Marco y yo…

Marco y yo compartimos muchas cosas y aspiramos a compartir muchas más. Marco y yo carecemos de ideología porque todas nos parecen ruines. Marco y yo compartirmos una misantropía que se acrecienta con el paso de los días al observar las estupideces lógicas que hacen los demás. Marco y yo hemos sido testigos de cómo la clase obrera ha sido, es y seguirá siendo pisoteada por los hombres de collar blanco hasta quedar reducidos a la semiesclavitud laboral, conceptual y moral. Marco y yo aspiramos a cambiar el estado de las cosas plantando semillas que germinen en colores nunca vistos. A Marco y a mí nos gusta la poesía que se extrae de aquello que los demás ni siquiera miran. Marco y yo hemos convertido el amor que sentimos por nuestras mujeres en nuestra única bandera y religión. Marco y yo dejamos de creer hace tiempo y sin embargo seguimos en pie.

Y mientras sigamos en pie hay esperanza…

¿Tú también, Bruto?…

No son pocas las cosas que se le dan bien a George Clooney. Cuentan que es un anfitrión generoso y atento, que domina las relaciones públicas y que las mujeres más despampanantes caen rendidas a sus pies. Su conciencia social y política, y su actitud desenfadada ante una vida que ha sido generosa con él, le dotan de un atractivo que añadir a su magnético físico. Pocos niegan su calidad de actor solvente y carismático… y además sabe dirigir…

«Los Idus de Marzo», su última propuesta, supone una inmersión catárquica en las alcantarillas de la política que se inspira en la clásica tragedia romana del asesinato de Julio César. Heredera directa de la magna tradición del cine político americano, en su ligero metraje deja caer un torrente de referencias descreídas en torno a lo ponzoñoso que supone rozar siquiera el envilecido círculo del idealismo, y de cómo la realidad mancha para finalmente vencer. Justo el mensaje contrario al que gasta un hombre que enarbola por sistema sus convicciones políticas, lo que termina suponiendo un inesperado argumento a favor de una cinta que huye de los acomodados terrenos del adoctrinamiento.

El ascenso profesional, gracias a las malas artes, de un joven y prometedor miembro de la campaña de un candidato a la casa blanca es proporcional a su hundimiento en la ruina moral. Clooney elude acomodarse, se hace invisible y nos permite ser testigos, juez y parte de cómo cada paso dado, cada decisión tomada, hunde al protagonista en las amorales arenas movedizas destinadas a formar a un buen agente político. Mientras, contemplamos como las tuberías cubiertas de mugre se convierten en su nuevo y definitivo hogar; cómo su idealismo se disipa al ritmo que las puñaladas recorren su cuerpo y cómo los buitres dan cuenta de los restos del hombre que fue. Clooney elude el cinismo, en el que tan fácil hubiera sido caer, sin mostrar compasión alguna por aquellos que han tomado el camino de la traición y siendo generoso con los consecuentes, paradójicamente aquellos cuyo ideario se sitúa en las antípodas de la militancia.

Brillante en su factura, pese a numerosas lagunas dramáticas caprichosamente enlazadas en más de una ocasión, honesta y directa como el puño de un peso pesado en el estómago del espectador, Clooney traza la línea de marcación entre el hombre y el artista y gana, escoltado por un tan soberbio como hierático Ryan Gosling y un grupo de secundarios de caché (Paul Giamatti, Philip Seymour Hoffman, Marisa Tomei) que personifican cada área de un mundo tóxico que no luce en los escaparates, más allá de convenciones, mítines y actos electorales destinados a enoblecer a quien carece de escrúpulos.

La única entrada en el debe de la película consiste en la insatisfacción final que oferta su metraje. Algo falta, algo falla. Tan precipitado es su volcánico final como sereno su discurso y afilada su inteligencia. Falta pan o sobra carne.

Julio César enfilo el senado para morir desoyendo la famosa frase descrita por Plutarco: «Cuídate de los Idus de Marzo». A juzgar por el trato recibido por su magnifica película de parte de la Academia, Clooney debería cuidarse de los idus de febrero. Él y su Bruto Gosling, deberán acostumbrarse a acampar al aire libre. Así lo ha querido el senado.

