Un águila cae sobre la página
Un águila SE ENFRENTA A LA NADA
Dialogando a solas con la nada
Acercando del abrazo del viento
Que cae como la lluvia sobre la nada
II
El día de mi cumpleaños fui por allí. Una azafata rubia postiza, bonita y amable, me confirmó que estaría aquella tarde. Pasaban veinte minutos de las cinco y las casetas continuaban cerradas. Le pregunté a un tipo con pinta de aburrido, sentado junto a una de ellas, a qué hora abrirían.
-A las seis, me dijo.
Quedaban cuarenta minutos. Ella me llamó entonces y hablamos. Ya sabía que iba a dejarme, aunque aún pasarían varias semanas para que la ruptura fuese efectiva. Traté de ser conciliador, siempre el jodido tipo amable al que no le importa que le jodan. Estoy cansado de esa mierda. La noté triste y me sentí triste. Yo estaba sentado sobre la hierba, entornando la cabeza porque no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Colgó justo un minuto antes de que mi hermano mayor me dijese que una de las casetas que buscaba llevaba un rato abierta. Un famoso poeta, casado con una conocida escritora, me estrechó la mano y me sonrió. Todo muy calculado. Entonces le empecé a hablar de que en realidad no conocía su obra, y de que una persona muy especial le admiraba hasta el punto de coronar con uno de sus versos un lugar sostenido en la nada. Me preguntó por ella, y le conté. Después, le hablé de aquel verso en cuestión y él rebuscó entre sus libros hasta encontrarlo. Escribió una dedicatoria antes de entregármelo.
-No lo puedo pagar, le dije.
-Es un regalo para ella.
-Pero estás aquí para vender libros. Me siento mal por no poder pagártelo.
-A veces hago excepciones.
Después busqué su caseta. No estaba. Pregunté por él al tipo situado detras de la barra blanca. Me contestó que se encontraba indispuesto y me aseguró que estaría al día siguiente.
Volví. Era sábado y hacía calor a mediodía incluso llevando la manga corta de aquella camiseta negra del Boss. Reconozco que estaba ansioso, llegué una hora antes de que su presencia fuese material. Hora que empleé en caminar parsimoniosamente entre las mil casetas que deseaban vender su libro. Hablé mecánicamente con varios de aquellos tipos. Compré un libro, que no he leído aún, porque su autor me cae bien. Vago motivo, lo sé, su obra es una peste. Después, me encontré con una escritora hermana de otra escritora. Se llama como ella y su libro le gustaría, pensé. Todos los puestos tenían audiencia menos el suyo. Tal vez por ello, me dedicó veinte minutos extraños. Empecé hablándole de nimiedades y terminé recordando a su hermana, que ya no está. Luego le pedí que escribiese una dedicatoria especial para una chica especial, y para mi sorpresa accedió. Al terminar, se levantó, me besó en las mejillas y me susurró algo al oído.
Le dije:
-Es lo más bonito que me han dicho en años.
Volví la mirada al cabo de unos diez metros. Me gustó encontrarme con la suya.
Llegué al lugar que llevaba buscando más de veinte años. Y allí estaba él, muy delgado, moviéndose de un lado a otro como un animal enjaulado. Llegué justo en el momento en que se largó para mear. Así me lo confirmó el tipo de la caseta, que debia recordarme del día anterior. En los quince minutos que pasaron hasta que regresó, dos mujeres sesentonas se situaron tras de mí y hablaron de gilipolleces durante cinco minutos. En un momento dado, una de ellas dijo:
«Vámonos, dicen que este tío está loco»
Se fueron.
La caseta en la que firmaba Risto Mejide (o Mejode), se situaba no muy lejos de allí. Estaba a rebosar. La fila de gente que esperaba hablar con él atravesaba la meridiana hasta volverse sobre sí misma. Yo estaba nervioso por primera vez en meses. No sabía por qué: «ya no tengo miedo de nada», me repetía mentalmente. Hasta que él apareció y hablamos durante unos treinta minutos, seguramente más.
Al poco rato, me dijo:
-Estoy drogado.
Se le notaba. Su voz se arrastraba y un par de veces me habló en francés. Le dije que su poesía me llegaba tanto como la de Pessoa. Me contestó que no era verdad. Que al portugués le recordarán y a él no.
-No me gustan los elogios.
-Es un hecho, no un elogio.
–No te voy a firmar.
-Ni yo voy a comprar. Sólo quería verle otra vez.
-¿Te conozco?
-Soy el niño que le pasaba cigarrillos mientras estuvo recluido en el psiquiátrico de Leganés.
Entonces cogió un bolígrafo. Me dijo que allí le había tratado bien, no como en Mondragón. Pero no me recordó y no insistí. Firmó con un garabato ilegible el primer libro que sus manos encontraron. Entonces recordé que a una conocida muy querida le gusta su obra, aunque no es nada mitómana. Le pedí un esfuerzo: que dedicase un libro más para ella. Me dijo que no.
-Es para una mujer muy especial, le dije. Una mujer que le admira y que además es muy bonita.
Pronuncié su nombre y volvió a tomar el boli para garabatear un libro más. Con su voz cazallera, me dijo que lo hacía porque era un nombre bonito y porque era para una mujer. Me dijo que yo le caía bien, que me quedase un rato más en honor de aquellos cigarrillos que no recordaba. Llegado un momento de confianza inesperado, le conté lo qué había ocurrido en mi vida en los últimos meses.
-Estás jodido. Nunca confíes en nadie. Al final, todos te fallarán.
Fue casi la misma frase frase que él pronunció cuarenta días antes. Unos diez minutos después, un tipo vestido de negro se colocó detrás de mí. Me despedí. Me tendió la mano y esta vez se la estreché.
-Mañana no te recordaré, me dijo.
Y eso fue lo que ocurrió.
