Trece años han pasado desde que comenzó esta tradición navideña de contarnos cuentos unos a otros. En esta ocasión, porque así son las cosas, el cuento de Mycroft faltará a una cita en la que siempre había estado presente. Faltarán únicamente sus letras porque él estará, por supuesto. Su lugar virtual se mantendrá a la izquierda de la chimenea que nos alumbrará esta noche mientras leemos una vez más nuestras historias de Navidad.
Hace seis años que este lugar se mantiene vivo gracias a esta tradición. Siempre a la espera de recuperar parte de lo que fue en cuanto los vientos sean favorables. Consciente, siempre, de que esa circunstancia puede no darse nunca. Pero no importa porque durante la noche mágica, además de la visita del gordo vestido de rojo, pueden ocurrir cosas que no imaginamos. En esta ocasión la maldita pandemia se ha adueñado de la Navidad y de nuestros cuentos. Si nos aceptan nuestra invitación serán testigos de como la soledad impuesta no nos hace necesariamente mejores ni peores. En realidad tan solo somos supervivientes. Habitantes de nuestra propia y fortificada isla.
Sean todo lo felices que puedan esta noche. Serlo no será fácil. Peleen por su derecho a la felicidad y a la infelicidad si es lo que desean. Rompamos, si bien sea virtualmente, la coraza que nos impide tocarnos.
En esta ocasión serán tres los villancicos que servirán como soporte a la lectura. Dos de ellos aparecen en los cuentos que componen este posteo. Regresa el gran Dino, que ya visitó este lugar en una ocasión, con un clásico navideño que al menos se debe escuchar una vez durante estos días para imaginar que el mundo sigue siendo de colores. La elegante presencia de un crooner como Jamie Cullum siempre es bien recibida, incluso en un lugar tan descastado como este. El tercero corre a cargo de M. Ward y Zooey Deschanel, los She & Him tan venerados por todo hipster que se precie de serlo. Confío en que entre todos hagamos que esta noche sea algo más cálida de lo que se prevee. Por aquí, en el norte, anuncian nevadas para esta madrugada. Así deberían ser todas las Navidades.
Sean felices.
DEAN MARTIN NOS HA VISITADO ESTA NOCHE
Por Emilio Calvo de Mora.
Llevo una hora sin mascarilla y nadie me ha llamado la atención. Un poli me ha saludado. Buenas noches. He levantado la mano. Por no comenzar una conversación que no es conveniente. El toque de queda de las diez es mi momento favorito del día. Salgo para pasear. Me enchufo los cascos. Ayer Beethoven. Ahora los Clash. Ando a ciegas. Calles que conozco. Calles que no. Un año en esta ciudad de mierda no me ha permitido conocerla y concederle una oportunidad. Luego llegó la pandemia. La pandemia. Qué chungo. A una tía mía se la llevaron y ni enterrarla pudimos. Olga la de los pezones de plomo está en la uci. Me lo acaba de decir Rafa por el whatsapp. La Olga está afectada, creo que está entubada a tope. Fue Rafa el que contó alegremente lo de los pezones. Se le marcan cantidad. Intimidan, dijo. Yo hace que no los veo. Ni a la Olga ni al Rafa. Es difícil hacer amigos. Charlas y te abres. Sonríes y todo eso, pero son tiempos duros. Aquí nadie es de fiar. Por eso salgo a dar un garbeo todas las noches cuando empieza el toque de queda. Es por el riesgo, por sentir que los días no son siempre iguales. Tres meses sin ver a papá. Uno desde que a mamá le hicieron el puto erte. Cristina es pequeña, no entiende. Le apago la luz de la lamparita cuando vuelvo. Buenas noches, tesorito. Buenas noches, hermano. Llévame tú al cole mañana otra vez. Luego me ducho y echo la ropa a la lavadora. La vuelvo del revés para que no pierda el color. Bueno, antes le miro los bolsillos. Una vez había uno de cincuenta. Una desgracia. He comprobado que si abuso del jabón salen unas pelusas desagradables a la vista. 