Diablogo…

Tom: Puedo ver a mi padre sentado en su silla de mimbres deshilachados. Vencido prematuramente por la vida, como si al echar a andar partiese con desventaja. Incluso las historias que me contaba de niño nunca terminaban bien. Siempre incluían niebla, sombras y tristeza. Una vez le dije: ¿Conoces alguna historia con final feliz? Me contestó que no. Si tú sabes alguna, cuéntamela…

Waterland (1992)

Demasiado débil para luchar…

Durante una época de su vida Frank Kafka no consiguió escribir. La única válvula de escape que se le concedía se había cegado… y la angustia comenzó a crecer. Fue entonces cuando Milena Jesenská apareció en su vida. Ella era una escritora que se ganaba la vida traduciendo textos ajenos. Hacía años que se había casado, en un acto de rebeldía, con un mediocre novelista austriaco con alto concepto de sí mismo llamado Ernst Pollak. Sin vida social y con un marido demasiado abstraído en sí mismo, no tardó en sentirse desdichada a su lado. Como recurso de supervivencia se volcó en los libros y en su trabajo… entonces apareció Kafka.

Milena se descuadró al leer varios cuentos del escritor. No se trataba de la arquitectura de los escritos tanto como de lo que filtraban sus historias. Le escribió poco más tarde, pidiéndole permiso para traducir su textos (originalmente escritos en alemán) al checo. La respuesta de Kafka, tan apasionada como llena de imprecisiones, le hizo plantearse la posibilidad de enamorarse de alguien a través de sus letras. Algo imposible para una mente racional, pero ella, que se enfrentó a su familia para casarse siendo aún menor de edad, nunca fue una mujer racional.

Así nació la relación epistolar que les unió hasta la temprana muerte del escritor en 1924. Cuando Kafka escribía, Milena temblaba. Tal vez por esa razón fue siempre reacia a encontrarse con él, circunstancia que se dio en dos ocasiones. En Viena, durante cuatro intensas jornadas, y durante un día en Gmünd, la última vez que se vieron.

Su primer encuentro se dio en un café de Viena. Milena buscaba a un hombre moreno, de aspecto quebradizo y sombra triste. Tardó en reconocerle. Kafka, sin embargo, la reconoció de inmediato. Se sentó a su lado y, aún sin cruzar palabras, apartó el cabello del rostro de Milena. La fascinación de ella se acrecentó cuando Franz se refirió a ella como mi Milena.

Concertaron un nuevo encuentro en Gmünd, durante el mes de agosto. Franz se presentó a la cita ansioso. Lo primero que hizo fue confesar su amor por ella… y ella no respondió. Asustada por el apasionado ardor del escritor, y confusa por el tormentoso placer que él parecía extraer de la autoflagelación, se mostró ausente durante el resto de la jornada. Los paseos que siguieron por los frondosos bosques de la ciudad austriaca se convirtieron en un calvario para ambos. Franz reprochó la frialdad de Milena. Milena calló. Durante el viaje a la estación de tren que les alejaría, Franz trató de coger de las manos de Milena. Ella las apartó. Este último encuentro sumió a ambos en una profunda melancolía al ser conscientes de que por carta resultaba más fácil amarse. Sin embargo, el papel les impedía tocarse.

Después de su último y fatal encuentro, Milena telegrafió a Franz informándole de que le había enviado una carta explicándole lo que había sentido en Gmünd.  Aquella misma tarde introdujo en un sobre una carta escrita en papel amarillo dirigida a Franz en la que trataba de recuperarle haciéndole entender lo difícil que era amar a alguien que se odiaba a sí mismo con la misma intensidad con la que se había entregado a ella. Sentía que algo se había roto entre ambos, y no se equivocaba. Pasaban las semanas y la respuesta no llegaba. Mientras, en Praga, Kafka escribía y rompía docenas de cartas destinadas a Milena. No podía dormir. Se levantaba de la cama de madrugada para redactar misivas que, una vez llegado el alba, rompía desesperado. Finalmente, semanas más tarde, en el buzón de Milena apareció un sobre escrito con la caligrafía aguda de Franz. Aquella fue la última carta que le envió.

Sin fecha

Sábado por la noche.

