The Girl in the Corner…

«Siempre me he sentido como la chica a la que nadie ve en el fragor de la fiesta. Soy la chica del rincón que observa en silencio como los demás se divierten»

Sylvia Plath


AMAPOLAS EN JULIO

Pequeñas amapolas. Pequeñas llamas del infierno.

¿Acaso no estáis heridas?

Tan vacilantes que no puedo tocarlas.

Puse mis manos sobre sus llamas. Pero no me quemaron.

Y allí me quedé exhausta para vigilarlas.

Vacilante como ellas -arrugada y rojo clara- como la piel de una boca.

Como una boca

Una boca ensangrentada.

He ahí el vapor que no puedo tocar.

¿Dónde están tus drogas y tus nauseabundas píldoras?

¡Si pudiera sangrar o dormir!

Si mi boca pudiera casarse con una herida como la tuya.

O con tus licores escurriendose dentro de mí, en esta cápsula de vidrio

Ahora apagada y silenciosa.

Pero descolorida.

Descolorida.

Nunca corrí desnudo en Alaska…

Sé que suena políticamente incorrecto escuchar esto a un recién llegado a Pamplona, pero nunca me gustaron los encierros de San Fermín. Sin embargo, mi madre los vio toda su vida. Se levantaba a las siete y media de la mañana para hacerlo, y no fueron pocas las ocasiones en las que acarició nuestros pies (los de mi hermano y los míos) para despertarnos y así acompañarla mientras unos tipos vestidos de blanco corrían desbocados por las calles delante de unos toros. Y ahora, cada mañana, resulta que recorro esas mismas calles con mi aspecto de eterno despistado a cuestas.

Una noche de viernes, de esas interminables de verano, cambié de canal en busca de algo potable que llevarme a los ojos y me encontré con Joel Fleishman, un recién graduado médico neoyorkino, nervioso, en un avión, a punto de aterrizar en Alaska. Odió aquel sitio de inmediato. Era un lugar frío y sus tronados habitantes la antítesis del neoyorkino clásico. Al cabo de unos meses, Joel empezó a sentirse mejor, pero se seguía sintiendo el tipo trasplantado desde la gran ciudad. Y aunque él era un marciano, sus nuevos vecinos le superaban sobradamente. A saber: un barman en la sesentena felizmente casado con una veintiañera; un ex-astronáuta misógino y homófobo de manual; una piloto gafe incapaz de mantener una relación estable; un esquimal de ojos azules que mantenía correspondencia con Scorsese y Spielberg y un ex-presidiario filósofo que amenizaba mañanas radiofónicas con citas de Kierkegaard.

Definitivamente aquel pueblo fundado por una lesbiana a la fuga era un lugar especial. Y así fueron las cosas hasta que llegó la primavera y Fleishman participó en el particular encierro sin toros de Cicely. Había que correr desnudo por las calles hasta terminar remojandose en un lago a pesar que la nieve aún no se había marchado.

Y Joel, aquel día, sintió calor por primera vez… Y ya no quiso marcharse.

Fantástico Wes Anderson…

Se puede afirmar sin rubor que Wes Anderson ha creado una filmografía poblada de personajes animados. Desde el Max Fisher de «Academia Rushmore», pasando por los Tenenbaums, Steve Zissou y los hermanos huerfanos de «Viaje a Darjeeling», Anderson sabe que en lo singular siempre se oculta el camino hacia la excelencia. Siguiendo la estela, en «Fantástico Mr. Fox» se apoya en un popular cuento de Roald Dahl para continuar asfaltando ese camino, esta vez sumergiéndose por completo en los mundos de cartónpiedra que parecen más reales si se tiene la cabeza embutida en una máscara de ladrón.

Personajes y situaciones que al no familiarizado con el cine de Anderson se le antojarán insólitos y que para los que caminan del otro lado suponen su día a día, amueblan la fábula del zorro que se niega a someterse a lo que la realidad  depara a los de su raza. Un ser salvaje siempre lo será por muchas que sean las lecciones de civismo recibidas. La alegoría del director no erosiona el contenido de una película grande servida en formato aparentemente pequeño, permitiendo que el espíritu de la maravillosa obra original conviva con los mundos propios de Anderson en un ejemplo perfecto para comprender que la cuadratura del círculo en ocasiones se da.

Extravagante, irreverente, plagada de pequeños detalles que recomiendan visionados infinitos con la seguridad de encontrar una visión diferente y fascinante en cada ocasión, «Fantástico Mr. Fox» se queda grabada para siempre en la retina del afortunado espectador que ocupa su butaca esperando que el asombro le invada de nuevo. Y sí, esta vez ocurre.

Radiografía del bostezo…

Aunque Lukas Moodysson se dio a conocer con películas intimistas de corto recorrido visual y amplio fondo intimista , a todo aquel tocado por el éxito le llega su momento megalómano. Su última película, «Mamut», no pasa de ser un soporifero ejercicio de estilismo fuertemente influenciado por obras como «Babel» o «Lost in Translation».

