La Película del Año…

Último posteo del año para la película del año, que esta vez son dos…

La quimera del amor incondicional expresada en tres minutos y sin palabras

UP

Y la soledad angustiosa de los que son capaces de escuchar el sonido de la nieve

DÉJAME ENTRAR

Pues eso, que su nuevo año sea feliz

Cuenten hasta doce…

Es una escena de «La Quimera del Oro», el pequeño vagabundo entra en un Saloon tras pasear por las calles de un pueblucho de Alaska durante horas. Es Nochevieja, está solo y mirar como las mesas se llenan de cubiertos no es demasiado apetecible para alguien cuya dieta se compone de botas.

Al final, y porque la vida es así, la preciosa cabaretera a la que todos adulan acabará junto al vagabundo, minero novato y frustrado que no tiene nada que ofrecer a cambio salvo a sí mismo, que en realidad no es mucho.

Si estás acostumbrado a perder ganar se torna complicado, pues se cometen muchos errores al  carecer de referencias y cada movimiento efectuado es en realidad el primero.

Feliz 2010 a todos los que se perdieron en este antro alguna vez. Ojalá sus días sean mejores y siempre ribeteados en azul.

All I Want for Christmas…

El gordo vestido de rojo pasa de mí por completo. Desde hace cuatro años le estoy pidiendo que haga saber de mi existencia a, por este orden: Scarlett Johansson, Zooey Deschanel y Keira Knighley y nada, como quien oye llover. Pues no pienso rendirme, y por cuarto año consecutivo le pido, con cierto retraso, que Eva Amurri, hijísima de la incombustible Susan Sarandon, aparezca como por ensalmo en la puerta de mi casa. Por invitarla a un café, que uno es hospitalario. Y sí, ya sé la respuesta: un NO equiparable (acompañado de una sonora carcajada) al que recibiría el Torpedo 72 si intentase fichar a Cristiano Ronaldo. En fin…

Dos cuentos y una canción de Navidad…

Y ya son cuatro los años en los que las páginas de este antro se cubren con cuentos navideños. Mycroft (un año más mi agradecimiento hacia él es infinito) y yo mismo y Nat King Cole cantando uno de los villancicos más hermosos jamás compuestos. Y una Navidad más, sí. Ésta, por una vez y tras la tormenta, feliz.

Sean felices en la noche mágica.

EL ÚLTIMO ALIENTO

by Mycroft

1

Siguen cabalgando los espacios helados

Los pocos jinetes que no se han rendido a la muerte,

(Philippe Jaccottet, En un torbellino de nieve)


Si la vida de un hombre es la suma de sus aciertos menos la resta de sus errores, más allá de sus intenciones, la operación arrojaba un resultado negativo en este caso. Aferrado a la piel de la montaña, desgarrando la palma de sus manos metro a metro, Dan comprendía el absurdo de su gesto suicida, de rebelión contra nadie en concreto, ahora que ni el destino ni la suerte son cosas divinas, sino producto de sus propias decisiones.

Escalar una montaña, construirse un desafío, fabricar una frontera inexplorada en su imaginación a pesar de que todo rincón ha sido ya catalogado. Atestado de GPS, de desalentados deportistas con la mirada vacía, esforzados profesionales del escape del mundo, la altura de este pico viene a ser un refugio, tal vez un refugio absurdo. Imaginar el desafío equivale a ansiar un mundo deshabitado dónde perderse de vista. Equivale a realizar un gesto inútil y peligroso en que la propia vida que no sabemos manejar queda en suspenso. El gesto de tocar el cielo con las manos.

Enterrado por los complementos propios del explorador moderno, bajo el peso enorme de cientos de objetos, mantas, utensilios, herramientas de escalada, abrigos especializados, piolets de con doce terminaciones distintas en el filo, según la condición del terreno, Dan llevaba consigo un kit de supervivencia que lo ataba al mundo, en lugar de ayudarlo a escapar de él. Era el seguro, la fianza, la garantía de que retornaría a ser una pieza más del mecano, de que el aquí, y el ahora, solo, independiente, abandonado a sí mismo para perecer o elevarse, era solo una engañosa mentira piadosa.

Huir. Masticar el silencio. No un mero silencio habitual, plagado de respiraciones, sonidos automáticos, señales de vida al otro lado del cristal, delgada lámina que amuralla apenas nuestros reductos de privacidad.

Silencio auténtico. Cientos de personas en busca de la tranquilidad, y del repliegue en uno mismo, atacando la montaña desde distintos flancos, evitándose cuidadosamente, para no coincidir y romper el encantamiento, la fascinación, el sueño. No un sueño nihilista de negación. El sueño impotente de que todavía exista la posibilidad de soñar.

2

…Y espero a que las mentiras se aparten una a una:

¿Qué queda? ¿Qué le queda a quien muere

Que le impide morir? …

…Como el fuego, el amor no establece su claridad

Sino en el error y la bellerza de los bosques en cenizas…”

(Philippe Jaccottet, El ignorante)


Clac! Clac! Metro a metro, la conquista de centímetros fatigosos de viaje incoherente hacia ningún sitio. Para dan era vivir una metáfora. Dar forma a un pensamiento obsesivo. La escalada de esa montaña que el padre había dicho que era la vida.

-Al principio subes ligero, no notas el peso del equipaje. A medida que transcurren las horas, cambias con cada roca, con cada amago de caer al vacío, y el equipaje comienza a pesar más, y más, y más para tus entumecidos músculos. Tus fuerzas se minan, y la cima parece inalcanzable.

