Vivir en un mundo sin Robert Redford…

Veo un «Un paseo por el bosque», el curioso modo de ajustar cuentas con el tiempo de un escritor de guías de viaje que en realidad, intuyo, es un sosias de Robert Redford, el actor que da vida al personaje. El deseo de vivir una última aventura, de sentir la lluvia en la cara, el frío en lo más profundo de los huesos y el cansancio agujereando los calcetines. Sus ganas, su intención de mirar el mundo desde el otro lado de la ventana, me contagia en un principio, especialmente cuando un cascado Nick Nolte aparece en pantalla para compartir con Redford su locura. Tienen por delante el sendero de los Apalaches, 3.500 kilómetros de barrancos, senderos de montaña y espesos bosques. Tienen también suficientes ganas e ilusión por sentirse parte del juego una vez más. Bastan treinta minutos de metraje para que las expectativas se hundan en un cieno de lugares comunes. La narración plana, he ahí el enemigo, pienso. La hora restante se soporta gracias a ellos, a Redford y Nolte, caminando mientras reescriben su historia a través de sus miradas cansadas.

Al terminar, mi sensación no es negativa a pesar de la mediocridad de la cinta y de los vanos intentos de Redford por parecer joven. Al menos, por parecer diez años más joven, o cinco o los que sean. Entonces pienso en cómo será el mundo sin él. En cómo paulitinamente comenzará a  borrarse aquella tarde de sábado en que, con menos de diez años, vi «Dos hombres y un destino» y me hizo sentirme feliz el resto del día.  O cómo una vez, ya adolescente, trasnoché por ver «Todos los hombres del presidente« porque la pasaban a la una de la madrugada. Afortunadamente no recuerdo nada del día de instituto posterior. Mejor así.

Si cada día me cuesta más acomodarme en el mundo hostil que estamos construyendo en base a la corrección política más aberrante, no sé cómo será cuando Jeremiah Johnson sea solo una huella de celuloide, Paul deje de caminar descalzo por el parque y Hubbell deje de enamorarse de Katie Morosky, aquella chica idealista y feucha a la que resultaba imposible no amar.

La bola crece en mi mente y termino por desvelarme. Me tomo una cerveza a oscuras tratando de dejar de pensar en un presumible futuro tan aciago pero no lo consigo. Mi nerviosismo aumenta al darme cuenta de que no quiero vivir en un mundo sin Redford… como tampoco quise vivir en un mundo sin Paul Newman ni Kathy Hepburn. Entonces me calmo. Ellos ya no están pero yo sigo aquí. He sobrevivido. Tal vez baste solo con eso, con verlos en la pantalla durante un par de horas para tomar el aliento con el que poder soportar un día más. Aliviado ya, me viene a la mente la mejor escena de «Un paseo por el bosque»; cuando los dos amigos, cansados por el esfuerzo y las peleas, se toman un respiro sobre unas rocas mientras miran el espectáculo que se extiende frente a ellos. Y entonces todo cobra sentido.

Tal vez baste con eso…

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El Orgullo…

El orgullo del que nada tiene, aunque sea derrotado, siempre vencerá al dinero del poderoso. Y a veces ocurren milagros de esos que nunca se borran de la memoria. Ayer, todo el sufrimiento de tantos años, cristalizó en un éxtasis perpetuo.

Ayer, ahogado por la frustración y la rabia de ser derrotado por un rival que suponía un subdito más, un periodista deportivo (muy madridista, él) prometió una futura venganza terrible sobre el Leganés. «Los meteremos siete», dijo. Como hizo Alejandro Jodorowsky cuando su «Dune» fue tumbada por los productores, subo la apuesta: que nos metan diez, catorce, veintiséis. Sean los que sean, la felicidad de anoche nunca se podrá borrar. Nunca olvidaremos cuando fuimos gigantes por unas horas.