60 grados. Programa largo. Un lavado a fondo. Hace muchos aclarados, me dijo mamá cuando empecé a soltarme. Acaba de pasar un anciano por la acera de enfrente. No me saluda. Parecemos fantasmas. A lo lejos se oyen ladrar a unos perros. Este barrio ha tenido siempre mala fama, pero los malos están en casa. Si me paran, diré que se ha roto la cuerda de la mascarilla. Eso es lo que pensé la primera vez que lo hice. No tengo de repuesto, agente. Voy a la farmacia de guardia. Mi madre está muy enferma. Si tardo, no podré administrarle el calmante. Pasará mala noche. No se preocupe, tarde poco. No es hora de estar por ahí. Las reglas son las reglas. Si volvemos a verte, te cae la multa. No tientes a la suerte. Compra mascarillas nada más llegar a la farmacia. Hay una a cien metros. A la vuelta de la esquina. Otras veces imagino otra escena. La compongo en mi cabeza y me entretiene a la vez que ando y suena el disco de los Sandinistas. Qué buenos eran los Clash. Buenas noches, ¿me permite su documento de identidad? No tengo, agente. Lo he dejado en casa. Tampoco lleva mascarillas. También la he dejado en casa. ¿Puede decirnos qué hace en la calle? Pasear ¿No sabe que a las diez se impone el toque de queda? No, no tenía ni idea, agente. ¿No está al tanto de las noticias? No, agente. Ni el fútbol me interesa. Leo a los clásicos. Quevedo. Shakespeare. Goethe. Pues nos va a acompañar al coche patrulla. Allí hará una llamada. Paso la noche en el calabozo, pero me sueltan por la mañana, nada más amanecer. Me da tiempo de llegar a casa y llevar a Cristina al cole. Mamá seguirá en la cama. Tienes cara de buena persona, me dice cuando le llevo el desayuno. Café cargado. Tostadas con crema de queso. Light. Por lo de la línea. Venga, no me hagas perder tiempo. La pastilla azul va primero. Luego las dos rojas y la verde. ¿Te dejo la tele puesta? No hagas mucho caso a los informativos. Lo de los muertos es exagerar para tener más audiencia. Hay una cadena en que ponen películas de amor. Te la busco. Una detrás de otra. ¿Quieres hoy pasta otra vez? Me sale estupenda. Ahora tengo que ir al súper. A ver si el billete de veinte da para leche y huevos. Fruta fresca queda todavía. El pescado está por las nubes. Además, no sé darle el punto. Papá hará un ingreso pronto. El viernes es fin de mes. Un coche acaba de pasar con cinco nenacos dentro. Irán a alguna de esas fiestas secretas. Se ponen hasta arriba de todo. Gritan, tosen, se besan. Locos. No se me va la Olga de la cabeza. Entubada. Cuando vea al Rafa pensamos en qué hacer cuando salga. Un regalo. Algo. Está haciendo frío. Me voy a poner malo. Mañana salgo con un abrigo bueno y con una buena bufanda. Todo bueno. Ah, y mascarilla, por favor, que no me pase de nuevo. Con llevar una de repuesto en el bolsillo es bastante, pero no caigo. Llevo muchas cosas hacia adelante. Lo que más me duele es que el jueves no haya mucho que ponerle a Cristina bajo el árbol. En otros tiempos, cuando papá estaba con nosotros, cuando no vivíamos en esta ciudad de mierda, cuando no teníamos pandemia, cuando no tenía que llevar tantas cosas en la cabeza, Cristina tenía sus cajas bajo el árbol. Nada caro. No hemos sido ricos, menos ahora. Unas muñecas. Un libro de cuento. Es suficiente, pero no sé qué haré para que cuando amanezca el viernes su carita se ilumine y se ponga como loca a romper el papel de las cajas. Qué bien, hermano. Lo que yo quería. Me dará besos. No hagas ruido, mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres que le llevemos su regalo a la cama más tarde? Ha pasado otro coche patrulla. Hace una semana me topé con cuatro. Récord. Yo creo que ven que tengo cara de buena persona, eso dice mi madre. Anda, no te pares. Sigue. Se habrá quitado la mascarilla un momento. Cuando noto el cansancio o el frío se hace menos soportable, hago el camino de vuelta a casa. No tengo prisa, me dejo ir. Una noche me dio el amanecer. Creo que me voy a poner a mí mismo una cajita con uno de esos relojes que miden los pasos y el ritmo cardiaco y todo eso. El móvil es antiguo, el de papá. No vale nada más que para cuatro o cinco cosas. A mamá le regalaré una de esas colonias caras que le gustan. Se enfadará si hay más regalos de la cuenta. No está la casa para tirar cohetes. Eres un irresponsable. Cuando venga papá, haremos algún estipendio más frívolo, pero ahora debemos contener las ganas. Es hablar mucho y toser, así que tose. Le doy un vaso de agua. Ten, mamá, cálmate, duérmete. El maestro de Cristina me ha dicho que sea la última vez que no viene su madre ni su padre, que no debo ser yo el que acuda, que soy joven, pero me atiende y me cuenta. Yo me esfuerzo en ser incluso más agradable de lo que ya soy y el maestro me dice que así da gusto hacer una tutoría. No te doy la mano, no podemos, tampoco soy de hacer eso con el codo, pero encantado de haberte