Dan intuía que él era parte de ese equipaje pesado. Pero nunca le preguntó si era posible el ascenso sin experimentar esos amagos de desfallecimiento, de caída, y sobre todo, sin contar con alguien más. Si, tal vez, hacer la cima sin haber llevado esa carga, no mereciera realmente la pena.

Hay rocas y más rocas. Salientes casi impracticables. Un mundo blanco y gris plagado de melancólicos suicidas frustrados, profesionales del deporte extremo de la huida del mundo. Como el monstruo de Mary Shelley en su helado final, abandonando el mundo, abandonado por el mundo, tan solo se trata de forzar un espacio en el que la extenuante tarea de encajar ya no sea necesaria.

Es navidad. Un día como cualquier otro, un día idéntico en sustancia al resto. No pasa nada mágico, ni especial, ni siquiera en la mente de los hombres. La buena voluntad es un estado de ánimo, el amor a los demás es un estado de ánimo, y no tiene nada que ver con el calendario: estaba allí antes, o no lo estaba en absoluto.

Una llamada. Desde la base de la montaña. Como en aquel capítulo de los Simpson, van a pedirle que baje. Van a decirle que el tiempo ha cambiado, que las condiciones se preveen difíciles. Que hay alguien abajo que le espera. Que es absurdo escalar esta montaña precisamente hoy. Que debe seguir con sus planes, con su vida, quizá superarlo, quizá invitar a una chica a cenar, conseguir otro trabajo, disfrutar de los pequeños placeres.

Fingir era demasiado difícil.

3

Será  como dejar un vicio,

Como ver en el espejo

Asomar un rostro muerto,

Como escuchar un labio ya cerrado.

Mudos, descenderemos al abismo.

(Pavese, Vendrá  la muerte y tendrá tus ojos)


Una pantalla verde sobre un tablero luminoso muestra tejidos oscurecidos por la fotografía de la radiación, sombras de piel y células en forma de alarido descarnado. El enemigo interior que te come, te roe, se adentra en la sustancia de la que estás hecho y penetra en cada fluido, en cada neurona, envenenando incluso el espíritu, emponzoñándolo todo,  en cada órgano palpitante, encogido sobre si mismo como el feto de un animal inviable. Cuerpos extraños en el propio cuerpo. Bombas de relojería que estallarán en silencio con la violencia de la dinamita, y la capacidad para provocar dolor de la tortura.

Saber que mueres. Ver a la persona que amas saber que muere, envenenar los días con miradas vacías a un mundo vacío, incapaz de dar forma a las palabras de despedida que harían explícito aquello que nos negamos a encarar.

Dan había pasado solo la mayor parte de su vida. Había tratado de unir los pedazos, había vivido rápido tal vez pensando en dejar un cadáver no demasiado exquisito, había consumido las horas en la química, la evasión, la poesía, la mística, la lujuria. Todos los secretos obvios desde que el mundo es mundo, para soportarse a si mismo y el tolerar que la vida se reduzca a ese soportarse a uno mismo.

En la lujuria había buscado el contacto, piel contra piel, el éxtasis cómplice de la carne expectante, de los besos que son simulacro de la verdadera pasión, de alcanzar a rozar sombras pálidas con la punta de los dedos, de empujar y contraerse y volver a empujar hacia un tipo de salvación que no estaba a su alcance.

En la química había buscado aturdirse, olvidarse de que todos los animales de la creación, como decían en cierta película, mueren solos. De plagar las horas, de reflejos en la pared, sombras chinescas, delirios lúcidos de un mundo inventado por su propia locura.

Pero sin duda el engaño más efectivo es el sumergirse en la normalidad, en la rutina de la vida en dejar a las horas pasar de una en una, en abolir el futuro, en aniquilar el presente, en olvidar el pasado, en vivir como un tonto, un paria que se contenta con la supervivencia porque contentarse con ella significa no preguntar por la existencia. No pronunciar la palabra soledad.

Casi lo consiguió. Hasta que conoció a una persona de la que no pudo escapar. Le fue imposible mantener la distancia de seguridad, mantener el frío por dentro. Mantenerse a salvo. Amar, en este caso, es estar dispuesto a perder la paz de espíritu para ganar la partida a la futilidad de existir. Pero la partida esta amañada por el poker de la muerte.

INTERMEDIO:

En una escuela pública del Tíbet, un grupo de voluntarios de una ONG espera a su compañero, que, disfrazado convenientemente, estaba dispuesto a traer un poco de ilusión al tercer mundo. O a comprarla. O a blanquear su conciencia. O, al menos, a establecer quienes son los buenos.

Los funcionarios chinos, presentes, condenan este intento de imperialismo cultural que en virtud de las relaciones bilaterales se tolera con reservas, al tiempo que se sonríen. Les han llegado rumores de que el americano andaba deprimido, de que ha preguntado en el pueblo por cierto lugar en las montañas. Un lugar en el que los deseos se tornan reales, en el que es posible vencer a la propia naturaleza.


4

You’ve reached your top and you just can’t get any higher
You’re in your place and you know where you are
In your Shangri-la

(The Kinks, Shangri-la)

Tekeli-li, Tekeli-li!

A Dan le parece oír a lo lejos un extraño eco, un eco que parece amenazar mucho más su ascensión que las nubes súbitamente negras que parecen incrustarse en el pico de la montaña.

