Mark Twain, siempre tan incisivo, dijo que llegó un momento en su vida en el que renunció a padecer pesadillas pues la vida ya suponía una pesadilla en sí misma. Kurt Vonnegut era de la misma opinión, sólo que él no pudo controlar los malos sueños que solía trasladar a sus novelas. Uno de sus discipulos, Christopher Moore, totem de la literatura mainstream, suele hacer referencias a las pesadillas en sus libros:
– Yo te ofrezco deseo, pasión, poder… Lo mejor del hombre y lo mejor de la bestia. ¿Vas a rechazar todo eso?
– ¿Y el amor? -dijo ella
– El amor es cosa de los cuentos de hadas. Nosotros somos la materia de que están hechas las pesadillas. Haz pesadillas conmigo.
Chúpate esa (2007)
Tan torturado por las pesadillas como ellos, Johann Heinrich Füssli pintó una y otra vez el mismo cuadro sin terminar jamás de estar satisfecho con su trabajo. Tal vez la versión más lograda de «La Pesadilla» sea ésta…

Pero el gran maestre en la materia fue sin duda Phil K. Dick.
Sufrió constantes pesadillas durante sus fascinantes vidas (cuento las paralelas) en las que solía ser humillado por la sociedad en general que le consideraba un pobre loco del que tener lástima. Ninguneado por sus editores, por sus mujeres, por los amigos que nunca tuvo, su pesadilla recurrente le llevaba al momento de su nacimiento en el que intercambiaba papeles con su hermana gemela, muerta a los pocos días de nacer, ocupando su lugar en la fosa. Los terrores nocturnos le llevaron a las drogas y éstas a la tumba no sin antes haber escrito la obra literaria más fascinante del pasado siglo.
Tímido y acomplejado. Convencido de que nadie le quería, Dick encontró primero en el I Ching (método oriental de adivinación) y más tarde en el LSD, la puerta a la conciencia alternativa que los demás tenían miedo de traspasar. Tras un segundo matrimonio tormentoso en el que su mujer solía referirse a él con insultos (pirado, perezoso, inútil…) llegó a la conclusión de que si le iba tan mal siendo un buen tipo, tal vez debería convertirse en un canalla brillante. Pero pese a la evasión que la química le proporcionaba, las pesadillas seguían ahí y cada vez eran más vívidas.
Durante una de sus alucinógenas etapas, sufrió la terrible visión de un rostro gigantesco suspendido en el cielo que le seguía a todas partes. Acudió a su psicólogo para contárselo, pero allí no encontró respuestas ni consuelo. El psicólogo se limitó a espetarle: ¿Quiere usted decir que ha visto a Dios? Pero Phil no estaba seguro de que fuese Dios. Solo sabía que ese rostro feroz le daba miedo y la acompañaba a todas partes.
En las semanas previas a su muerte, devorado por la esquizofrenia, Phil repetía las mismas frases y realizaba las mismas acciones tratando de demostrar que los locos eran los otros y no él. Lo único que le conectaba a sus vidas previas era la pesadilla con su hermana muerta. Lo escribía compulsivamente en todas partes. En las servilletas de papel de las cafeterías, en el papel higiénico, en cuadernos cubiertos con aquella única frase: «¿Por qué ella y no yo?»
