Detective Hart y detective Cohle…
Archivos Mensuales: febrero 2014
Que los Ángeles del Cielo te Guíen…
Durante la promoción de «Atrapado en el Tiempo», Harold Ramis dijo: «Creo que la estimación de 10 años es demasiado corta. Lleva por lo menos 10 años ser bueno en algo, y si nos fijamos en la cantidad de tiempo que [Phil] perdió, debieron ser algo así como 30 ó 40 años». Afirmación que me recuerda aquello que dijo el guionista Richard LaGravenesse acerca del tema (hacer una sola cosa buena -bien- en tu vida, es suficiente para sentirse satisfecho), y que no debe tomarse como justificación porque Ramis hizo muchas cosas buenas… y una excepcional.
Ayer se marchó, y como hacen los tipos auténticamente buenos, lo hizo sin armar revuelo alguno. La noticia de su muerte ocupa las secciones de necrológicas en los periódicos, sirve como coletilla en programas de radio y se ignora en la mayoría de televisiones, porque tienen cosas mucho más interesantes para llenar su tiempo como «Sálvame» y otras mierdas por el estilo. Sin embargo no me cuesta ningún trabajo imaginar su sonrisa bonachona, carente de aristas y dobles lecturas, en alguna parte del éter cada vez que alguien vuelva a ver «Los Cazafantasmas», «El Pelotón Chiflado» o «Atrapado en el Tiempo» y pregunte al de al lado: ¿Quién es ese tío que sale con Bill Murray?
Amor (…)
«Para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario», escribió Gil de Biedma.
Llega un momento en el que los versos que escribió Gil de Biedma cobran sentido. Ocurre cuando la soledad te conciencia de que el amor, si es real, puede ser incorpóreo. Cuando buscas el olor del otro en tus ropas. Cuando sales de la sala, tras finalizar la proyección de «Her», escoltado por los compases de la escalofriante «Some Other Place» de Arcade Fire. Y las piernas te tiemblan. Y los pasos son ahora titubeantes. Y fuera no llueve pero te gustaría que lo hiciera para correr sin motivo. Así se incrusta en ti esta obra mayor, efímera, hipster, insultantemente talentosa.
Spike Jonze se ha convertido en el último hombre. El tipo al que exigir que los proyectos imposibles se hagan realidad para quebrar nuestras almas. Sopesa cada una de sus ideas, les da forma y salta sin importar las consecuencias que tendrá su caida. Es un autor puro. Un talento nacido de la experimentación, de la sensibilidad, de la soledad que narró Gil de Biedma. Sus historias están bañadas de soledad acompañada. Habitadas por personajes que buscan sin saber lo que van a encontrar. A los que nos les importa, de hecho, qué encontrarán si es que han de encontrar algo. Cuando el horizonte se difumina no importa otra cosa más que la búsqueda en sí misma. Es el camino, siempre el camino.
Theodore (alter ego -diez años después- del Joel Barish de «Eternal Sunshine of the Spotless Mind») trabaja escribiendo cartas de amor por cuenta ajena. Un empleo en el filo de lo emocional que le mantiene permanentemente al borde del acantilado. Acaba de terminar una, intuímos dolorosa, historia de amor (¿tal vez con Clementine?) que le ha roto por dentro. Deambula por las calles de una futura ciudad de Los Angeles quemada por el sol, juega a videojuegos que le insultan, mira el reloj a las cuatro de la madrugada para comprobar que siempre amanece demasiado tarde. Entonces aparece Samantha…
Jonze podría haber jugado la carta más alta, pero decide ir con la más baja de su mano a sabiendas de que probablemente perderá. El espíritu del perdedor tiñe la pantalla desde el inicio del metraje sin olvidar ocasionales guiños debidos a Charlie Kaufman, a Miranda July, incluso al «Lost in Translation» de Sofia Coppola con la que comparte tantas cosas. Actitud hipster para perdedores con estilo. Contra todo pronóstico la historia crece, nos enamoramos, nos preocupamos y nos descorazonamos con cada decisión equivocada de Theodor que podría ser nuestra propia decisión. Nos vaciamos. Nos entregamos a una historia de amor imposible trazando líneas que la proporcionen un minuto más de vida. Para entonces, cuando se acaba la tinta del bolígrafo y las líneas dejan de extenderse, la sensación de plenitud es tal que el agotamiento emocional acude a nuestra butaca para ocupar el lugar de la desazón.