¿Por qué esta montaña y no otra, por qué en el tiempo de las reuniones, de las celebraciones, de la familia, y no en otro momento?

Hay una razón, en ocasiones la hay incluso para las ideas más desquiciadas. Dan ha decidido darse un regalo de navidad. Ha decidido subir la techo del mundo, buscando un lugar que no existe. Una leyenda. Un último apurar de la amarga bebida de la esperanza, antes de morir en un último e inútil gesto.

Abajo, en la base de la montaña, ha mandado traer el cuerpo congelado de su amada. En un sepulcro de hielo, en una nevera para restos mortales, yace la que un día fue (ya nunca más) su único asidero a la vida, a la cordura. La mujer que lo transformó, tras muchos años infructuosos, en alguien vivo de verdad. No solo aparentemente.

Dan había investigado mucho acerca de la muerte desde que era estudiante de filosofía y teología cuando había tratado de utilizar el trastorno maníaco de los místicos como un arma para sobrevivir. Había leído antiguos manuscritos del mundo griego, había investigado mitos mesopotámicos, había echado un ojo a ciertos vestigios de la civilización hiperbórea, hasta haber dado con una leyenda que emplazaba cierto monasterio precisamente en aquellas montañas. Un monasterio en dónde habitaran  sabios capaz de revertir lo irreversible. Sonaba a cuento de Lobsang Rampa, a folletín de fu Manchú. Sonaba horriblemente estúpido, pero en ocasiones uno no puede evitar a la estupidez, sino que debe abandonarse a ella.

En ocasiones estupidez y esperanza son lo mismo.

Ahora Dan estaba más allá  de la duda o la fe, inmerso en su propio delirio, escapando de la desesperanza en medio de una tormenta de nieve, enfrentado a una muerte casi segura, una muerte prácticamente en vano.

Había pasado los puntos más accidentados y este tramo era cada vez menos vertical, acabando en un repecho o pequeño altiplano. En esos momentos, el oxígeno escaseaba, y la cabeza no alcanzaba a discurrir con normalidad, por sus cauces habituales, sino que se perdía en meandros de asociaciones de ideas, en zig zags de razonamientos obtusos o absurdos, en extrañas certezas surgidas del fondo de un abismo.

Dan distinguió algo rojo a unos seiscientos metros. Se afanó en alcanzarlo. Era el resto de una expedición anterior. Un extraño trineo con un cadáver al mando. ¿Qué hace un trineo aquí arriba, cómo ha ascendido, cómo lo han acarreado hasta este lugar por los accesos inaccesibles, las murallas naturales, la piedra inexpugnable?

Había señales de lucha. Los animales de tiro, una especie de ciervos de los que solo quedaban esqueletos de siniestro porte, se habían revuelto, y habían tratado de devorar al piloto, para después pasar a tratar de devorarse entre sí. El hambre ciega había dispuesto una guerra desesperada por prolongar la fría agonía.

El hombre muerto era de considerable estatura, y estaba vestido con un llamativo traje rojo, con bordes blancos en las solapas y las mangas, coronado por un ridículo gorro navideño. El cargamento, juegos virtuales de guerras, exterminio, y simuladores de una vida cotidiana carente de sentido, como si no fuera suficiente con malgastar una vida, como si el gran juego de existir y amar cada día fuera algo posible de replicar, un refugio para perdedores que no supieron manejar la realidad.

Ningún caballo de juguete. Ningún sable de plástico. Ningún libro de Stevenson. Ningún trozo de pan para algún niño que no tenga tiempo para jugar, que solo tenga tiempo de sobrevivir. Estás mejor muerto, amigo de los regalos.

Un misterioso descarrilamiento de la navidad, alguna campaña publicitaria de esa navidad, cuyo rodaje salió espantosamente mal. Dan cogió el gorro, y sustituyó el suyo. Ahora él iba a buscar el mayor regalo de todos. Siguió caminando hacia delante.

5

Ninguna promesa se le ha dado;

Ninguna seguridad será  la suya;

Ninguna respuesta ha de llegarle;

Ninguna lámpara, en la mano de una mujer conocida en el pasado,

Puede iluminar el lecho ni la avenida interminable; …

(Philippe Jaccottet, El libro de los muertos)


El monasterio, si es que existía, y no era fruto del delirio y del aire enrarecido, apareció ante el como una figura difusa entre el blanco de la nieve en el aire, como un cuadro de Turner cuyo tema fuera el paisaje del Himalaya. Estaba al final del altiplano, a unos dos kilómetros de los restos navideños, justo en el lugar en el que la pendiente comenzaba a recuperar terreno y, unos metros más allá, extremarse buscando de nuevo la verticalidad.

Llegó a las puertas, y, tras quitarse un guante, golpeó la madera con los nudillos pelados. Las puertas se abrieron. Doce monjes pálidos, para nada de aspecto oriental, sino más bien caucásico, le hicieron gestos para que se acercara. Sin una palabra, mudos, aparentemente le condujeron a su superior, un hombre anciano y decrépito con la cara quemada y curtida por el sol, los años, y la nieve.

El anciano habló en voz baja en un idioma desconocido, y le señaló una puerta, negando con la cabeza, como para desalentarlo. Dan caminó como en un sueño, sin sentir sus cansados miembros, presa de una fiebre desconocida, con el gorro navideño balanceándose al ritmo de sus pasos como un péndulo.