Aún no he recibido la carta amarilla, te la devolveré sin abrir. Me lamentaría el resto de mi vida si la idea de no escribirnos más no fuera la más correcta. Mas no me equivoco, Milena.

No quiero seguir hablando de ti, no porque no sea asunto mío, sí lo es; pero sencillamente no quiero hablar de ello.

Así que hablemos de mí: lo que tú eres para mí, Milena, lo que eres para mí más allá de todo el mundo en que ambos vivimos, eso no lo encontrarás en los papeluchos diarios que te he escrito. Esas cartas, tales como son, solo sirven para atormentarse, y cuando no atormentan es peor todavía. No sirven de nada, salvo para crear un día, en Gmün, malentendidos, humillaciones, humillaciones casi perpetuas. Quiero verte tan nítidamente como aquella primera vez en la calle, pero las cartas distorsionan tu imagen aún más que el bullicio de la calle L. (…)

(…) Aquí estoy, sentado frente a esta carta, sin nada más que hacer, a la una y media de la madrugada; mirando sus palabras y viéndote a través de ellas. A veces, no en sueños, se me aparece esta visión: tienes la cara cubierta por el pelo, consigo separarlo y apartarlo hacia ambos lados, aparece tu cara, mis dedos recorren tu frente y tus sienes y al fin he conseguido retener tu rostro entre mis manos.

Lunes

Quise romper esta carta, no mandarla, no contestar a tu telegrama, los telegramas son tan fríos, pero ahora además tengo la tarjeta y la carta, esa tarjeta, esa carta. (…) Callar es la única manera de vivir, en todas partes. Con tristeza, de acuerdo, pero ¿eso qué importa? Así el sueño es más infantil y más profundo. Pero el tormento es como un arado que surca el sueño -y el día-, se vuelve insoportable.

Miércoles

No hay ley que me prohíba escribirte una vez más y agradecerte esta carta donde aparece lo más hermoso seguramente que has escrito nunca, ese “Yo sé que tú me…”.

Aparte de eso, no hace mucho que estabas de acuerdo conmigo sobre la conveniencia de no escribirnos; que precisamente yo lo haya propuesto se trata simplemente de una casualidad, ya que del mismo modo habrías podido proponerlo tú. Y como estamos de acuerdo, no es necesario explicar por qué es conveniente que no nos escribamos más. (…)

(…) Esta carta no es una despedida, solo lo sería si la fuerza de la gravedad que me acosa constantemente me arrastrara para siempre contigo.

El 3 de junio de 1924, día de la muerte de Franz Kafka, Milena escribe una nota fúnebre en un diario checo: «tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo».

Días antes de su muerte, devorado por la tuberculosis que le impide alimentarse con otra cosa que no sean líquidos, Kafka escribe una de sus últimas sentencias: «Quien busca, no halla. Quien no busca, es hallado».

Empedrado con Losas Amarillas…

Mis últimos y tumultuosos seis meses congelados. No tengo el dedo azul, pero aspiro a contar historias y dejar filtrar estados de ánimo a través de mis fotografías. Supongo que el motivo por el que fotografío compulsivamente la ciudad de Donosti y a la gente de espaldas es una cuestión freudiana. Quince postales de grietas cerradas y algunas paredes por tirar. Es todo lo que queda de docenas de viajes, de ciudades conocidas sin bajar del autobús y de manecillas de reloj que detuvieron su andar para retomarlo al ritmo del parpadeo de sus ojos. Y las palmas de las manos boca arriba, abiertas, esperando que el tiempo de cosechar llegue pronto.

De Axiomas…

Puede que miles de personas se equivoquen mientras una docena que se incrusta en su interior mantenga la razón de su lado. El axioma que asegura que la verdad última se encuentra del lado de las mayorías puede o no estar equivocado, aunque eso no importa pues la masa tiene el poder y es propensa a recluir en guetos a los que no están de su lado. Porque si la masa se ríe a carcajadas más vale que todos lo hagan al unísono.

