.

Quedaban cuarenta minutos. Ella me llamó entonces y hablamos. Ya sabía que iba a dejarme, aunque aún pasarían varias semanas para que la  ruptura fuese efectiva. Traté de ser conciliador, siempre el jodido tipo amable al que no le importa que le jodan. Estoy cansado de esa mierda. La noté triste y me sentí triste. Yo estaba sentado sobre la hierba, entornando la cabeza porque no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Colgó justo un minuto antes de que mi hermano mayor me dijese que una de las casetas que buscaba llevaba un rato abierta. Un famoso poeta, casado con una conocida escritora, me estrechó la mano y me sonrió. Todo muy calculado. Entonces le empecé a hablar de que en realidad no conocía su obra, y de que una persona muy especial le admiraba hasta el punto de coronar con uno de sus versos un lugar sostenido en la nada. Me preguntó por ella, y le conté. Después, le hablé de aquel verso en cuestión y él rebuscó entre sus libros hasta encontrarlo. Escribió una dedicatoria antes de entregármelo.

-No lo puedo pagar, le dije.

-Es un regalo para ella.

-Pero estás aquí para vender libros. Me siento mal por no poder pagártelo.

-A veces hago excepciones.

Después busqué su caseta. No estaba. Pregunté por él al tipo situado detras de la barra blanca. Me contestó que se encontraba indispuesto y me aseguró que estaría al día siguiente.

Volví. Era sábado y hacía calor a mediodía incluso llevando la manga corta de aquella camiseta negra del Boss. Reconozco que estaba ansioso, llegué una hora antes de que su presencia fuese material. Hora que empleé en caminar parsimoniosamente entre las mil casetas que deseaban vender su libro. Hablé mecánicamente con varios de aquellos tipos. Compré un libro, que no he leído aún, porque su autor me cae bien. Vago motivo, lo sé, su obra es una peste. Después, me encontré con una escritora hermana de otra escritora. Se llama como ella y su libro le gustaría, pensé. Todos los puestos tenían audiencia menos el suyo. Tal vez por ello, me dedicó veinte minutos extraños. Empecé hablándole de nimiedades y terminé recordando a su hermana, que ya no está. Luego le pedí que escribiese una dedicatoria especial para una chica especial, y para mi sorpresa accedió. Al terminar, se levantó, me besó en las mejillas y me susurró algo al oído.

Le dije:

-Es lo más bonito que me han dicho en años.

Volví la mirada al cabo de unos diez metros. Me gustó encontrarme con la suya.

Llegué al lugar que llevaba buscando más de veinte años. Y allí estaba él, muy delgado, moviéndose de un lado a otro como un animal enjaulado. Llegué justo en el momento en que se largó para mear. Así me lo confirmó el tipo de la caseta, que debia recordarme del día anterior. En los quince minutos que pasaron hasta que regresó, dos mujeres sesentonas se situaron tras de mí y hablaron de gilipolleces durante cinco minutos.  En un momento dado, una de ellas dijo:

«Vámonos, dicen que este tío está loco»

Se fueron.

La caseta en la que firmaba Risto Mejide (o Mejode), se situaba no muy lejos de allí. Estaba a rebosar. La fila de gente que esperaba hablar con él atravesaba la meridiana hasta volverse sobre sí misma. Yo estaba nervioso por primera vez en meses. No sabía por qué: «ya no tengo miedo de nada», me repetía mentalmente. Hasta que él apareció y hablamos durante unos treinta minutos,  seguramente más.

Al poco rato, me dijo:

-Estoy drogado.

Se le notaba. Su voz se arrastraba y un par de veces me habló en francés. Le dije que su poesía me llegaba tanto como la de Pessoa. Me contestó que no era verdad. Que al portugués le recordarán y a él no.

-No me gustan los elogios.

-Es un hecho, no un elogio.

No te voy a firmar.

-Ni yo voy a comprar. Sólo quería verle otra vez.

-¿Te conozco?