Le abrieron la puerta, la atravesó  con rapidez. Cerraron tras él. Oyó como atrancaban la puerta. La oscuridad le rodeaba. Una negrura densa poblada de silencio, poblada de un miedo antiguo.

Frente a él empezaron a chisporrotear unas luces tenues, que pronto prendieron, como velas fúnebres para la memoria de los difuntos en una iglesia. Vio una mesa, ante la cual un hombre enmascarado esperaba sentado frente a él. Al otro lado de la mesa, en el extremo más próximo, había una silla vacía

-Tome asiento- La voz era apenas un murmullo, pero un murmullo pronunciado con un tono grave, como el eco de un trueno lejano.

-Habla usted mi idioma.

-Llegados a este punto, la lengua no es un problema.

-¿Sabe a lo que he venido?

-Lo mismo que todos. Quiere burlar a la muerte.

-Si.- Dan trató de aparentar aplomo, pero la voz le salía trémula- No para mi. Para mi mujer.

-Conocemos su caso. Pero habrá que pagar un precio a cambio. Una vida por otra.

-Estoy dispuesto a cualquier sacrificio.

-¿Incluso si eso significa morir, incluso si la vida que usted recupera, es retornada para ser vivida en su ausencia, tal vez compartida por otro?

Hubo un pequeño titubeo, un segundo escaso de silencio, antes de que Dan asintiera con su cabeza. Se fijó por primera vez en la máscara blanca, como de un arlequín, que le mostraba una permanente sonrisa sarcástica.

-No carecemos de sentido del humor en el lugar de dónde vengo. Le propongo que juguemos- hizo un gesto con la mano como mostrando la superficie de la mesa, sobre la cual dan no había advertido que se extendía un tablero de ajedrez.

-¿Bergman?

-Al otro lado del espejo también es posible apreciar las obras de los vivos. Si pierde, simplemente se va, para hacer con su vida lo que quiera. Para hacer el bien, para amar nuevamente, para tirarla por la borda, para ponerle fin…

-¿Y si gano?

-En ese caso, le extraeré  su vida hasta el último aliento, y se la insuflaré a su mujer.

-Juguemos.

6

No sé, fuera de estos versos

Que tú, fiera,

Me ordenes hacer nada.

Y si te me vas alguna vez,

Estoy perdido, vuelvo de inmediato

A mi pequeñez

(Alexis Zakythinos)


No se ha visto partido más endiablada, ni siquiera en los tiempos de Bobby Fischer. Dan jugaba con las blancas, pero no suponía ninguna ventaja. El espectro hacía trampas, las piezas cambiaban de posición, pero parecía que de un modo totalmente aleatorio, no siempre a favor del representante de la muerte.

¿Qué pretendía éste con sus juegos? Se preguntaba Dan, mirando la inexpresable máscara. Estoy atrapado en un cuento de Poe, pensaba. Pero la imagen de su amada le ayudaba a no desfallecer, a no enloquecer, a no gritar una airada protesta. Él había aceptado el juego sin preguntar por las reglas.

Tal vez todo era un simple delirio, tal vez estaba tendido en la nieve, imaginando una partida espectral por el alma de su mujer mientras sus cortados y morados labios temblaban. Tal vez solo era eso, su última huida cobarde del escenario.

Los peones de ambos bandos habían caído, presas de la feroz y desconcertante partida, y observaban a un lado el tablero, como los muertos observan a los vivos desde allá  en dónde estén.

Finalmente, el espectro hizo una jugada audaz que dejaba a su rey desprotegido.

-Jaque

Dan vio que era un error. Dan vio que había ganado. Protegió a su rey tras la torre. Esperó a la maniobra evasiva de su contrincante. Y, por fin, se cobro la pieza del rey con su reina.

En ese momento, su contrincante extendió las manos, largas y finas, como para agarrar algún objeto situado frente a él, en el aire, frente al rostro. Dan sintió como algo le presionaba los pómulos, como le faltaba el aire, sintió una presencia extraña en su garganta que le desgarraba por dentro. Y finalmente, sin poder ni siquiera lanzar un alarido de dolor, Dan sintió que le arrancaban algo en su interior. Y luego, nada más.

-Algunos tienen mal perder- dijo el espectro, mientras el tablero giraba sobre sí mismo de modo que las blancas pasaban a estar frente a él, y las piezas negras correspondían ahora a Dan.

-De todos modos, ya que le hacía tanta ilusión… Le concederemos lo que pidió.

7

This still life is all I ever do
There by the window quietly killed for you
In the glass house my insect life
Crawling the walls under electric lights

I’ll go into the night, into the night
She and I into the night

(Suede, Still life)


La cena de navidad transcurría entre la melancolía, y el abandono al ritual insensato, con el recuerdo de la hija perdida, y del yerno que enloqueció y murió en un gesto de desesperación absurda.

El asado estaba en el horno, y la mujer, mayor, de cansada expresión, lacios cabellos, y ojos turquesa que conocieron días de brillo, pero que ahora se ahogan en lágrimas y recuerdos, se afanaba a preparar la mesa para su marido.

Estaba preocupada. Todo el día le parecía oír como una voz lejana pidiendo auxilio. Se había asomado al gélido porche delante, al jardín trasero, había subido al primer piso del unifamiliar, pero nada.

Cuando se sentaron a la mesa, su marido, perspicaz, trató de consolarla. Ahora está en un lugar mejor, le dijo.

