Pues sí, tras varios meses trasteando en los borradores dejo este posteo por si desean impresionar a alguien con conocimientos cinéfilos de pandereta, o, en caso contrario, desean deshacerse del pelma que les acosa sin tregua en cualquier fiesta o sarao. Se trata de unos cuantos chascarrillos poco conocidos y, aun así, sin sustancia alguna, que con seguridad podrán utilizar a modo de cortina de humo en situaciones de riesgo.
Y para comenzar un clásico, porque muy conocida es la frase que Marilyn Monroe confió a una amiga (hay quien asegura que esa “amiga” era Shelley Winters: excelente actriz y cotilla de grado sumo) tras conocer a Joe DiMaggio:
“This is the last cock that I suck”
Lo que traducido al castellano viene a decir algo así como “He encontrado al hombre de mi vida”…

Gracias a radio Macuto, la frase (y la autora de la misma) corrió como la polvora por Tinseltown elevandose de grado al ir pasando de boca a oído. De tal modo que al final del recorrido la Monroe era tildada de ser poco menos que una fulana al ser capaz de practicarle un acto tan impuro a un hombre que ni siquiera era su marido. Con el tiempo todo quedó en nada pero, al menos, alimentó los corrillos de la ciudad del vicio durante unas semanas. Por cierto, según parece, Marilyn disfrutó de lo lindo con aquella historia.
Fue precisamente Marilyn quien le contó a Truman Capote el original modo de amenizar fiestas que gastaba Errol Flynn ejecutando diestramente solos al piano usando únicamente su miembro viril. De hecho, se cuenta que bordaba de tal modo el “You are the sunshine” de Jimmie Davis, que era difícil distinguir entre su fálica interpretación y una realizada a dos manos por un profesional.

No tan conocido era el particular modo con el que Jean Cocteau, uno de los padres del surrealismo, emulaba a su manera al exhibicionista Flynn. Al parecer, cuando el ambiente de las fiestas por él organizadas decaia, el director se encargaba de “levantar” el ánimo de los asistentes con un truco de magia muy especial que básicamente consistía en lo siguiente: Cocteau, completamente desnudo, se tumbaba sobre una mesa rodeado de sus invitados para, sin más ayuda que la de su propia mente, conseguir una erección espontánea que en poco minutos desembocaba en una copiosa eyaculación que arrancaba los asombrados aplausos de los presentes. Todo ello, insisto, sin ayuda manual propia o ajena.

Puede que tal espectaculo le resulte chabacano o de mal gusto a la mayoría, pero lo que es seguro es que en su día obtuvo un alto grado de aceptación entre sus invitados, quienes, a la mínima oportunidad, solían requerirle un nuevo show cuanto la coyuntura se prestaba a ello.
En fin, cada uno se divierte como puede o quiere.
Tampoco muy conocida es la historia de cómo un pelmazo encontró su camino gracias a los dolores de cabeza causados a la víctima de sus excesivas atenciones. Y qué camino, por cierto. Qué grandes momentos tenemos que agradecer a David Wark Griffith, padre del cine moderno, quien, atendiendo a las repetidas súplicas de su esposa, la actriz Linda Arvidson, tuvo a bien contratar a un joven actor llamado Mack Sennett para protagonizar su película “The Courtain Pole”. Paradójicamente, la esposa de Griffith, su mentora, estuvo a punto de morir a manos de Sennett durante el rodaje de una escena en la que el actor, armado de un tablón de considerables proporciones, provocaba una serie de desgracias entre los clientes de un mercado:
“Lo hizo muy bien, pues, antes de que hubiera podido pagar el repollo que había comprado, algo me golpeó y caí como un fardo, quedando inconsciente en el centro del plató. Aunque me sentí realmente feliz de que Mack hubiese conseguido su primer papel destacado, hubiese preferido no participar en la película…”
Lógicamente, la Arvidson, como amiga de Sennett, era incapaz de ver lo pésimo actor que era. Algo que no pasó desapercibido para Griffith quien decidió no volver a contar con él en futuros proyectos. Cuestión que no pareció importarle a Mack, pues desde el final del rodaje se presentó a diario en los estudios para incordiar al maestro con cualquier excusa. Cuando Griffith, harto de su acoso, decidió prohibirle el acceso a los estudios, Sennett le esperó a diario en la puerta de salida, aprovechando la costumbre de Griffith de volver paseando a casa. Así, un día de mayo, entre Broadway y la calle 14, Sennett volvió a la carga, pero esta vez fue demasiado lejos: durante 23 manzanas atormentó al director con su habitual batería de preguntas relacionadas con el cine y sus posibilidades dentro de la industria…
“¿Qué piensa usted sobre el cine? ¿En qué cree que consisten las películas? ¿Cree que van a durar? ¿Cuáles cree que son mis posibilidades?”
Finalmente, Griffith claudicó…
“Señor, Sennett. Creo que el cine no tiene mucho que ofrecerle como actor. Lo mejor que puede hacer es meterse a director…”
Y así lo hizo. De hecho fue el propio Griffith quien se encargó de encontrar trabajo al novel director y poder así recuperar la tranquilidad de su rutina diaria. De paso nos hizo un involuntario regalo sin precio en su etiqueta: los policías de la Keystone.

