En el primer capítulo de la memorable Boardwalk Empire (posiblemente la serie más completa de los últimos diez años) se encomendó la dirección del episodio piloto (señuelo destinado a enganchar a una potencial audiencia) a Martin Scorsese, a su vez productor ejecutivo (en otras palabras, el tipo que pone el nombre y se lleva la pasta). ¿Qué mejor modo de fidelizar al espectador que a través de un nombre tan evocador? El problema se descubrió a medida que la serie avanzaba mostrándose como un sutil juego de poder y ambición que prescindía de artificios y optaba por la poesía sucia como forma de expresión. Justo lo que Marty no entendió. El episodio que él dirigió es un apéndice autónomo del todo homogéneo que es la serie creada por Terence Winter; un artificio que abusa de pretenciosos movimientos de cámara, vistosas escenas grupales y un ritmo cardiaco tan cercano a la histeria como lejano del tono general del resto de la serie. Él es así. En su esencia, Martin Scorsese sería incapaz de rodar un simple anuncio de yogures con un tipo y una cuchara sin que la acción concluyese con los yogures estampados contra la pared mientras el tipo grita al plano como un poseso.
Sería injusto decir que en la génesis del cine de Scorsese no se encuentra esa vertiente huracanada, ese demonio interior que le lleva inevitablemente al paroxismo. Escudriñando su filmografía encontramos multitud de claves en las huellas dejadas por Marty. Desde el chico de la calle de la rotunda «Malas Calles» hasta el desatado broker sin escrúpulos de «El Lobo de Wall Street», todos sus personajes han vomitado su ira contra el objetivo de la cámara. Sin entrar en discusiones ridículas sobre su indudable talento (algo que no pocos le niegan, considerándole un simple gestor de recursos), lo cierto es que Marty es incapaz de encontrar el grial que media docena de veces llegó a acariciar con los dedos.
No, «El Lobo de Wall Street» no es el «Ciudadano Kane» del siglo XXI como algunos afirman. Le falta la actitud innovadora, el desparpajo y el afán temerario de su referente. Porque lanzarse de cabeza al acantilado con la nariz polvoreada pierde cualquier posible mérito si se repite plano a plano, secuencia a secuencia, la fórmula de la más afortunada «Uno de los Nuestros», sustituyendo al mafioso por un broker en una perogrullada que pretende instruirnos sobre quién es el auténtico malvado. Le sobra todo lo demás, en especial el tufazo a desfase, más propio de una comedia universitaria, repleta de diálogos absurdos que subrayan docenas de veces lo que resulta evidente en un primer vistazo. Un ejercicio pretencioso que no logra encubrir que en realidad nos encontramos ante una película desbocada e impregnada de la amoralidad que dice denunciar. Al parecer, el intencionado disparo en el pie de Scorsese pretende informarnos (como si no lo supiéramos) de que la mediocridad se ha instalado en los escalones del poder. Es todo. No hay más. El desenfreno sin tuétano convertido en icono cultural por obra y gracia de un politoxicómano que pretende cogernos de la mano para mostrarnos su mundo de cartón piedra.
El auge, caída y continuo frenesí de Jordan Belford, sin escatimar un solo chute de crack, raya de cocaína y pastilla de todo tipo durante el camino, es el vehículo que sirve para tratar de explicar cómo se construye una vida de mentira. Muy pronto sobresalen las intenciones del director, inconsciente de que una vida distorsionada nunca debe ser contada al dedillo a riesgo de resultar incomprensible para el espectador, asustado o encandilado (todo depende de la sensibilidad de cada cual) ante semejante bombardeo de imágenes que lucen mucho y aportan poco a una historia que pronto comienza a dar vueltas en círculo. Es entonces, pasada hora y media larga de presentación de personajes (cuestión que el director podría haber solventado en treinta minutos sin que faltase ningún elemento), cuando el vertiginoso ascenso hacia las cumbres de la nada, que Scorsese ha coronado en tantas ocasiones, finaliza para dar paso a una hora y media final aún más desbocada que despierta un inaudito interés que, aun emponzoñado por la dispersión concentrada del primer tramo, evita el desastre para convertir a «El Lobo de Wall Street» en el primer clásico cocainómano de la década. Lo que no es poco premio para tan bacheado desarrollo.
Lo realmente sorprendente viene del lado actoral. Tan alejados a la causa de la vergüenza ajena como entregados a la histeria colectiva, a las canciones apaches y al tono bronco, el equipo sufre la deserción de Leo DiCaprio, único elemento que logra mantener la cordura entre el vociferío. Él es el único que logra mantener el equilibrio de modo sorprendente. Lleva a cabo la labor que al resto del equipo le pasó por alto: comprender al personaje y su contexto, aprovechando el tiempo muerto que al resto del reparto no se le concede, para dotarle de comprensión narrativa. Es el pilar que evita que el techo (tratándose de Scorsese, siempre demasiado alto) se derrumbe. El que confiere a la historia la única dosis de verosimilitud que el meticuloso guión firmado por Terence Winter logra salvar tras pasar por la alucinada mirada del director.
Mientras tanto, el grial que Marty rozó en «Toro Salvaje», «Taxi Driver» y «La Edad de la Inocencia» se sigue alejando de sus manos. No comprende que su genialidad no sea compartida por todos, por ello patalea y vocifera para llamar la atención sin que parezca entender que el ruido y la furia, como escribió Shakespeare, no es más que una historia contada por un idiota. Justo lo que es «El Lobo de Wall Street»…