8

Esta mujer que arde a lo lejos, bajo la nieve

Si me callo, ¿Quién le dirá que siga brillando,

Que no se hunda con los otros fuegos

En el osario de los bosques? ¿Quién me abrirá

En estas tinieblas el camino del rocío?

(Philippe Jaccottet, El invierno)


En algún lugar perdido, gritando en un campamento saqueado y abandonado por los sherpas, dentro de un ataúd criogénico sobre el que se posa la nieve recién caída, a muchos grados bajo cero de temperatura, una mujer golpeaba el cristal delantero que mostraba su rostro, y por el cuál en caso de romperse no podría escapar. Afuera, el clima no era menos gélido que dentro de su compartimento, mientras, ella agonizaba en virtud del regalo de navidad más preciado que jamás le habían hecho, un regalo mortal y preñado de una imprevisión fatal: El último aliento de vida de un hombre que había muerto en vano. Un último aliento malgastado en pedir auxilio.

AZULES

by Alex Herrera

Desde la calle Mayor hasta la Puerta del Sol la sombra de Leandro se hacía más intensa que las demás a cada paso que daba. Le gustaba caminar de vuelta a casa en Navidad, con las calles iluminadas y el sonido de petardos a su espalda. Le gustaba pensar en qué hubiera ocurrido de tomar otra decisión. De conocer a otras personas. De querer a otra persona.

Sumergido en sus pensamientos, casi había olvidado que en una semana sería un jubilado prematuro. A sus cincuenta y tres años la empresa para la que había trabajado durante treinta años consideraba que sus servicios eran prescindibles. La nueva jefa, suficientemente joven como para cometer errores, no le encontraba utilidad, de modo que le habían propuesto una jubilación ventajosa dada su edad.

Y allí estaba Leandro, a sus cincuenta y tres años y jubilado precoz, sorteando petardos en plena Puerta del Sol en Nochebuena. Pensando en qué habría sido del sobre azul que había enviado dos días antes.

Veinte años atrás, Leandro recibió dos buenas noticias: Sería padre nueve meses más tarde y recibiría el ascenso que merecía tras demasiadas horas extras entregadas a la empresa a costa de su vida familiar. Ninguna de las dos nuevas se hizo realidad. El ascenso se postergo indefinidamente al recibir tales honores un compañero que lo merecía menos que él pero gozaba de las simpatías que Leandro nunca tuvo. La segunda noticia le sumió en tinieblas durante años. Diana, su mujer, se llevó consigo a su hija recién nacida rumbo a un lugar ignoto y lejano reservado a los que alguna vez dejaron de respirar. Desde aquel día Leandro solo soñó con unirse a ellas.

Pasaron los años y Leandro mantuvo su promesa de fidelidad a su mujer realizada una mañana de mayo cuando aún eran novios. Tras consumir las ocho horas laborales se dirigía a su casa para escuchar la colección de discos que algún pariente de Diana le había legado. Ninguna mujer. Ninguna pasión. Una vida gris, sí, pero entregada a ella, pensaba Leandro.

Pero aquella Nochebuena fue diferente.

Leandro pensó que no sería mala idea mitigar su soledad escribiendo cartas que enviaría a amigos invisibles pues carecía de amigos reales. Se arrepintió al pensar en esa contrariedad. Pensó que de haber asistido a alguna cena navideña de empresa o a la copa tras la jornada laboral que sus compañeros no perdonaban, su realidad sería diferente y ahora podría gastar su tiempo en compañía de otros. Pero su vida era Diana y la niña que nunca llegó. No le gustó la alternativa de pasar sus días jugando al tute o al dominó.

Al cruzar la puerta de casa, aquella Nochebuena tan fría, ideó un plan consistente en enviar sobres de colores llamativos a direcciones que no existían con objeto de que les fuesen devueltas días más tarde. De ese modo podría desahogarse gracias a la tinta y buscar escondrijos para su tristeza en el éter.

La tarea de encontrar una calle no fue difícil. Le gustaba el nombre de Estrella Polar. De joven, soñó en no pocas ocasiones con epopeyas polares y antárticas que después nunca se dieron. Tras rebuscar en el callejero se dio cuenta de que la calle Estrella Polar existía en Madrid, de modo que imaginó un número imposible para una calle pequeña. Calle Estrella Polar número 127. Perfecto. Solo quedaba elegir el color de los sobres para enviar su desazón con la seguridad de que dos días más tarde el objeto de su tristeza volvería a estar entre sus manos. Y el color elegido fue el azul. Los azules eran los únicos sobres de color no blanco que reposaban en los estantes de aquella tienda regentada por una mujer china. Además, le gustaba tanto aquel color. Azules eran los ojos de Diana. El Azul…

Después, eligió con cuidado la tinta adecuada, ni demasiado esponjosa ni demasiado seca, y envió una primera carta aquella misma noche. En ella hablada de su soledad mitigada por las botellas de vodka polaco que un supermercado cercano vendía por cuatro euros. Se sentía tan solo. Dos días más tarde la carta se halló de nuevo en sus manos. Espoleado por éxito de aquella primera incursión escribió una segunda y una tercera carta con el mismo resultado rozando las yemas de sus dedos cuarenta y ocho horas después. Por una vez, algo parecía salirle bien. Y así fue hasta que la cuarta misiva se extravió.