-Soy el niño que le pasaba cigarrillos mientras estuvo recluido en el psiquiátrico de Leganés.

Entonces cogió un bolígrafo. Me dijo que allí le había tratado bien, no como en Mondragón. Pero no me recordó y no insistí. Firmó con un garabato ilegible el primer libro que sus manos encontraron. Entonces recordé que a una conocida muy querida le gusta su obra, aunque no es nada mitómana. Le pedí un esfuerzo: que dedicase un libro más para ella. Me dijo que no.

-Es para una mujer muy especial, le dije. Una mujer que le admira y que además es muy bonita.

Pronuncié su nombre y volvió a tomar el boli para garabatear un libro más. Con su voz cazallera, me dijo que lo hacía porque era un nombre bonito y porque era para una mujer. Me dijo que yo le caía bien, que me quedase un rato más en honor de aquellos cigarrillos que no recordaba. Llegado un momento de confianza inesperado, le conté lo qué había ocurrido en mi vida en los últimos meses.

-Estás jodido. Nunca confíes en nadie. Al final, todos te fallarán.

Fue casi la misma frase frase que él pronunció cuarenta días antes. Unos diez minutos después, un tipo vestido de negro se colocó detrás de mí. Me despedí. Me tendió la mano y esta vez se la estreché.

-Mañana no te recordaré, me dijo.

Y eso fue lo que ocurrió.

From Vetusta with Love…

Es jueves por la noche y estoy agotado. Ha sido un día largo. Suena el móvil. Nunca suena (con mucha suerte una vez a la semana) y tenía que hacerlo ahora que mi cabeza está embotada y mis piernas no responden mis órdenes. No puedo creer lo que escucho. Llevo más de dos años sin oír su voz y tiene que llamarme precisamente el día que menos fuerzas me quedan.

¿Cómo estás?

Estoy bien, ¿y tú?

Preguntas absurdas entre quienes han tenido tanta intimidad. Veinte minutos después, me pregunta:

¿Has conocido a alguien?

Eres la segunda persona que me pregunta lo mismo en los últimos quince días. Conocí a alguien, sí. Y desapareció en pocos meses. Luego apenas tuve contacto con ella. No tengo mucho más que contar.  ¿Y tú?

Salí con alguien durante casi un año. Lo dejamos en octubre.

Un rato después me ofrece tomar una copa el sábado en plan amigos. No puedo ir, le miento. No consigo ver a alguien a quien he querido como a una amiga. Insiste y repito la misma excusa. Tras la tercera intentona desiste. Me llamará el domingo por la noche, me dice y le contesto que siempre estaré para ella y para unas pocas personas más a las que yo les importo un pimiento.

Vuelvo a sentarme en el sofá. Son las once y media.

Y recuerdo que…

Oviedo, verano de 2006…

El día que llegué, hablé con el padre de ella hasta bien entrada la madrugada. Nos sentamos el uno frente al otro en unas sillas incómodas coronadas por una mesa sobre la que se situaban unos vasos tan pequeños que debías vaciar hasta cinco veces una lata de cerveza para apurarla. Me habló de aquella secuencia de «El Hombre que Sabía Demasiado» en la que el maquillaje del hombre que muere se queda en las manos de James Stewart. Yo le repliqué con la secuencia silenciosa en la que Stewart sigue a Kim Novak a través de la ciudad de San Francisco en «Vértigo».  Quince apasionantes minutos sin que se pronuncie una palabra. Y habría seguido hablando con él hasta el amanecer porque hablabamos de Hitchcock, de sus historias, de sus películas, de las claves secretas que ocultan, de sus miedos, de sus no muchas alegrías… Lo estaba pasando tan bien que apenas presté atención al reloj. Serían casi las cuatro de la madrugada cuando ella apareció, puso sus manos en mi espalda y dijo:

«Ya está bien, ¿no? Dejadlo para mañana»

Él era (y seguirá siendo, espero, desde entonces no tengo noticias de él) un tipo entrañable con una gran capacidad de empatía. Intuía lo que los demás necesitaban y el momento en el que debía aplicarse la cura. Y yo, aquella noche, necesitaba hablar del gordo inglés para ahuyentar por unas horas preocupaciones situadas a cientos de kilómetros de allí.