La historia del matrimonio formado por Leo (Gael García Bernal) y Ellen (Michelle Williams), así como las ramificaciones que se extienden con sus actos, es utilizada por Moodysson para escupir en la cara del acomodado espectador occidental su pasiva culpa por toda injusticia planetaria. El guión apesta a moralina vergonzante en un crescendo sublime que dirige a la película hacia el abismo de la vergüenza ajena.

Dos interminables horas de sopor festivalero en pos del espectador gafapasta que seguramente verá las virtudes que yo fui incapaz de encontrar. El sopor acompañado de moralina simplona para almas que presumen de sensibles. Eso es «Mamut».

La Pesadilla de Phil Dick…

Mark Twain, siempre tan incisivo, dijo que llegó un momento en su vida en el que renunció a padecer pesadillas pues la vida ya suponía una pesadilla en sí misma. Kurt Vonnegut era de la misma opinión, sólo que él no pudo controlar los malos sueños que solía trasladar a sus novelas. Uno de sus discipulos, Christopher Moore, totem de la literatura mainstream, suele hacer referencias a las pesadillas en sus libros:

– Yo te ofrezco deseo, pasión, poder… Lo mejor del hombre y lo mejor de la bestia.  ¿Vas a rechazar todo eso?

– ¿Y el amor? -dijo ella

– El amor es cosa de los cuentos de hadas. Nosotros somos la materia de que están hechas las pesadillas. Haz pesadillas conmigo.

Chúpate esa (2007)

Tan torturado por las pesadillas como ellos, Johann Heinrich Füssli pintó una y otra vez el mismo cuadro sin terminar jamás de estar satisfecho con su trabajo. Tal vez la versión más lograda de «La Pesadilla» sea ésta…


Pero el gran maestre en la materia fue sin duda Phil K. Dick.

Sufrió constantes pesadillas durante sus fascinantes vidas (cuento las paralelas) en las que solía ser humillado por la sociedad en general que le consideraba un pobre loco del que tener lástima. Ninguneado por sus editores, por sus mujeres, por los amigos que nunca tuvo, su pesadilla recurrente le llevaba al momento de su nacimiento en el que intercambiaba papeles con su hermana gemela, muerta a los pocos días de nacer, ocupando su lugar en la fosa. Los terrores nocturnos le llevaron a las drogas y éstas a la tumba no sin antes haber escrito la obra literaria más fascinante del pasado siglo.

Tímido y acomplejado. Convencido de que nadie le quería, Dick encontró primero en el I Ching (método oriental de adivinación) y más tarde en el LSD, la puerta a la conciencia alternativa que los demás tenían miedo de traspasar. Tras un segundo matrimonio tormentoso en el que su mujer solía referirse a él con insultos (pirado, perezoso, inútil…) llegó a la conclusión de que si le iba tan mal siendo un buen tipo, tal vez debería convertirse en un canalla brillante. Pero pese a la evasión que la química le proporcionaba, las pesadillas seguían ahí y cada vez eran más vívidas.

Durante una de sus alucinógenas etapas, sufrió la terrible visión de un rostro gigantesco suspendido en el cielo que le seguía a todas partes. Acudió a su psicólogo para contárselo, pero allí no encontró respuestas ni consuelo. El psicólogo se limitó a espetarle: ¿Quiere usted decir que ha visto a Dios? Pero Phil no estaba seguro de que fuese Dios. Solo sabía que ese rostro feroz le daba miedo y la acompañaba a todas partes.

En las semanas previas a su muerte, devorado por la esquizofrenia, Phil repetía las mismas frases y realizaba las mismas acciones tratando de demostrar que los locos eran los otros y no él. Lo único que le conectaba a sus vidas previas era la pesadilla con su hermana muerta. Lo escribía compulsivamente en todas partes. En las servilletas de papel de las cafeterías, en el papel higiénico, en cuadernos cubiertos con aquella única frase: «¿Por qué ella y no yo?»

Difícil de decidir incluso para el gran fabulador…

Además de uno de los más grandes directores de cine de siempre, de ser un borracho categoría A+ y de su enfermiza atracción por todo cuanto sonase a aventura, John Huston era un gran fabulador. No había fiesta del Hollywood dorado a la que asistiese en la que no se formase un corrillo a su alrededor para escuchar sus historias, generalmente nacidas en un alto porcentaje de su fantasía.

Una de sus grandes mentiras la contó a costa de «La Reina de África» al afirmar que… «Cuando hacíamos La Reina de África» y estábamos a punto de rodarla, descubrí que no tenía argumento. Por suerte encontré la solución antes de empezar a filmar. Escribí el final en África. Pensé que debía tener un final feliz. Era esa clase de película». En realidad, según contó James Agee (coguionista y fuente más fiable que el irlandés), la idea de Huston era la de matar a los dos protagonistas tras lanzar su barcaza contra el navío alemán. Agee le convenció, tras las contínuas visicitudes que rodearon el rodaje (relatadas por el tío Clint en «Cazador Blanco, Corazón Negro») de que los personajes merecían un hueco para la esperanza, algo a lo que finalmente Huston asintió.