conocido. Cuida a tu hermana. Es muy lista. Se ha acabado el disco de los Clash. Era muy ruidoso. Me acabo de acordar de un villancico que ponía un profe mío del insti. El puto Dean Martin y la cantinela de que se ponga a nevar y las campanitas y los renos y la madre que parió a San Nicolás. Nunca he sido de celebrar estas fiestas. Ni cuando estaba papá y yo era de la edad de Cristina y Cristina no estaba en este mundo todavía. De pronto, estoy echando de menos a Dean Martin. Era un borracho agradable. Un amigo me ha contado que se ponía hasta los ojos con Sinatra. Una banda de alcohólicos con mucho arte. Vuelvo a casa. He paseado lo suficiente. Mamá estará dormida. Las pastillas. La dejan k.o. Cristina estará de siete sueños. Qué bonita es. Muchas veces pienso que me ha tocado ser padre. No me pesa. Tendré que ponerla al día cuando tenga unos años más. Afuera está todo muy feo. Me voy a dar una ducha. No doy abasto con las lavadoras. Este mes la factura del agua va a ser de aúpa, joder. Si todo va bien, podremos tirar un par de meses. Lo del desahucio se me ha pasado por la cabeza, pero vamos a ver si todo se enmienda. Mamá es optimista. Cuando está despierta y con la cabeza en su sitio, mamá es optimista. Qué dura está la cerradura. Tengo que cambiar el bombín. Cualquier día de éstos, me quedo en la calle. Cristina deja las luces del árbol encendidas. Dice que en las casas de sus amigas se hace eso. Dejar las luces del árbol encendidas. ¿Quién ese hombre? No puede ser Santa Claus. Aquí no creemos en los Reyes Magos, cosa de papá, que era ateo, eso recuerdo, pero el de la barba y el trineo es otra trola de la infancia. Hola, ¿qué tal estás, muchacho? No es la primera vez que me pillan. Debe ser la edad. Antes lo hacía todo con discreción. Entro, dejo los regalos, salgo. No me has visto. Tú di que no me has visto. Si se enteran en la intendencia me retiran la confianza. Nos estamos haciendo viejos. Lo de la mascarilla molesta una barbaridad. A ver si dan pronto con la vacuna. A ti te he dejado un móvil. No sé si mejor o peor que el que tenías, pero me da que te hace falta uno nuevo. Tiene 5G. Creo que suena bien si le pones unos auriculares buenos. De los Clash no soy. La edad. Soy más de Dean Martin.
CRÓNICAS DESDE UN ENCIERRO NAVIDEÑO
Por Marisa López Mosquera
Mi querido amigo y perro Strass nunca sabe si esas frases biensonantes que atribuyen a distintos autores son realmente suyas. Le resulta sencillo creer que sí, que sus brillantes mentes han podido satisfacer entre todos a un mercado ávido de consejos de autoayuda como uno que decía «Si tienes la habilidad de amar, quiérete primero a ti mismo». Pero algunas, sin ánimo de quitar méritos a ningún autor, solo le suenan a la música de la calle o la letanía de otros maestros: psicólogos, psiquiatras, estudiosos del complejo mecanismo de nuestro cerebro y demás científicos. En la conferencia de Skype con Sean esta mañana lo comentamos. Regina, su ayudante, se replegó un poco más a su espalda. Es una chica tímida que no interviene a menudo en nuestras charlas, pero parecía hipnotizada con la conclusión de Sean. «Quien no se quiera a sí mismo—le comentaba a Strass— llevará su vida a remolque de la de otros. Si no te lo ha dicho nunca tu madre, tu profesor, tu psicólogo o tu pareja, hazle caso a Bukowski y no esperes a subirte al tranvía de la vida, porque puede que ni siquiera quede libre una pequeña parte del estribo». Los leños chisporrotean cerca del árbol, la tribu de pequeños muñecos de nieve, elfos y hadas que adornan la base parecen esperar a que me gire para cobrar vida y dársela a las estrellas, palitos de caramelo y demás adornos que cuelgan de las ramas. Me ha parecido que una de las luces las recorría de lado a lado como una estrella fugaz, mientras las otras latían, sincronizadas, como un corazón satisfecho. Coloco mejor una estrella mientras pienso en el sufrimiento de quienes viven sin compañía y esta Navidad sufren esa soledad en su confinamiento, sin la ayuda de nadie. Gente que se autoataca sin tregua, que imagina toda clase de futuras enfermedades en su cuerpo. Gente a la que vence el cansancio del insomnio, la angustia de la cuenta atrás y que vuelve loco al radar de su supervivencia sin pensar que su mayor aliado es en el presente, la parte de sí mismo que más castiga.