Me levanté tarde la mañana siguiente, serían las once. Ella y sus tetas espectaculares (nunca usaba sostén, ni falta que le hacía), había salido a comprar el periódico y algo para comer, me dijo. Me lo había encontrado en el salón, al bajar. Admiré el que se hubiese levantado casi sin tocar la cama. Él le quitó importancia. Y allí estaba, con un libro enorme entre sus manos. Al decirme que lo había comprado aquella mañana de viernes para mí, me emocioné. No es algo que me ocurra a menudo. El regalo se trataba de una edición limitada y exclusiva lanzada por el ayuntamiento de Oviedo sobre la vida y obra de Hitch. El libro debe ser carísimo, fue lo primero que pensé. El dinero me trae bastante sin cuidado, pero fue lo primero que pensé. Es mucho más que un regalo. De hecho, es además un libro imprescindible para cualquier fanático de Hitch.

En los días que siguieron a aquello, me tumbé en la hierba muchas veces y cerré los ojos confiado y me columpié en un parque de las afueras de la ciudad. Fui feliz. Creo que fue la última vez que fui feliz de un modo pleno. Al menos lo fui hasta que una llamada, cinco días después de mi llegada, lo abortara todo.


El jueves por la noche, tras colgar, me levanté, cogí el libro y comencé a leerlo por tercera vez. Antonio Weinrichter, Guillermo Cabrera Infante, Miguel Marías, Juan Cobos, Carlos F. Heredero… no son malos compañeros de insomnio. Serían las tres cuando el sueño llegó…

Señales en Los Angeles…

«L.A. Story» (irreproducible su épico título español) es a la ciudad de Los Angeles lo que «Manhattan» a Nueva York. Un poema de amor hacia una ciudad que convierte en virtudes cualquiera de sus defectos. Dirigida en 1991 por Steve Martin, no hay en ella motivos que expliquen la adoración que sienten los angelinos por una ciudad poblada por tipos de mediana edad que siempre tienen novias (o novios) treinta años más jóvenes, por chicas llamadas SanDeE* («Mi nombre se escribe con S mayúscula, a y n minúsculas, D mayúscula, e minúscula y E mayúscula seguida de una estrella») que ejercitan su cuerpo y descuidan su mente, de pechos de silicona («Tócalas» «A ver…» «¿Y bien?» «Son raras» «Es que son naturales»), de museos demasiado grandes que deben recorrerse con patines, de restaurantes franceses snobs como «L’Idiot» que siempre tratan con desprecio a sus clientes («¿Su mesa habitual, Sr. Christopher?» «No, hoy quiero una mesa buena» «Me temo que eso es imposible, señor»), de dietas macrobióticas y carreteras que nunca acaban («¿Qué quieres hacer?» «He pensado en hacer una ruta cultural por la ciudad» «Eso nos llevará 15 minutos, ¿y después qué?» «Vaya, una cínica. Primero nos detendremos a seis manzanas de aquí» «¿Por qué no vamos dando un paseo?» «¿Caminar? ¿En Los Angeles?»)…

También hay carteles gigantes que hablan y emiten señales para guiar a su perdido protagonista. Como el cartel que me encuentro cada mañana cerca de la universidad y que hoy rezaba: «El mejor regalo de navidad eres tú»

Mathilde y los Faros…

Manech era un pipiolo, mote de la quinta del 17. Le faltaban cinco meses para cumplir veinte años. Por aquel entonces le tenía miedo a todo: a los cañones franceses que disparaban demasiado cerca, al viento que propagaba el gas, a los zapadores de asalto, a las ejecuciones ejemplarizantes. Antes de la guerra no era así. Todo lo contrario, desafiaba a las tormentas para socorrer a los fareros cuando subía la marea. Pero entonces hubo un obús de más.