La atmósfera que Jonze imprime a sus películas es irrepetible. Como en una función teatral, las cosas ocurren una sola vez. En todas ellas, incluso en sus obras menores (de haberlas), el aire es crepuscular. Se siente un final que amenaza constantemente con alcanzarnos. El aire es ligero, no resulta fácil retener la luz y la derrota nos hace más conscientes del valor de un amanecer más. Lo suficientemente más sabios para aceptar que dos miradas que no pueden confluir logran, sin embargo, encontrarse.
Como ocurre en las películas que poseen el don, cada elemento se alinea para cristalizar el prodigio. Cada apartado, técnico y artístico, proclama que su singularidad es compatible con las de su vecino antagónico. Entre ellos destaca Joaquin Phoenix, quien compone un personaje complejo de modo conmovedor. A través de miradas, gestos y una voz vencida (véanla en versión original, por favor) construye un reino deseoso de ser invadido. La voz quebrada de Scarlett Johansson hace el resto. Testimonio de que en aquellas ruinas una vez hubo vida.
Su visión, como ocurrió en su día con «Eternal Sunshine of the Spotless Mind» me ha deslumbrado, emocionado y conducido a las honduras de la tristeza confortable. Aquella que te impulsa a contemplar amaneceres como si fueran el primero o el último. La que te impulsa a girar entre la multitud sin temor al pudor ni al vértigo. Las misma sensación que provoca que al terminar de escribir estas líneas sienta ganas de tocar la pantalla del cine con las yemas de mis dedos como aquella vez hace casi diez años…
Lo que se le supone a David O. Russell y seguimos sin ver…
Hace unos años, durante los aciagos días de la «mili» forzosa, se entregaba al soldado licenciado una pequeña cartilla blanca en la que figuraba un apartado que hacía referencia al valor mostrado durante su servicio. En tiempo de paz, y a falta de pruebas que demostrasen lo contrario, la casilla se solía rellenar con la frase «se le supone». El caso del cineasta David O. Russell, en una forzada analogía, podría ser el mismo. Su carrera se compone de una decena de películas en las que se percibe una especie de halo talentoso que nunca termina de explotar. Sin embargo, son pocos los que dudan de un talento que se intuye pero no se ve. Sus películas se difuminan en intenciones tan bien expuestas como mal desarrolladas, ahogadas por tramas siempre al servicio de unos personajes tan inestables como lo es el propio director empeñado siempre en que su propia bipolaridad recaiga sobre ellos. Célebres son los ataques de ira de Russell que estuvieron cerca de arruinar su carrera demasiado pronto. El más conocido del que se tiene noticia, grabado y difundido furtivamente por un operador de cámara, significó un punto de inflexión en su carrera. Después de aquello comenzó una travesía del desierto que duró seis años. Más de un quinquenio sin posicionarse tras las cámaras en los que sus proyectos se almacenaban en las bandejas de rechazos de las productoras, hasta que finalmente encontró el perdón de la industria gracias a «El Luchador». Entonces nació un nuevo David O. Russell, bestia domesticada y adaptada a las necesidades de una industria que pasó de defenestrarlo a mimarlo a golpe de premios y elogios. Un nuevo hombre que se ha convertido, de modo probablemente inconsciente, en un director lobotomizado al que no han conseguido borrar el área del cerebro que muestra un lado salvaje que, de tanto en tanto, aparece fugazmente en sus películas. De tales mimbres se compone «La Gran Estafa Americana». Una trama escasamente elaborada que mantiene su interés gracias a un coro actoral primorosamente dirigido. Una gran estafa que se pretende hacer pasar como la experiencia cinéfila del año.