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Caminar por la casa con energía ha dado paso a un deambular reflexivo. De una habitación a otra me detengo a colgar un adorno, a menudo con un recuerdo, una nueva idea para un relato, el rostro de alguien en mi mente que tuvo un papel importante en mi vida y ahora flota en el vacío de ese olvido «boomerang» que nunca termina de irse y reaparece cuando menos se le necesita. Strass, mi fiel perroamigo, pasa por el pasillo con su ejemplar de «La tempestad» de Shakespeare y se detiene un momento para confirmar que la estatua que soy con un Papá Noel de fieltro en las manos no se caerá en cualquier momento, petrificada. Conozco esa mirada sobre las gafas, ese balanceo suave de patas, su voz templada cuando pregunta «¿otra vez?». Otra vez. Es lo que tiene la nostalgia, no acaba rematándote a la primera sino que vuelve en oleadas. Hace frío y una ráfaga de viento zapatea contra el cristal de la puerta de la calle la corona luminosa que cuelga de la fachada. Nada invita a aventurarse fuera pero la primera carcajada llega puntual, el reloj del pasillo da las nueve. Salgo a la ventana sin abrigarme, suelto el cabello que apreté en un moño por la tarde y creo que hoy no podré hacerlo. Los serios rostros de mis vecinos en sus puestos empiezan a aflojar, se aprecian unas tenues sonrisas, el señor del quince es el que da el pistoletazo de salida y con una especie de rebuzno humano comienza la catarsis. De tan absurdo como es acaba resultando divertido, nunca había escuchado nada semejante y por otra parte, tiene razón Strass: el pasado que no ha luchado para reconstruirse no debería tener cabida en ningún proyecto de futuro. Pruebo a reír, pero solo articulo un patético sonido, como de enjuague bucal. La gente se anima en los balcones, esto es por nosotros, por nuestro aislamiento. Lo más parecido a un abrazo colectivo que podemos darnos. El viejo del cuatro, tan reservado otros días, tan contenido en sus discretas muestras de alegría, se abre la gabardina en la terraza y me muestra la desnudez de su cuerpo enjuto. Desde esa perspectiva nadie más que yo puede verlo. Aprecio su esfuerzo en lo que vale, mis risas ayer fueron todavía más fugaces que las suyas, saber que estas Navidades no podrás venir me hiere en lo más vivo, pero me reconforta saber que estás seguro en tu país, a salvo de esta loca histeria. Contemplo a mi vecino con gentileza, mi mirada resbala por sus costillas prominentes, su vientre hundido, el colgajo que le cuelga entre las piernas, oscuro y flácido. Nuestro pulso de miradas termina cuando mi lengua recorre mis labios con sensualidad, su risa explota, sincera, y me suelto como en caída libre, uniéndome de corazón a la carcajada desquiciada del barrio junto a mi perro que ladra feliz, desde las entrañas, sus ojos cubiertos con una pata.
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La lluvia ha dado paso a la nieve, en el grifo de la terraza han quedado prendidas dos gotas en el trance eterno de arrojarse al vacío. Petrificadas, sin haber contado de antemano con la posibilidad de esa vida extra a la que se han unido otras para componer su precario equilibrio, brillan desde la entrada de la terraza como un diamante salvaje que se hubiese quedado atascado en una huida desesperada. Me acerco para ver su forma ordinaria, ya lejos de la poesía del momento y me sorprende la belleza de las aristas de la gota única. Incluso ha quedado atrapada en su interior una minúscula hoja de uno de los lirios que adornaban la pared antes de esta ola de frío polar. Corro a la casa a por el móvil, ilusionada, para inmortalizar los brillos estriados de la gota de hielo, la gama de colores de la hoja, el contraste con la tela de araña que le rodea en la que han prendido otras pequeñas gotas dando al hilo la apariencia de un collar de perlas de la Naturaleza. Pienso en otros años, otras tardes de diciembre en las que tú saldrías a ofrecerme un café y hablaríamos de tu novela, la cubierta casi terminada, el final con un quiebro inquietante pero efectivo. Por un momento no recuerdo qué he venido a buscar y solo puedo verte en mangas de camisa, bailando conmigo bajo el muérdago el It’s Christmas que canta Jamie Cullum. Pienso en la precariedad, mientras revuelvo todo buscando el teléfono por la casa. En los momentos especiales, en ese tiempo de descuento antes de que un segundo de excelencia se transforme en un vulgar espacio de tiempo. Siento la felicidad que he atesorado para estos momentos de nostalgia mientras salgo de la casa al fin con el móvil, acalorada, como si hubiera encontrado el resorte que abre una puerta mágica. Strass coloca unas macetas que la nieve derribó la pasada noche, y retira con la escoba unos cuantos guijarros que han llegado con la ventisca. Sin tiempo para contarle mi feliz descubrimiento, se pasea con rapidez por la terraza con mirada crítica antes de sacudir su pelaje con energía, pegarle un lametazo de medio lado a la gota de hielo del grifo y soltar un par de estornudos tras los que me contempla, posando agradecido para la foto, con una sonrisa de camaradería.
