Sé sobradamente que ese marciano deporte bautizado béisbol le importa un pimiento a la mayoría de los europeos. Lógico. Ensimismados con el fútbol hemos olvidado la ensencia misma del deporte, algo que puede extenderse al resto de los deportes de equipo (y no pocos individuales) en los que ha penetrado el mantra de la profesionalización: «para ganar, todo vale». Sin embargo, para mí es mucho más que el simple golpeo de una pelota de cuero y madera. Y como no pienso aburrirles explicando de dónde y por qué nace esa pasión, me limitaré a contarles una historia verdadera que puede les ayude a entender la mística de este juego, uno de los pocos deportes hiperprofesionalizados que mantiene ligeros ramalazos de dignidad.
Roger Clemens, el mejor pitcher de la historia para casi todos, tenía 42 años cuando los Yankees de Nueva York decidieron prescindir de sus servicios. Al sentir que su camino había terminado pensó entonces en la retirada, a pesar de la gran cantidad de ofertas recibidas para que continuase un año más. Ganador en varias ocasiones del trofeo Cy Young, destinado al mejor pitcher del año, campeón de las series mundiales, reconocido como uno de los mejores de siempre, Clemens recibió entonces la visita del manager general de los Astros de Houston, su ciudad natal. Los Astros, un equipo relativamente jóven (44 años de existencia, prácticamente la edad de Clemens), nunca había conseguido ganar un título, ni siquiera de conferencia. De hecho, tampoco habían sido capaces de clasificarse para los play-offs en cuatro décadas. Los Astros eran, en tres palabras, un equipo perdedor. Le ofrecieron continuar en activo, proponiéndole como lider de un equipo sin tradición y sin aspiraciones reales de ganar el título. Su plantilla apenas disponía de tres o cuatro buenos jugadores y lo que es peor, carecían de presupuesto para contratar a las grandes estrellas de sueldos astronómicos que el equipo requería si quería cambiar su suerte. Prueba de ello fue el contrato ofrecido a Clemens, suponía apenas la mitad de lo que ganaba en los Yankees.
Clemens se sentía viejo y fuera de forma. Estaba cansado. Sin embargo, tras meditarlo junto a su familia, decidió lanzar un año para el equipo de su ciudad. Al fin y al cabo, no tenía nada que demostrar y menos aún que perder. Fue su madre, gravemente enferma por entonces, quien le convenció de hacerlo, a modo de ofrenda hacía la ciudad que le vio nacer. Y sucedió que se implicó tanto en el sueño de los perdedores que declaró en la rueda de prensa de su presentación que ganaría el título de la Major League con Houston. Y todos riéron, absolutamente todos los que se encontraban en la sala, pensando que bromeaba. Pero no lo hacía.
Su primer paso para cambiar el sino de su nuevo equipo consistió en popularizar una frase ya mítica en la ciudad espacial: “I believe”. En una época previa a Twitter, en la que la información viajaba con menos velocidad y más inocencia, el lema se expandió lentamente entre una desilusionada afición dispuesta a seguir cualquier hilo de luz. Después, Clemens llamó a su viejo amigo Andy Pettite, compañero en los Yankees, y le contó su sueño. Pocos días después Pettite apareció en Houston con sus maletas dispuesto a ganar mucho menos dinero a cambio de hacer realidad el sueño de un amigo. Ocurrió que Roy Oswalt, pitcher estrella de los Astros, dedició quedarse en ese equipo perdedor a pesar de tener ofertas de equipos mucho más grandes respaldadas por cheques en blanco. Y otras estrellas tejanas supieron de la historia y fueron llegando a Houston uno tras otro: Lance Bergman, Brandon Backe, Willy Taveras, Brad Ausmus. Todos ellos aceptaron rebajar sustancialmente sus sueldos para formar parte de aquel sueño de locos.
Así, al comenzar la temporada, el equipo perdedor disponía de una plantilla que podría haber hecho temblar a los que antes reían de no ser porque su edad media, que sobrepasaba holgadamente los treinta años. Después comenzaron a llegar los triunfos. Los «viejos» ganaban más perdidos de los que perdían, y el estadio comenzó a llenarse de público y de pancartas en las que se podía leer «I Believe». Al llegar los últimos tres partidos de la interminable temporada regular necesitaban ganar sólo uno para asegurarse su paso a los play-offs. La presión se hizo mayor y la burbuja estalló. Perdieron los tres.
Plantando cara a la enorme decepción, Roger Clemens, ya con 43 años encima dijo: “Yo me quedo un año más”. Y Oswald y Pettite y Backe y Taveras y Berkman y Ausmus le siguieron. Al llegar al final de esa temporada el destino quiso que se repitiera la misma situación del año anterior. Necesitaban ganar un partido de tres. Y perdieron el primero. Y ganaron el segundo.
Después, en play-offs, eliminaron a los Braves de Atlanta, en aquel mítico partido de las dieciocho entradas. Y eliminaron a los grandes dominadores de su conferencia, los Cardinals de Saint Louis. Y por primera vez en su historia se plantaron en una final que les enfrentaría a otro equipo maldito, los White Sox de Chicago, el equipo de los ocho hombres. El equipo del gran traidor, Joe “el descalzo” Jackson.
Y sucede que los cuentos de hadas no tienen porqué terminar bien.
Vi el último partido, lo hice en directo, a través de la página de la Major League. Y a pesar del cansancio (serían las seis de la mañana cuando terminó), también yo me emocioné al ver a un estadio entero sujetando cientos, miles de pancartas en las que se leía “I believe” tras consumarse la derrota. Bajo la lluvia, el equipo que acababa de perder su gran oportunidad se vino abajo. Muchos jugadores se tiraron al suelo mientras los Sox celebraban el título que rompía su maldición ochenta años después. Uno de ellos fue Roger Clemens. Un tipo de 43 años con casi dos metros de estatura y una carrera tan dilatada se tapaba el rostro para ocultar un llanto inconsolable. Sus compañeros, al ver a su capitán desolado, le levantaron y le condujeron hasta el banquillo mientras 50.000 voces, que trataban de ignorar los abrazos de los jugadores de Chicago en el centro del diamante, coreaban su nombre.
En la rueda de prensa posterior al partido, Clemens anunció su retirada y pidió perdón a los fans por no ser capaz de cumplir su promesa. Lo hizo entre lágrimas, junto a un grupo de compañeros igualmente llorosos. Pocos supieron entonces que un mes antes, poco después de ser fechada la fotografía que les muestro abajo (el día que pitcher presentó a su madre a la multitud con un emotivo: “Les presento a mi madre. Ella es la responsable de que yo volviese a creer”) ella había muerto. La derrota fue otra.
Dijo Kavafis que lo que importa es el camino, sin importar si el objetivo se logra o no. Roger Clemens confesó después que esos dos años vividos en Houston fueron los mejores y más importantes de su vida. Los que le reconstruyeron con ser humano.