De su rodaje se ha contado de todo y más. Que si Huston y Bogart no enfermaron de disentería, como el resto del equipo de rodaje, porque solo bebían whisky; que si Kathy Hepburn, emulando a su personaje, arrojó una noche todas las existencias de alcohol de la pareja a un río, harta de sufrir el hedor de su aliento; que si Huston retaba a combates a puñetazo limpio a los racistas colonos blancos locales… Seguramente todo sea cierto, sin embargo lo que queda de todo ello es lo festivo. El tono relajado y feliz de esta película atípica que el propio Huston nunca consideró enteramente suya. La puritana que despierta a la vida y al sexo de la mano de un patético descreído, desdentado y borrachín capitán de una barcaza cochambrosa hasta terminar confundiendose con él y él con ella. Lo que Huston definió como transferencia de personalidades gracias al amor inesperado. Una burla sobre las buenas costumbres que rechazó el mismísimo Raoul Walsh al definir la novela como «un desastre de la que no conseguí salvar nada».

Sin embargo, la novela original C. S. Forester contiene el que tal vez sea uno de los finales más hermosos que he leído: «Y si después de esto vivieron o no felices, es algo difícil de decidir».

One year of love…

Como dice Francisco Nixon en aquella canción: «Baila para mí quiero recordarte así, bailando tan feliz». Y bailas tan bien. Estás y con eso me basta. Estás desde hace 365 días, cuando recogiste mis pedazos bajo la sombra de un oso metálico y te empeñaste en recostruir semejante desastre. Y un año después aquí estoy, tratando de averiguar qué viste en mí.

«Llego a casa por la noche, las cajas están en la portería. Subo al apartamento, cargado, cierro con el pie. No hay mensajes en el móvil. Tampoco en el contestador. Miro la suela de mi zapato, apenas la he gastado. Veo mi imagen en el espejo, no aprecio ningún cambio. Algunas noches doy vueltas en la cama y me desvelo, hastiado. Los brazos de mi mujer me rodean mientras bosteza un beso en mi espalda. A veces creo que la quiero demasiado. Solo ella sabe lo que ve en mí.»

Invisible «Si no Creyera en la Locura» – Marisa López Mosquera.


Y quise cambiar de vida con la chica del 2º B y llamé al 2º C…

Visitar un faro es el regalo de cumpleaños que nunca recibí. Y así fue hasta ayer. Ahora que he experimentado la soledad confortable que se siente ahí arriba, lejos de todo, el ruido de aquí abajo, sin gaviotas planeando sobre mí y sin el viento volteando mis palabras, parece ridículo.

Nadie me había llevado de la mano hasta las faldas de un faro para mirar debajo de ellas. Nueva exitosa misión de Deseos con Alas. Gracias.

Mi Última Mujer

Por todos aquellos huecos vacíos…

Una de las primeras enseñanzas que todo cinéfilo aprende es que los personajes torturados se venden mejor si las consecuencias de sus actos se diluyen con gaseosa. James Gray, director de «Two Lovers», con seguridad conoce la premisa, pues la pone en práctica con ambigüedad para coronar una historia permitiendo que sea el espectador quien elabore su propio final.

Una brillante puesta en escena, cosida con los retales sobrantes de las pomposas primeras obras del director, sirve de trasfondo a una historia en busca de la atemporalidad desde su primer fotograma. La historia de Leonard (un pasadísimo de rosca Joaquin Phoenix) es la del náufrago deseoso de encontrar respuesta a los numerosos mensajes enviados desde su isla interior.  Ante su ausencia, gasta la mitad de su tiempo trabajando en la gris empresa familar y la otra mitad saltando puentes o rebanandose las muñecas.

Las circunstancias del vacío de Leonard no pasan por alto para Grey, que trata de mostrar su universo quedándose siempre a medio camino del costumbrismo más puro y la historia desaforada. Plagando el metraje de pequeños tics destinados a dotar de fondo a un personaje hastiado de sí mismo y de los demás.

Pero, contra todo pronóstico, en la vida de Leonard aparecen señales. La primera de ellas, anodina, en forma de la hija de unos amigos de su padre. Sandra (Vinessa Shaw) es la personificación del amor sereno y estable. La segunda, tumultuosa, es Michelle (Gwyneth Paltrow), despreocupada y anarquica amante de un tipo rico. El protagonista debe elegir entre vivir un amor desenfrenado o languidecer en la rutina de lo acomodaticio, de modo que elige el primer camino dejando miguitas de pan en el segundo por si debe desandar lo ya andado. Es en esa fase de la película cuando Grey, a modo de los grandes maestros del melodrama, debió perder las riendas para dotarla de carnalidad. No ocurre, y tan sólo en aisladas pinceladas la película adquiere tonalidad y belleza.

El final deja a juicio del espectador qué final es de su gusto. La felicidad incierta del amor por recibir o la practicidad que confiere el tomar el camino correcto. Sea cual sea el caso, para el que escribe la mirada final de Leonard dice mucho más que todas las calles y playas vacías en Nochevieja que el director pretende situar como elocuente metáfora de una historia de vacíos que nunca encontrarán su lugar.