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Berlanga y las verdades del barquero…

Acostumbrado a ser atacado desde todos los frentes, Luis García Berlanga aprendió pronto a parapetarse contra la estupidez ajena. El problema siempre fue la disparidad en número: uno contra el mundo. Nunca supo callar sus verdades, aquellas que eran tan caóticas que terminaron por convertirle en un enemigo universal. En su ideario de vida, tan anarquista que asustaría a los propios anarquistas de manual, cabían todas las posibilidades, siempre que le resultasen racionales y sobre todo placenteras. Y mientras los insultos y las descalificaciones le llovían por todas partes él siguió añorando lo que siempre quiso ser, un hombre invisible. Tal vez por eso, el que su nombre fuese ninguneado sistemáticamente hasta alcanzar la senectud no sorprende. Siempre fue la diana perfecta para los mediocres con alto concepto de sí mismos.

La ausencia de una ideología política definida en su ideario de vida unida a su desprecio por cualquier tipo de militancia lo convirtió perennemente en «el otro». Un tipo en quien desconfiar que contestó a los intentos de Juan Antonio Bardem por atraerle a la ideología comunista con bostezos. Y aunque su reacción no fue equiparable a la de Buñuel, que abominaba virulentamente del comunismo pese a (o precisamente por) coquetear con él, la etiqueta que le acompañó toda su vida aconsejaba a los aborregados a mantenerse lejos de él.

Al dictar sus memorias al gran Jess Franco, un anciano Berlanga mantuvo tercamente su costumbre de decir lo que pensaba sobre cualquier cosa, aunque el destinatario de sus cínicas y lúcidas reflexiones fuese la Academia del Cine Español (que él cofundó y presidía honorificamente) a propósito de los premios Goya y su ceremonia de entrega. Poco le importaba por entonces sumar enemigos a la larga nómina reclutada durante su vida.

«Los Oscar, desde el principio, fueron un espectáculo. Eran unas fiestecitas-show preciosas, y presentadas, además, en el Hollywood Bowl, a las que iba toda la profesión, y eran un desfile de artistas, de modelos, de todo… con lujo y esplendor, eso sí que lo saben hacer muy bien. Y en esta fiestecita se entregaban los Oscar. El show estaba siempre animado por alguien muy popular en Estados Unidos, por un presentador de televisión, o por un actor famoso, y así siguen. Ahora es otro, porque aquellos primeros están ya tomando el sol en Florida, pero…, en general, las fiestas suelen ser siempre muy interesantes, muy divertidas y se pueden oír las canciones que han sido premiadas en el año y está muy bien la ceremonia. Hay unos orquestones de espanto, dirigidos por un compositor ya oscarizado y, aunque no entiendo una papa de música, se nota que suenan cojonudo. Esta fiesta es lo que nosotros en España intentamos remedar desde que creamos la Academia y los premios Goya, pero así sale… Horrorosa, porque está mal organizada, mal presentada, mal actuada, mal elegidos los fragmentos de música premiados, mal elegidos los vestidos de los presentadores; en fin, es un desastre; además, es un desastre eterno que dura muchísimo, porque hay unas calvas y unos vacíos… y porque siempre se cuela alguien que por recomendaciones, la mayoría de las veces injustificables, quiere lucirse y hace unas pequeñas chuflas y unos pequeños sketches que suelen ser lamentables. Encima de esto, los premiados se empeñan en dedicar la estatua de Goya a la familia, a los compañeros de la película, al productor, a los vecinos… Creo que esto de la ofrenda dura tanto como la que hacen en Valencia durante las Fallas. Y esta crítica es una autocrítica, dado que, aparte de fundador, sigo siendo presidente de honor de la Academia.

¿Cuánto tiempo va a durar este carnaval? No sé, pero espero, por el bien del cine español, que muy poco. Porque estos últimos Goya se están convirtiendo en mítines. En cuanto las presidentas de la Academia salen a dar la bienvenida la público, o a presentar algún premio, hacen un discurso político y unas reivindicaciones…, unas cosas que están absolutamente fuera de lugar. Sobre todo, para mí, y si viviera también, para Alfredo Matas, ya que el primer artículo del reglamento decía que la Academia no puede ser reivindicativa porque para eso ya existen los sindicatos y las asociaciones profesionales».

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