El día treinta y uno era miércoles y la carta en la que no disimulaba sus ganas de ser feliz a contracorriente había sido enviada tres días atrás. Le extrañó, pero achacó el retraso a los días festivos y a algún petardo inoportuno que tal vez habría desdibujado la ruta de algún cartero. De modo que continuó con su rutina habitual, solo traspuesta por la botella de cava barato y la nota de agradecimiento por los servicios prestados que le fue entregada la mañana de su jubilación prematura. Caminó por la calle Mayor, como cada día, hasta llegar a la Puerta del Sol. Allí el bullicio y los petardos le alejaron de sí mismo. Justo lo que necesitaba. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche cuando decidió regresar a casa coincidiendo con la llegada masiva de gente disfrazada con gorritos y serpentinas.

Ya en casa, Leandro se acomodó en su sillón de los años ochenta y abrió una nueva botella de vodka. Pasó la medianoche y sus campanadas y el bullicio y los cohetes que resonaban en el exterior de su ventana. Pero no conseguía dormir. La botella estaba casi vacía y Leandro mantenía intacta la contrariedad de su consciencia.

Y así fue hasta que consumidas tres horas del nuevo año sonó el timbre de su puerta.

Leandro, inquieto, se levantó de su sofá de cuero y se dirigió torpemente hacia la puerta. Al fin y al cabo, parece que el vodka sí había hecho efecto. No podía dejar de pensar en la carta que nunca fue devuelta y en que aquella repentina llamada tendría algo que ver. Sintió miedo. Hacía años que no sentía el vértigo del miedo. Se acercó temblando a la mirilla. Lo que vio le dejó petrificado. No podía ser. No podía ser. No podía ser…

Tras unos segundos se serenó y pensó en posibilidades imposibles. Tomó el pomo de la puerta y agachó la mano hasta que la luz de la escalera se filtró en su vestíbulo. Puede que su vida pasase delante de él en unos pocos segundos. Puede. Puede que Leandro pensara en qué mierda de vida había tenido alguien sobre quien reposaban tan pocos recuerdos.

Abrió la puerta.

Sonrió con timidez.

“Hola, Leandro”, sonó del otro lado.

Ya está aquí…

Sí, ya llegó. La época más feliz del año para los menores de doce años, la más etílica para una gran mayoría, la más triste para los que no tienen apenas aliento y la más mágica para los que aún son capaces de soñar.

Buena ocasión para desempolvar la olvidada sección: Qué será, será… Con una elocuente y ya formulada pregunta (el pasado año): ¿Cómo será mi Nochebuena?

Con el pretexto, como siempre, del cine, trataré de dar forma al puzzle de esta noche por una vez blanca.

Opción Moe Szyslak: Aprovechar la inevitable depresión navideña para encontrar un buen método de suicidio.

Mira que lo ha intentado veces (una por cada temporada de «Los Simpson», y ya van veinte) y nada, que no hay manera: Ahorcamiento, un bidón de gasolina a lo bonzo, lanzarse al vacío desde un puente… Moe es un tipo rugoso y sin suerte hasta en la hora de quitarse de en medio. Por cierto, esta noche es Nochebuena. Más vale que le vigilen.

Nivel de Probabilidad: Hombre, no…

Opción Dr. Joseph Prang: Pasarse la noche zumbando.

Debe ser jodido arruinarse tras unos poco claros movimientos en la bolsa la misma noche que te enteras de que tu mujer te engaña con otro. Y si encima todo ocurre en Nochebuena es comprensible que el doctor Prang decidiese volarse la cabeza. Pero como los duendes navideños parecían estar revoltosos y en el guión de una comedia disparatada como «Los Locos del Bisturí» no cabían mayores dramas que el del enfermero camello, decidió cambiar de idea cuando la casquivana Jill Omato llamó a su puerta.

Nivel de probabilidad: Qué más quisiera yo…

Opción El Grinch: Robar la Navidad

Todos tenemos un lado canalla por explotar y se me ocurren peores ideas que dedicar la noche mágica a mangar todo regalo a la vista. El Grinch así lo entendió, que fastidiar sus horas de sueño tenía un precio. Pero como todo era un cuento infantil no fue a más. ¡¡Qué pena!!

Nivel de Probabilidad: Joder, es que pasarse la noche fuera con el frío que hace…

Opción Jack: Repartir regalos macabros a todos los niños. Pero de buen rollo, eh…

Qué tipo más majo es Jack. Vale, es feo y puede que sea un muerto viviente, pero a espíritu navideño no le gana nadie aunque no haya captado que la esencia de un regalo navideño va más allá de los esqueletos y las cabezas cortadas. «Pesadilla Antes de Navidad» es un clásico. Y Jack un icono.

Nivel de Probabilidad: Aunque me encanta hacer regalos, Jack solo hay uno. De modo que muy improbable…

Opción Paul Bratter: Congelarse en un parque aferrado a una botella de bourbon o, en su defecto, pasarse la noche vigilando tu abrigo en un garito de mala muerte. Cargado de copas, of course…

Cuando eres un buen tipo eres un buen tipo, por mucho que Paul presuma de haber pegado a una vieja la nochebuena pasada. Intenta ser malo pero es que no le sale. Así que, cuando su mujer (Jane Fonda cuando estaba de buen ver) se enfade con él al considerarle un muermo, Paul le demostrará que se equivoca. Y si hay que pasear descalzo por el parque en pleno invierno y hostiarse al tratar de saltar bancos completamente borracho, pues se hace.