Ocurre que Russell desprecia la historia muy pronto, y al hacerlo desdeña al espectador. La trama, por endeble, se curva ante cualquier arrebato de lógica, sin que sirvan de mucho los esfuerzos del director por dotar de estilo a una narración arrítmica mediante inauditos giros y gratuitos efectos de montaje. El montante final no pasa de ser un fortaleza de naipes vistosa que amenaza ruina al primer soplido medianamente crítico. El desbarajuste es tal que mediada la película Russell opta por plagiar literalmente el estilo Scorsese durante un largo tramo de cuarenta minutos en los que la despersonalización del director se completa. El rumbo hacia un final acomodaticio y previsible, que resulta confortable de puro cansancio, se mantiene en pie (siendo indulgente) gracias a unos personajes bien construidos que se reservan para sí el poco jugo de que dispone el material. Es todo. No hay más. David O. Russell puede ser coronado como el hacedor de la gran engañifla del año.
El problema de hacer recaer toda la estructura en los personajes, sin importar qué sea lo que les mueve, reside en que cualquier grieta puede hacer que el metraje se convierta en insustancial, provocando la apatía del que mira. Toda la intencionalidad de la función se escuda en ellos, y a duras penas salen airosos del empeño a pesar de que el personaje interpretado por Amy Adams cae pronto en los abismos de sus profundos escotes, y de que el ambicioso agente del FBI interpretado por Bradley Cooper bordea el ridículo con demasiada frecuencia. Salvados en gran medida gracias a unos brillantes Jennifer Lawrence y Christian Bale, el rumbo, perdido desde el comienzo del metraje (azuzado el extravío por un montaje sin pulso pero vistoso de puertas afuera) no importa. No hay mapas y no hay destino para el desaguisado. Lo que estaba destinado a crecer desaparece y se sustituye por la incredulidad por descubrir qué llevó a los académicos de Hollywood a multinominar semejante batiburrillo.
Sería injusto no reconocer sus valores, que los hay. Centrémonos en tres de ellos: la ausencia de pudor, el personaje de Lawrence y el fundido en negro que nos anuncia que, finalmente, podemos abandonar la sala. Algún día, es posible, David O. Russell estallará al fin. Pero no será este.
Todo está Borroso…
JACK: ¿Qué me está ocurriendo, Warnie? Ya no puedo verla. Ya no puedo recordar su cara.
WARNIE: Es debido al golpe.
JACK: Tengo tanto miedo de no volver a verla. De pensar que el sufrimiento no es más que sufrimiento. Sin causa, sin propósito, sin sentido.
WARNIE: Yo… no sé qué decirte, Jack.
JACK: Nada, no hay nada que decir. Ahora ya lo sé. Ahora tengo un poco de experiencia, Warnie. La experiencia es una maestra brutal, pero aprendes. Ya lo creo que aprendes.
TIERRAS DE PENUMBRA (Richard Attenborough, 1993)
El Santo Grial que Marty no es Capaz de Encontrar…
En el primer capítulo de la memorable Boardwalk Empire (posiblemente la serie más completa de los últimos diez años) se encomendó la dirección del episodio piloto (señuelo destinado a enganchar a una potencial audiencia) a Martin Scorsese, a su vez productor ejecutivo (en otras palabras, el tipo que pone el nombre y se lleva la pasta). ¿Qué mejor modo de fidelizar al espectador que a través de un nombre tan evocador? El problema se descubrió a medida que la serie avanzaba mostrándose como un sutil juego de poder y ambición que prescindía de artificios y optaba por la poesía sucia como forma de expresión. Justo lo que Marty no entendió. El episodio que él dirigió es un apéndice autónomo del todo homogéneo que es la serie creada por Terence Winter; un artificio que abusa de pretenciosos movimientos de cámara, vistosas escenas grupales y un ritmo cardiaco tan cercano a la histeria como lejano del tono general del resto de la serie. Él es así. En su esencia, Martin Scorsese sería incapaz de rodar un simple anuncio de yogures con un tipo y una cuchara sin que la acción concluyese con los yogures estampados contra la pared mientras el tipo grita al plano como un poseso.