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Esta tarde, tras la película navideña, mientras hacíamos galletas de jengibre escuchamos un grito en la casa de enfrente. Strass salió a la ventana del baño y ladró en abstracto, preguntando qué sucedía. A mí me cayó la jarra de la crema y me asomé a la de la cocina, asombrada con la potencia de aquella mujer. No era un grito de miedo, sino de hastío. Un «basta» trastornado, un «no puedo más» de angustia. Un sordo gorjeo que rasgó el silencio de la calle. Conozco a esa anciana, fue la que me dio la bienvenida al barrio cuando elegí la casa. Una señora de unos ochenta años, tan dulce como el pastel que nos obsequió el primer día. En cuanto escuchó a Strass, salió al balcón como en trance. Despeinada, en camisón, su mirada remota nos enfiló, confusa. Por un momento imaginé que nunca más pudiese desafiarte a una carrera por la nieve, rodar desnudos cerca del fuego, agotar el ardor de la pasión sin límites, perderme en la sonrisa que trepa a tu mirada. Brindar con calor por el Nuevo Año después de un beso infinito. Tuve que gritarle que entrase en la casa. Que estaba nevando, que no podíamos salir todavía. Que entendía su soledad, pero debía cuidarse, su salud era importante. «¿Para quién?», gritó, devastada. «¿Pa-ra quién?» silabeó con voz desgarrada. Me sobrecogió escuchar el llanto implícito en aquellas dos palabras desnudas. Strass aulló, estremecido. «¡Para mí!», gritó el jardinero poco después, desde el garaje. «¡Para nosotros!», levantó la mano una chica en el chalet de al lado. Distintas voces solidarias se fueron alzando por toda la calle. En la casita del fondo, el músico que todas las tardes toca una canción a la trompeta, interpretó para ella Embraceable you, conmovido. No estamos solos, pensé, mientras la contemplaba bailando con suavidad, abrazada al almohadón de la silla del balcón. Solo necesitamos mucho amor.
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Supe que el día de hoy sería diferente cuando salí a la pequeña terraza de atrás y recuperé las zapatillas que hace un par de días embarré al sacar la basura. Calientes por el sol de mediodía, cualquiera diría que hace nada estaba nevando en el barrio. La propuesta de las chicas del once llegó al chat de la comunidad de vecinos sobre la una, cuando terminaba el café. Más tarde, al retirar el sudor de mi frente tras el lanzamiento, no pude dejar de admirar en la noche las diminutas luces de las fachadas, los árboles luminosos tras las ventanas, la sensación de felicidad navideña que en mi interior flotaba a media asta. La distancia entre casas, más que prudencial, hacía poco menos que imposible un contagio, la pelota todavía olía a la lejía del primer instante. Los perros se afanaban corrigiendo las trayectorias, cuando les jaleábamos para que nos la acercasen. Parecíamos centinelas, ante la puerta de cada casa, los pies cubiertos con bolsas plásticas, las manos enguantadas, haciendo pases largos que celebrábamos con gritos de ánimo. En cuanto empezó a sonar Have Yourself a Merry Little Christmas en mi playlist pude vernos a cámara lenta. Pases de aficionado que parecían profesionales, sonrisas radiantes que terminaban en carcajada, banderas invisibles ondeadas por brazos eufóricos, la pelota rebotando sin piedad de unos pies a otros. Cuando llegó hasta mí la lancé con todas mis fuerzas al tipo del trece, que parecía distraído, hasta el último segundo pensé que recibiría el golpe en la pantorrilla. Su giro repentino chutando de tacón al músico del fondo nos pilló desprevenidos y atronó la calle con los aplausos. Ella Fitzgerald sonó de madrugada otra vez mientras corregía un relato en mi sillón y me llevó al escenario feliz del final de la tarde. A la mirada de halcón del tipo que me hizo una reverencia, tras coronarse con su agilidad. A la dulzura de la señora de enfrente, ya recuperada, saludando antes de entrar en la casa. A la forma en que el barrio volvió a sumirse en un silencio implacable. A tu mirada, cuando te encuentro cada año entre los pasajeros de tu vuelo en Navidades. Al abrazo en el que nos fundimos, porque ya nada importa más.
ATLÁS DE LA NAVIDAD
Por Álex Herrera.
I
BARES
Nací un veinticuatro de diciembre, pero ese dato es irrelevante, de momento, para la historia que os voy a contar.
Durante mi infancia la Navidad comenzaba cuando mi padre abría el viejo atlas desconchado heredado de mis abuelos. Mi madre, mis tres hermanos y yo nos reuníamos en torno a él deseando ansiosamente que alcanzase la página treinta y dos. Entonces el polo norte se desplegaba ante nuestros ojos. El siguiente paso consistía en trazar rutas imaginarias que condujesen a Santa hasta el balcón de nuestra casa algo que se convirtió en una competición para nosotros. Durante el año estudiábamos posibilidades viables de trayecto. Incluso debíamos demostrar que nuestra ruta elegida fuese factible si alguno de los participantes lo solicitaba. Llegados a ese punto la imaginación era el único límite. Algunas rutas, las más convencionales, atravesaban los países nórdicos, Alemania y Francia antes de alcanzar su destino. Otras, más arriesgadas, se desviaban intencionadamente hasta las Fiji, Japón o Nigeria. El trayecto no era importante pues siempre acababa bajo el pírrico árbol de Navidad que reinaba aquellos días sobre nuestras vidas. No recuerdo haber sido tan feliz en ningún otro momento de mi vida.