Nivel de Probabilidad: Aisss…

Por llamar tu atención…

Aunque Silvio no tenga que ver con el mundo del cine, afortunadamente, la reciente agresión sufrida por Il Folliatore, de la que no me enteré hasta la noche del lunes (culpa de los días frenéticos vividos), me da pie a recuperar este viejo posteo…

Llamar la atención es todo lo que John Hickley quería. Disparó al presidente Reagan sólo por llamar la atención de una Jodie Foster que ignoraba sistemáticamente las docenas de poemas y cartas que Hickley le enviaba.

La máxima de Hobbes (el hombre es un lobo para el hombre) circunscrita al mundillo del celuloide daría para llenar cientos de miles de páginas. Sería una enciclopedia abierta pues la violencia nunca descansa.

No hace mucho la actriz Tara Correa-McMullen murió tiroteada durante un altercado entre bandas. Apenas era una niña.

Qué decir de Dorothy Stratten. Un ángel terrenal y no me refiero únicamente a su impresionante físico. Cometió demasiados errores antes de morir del modo más cruel imaginable a manos de su ex-novio al que había abandonado tras caer rendida ante el encanto del director Peter Bogdanovich. Éste último nunca llegó a asumir la pérdida de su amante, a quien dedicó un emotivo libro titulado «La muerte del unicornio«, para más tarde terminar casándose con la hermana pequeña de Dorothy en un gesto que podría equipararle con el James Stewart de «Vértigo».


Pier Paolo Pasolini fue apaleado en una playa hasta quedar irreconocible en un caso aún por resolver. Se detuvo a un chapero que en ningún caso pudo ser el único responsable de todo aquello, más sabiendo de las muchas amenazas procedentes de grupos de extrema derecha que el poeta, escritor y director coleccionaba.

Tal vez sea la muerte de Sharon Tate la más conocida por los no cinéfilos. La noche del 8 de agosto de 1969, Tex Watson, Patricia Krenwonkel, Susan Atkins y Lindia Kasabian asaltaron la casa de Tate en la que se celebraba una fiesta. Abigail Folger, su novio Voytek Fykowsky, Jay Sebring y Steven Parent fueron asesinados brutalmente por aquellos, miembros de «la familia Manson», quienes también asesinaron a Sharon, embarazada de ocho meses, a pesar de las suplicas de ésta que fueron narradas durante el juicio por parte de los asesinos de este frío modo: «La embarazada se arrodilló delante nuestro suplicando por la vida de su hijo…». A cambio recibió 16 puñaladas, varias de ellas mortales de necesidad. Después, embadurnaron las paredes de la casa con pintadas usando la sangre de sus víctimas.

Corre la leyenda por ahí de que Bruce Lee, uno de los invitados a la fiesta, excusó su ausencia por motivos profesionales. Quiero imaginar la sarta de hostias que mi adorado Lee habría repartido aquella noche de ser haber asistido.

Theresa Saldana tuvo más «suerte». La prometedora actriz de los setenta recibió una brutal paliza a plena luz del día que a punto estuvo de costarle la vida. Su carrera sin embargo no se recuperó. Debido al trauma sufrido, desde entonces sufre terribles problemas psicológicos que dificilmente logrará superar.

Abiertamente homosexual, Sal Mineo despertó una considerable fobia en los ambientes más conservadores de la América de los 60-70.

Amante e intimo amigo de James Dean, Mineo siempre vivió al límite emocionalmente hablando. Por ello, cuando su cuerpo aún con vida, fue descubierto cosido a puñaladas en un callejón de Hollywood un 12 de febrero del 76, todo el mundo pensó en un crimen pasional.

Un año después de la muerte de Mineo era detenido Lionel Ray Williams, repartidor de pizzas de 21 años, acusado de su asesinado. Fue arrestado sin convicción por la policía angelina, pues Williams, de raza negra, en poco se parecía al hombre rubio que los testigos afirmaron haber visto huyendo del lugar del crimen. Pero pronto descubrieron que Williams se había decolorado el cabello en la fecha del asesinato de Mineo. También se supo de su carácter violento y presuntuoso. Al parecer presumía sin reparo de haber matado «al maricón ese de Hollywood» con amigos, con su mujer, e incluso con uno de sus carceleros durante los dos meses que pasó en prisión acusado de falsificación. Es más, en su brazo derecho se hizo tatuar una navaja, replica exacta de la que utilizó para acabar con la vida del actor.

Ramón Novarro, superestrella del cine mudo, murió asfixiado por un pisapapeles en forma de pene que le fue regalado por Rodolfo Valentino. Dos chaperos «alquilados» por Novarro, fueron los encargados de deslizarlo por su garganta. La razón del crimen fue un simple robo del que cuyo botín apenas alcanzó los cien dólares.

El 15 de enero de 1947 se encontró el cadáver de una mujer seccionado limpiamente por la cintura. Los pechos lacerados y sembrados de quemaduras de cigarrillos. La boca había sido cortada en las comisuras formando una macabra sonrisa. La cara había sido aporreada hasta ser irreconocible. El cuerpo presentaba mutilaciones múltiples entre las que destacaba una en forma de triángulo a la altura de uno de sus muslos. Parecía como si un trozo de su carne hubiese sido sajado tratando arrancar algo concreto, posiblemente un tatuaje.