Sería injusto decir que en la génesis del cine de Scorsese no se encuentra esa vertiente huracanada, ese demonio interior que le lleva inevitablemente al paroxismo. Escudriñando su filmografía encontramos multitud de claves en las huellas dejadas por Marty. Desde el chico de la calle de la rotunda «Malas Calles» hasta el desatado broker sin escrúpulos de «El Lobo de Wall Street», todos sus personajes han vomitado su ira contra el objetivo de la cámara. Sin entrar en discusiones ridículas sobre su indudable talento (algo que no pocos le niegan, considerándole un simple gestor de recursos), lo cierto es que Marty es incapaz de encontrar el grial que media docena de veces llegó a acariciar con los dedos.
No, «El Lobo de Wall Street» no es el «Ciudadano Kane» del siglo XXI como algunos afirman. Le falta la actitud innovadora, el desparpajo y el afán temerario de su referente. Porque lanzarse de cabeza al acantilado con la nariz polvoreada pierde cualquier posible mérito si se repite plano a plano, secuencia a secuencia, la fórmula de la más afortunada «Uno de los Nuestros», sustituyendo al mafioso por un broker en una perogrullada que pretende instruirnos sobre quién es el auténtico malvado. Le sobra todo lo demás, en especial el tufazo a desfase, más propio de una comedia universitaria, repleta de diálogos absurdos que subrayan docenas de veces lo que resulta evidente en un primer vistazo. Un ejercicio pretencioso que no logra encubrir que en realidad nos encontramos ante una película desbocada e impregnada de la amoralidad que dice denunciar. Al parecer, el intencionado disparo en el pie de Scorsese pretende informarnos (como si no lo supiéramos) de que la mediocridad se ha instalado en los escalones del poder. Es todo. No hay más. El desenfreno sin tuétano convertido en icono cultural por obra y gracia de un politoxicómano que pretende cogernos de la mano para mostrarnos su mundo de cartón piedra.
El auge, caída y continuo frenesí de Jordan Belford, sin escatimar un solo chute de crack, raya de cocaína y pastilla de todo tipo durante el camino, es el vehículo que sirve para tratar de explicar cómo se construye una vida de mentira. Muy pronto sobresalen las intenciones del director, inconsciente de que una vida distorsionada nunca debe ser contada al dedillo a riesgo de resultar incomprensible para el espectador, asustado o encandilado (todo depende de la sensibilidad de cada cual) ante semejante bombardeo de imágenes que lucen mucho y aportan poco a una historia que pronto comienza a dar vueltas en círculo. Es entonces, pasada hora y media larga de presentación de personajes (cuestión que el director podría haber solventado en treinta minutos sin que faltase ningún elemento), cuando el vertiginoso ascenso hacia las cumbres de la nada, que Scorsese ha coronado en tantas ocasiones, finaliza para dar paso a una hora y media final aún más desbocada que despierta un inaudito interés que, aun emponzoñado por la dispersión concentrada del primer tramo, evita el desastre para convertir a «El Lobo de Wall Street» en el primer clásico cocainómano de la década. Lo que no es poco premio para tan bacheado desarrollo.
Lo realmente sorprendente viene del lado actoral. Tan alejados a la causa de la vergüenza ajena como entregados a la histeria colectiva, a las canciones apaches y al tono bronco, el equipo sufre la deserción de Leo DiCaprio, único elemento que logra mantener la cordura entre el vociferío. Él es el único que logra mantener el equilibrio de modo sorprendente. Lleva a cabo la labor que al resto del equipo le pasó por alto: comprender al personaje y su contexto, aprovechando el tiempo muerto que al resto del reparto no se le concede, para dotarle de comprensión narrativa. Es el pilar que evita que el techo (tratándose de Scorsese, siempre demasiado alto) se derrumbe. El que confiere a la historia la única dosis de verosimilitud que el meticuloso guión firmado por Terence Winter logra salvar tras pasar por la alucinada mirada del director.