Aquella costumbre duró demasiado poco tiempo. Trece años, exactamente. Comenzó dos años antes de mi nacimiento y termino bajo los ruedas de un Peugeot conducido por un borracho once años después. La muerte de mi padre me hizo temer que la realidad siempre ganaría las batallas que disputase a la fantasía. Como así fue. Tan solo quedó un reducto de fe en mí, el convencimiento de que toda aquella parafernalia debía tener sentido.
Desde entonces las cenas navideñas entraron en declive. Primero dejaron de ser divertidas. Después, cuando nos convertimos en adolescentes, encontramos el modo de zafarnos de la incomodidad de aquellos días con cualquier excusa: quedadas con amigos para dormir, viajes a casas de familiares lejanos, encierros voluntarios en nuestros cuartos con la excusa de inoportunos dolores de cabeza. Lo cierto es que mis dos hermanos mayores tomaron un rumbo mientras Ana y yo tomábamos otro divergente en cuanto las cuerdas de tiempo que nos contenían se aligeraron. Mis hermanos mayores se convirtieron en personas consecuentes y responsables padres de familia. Mi hermana y yo, reductos de fe en imposibles nos convertimos en líneas temporales que añoraban el pasado renunciando a vivir el presente. Nos envolvimos sobre nosotros mismos sin dejar que nadie traspasase nuestras costuras. Ana se volcó en el estudio. La primera de su promoción en la facultad de arqueología. Comenzó desde aquel día una interminable diáspora de un país a otro, siempre que el siguiente destino fuese más lejano que el anterior. Yo, por mi parte, me convertí en el asesino de mi padre, un borracho que coleccionaba empleos basura sin horizonte. Tuve una veintena de trabajos de los cuales de al menos seis no recuerdo nada. Siempre en fábricas localizadas en el extrarradio. El más duradero de ellos duró seis meses. Una factoría de tornillos que cumplía su promesa de alienar a quien traspasase sus puertas gracias a un trabajo mecánico que consistía en colocar piezas metálicas en los orificios de una máquina modeladora. Después, retirabas el resultado, lo pulías y otra vez comenzaba la misma rutina. Así ocho horas en las que el ruido impedía que te comunicases con nadie más. Fue mi mejor trabajo y fue en aquella época cuando recibí la llamada de Ana. Mi amada fugitiva.
Hace ocho años, la última vez que se reunió la familia con motivo del regreso de mi hermana tras diez años de viajes sin pausa, la esperamos para ofrecerle una fiesta en casa de mi madre. Anunció su llegada para mediodía de modo que nos reunimos muy temprano para adornar el salón con guirnaldas, preparar comida y bebida para alimentar una región entera y apostarnos en las ventanas aguardando un regreso que nunca se dio. A las ocho de la noche mi madre nos despidió y se fue a su cama. Nos fuimos de allí sin que los hijos de mis hermanos mayores pudiesen conocer a su tía viajera. Las bombas de confeti se quedaron sin descorchar.
Supe de ella cinco años más tarde, cuando recibí una carta sin ninguna nota que contenía una fotografía suya acompañada de un niño negro. Tras la fotografía, garabateado con prisas, un breve texto: tu sobrino Samuel. No sentí ninguna emoción cuando tuve la foto en mis manos. Mi corazón había dejado de bombear sangre y no estaba dispuesto a que nadie lo distrajera de su labor autodestructiva.
A las cuatro de la mañana de un sábado mi teléfono se iluminó. Vi su nombre brillar en la oscuridad y no lo quise coger. Estaba borracho y seguramente enfadado. Las emociones se mezclan cuando tu cabeza se envuelve en vapores etílicos. A la tarde siguiente, en cuanto estuve sobrio, me arrepentí de no haber contestado. Marqué aquel número dos, cuatro, quince veces. No respondió, tan solo recibí un mensaje de texto al vigésimo intento: Ven a verme. Seguido de una dirección.
II
LIMONES
“Es la casa de un amigo”
“Samuel pasará la Navidad con su padre”
“¿No me vas a abrazar?”
Las frases que emitía su garganta procedían de un largo tubo metálico. Antes de salir de casa, no lo pude evitar, bebí unos tragos de tequila. La torpeza de mis movimientos me delató.
“Siéntate”
“Tengo algo que contarte”
“¿Me abrazarás o no?”
No la abracé. Estaba borracho y seguramente enfadado. Me senté.
“Pensaba que no volvería a verte”, le dije.
“Yo tampoco tenía ganas de volver a veros, salvo a ti”, respondió.