Pocos días más tarde fue identificada gracias a las huellas dactilares. Se trataba de Elizabeth Short, más conocida como La Dalia Negra, prostituta de lujo habitual en las fiestas de las estrellas más hedonistas de Hollywood.

Los detalles de la autopsia son aún más desconcertantes si cabe. Su cabello fue teñido de rojo y cuidadosamente peinado una vez muerta. Sus muñecas presentaban marcas de ligaduras que hicieron pensar a los forenses en una tortura continua de más de 72 horas. Los restos carecían de sangre, habían sido drenados hasta la última gota por los asesinos quienes además habían lavado los restos con esmero.

El caso nunca fue resuelto. De hecho, ni siquiera hubo una lista oficial de posibles sospechosos. La mastodóntica operación emprendida por el departamento de policía de L.A. se convirtió en un estrepitoso fracaso.

Muchos años más tarde, el director sueco Ulu Grosbard dirigió «Confesiones Verdaderas» en la que se relata el caso de modo indirecto, siendo encubierto el asesino por el detective encargado del caso. Con poca fortuna, no hace mucho tiempo se recordó el caso gracias a  «La Dalia Negra» de Brian de Palma. Tomando como base la novela de James Ellroy.

La historia de Caín y Abel se reinterpretó en Los Angeles un día 1991, cuando Jim Mitchell disparó a su hermano Artie por razones aún no aclaradas.

Los hermanos Mitchell produjeron y dirigieron la, en palabras de la crítica especializada, primera obra maestra del cine porno, «Detrás de la puerta verde». Tras el enorme éxito cosechado su carrera no volvería a alcanzar tan altas cotas lo que fue minando la relación de los hermanos. Los eternos problemas con las drogas de Jim le alejaron por completo de su hermano y de la realidad, desembocando en tragedia.

En 2001 se estrenó «Rated X» dramatización de la historia de los Mitchell protagonizada por Charlie Sheen y Emilio Estevez.

Lo que te mata también puede curarte. Y el cine es buen ejemplo de ello…

Brad Silberling, director de «Casper» y de la deliciosa «Una serie de catastróficas desdichas», utilizó el celuloide para superar la pérdida de su prometida, la actriz Rebecca Schaeffer. Lo hizo en «Moonlight Mile» en dónde contó la historia de redención de un joven que, incapaz de superar la muerte de su novia, decide irse a vivir con los padres de ella tratando de convertirse en su soporte.

P0cos recuerdan aquella serie que pasó Antena 3 en sus primeros días de emisión, «Mi hermana Sam». Protagonizada por Rebecca, la serie se convirtió en gran éxito en los States en tan sólo dos años. El magnético encanto de la Schaeffer no pasó desapercibido para Francis Ford Coppola quien la requirió para una prueba de casting de «El Padrino III».

La cita estaba marcada para el día 18 de Julio de 1989… A primera hora de la mañana, Rebecca Schaeffer salió apresuradamente de su casa camino de la oficina de casting cuando un obseso fan llamado Robert John Bardo, que la acosaba desde hacía tres años, le descerrajó dos tiros en el porche de su casa.

Los detalles que salieron a relucir durante el juicio son escalofriantes. Bardo creía ser correspondido en su demencial amor por la actriz tras recibir una fotografía firmada por ella que rezaba el texto… «Tu carta ha sido la más hermosa que he recibido jamás. Con amor de Rebecca». Ella no escribió aquella carta. Empleadas de la productora se encargaban de hacerlo, utilizando siempre el mismo texto. Pero para aquel lunático aquello era tan autentico como su obsesivo amor por ella. Para el psicópata resultó insoportable que ella jamás respondiera las sucesivas cartas de «amor» que le hizo llegar. Cartas que fueron variando su contenido hasta es más puro odio con el paso del tiempo.

Al ser condenado a cadena perpetua, la madre de Rebecca se dirigió a él con estas palabras: «Sé feliz en la cárcel». Más tarde escribió una carta abierta publicada en un periódico californiano con un devastador texto que decía así: «¿Se ha hecho justicia? El asesino de mi hija ha sido condenado, pero yo no volveré a verla ¿Debo sentirme feliz?».

Tras la conmoción que produjo su muerte las leyes fueron reformadas en el estado dorado.

Sin embargo… Marie Trintignant, Bob Crane, Phil Hartman, Lana Clarkson, Margareth Campbell… La hipotética enciclopedia que cito al principio del posteo sigue abierta. La violencia no entiende de treguas. La estupidez humana tampoco.

El momento más feliz…

El momento más feliz es cuando llegas a casa y me besas y hablamos de todas las cosas que van a pasar. El momento más feliz es cuando es tarde, en la cama, yo te abrazo y susurras que quieres quedarte por siempre jamás. El momento más feliz es cuando es lunes, es fiesta, y sonríes, y bajamos a comprar el periódico y a desayunar. El momento más feliz es cuando es martes, hay champions y Deco se sale y aplasta a Mourinho en la semifinal…

Y eso, rompiendo meses...

No voy a llorar…

Ana: Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida. La más grande, y eso que las he tenido de muchas clases. Sí, podría contar mi vida uniendo casualidades.

Otto: Es bueno que las vidas tengan círculos. Pero la mía, mi vida sólo ha dado la vuelta una vez y no del todo. Falta lo más importante. He escrito tantas veces su nombre dentro. Y aquí, ahora mismo, no puedo cerrar nada. Estoy solo.


Los Amantes del Círculo Polar (1998)