Mientras tanto, el grial que Marty rozó en «Toro Salvaje», «Taxi Driver» y «La Edad de la Inocencia» se sigue alejando de sus manos. No comprende que su genialidad no sea compartida por todos, por ello patalea y vocifera para llamar la atención sin que parezca entender que el ruido y la furia, como escribió Shakespeare, no es más que una historia contada por un idiota. Justo lo que es «El Lobo de Wall Street»…
La Perspectiva de las Nubes…
Se establece un paralelismo cuando comienzo la lectura de «El Azul es un Color Cálido»: llueve fuera y dentro. La primera escena del cómic transcurre en un paisaje de lluvia con tonalidad clara, y sin embargo la sensación de desarraigo que emana es tan intensa como la de la noche gélida y húmeda que acabo de dejar atrás. La historia de Julie Maroh pesa y cala. Su mensaje es de amor. ¿Qué daño hacen dos mujeres que se aman para que todo les sea tan difícil? El discurso de Maroh (lesbiana militante) se aleja de lo combativo paulatinamente hasta acercarse al victimismo más pusilánime. Excesivamente trascendente cuando pretende transmitir pesar; delicadamente tierna cuando deja que la historia se alimente por sí misma. Pero esa no es la cuestión sino los paralelismos que ayudan a la emoción a fugarse hacia otros lugares. El conseguir el milagro de la empatía sin que la atención se disperse. Maroh se aplica en encauzar tan preciado cargamento para evitar su fuga, lo alimenta con emociones básicas y recursos fáciles (las referencias a «Brokeback Mountain» son evidentes -una de ellas flagrante-). Pelea, lucha con todos los resquicios de honestidad de que dispone… y se parte el alma hacia el final. Lo vemos, somos testigos de ello. ¡Qué ruina, tan cerca del final! Y, sin embargo, miramos por la ventana y la lluvia no se ha ido, aunque hace rato que dejó de llover. Y Maroh gana. Un sinsentido, como lo es el hecho de que el extraordinario libro de la autora francesa sobreviva a sí mismo. Palabras gastadas, de las que sobran e incitan a su lectura para hacernos una composición de lugar propia. Solo recuerden hacerlo durante una tarde-noche de lluvia, porque cuando Maroh dibuja lluvia, pisamos charcos.
Gipi es otra historia. No se reivindica, tan solo se odia, una reminiscencia de la cultura punk en la que se formó. Como lo son su crudeza, el abuso por los desplantes y la provocación permanente. La historia de «Mi Vida Mal Dibujada» es una historia de odio tan compleja que en varias ocasiones tenemos la sensación de que el autor no sabe hacia dónde va. Desdobla la historia, originalmente de piratas, en un volcán de ideas y pasajes autobiográficos para dar a entender que el fondo de su narración -la vida, al fin y al cabo- es demasiado grande para ser contenida en una historia gráfica o en cualquier otro formato. Ambiciosas (que no ególatras) intenciones de no haber banalizado antes todo cuanto a pudo, procurando que el paso marcial de la historia de un joven politoxicómano que pierde el sentido de la realidad llegue a ser cuerda. La cordura no, eso jamás. Por supuesto, porque la historia es la de un loco que no sabe que está cuerdo, no existe narrativa lineal. De hecho, no existe narrativa alguna, sino un manojo de imágenes arrancadas de su torturada cabeza para ser expuestas ante los demás a modo de catarsis. La grandeza de la obra se revela al final, cuando todos los cabos del caos encuentran una amarradura que permite contemplar el sublime desenlace sin el balanceo que estuvo a punto de hacer naufragar la nave al menos una docena de veces.
Los paisajes urbanos son inhóspitos. Siempre de trazo sucio. Gipi es el Toulouse-Lautrec del extrarradio, capaz de extraer belleza de las paredes ennegrecidas de los edificios-colmena y de lo que se oculta tras ellas. Capaz de reflexionar con lucidez sobre todo lo que le aleja de la normalidad. En el epílogo de «Mi Vida Mal Dibujada», el autor tiene palabras de agradecimiento hacia un escueto puñado de buenas personas que se cruzaron en su vida: aquellas que no aparecen en el libro. Tal vez la mejor justificación que he leído sobre el oficio de escritor.
Maroh y Gipi (del que he leído tres libros, todos ellos portentosos, unos más que otros) me han tomado de la mano para acompañarme bajo la lluvia permanente de los meses oscuros norteños. Sin ellos este otoño-invierno habría sido menos lluvioso pero no habría sido mejor.