El uno de enero de 2014 llegué temprano a casa. Hacía unos días que nos habíamos mudado a casa de mis suegros tras algunos sobresaltos durante el embarazo de la Libélula, de modo que encontré el interior de la casa tan gélido como había amanecido el día en la ciudad de las brumas. Lo primero que hice fue buscar la caja donde guardamos las figuras del belén navideño para situarlas en el lugar que había ocupado años porque pensé que debía estar ahí aunque la casa estuviera vacía. Después cogí una silla y me dirigí al cuarto de nuestros futuros hijos. Rocé con la yema de los dedos las tablillas con sus nombres y observé emocionado la decoración con la que adornamos las paredes. Estrellas, naves espaciales, planetas y astros estaban dispuestos para iluminar las noches de Ander y June desde la tarde de noviembre en que Cris decidió que no debíamos esperar más para dar luz a su habitación. Después de situar cada planeta, cada cohete, el sol y la luna nos encontramos con tres docenas de estrellas de diferentes tamaños a las que debíamos encontrar una hubicación. Empezamos dando forma a constelaciones imaginarias hasta el momento en que coloqué dos estrellas que simbolizaban a mis padres. Desde aquel momento cada estrella tuvo nombre y destinatario. Familiares y amigos están ahí, colgados del techo o trepando las paredes. Dibujando conjuntos o en solitario. Todas ellas tienen un sentido porque así decidimos que fuese.
Regreso al uno de enero encaramado en la silla que arrastré hasta el cuarto de los txikis. Estoy colocando varias estrellas fluorescentes, de esas que brillan durante unos minutos en la oscuridad tras recibir un chorro de luz. Acabo de ensamblar la constelación de Géminis pero no voy a continuar. Volveré el día dos para dibujar a la Osa Menor y al día siguiente para dar forma a Virgo. Así será durante los veintitrés días siguientes siguiendo un mismo ritual para convencer a Ander y a June de que sigan en el vientre de su madre un día más…
Mediada la década de los setenta la preocupación se extendía entre los directivos de Decca Records. Tras perder a los Rolling Stones, David Bowie se había convertido en su principal activo. Una mina de oro que no rendía en los Estados Unidos, un mercado inmenso que ignoraba a la gran estrella del rock europeo del momento. Una intensa campaña publicitaria y el apoyo de John Lennon proporcionaron a Bowie su primer número uno en el Billboard americano con «Fame», pero aquella efímera víctoria no tuvo continuidad. No se trataba de que su música fuese más o menos inteligible para el público americano. El problema era su imagen andrógina. Lo que en Europa suponía un plus en América retraía. De modo que se pusieron a perpetrar un profundo lavado de imagen del músico.
La gran apuesta de la discográfica consistió en introducir a Bowie como invitado en el especial navideño de Bing Crosby. Un programa de gran aceptación en los States que tenía un marcado tono familiar. En una época en la que la televisión articulaba la vida del ciudadano americano, el especial navideño de Crosby se había convertido en pocos años en una cita ineludible de toda la familia frente al televisor. El once de septiembre de 1977 David Bowie llegó al plató enormemente nervioso. Estaba a punto de conocer a Bing Crosby, uno de sus mayores ídolos cuyo estado de salud, además, era sumamente delicado a causa de sus conocidos problemas coronarios. Para la ocasión preparó unas sentidas palabras de agradecimiento que olvidó en cuanto Crosby estuvo frente a él. Lo único que supo hacer en ese momento fue abrazarle con fuerza y darle las gracias, algo que el huraño Crosby no entendió viniendo de aquel tipo extraño al que él ni siquiera conocía. Tras la grabación de un híbrido del clásico «Little Drummer» y «Peace on Earth», tema compuesto por el propio Bowie para la ocasión, Bowie se despidió de Crosby del mismo modo en que le había conocido: con un sentido abrazo acompañado de alguna lágrima. Un mes más tarde, Bing Crosby murió de un ataque al corazón.
El programa, emitido el último fin de semana de noviembre de 1977, fue en éxito pero la carrera americana de Bowie no se consolidó. Aquella circunstacia le sumió en una depresión que creció y creció durante los años siguientes. Sentía que había perdido su identidad musical, los problemas de pareja con su esposa Angela se convirtieron en irresolubles y su adicción a las drogas, motivo por el que se mudó a Berlín tratando de desintoxicarse, se habían convertido en endemicos. No pocos de los que se decían amigos suyos comenzaron a darle la espalda a principios de los ochenta.
En aquella época finiquitó un matrimonio desastroso que se había convertido en un campo de batalla y se marchó a una clínica de desintoxicación en Suiza sin fecha de regreso. La heroína que se inyectaba para evadirse había cuarteado su piel y la cocaína que consumía para activarse le provocaba episodios de paranoia. La presión exterior que sentía era intensa. Necesitaba parar o su cuerpo no aguantaría más de unos pocos meses. En la clínica de Montreux a la que llegó en un estado físico penoso le dejaron claro desde el primer día que allí sería uno más: no tendría ningún tipo de privilegio. Su rutina se estructuró entre trabajos creativos matinales y paseos vespertinos en los boscosos alrededores de la clínica. Fue durante uno de esos paseos cuando se encontró casualmente con Roger Taylor, batería de Queen que había adquirido una casa en aquel lugar en busca del anonimato. En principio Taylor no le reconoció. Se fijó en un tipo alto y delgado que le resultaba familiar pero al que no era capaz de identificar. Pocos días volvió a encontrarse con aquel tipo delgado y espigado. Gritó su nombre y Bowie se giró. Aquel día nació una intensa amistad que se fortaleció las semanas siguientes. Bowie le confesó que había tocado fondo. No podía más. Taylor trató de devolver el impulso perdido a Bowie con una colaboración en un tema de Queen. La propuesta era sencilla, ofreció a Bowie que hiciese los coros del tema «Cool Cat» que el grupo tenía previsto lanzar como maxisingle. El cantante, asustado en un principio, acabó aceptando. La única condición que puso a cambio de su participación fue que el tema fuese grabado en Montreux. La rehabilitación iba realmente bien. Se sentía con fuerzas por primera vez en muchos años. No podía abandonar ahora. Taylor aceptó la condición.
Pocas semanas más tarde, David Bowie y Freddie Mercury se encontraron cara a cara en los estudios Montreux de la ciudad suiza del mismo nombre. Llegar hasta aquella situación no le llevó demasiado tiempo a Taylor. Le bastó con llamar a sus compañeros de grupo para contarles en qué estado había encontrado a Bowie. Debían sacarle del fango. Además, la perspectiva de unir en una misma canción las voces de Mercury y Bowie suponía en la práctica la unión de las dos casas reales más populares del mundo de la música en aquel momento. Se trataba de una oportunidad única que no debían perder. La confirmación final llegó de los labios de Mercury cuando le dijo al resto de integrantes del grupo: «A qué estamos esperando».
La grabación no fue fácil. La canción, que sobre el papel era impecable, no funcionaba. En los momentos de mayor duda se dio esa clase de prodigios que ocurren de tanto en tanto cuando Bowie comenzó a improvisar sobre la marcha un tema compuesto por Taylor titulado «Feel Like» que la banda había desechado con anterioridad. Cuando Mercury se unió a la improvisación se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era dinamita. Bowie comenzó a sumar letra a la música mientras Mercury creaba un estrillo a base de palabras inventadas. Trabajaron en el tema hasta la madrugada. No podían parar. Al amanecer del día siguiente había nacido «Under Pressure».