Cuando Mathilde y Manech hicieron el amor por primera vez, Manech se quedó dormido con la mano posada en su pecho. Cada vez que Manech sentía latir su herida era como sentir el latido del corazón de Mathilde en la palma de su mano. Y cada latido la acercaba a él. Si Manech estuviera muerto, Mathilde lo sabría. Desde la noticia de su muerte ella se aferró, obstinadamente, a su intuición como a un fino hilo. Jamás perdió la esperanza


Hoy Mathilde tiene veinte años. Toca la tuba, porque es el único instrumento que parece emitir una señal de auxilio

¿Hasta dónde se ve desde lo alto del faro?


Si llego a la curva antes que el coche, Manech vivirá…

LARGO DOMINGO DE NOVIAZGO (2004)


Sí, debo creer…

«Pero usted pertenece a la clase obrera. Tiene que votar al partido democrata»

«¿Y qué más da a quién vote? Mañana tendré que levantarme a las cinco para limpiar la mierda de gente como usted que vota al partido democrata y contrata criadas bolivianas para que le limpien la casa. Mi vida no va a cambiar gane quien gane»

White Palace (1990)

Un día, mi padre llegó a casa, rebuscó en los cajones de la habitación que compartía con mi madre y tomó los carnets del partido comunista y del sindicato afín. Después, se dirigió al cubo de la basura y los depositó allí. No volvió a votar hasta el día 14 de marzo de 2004. Votó por el partido socialista. Según me dijo, se pierde la fe en la gente pero no los ideales. Además, le hacía feliz contribuir a la caída del poder de los peperos. Aquel día yo era presidente de mesa electoral (paradójico para alguien que nunca ha votado) y fui el encargado de recoger su voto. Nunca olvidaré sus ojos vidriosos cuando entró en la sala del brazo de mi madre. Como nunca olvidaré los conatos de agresión mutua que se dedicaron los delegados peperos y los sociatas. Ni el sarcástico modo en que me despidió el primero de aquellos cuando me negué a depositar mi papeleta en la urna.

«Pues vota en blanco», me dijo

«No voy a votar»

«Sabes que eres un mal ciudadano», añadió con media sonrisa irónica recorriendo su ancha cara

Desprecio a los políticos y al circo mediático que les acompaña. Esos medios, rendidos a sus respectivos amos, que se dedican a ensalzar o atropellar los gestos de unos u otros, como buenos esbirros que son, tomando los hechos según les convenga. Creo en la justicia que merecen y no tienen los que más la necesitan. Esa justicia que unos enarbolan, mientras conceden mareantes ayudas económicas a los bancos, pero no evitan los miles de desahucios de los que no tienen casi para comer.

Creo en algunas personas honestas (muy pocas). Pero no puedo creer en los políticos ni en los que les siguen ciegamente. Me resulta difícil creer que una persona mínimamente formada se trage un eslogan como: «Yes, we can», más allá del entusiasmo que pueda generar el artificioso mito pop en el que ha sido convertido Barak Obama en apenas un año.

Pero debo creer en él, porque aún no está contaminado. Porque aún cree que el ciudadano medio (desgraciadamente sólo de su país) tiene derecho a la felicidad, como proclama su constitución. Porque ha prometido bajar los impuestos a los más pobres y subirselos a los más ricos. Porque ha jurado que la educación y la sanidad pública de su país dejará de ser tercermundista. Porque la inexperiencia que muchos le achacan es la misma que arrastraba Georgie Bush jr. (de hecho, la del nefasto presidente saliente se resumía en estrellar un coche, completamente borracho, contra el rancho familiar), y que no impidió que ascendiera a los altares de la alta política. Y sé que me equivoco creyendo pero debo creer. Necesito creer o el cinismo me invadirá y los que proclaman que las élites deben guíar al mundo y que las masas deben limitarse a soportar su peso, serán felices. Debo creer porque personas a las que quiero creen y ellos no pueden estar equivocados. Debo creer o los seguidores de Leo Strauss ganarán y conseguirán recolectar un alma más.