Su indiferencia hacia nuestra familia me dolió para mi propia sorpresa pues yo mismo seguía la misma política de tierra quemada. Hacía años que no veía a Saúl y Joel, mis hermanos mayores. Por Navidad tenía noticias de ellos en mi buzón en forma de felicitación navideña. Les veía vestidos de renos, de pingüinos o de Santa Claus, siempre sonrientes junto a sus mujeres e hijos cada vez mayores, satisfechos de hacer el ridículo por una buena causa. Porque hacer felices a tus hijos en Navidad sigue siendo una buena causa, supongo. Antes abríamos un atlas. Hoy posas vestido de mamarracho frente a una cámara.
“¿Quieres saber cómo están Saúl y Joel?
“No”, respondió secamente.
Yo tampoco necesitaba suministrarle aquella información.
“¿Y mamá? ¿Quieres saber algo de ella?”.
“Sé cómo está. La visito con frecuencia”.
He de admitir que aquella revelación me sorprendió. Más por el silencio de mi madre que por el hecho de las visitas furtivas.
“¿Para qué querías verme?, le dije en tono directo. No estaba dispuesto a perder más tiempo en vaguedades.
“¿Quería saber si aún no has perdido la cabeza?”.
“He estado cerca”.
“¿Qué quieres beber?”
Su pregunta tenía fácil respuesta. Cualquier cosa con alcohol. Mientras llenaba un vaso de whisky expresó un impostado interés por mi vida.
“¿Alguna vez has dejado de beber desde que me fui?”
“Hace años conocí a alguien. Me obligó a elegir entre ella o la botella”
Ana se sentó frente a mí.
“Tomaste la decisión equivocada”
Hice un leve gesto de asunción con la cabeza. No hubo más preguntas sobre mi vida. Al fin comenzaba el combate.
“Quiero contarte una cosa”
“Aquí estoy”
“Lo encontramos, Alex”
“¿El qué?”
Aún no estoy seguro de que lo que me contó fuese real o producto del alcohol. Me habló de becas, de excavaciones que abarcaban centenares de metros bajo la tierra congelada, de hallazgos incomprensibles en Finlandia. Recuerdo que una de las rutas que tracé de niño seguía la ruta del país de los mil lagos. Me gusta tanto esa definición: país de los mil lagos. Mi mente se centró nuevamente al ver cómo su cara radiante se disponía a ejercitar el tachán final. Vi cómo una luz inundaba sus rostro como cuando la página treinta y dos del atlas de mi padre se desplegaba.
“Existió”
“¿Quién y en qué me afecta a mí?”
“Santa… Bueno, algo parecido a Santa”.
Hizo una pausa, quiero creer que no fue dramática, para beber un sorbo de chocolate caliente. Tras un primer sorbo, prosiguió la puesta en escena.
“Primero encontramos ruinas de edificaciones donde nunca antes se habían documentado asentamientos humanos. Después documentos redactados sobre piel de caribú en un extraño idioma que incluía refinados mapas de regiones lejanas al polo. Todo ellos con apariencia de haber sido producido hace al menos diez siglos. Una locura. Hasta que finalmente, lo encontramos.”
“No me gustan los juegos mentales. Dímelo de una vez”.
Ana se levanto guiada por su entusiasmo en busca de unas fotografías que me entregó como si se tratase del oro que los reyes magos entregaron al hijo de un carpintero. Incluso inclinó la cabeza al hacerlo. En las fotografías pude ver un extraño artefacto de madera de tamaño descomunal.
“¿Qué es?”, pregunté.
“Al principio dudábamos sobre su función. Pensamos que podría tratarse de restos de alguna edificación o algún vehículo para desplazarse sobre el hielo. Hicimos reconstrucciones por ordenador de lo que podría haber sido aquello. Los resultados fueron inconcluyentes hasta que apareció la silueta de un trineo en la pantalla”.
Me enseñó una fotografía de la reconstrucción infográfica. Ciertamente, aquel artefacto se parecía a la concepción que tenemos de un trineo. Un trineo de un tamaño monstruoso. Tan grande como un barco.
“¿Cómo se movía este trasto?”
“Eso es lo mejor”, contestó Ana.
Ana se puso en cuclillas frente a mí y me miró intensamente con sus enormes ojos azules.
“El viento polar es muy fuerte. Corre sin obstáculos que le frenen de norte a sur y de este a oeste. Pero esa cosa no tenía nada parecido a un mástil. Sin velas ni hay forma de mover eso salvo que dispusieras de animales del tamaño de un edificio de cuatro pisos o… de una fuente de energía interna”.
El entusiasmo de Ana crecía conforme avanzaba su exposición. Superada la euforia su actitud se convirtió en éxtasis con la siguiente revelación.
“Aquello no era humano, Álex.”
Se volvió para rebuscar de nuevo en la montaña de carpetas que cubrían su mesa. Sus manos temblaban de emoción cuando tomó una de ellas, de color encarnado con ribetes plateados. Aquella distinción me hizo suponer que su contenido debía ser extraordinario.