Asumido que mi lugar está en otra parte afirmo que los defectos que adornan cada minuto (diría que cada segundo) de metraje de «Intocable» son tan numerosos, tal la cantidad de sus nítidas y ramplonas trampas, que sería inútil enumerarlas por evidentes. La película dirigida y escrita por Oliver Nackache y Eric Toledano (támden que haría huir despavorido a cualquier temeroso del Dios Celuloide) se despacha del mismo  modo que el frutero de la esquina expende lombarda a sus clientes: de un modo tan familiar como destinado al rápido olvido. A priori no hay nada en la farsa que dé motivos a la esperanza. Es ahí en donde el par de aviesos cineastas (torpes seguro, listos también), se dan cuenta de que por primera vez en su trastabillada carrera se encuentran con la mina de oro que supone el milagro de la química entre los personajes. Françoise Cluzet y Omar Sy despliegan un inusual río empático que arrastra con la inútil trama (sangrante en los segmentos «intimistas») para dirigir a la audiencia hacia los terrenos de lo familiar. Gags soeces, guiños telegrafiados y una silla de ruedas conducida por un buen tipo salido de los suburbios, pesado engranaje perfectamente aligerado con el lubricante de la química, ese bien tan preciado como escaso. El espectador medio no pide más. Pan y circo, ya lo dijeron los romanos.

Poco más que añadir acerca de una labor técnica automática y una artística inexistente pues el prodigio se ha manifestado. Pasemos por alto las ridículas escenas ambientadas en los barrios marginales. Obviemos que el drama existencial del tetrapléjico protagonista esta abordado con la misma sutileza que utilizaría un barrenero dinamitando un edificio. Miremos hacia otro lado cuando la medianía reclame su lugar mediante desprecios y burlas ante todo aquello que se intuye hostil. Que la inmensa mayoría no detecte nuestra disensión porque «Intocable» es una pieza maestra que ensalza el espíritu humano recurriendo al humor que nos hace mejores y nos sana. Y yo que a veces me siento tan enfermo…

El Evangelio Según Rupert Everett…

Me gusta acudir a los estrenos de mis películas. A la mayoría de los actores no les apetece perder su tiempo posando y firmando autógrafos a los fans, pero a mí me encanta. Todas esas mujeres jóvenes y de mediana edad gritando que me desean cuando a mí lo que me gustaría es que me deseasen sus hombres.

Soy una máquina sexual para ambos sexos. Es algo extenuante. No imaginas la cantidad de horas que tengo que dormir para estar a punto.

Pienso que Elton John es un caso perdido. Le encanta hablar de su vida caótica, de sus adicciones, de sus amantes, de su bulimia, de la cantidad de drogas que se ha metido. Yo, yo, yo, yo, yo… Lástima de tantas juergas corridas y ningún control para su bocaza.

Un joven periodista australiano me dijo: eres guapo, eres una estrella que gana un montón de dinero con cada una de sus películas, viajas, tienes amigos interesantes… tu vida debe ser apasionante. Sí, le contesté, tanto como la habitación vacía de hotel que me espera cuando acabe esta estrevista.

Colin (Firth) me perseguía todo el tiempo llamándome fag, queer, pussy… No sé, puede que quisiera ligar conmigo. Hacia el final del rodaje le expresé mi admiración. No debe ser nada fácil actuar con una escoba introducida rectalmente. (durante el rodaje de «Otro País»).

Sí, es cierto que dije que los hombres de Hollywood no usan desodorante. Sé de lo que hablo, los he tenido en mi cama.

A Madonna no le gustó lo que escribí sobre ella en mi autobiografía. No dije nada malo, sólo conté alguna intimidad que ella no quería que fuese pública. Es una estrella, y las estrellas están obsesionadas con su imagen. Cuestión de la que los que carecemos de reputación no debemos preocuparnos.

Un ejemplo de la estrella que gusta en América es Jennifer Aniston. Se la ve tan pura, tan graciosa, tan adorable. Para un paleto de Idaho debe ser algo así como la virgen María. Lo cierto es que no he visto ni una película suya que me haya gustado. Y esas actuaciones, siempre con el mismo registro que utilizan los actores que no saben actuar. 

La peor película de la historia del cine es «Mamma Mía». Nunca me he reído tanto como viendo el suicidio profesional de Colin Firth. No creo que nadie se atreva a contratarlo jamás. (Firth terminó ganando el Oscar al mejor actor en 2011 por «El Discurso del Rey»).

Si tuviese que poner mi vida en manos de alguien sería en las de Colin Firth. Es mi mayor enemigo, ¿quién mejor que él?