“Tras dos años de excavaciones encontramos todo tipo de utensilios y multitud de objetos que no supimos catalogar”
“Como el trineo gigante”, apunté.
“El trineo es algo insignificante comparado con lo que te voy a mostrar”.
Abrió la carpeta. La visión de miles de huesos revueltos en una fosa me revolvió el estómago.
“¿Restos humanos? ¿Encontrasteis a los moradores de aquel lugar?”, musité.
“No”, respondió secamente Ana.
Barajó las fotografías que se presentaban ante mis ojos de modo ametrallado.
“El ADN de los huesos muestran que se trata de seres humanos de diversas procedencias y épocas. Había polinesios, europeos, africanos, americanos. Personas que vivieron en el siglo V, en el XI y en el XIII. La datación cifra que los restos fueron depositados allí a lo largo de mil años”.
Quedé anonadado. Hacía tiempo que había perdido el interés por cualquier otra cosa que no fuese mi propia miseria y ahora todas aquellas revelaciones se presentaban ante mí.
“Santa existió, Alex. Al menos algo parecido a él solo que no repartía regalos… salía de cacería”.
III
ESTRELLAS
Abracé a Ana antes de marcharme de aquella casa. Abrace los restos de la niña que fue. La mujer resultó ser una desconocida propietaria de fulgor negro que me asustó. Su felicidad por aquel infausto hallazgo excedía el interés arqueológico. Aquello era algo personal para ella. Había conseguido vengarse de la Navidad. Desposeerla de su mágia. Por esa razón me mostró su descubrimiento, quería que fuese su cómplice. El círculo se había cerrado. La Navidad mató a nuestra infancia y nosotros decidimos matarla a ella. Cuando aquella revelación se hiciera pública supondría un golpe definitivo para una celebración que hacia décadas estaba trastabillada. Al tiempo, supondría la consagración de las navidades desprovistas de cualquier símbolo más allá de un abeto nevado. Navidades asépticas en las que se celebraría cualquier cosa. Por ejemplo, la clarividencia y santidad que proporciona el whisky irlandés.
“Mañana todo habrá acabado”, dijo. El estudio se daría a conocer la semana siguiente a través de medios especializados. La última navidad tal y cómo la entendemos estaba en proceso. Una época del año que había dejado de interesarme hacía treinta años. Paseé de vuelta a casa cruzándome con cientos de personas. Unos de compras, otros embriagados no necesariamente de alcohol. La contemplación de aquella farsa reafirmó mi ánimo vengador. Algunos niños lloraban pidiendo a gritos dulces. Otros reclamaban atención. Nadie ofrecía nada. Me detuve en un bar atestado del que brotaban gritos de euforia y rabia.
De vuelta en casa, arranqué la hoja del calendario que daba paso al veinticuatro de diciembre. Mi cumpleaños y la última nochebuena tal y cómo la entendíamos. Merecía una celebración adecuada. Busque entre los libros el atlas de mi padre para contemplar el polo norte una vez más, pero el libro no apareció. En cierto modo fue una liberación. Ya no dependía de viejos ritos. Después busqué un cuaderno que inmediatamente, como poseído por los cristales de hielo que flotaban por las calles, comencé a garabatear. Quince minutos más tarde arranqué la hoja y la fijé en una pared con unas tiras de celofán. Contemplé entonces mi obra. El primer árbol de Navidad que tuve desde que era niño.
BREVE EPÍLOGO
Siete años después de mi encuentro con mi hermana el estudio que demostraba la presunta naturaleza caníbal de Santa seguía sin ser publicado. Imaginé que se estaría apolillando en algún archivador al que nunca roza el sol. Mejor así.
Hoy es veinticuatro de diciembre de 2027. Hoy mi hija cumple 5 años. Quién podía imaginar que algún día sería padre. Miranda nació el día en que cumplí cuarenta y cuatro años. Dicen que es algo infrecuente que el día de nacimiento de un padre y su hija sea el mismo. Que además sea el día de nochebuena es sencillamente asombroso. Eso dicen. Si además nevase sería un combo difícil de igualar, y para esta noche anuncian nevadas. El azar.
He salido temprano con ella para comprar un atlas. El más detallado que pueda encontrar. Quiero reiniciar con ella la tradición de mi padre por varias razones. La principal es que quiero intentar volver a ser plenamente feliz y compartir esa felicidad con ella. Lo que no comprenden los que odian la navidad, entre los que me encuentro a mi pesar, es que no les pertenece a ellos. Le pertenece a los que observan figuras navideñas con la mirada aún pura. A los inocentes. A los que saben ser felices sin reclamar que otro ejerza esa tarea. Le pertenece a mi hija y, de algún modo, al recuerdo de los que Ana y yo fuimos alguna vez.