De un modo no tan insistente como Sennett, pero igual de pelmazo, actuó el joven de 18 que escalaba la valla de los estudios en los que se llevaba a cabo el rodaje de “El Señor de la Guerra”, extraordinaria película de Franklin J. Schaffner. Tras colarse en repetidas ocasiones, y ser interceptado en cada una de ellas, Charlton Heston, protagonista y principal valedor del proyecto, propuso a Schaffner que permitiese al intruso colaborar en el rodaje, impresionado por la insistencia y pasión de aquel muchacho. Años más tarde, cuando las descalificaciones llovían sobre la cabeza de Heston por sus posturas conservadoras (insisto en que revisen el pasado del actor y se sorprenderán), aquel joven, ahora convertido en uno de los popes de la industria, fue de los pocos en defender públicamente su figura. Lo hizo como muestra de respeto y agradecimiento. Del mismo modo que, en su día, hizo con la memoria de Schaffner.
Aquel molesto incordión de largas patillas que esperaba horas sentado en la puerta del estudio, siempre ansioso por comenzar la jornada de rodaje, iba permanenmente coronado con una gastada gorra de baseball, imagen que se convirtió en popular cuando la fama llamó a su puerta. Supongo que esa pista ha sido suficiente para adivinar que se trataba de Steven Spielberg.

El que sí tenía un dudoso gusto, en lo referente a bromas era Alfred Hitchcock. Gustaba de hacer sufrir a las víctimas de sus dardos como el sádico reprimido que era. Ya dijo de él Ricardo Franco, que el gordo inglés empleó cada hora de su infancia en planificar su venganza contra un mundo que desde el primer día le resultó hostil.
Y es que el hombre que manejaba grandes producciones y costosos presupuestos, el mago de la taquilla, era en realidad un corderito asustado que sufría cuando no tenía a nadie de confianza cerca de él. Para ilustrar ese caracter asustadizo, baste esta anécdota: en una ocasión, Hitch, como buen católico, acudió a una misa dominical, siguiendo su costumbre, a una iglesia situada en el glamuroso barrio de Beverly Hills. Lo hizo solo por primera vez en décadas ya que su esposa, Alma, se encontraba indispuesta. Una vez terminada la ceremonia se despidió de sus amistades y se dirigió hacia el coche que le esperaba frente al templo. Para llegar hasta él debía atravesar un extenso paso de cebra señalizado por un semáforo. Al cabo de varios minutos algunos rezagados feligreses repararon en que Hitch se hallaba paralizado en la acera desde hacía muchos minutos, sin aceptar el paso que continuamente le cedían los autos. Cuando fueron a interesarse por lo que le ocurría, le encontraron temblando como una hoja y con los ojos a punto de estallar en lágrimas. Sencillamente, no sabía qué tenía que hacer para cruzar la carretera. Estaba paralizado por el miedo.

Y ahora dos muy breves referentes a Judy Garland…
Todo el mundo sabe que la Garland fue una inagotable fuente de ingresos para la Metro cuando ésta reunía en su seno a más estrellas que el mismo cielo. Lo que no sabrán es que Judy fue rechazada por el estudio que dirigía Louis B. Mayer. Durante el visionado, por parte de un director de casting, de la prueba de cámara realizada por ella junto a otras dos jóvenes aspirantes, el responsable de contratar a las nuevas starlets gruñó a uno de sus asistentes: “Contrata a la de atrás” (palabro clave “back”) a lo que el ayudante interpretó: “Contrata a la gorda” (palabro clave “fat”). Y así, de tan absurdo modo, fue como Judy Garland dio el primer paso que acabó por convertirla en estrella. Por una vez, su rollizo aspecto le supuso una ventaja a una mujer en constante lucha contra el sobrepeso.
Años más tarde, ya encumbrada aunque en plena decadencia, el actor britanico Dirk Bogarde declaró, a propósito del inminente rodaje de la película “I Could Go On Singing”: “Trabajar con Judy Garland es el sueño de mi vida”. Lo que Bogarde ignoraba es que aquella destruida Judy poco tenía que ver con la que fue en sus mejores días. Destrozada por su fracasada vida sentimental, y adicta al alcohol y los tranquilizates, la actriz era poco menos que la sombra de lo que fue. Una vez finalizado el rodaje, Bogarde declaró: “Ha sido la peor experiencia de mi vida. Nunca había conocido una persona tan desagradable” (prefiero censurar los adjetivos (des)calificativos que le dedicó, que no fueron pocos).

Retomando a Marilyn Monroe, fuente de miles de chascarrillos, contaba Billy Wilder que sus pechos eran como el granito y su cerebro estaba tan agujereado como el queso gruyere. Y lo decía con conocimiento de causa. Durante el rodaje de “La Tentación Vive Arriba”, Wilder insistió a Marilyn sobre la conveniencia de que no usara sostén, elemento fundamental para él, ya que la visión de la historia pasaba por los idealizadores ojos de un cuarentón en plena crisis existencial. Pero, como era habitual en ella, la actriz desobedeció la orden del director con frecuencia. Al menos es lo que él creía, aunque callase pudorosamente sus lamentos. Y así fue hasta el día en el que, durante el rodaje de una escena en la que Marilyn desciende una escalera vestida con una vaporosa blusa, se colmó la paciencia de Wilder, quien se quejó alteradamente a la actriz del nulo bamboleo de sus senos al bajar el empinado tramo, a lo que Marilyn replicó jurando que no llevaba sujetador en ese momento ni lo había utilizado en ninguna de las escenas grabadas anteriormente. Ante el escepticismo del director, Marilyn cogió sus manos y las posó sobre sus pechos. Lo que siguió es aquella famosa frase con la que inicié este fútil chascarrillo.

Y lo que sigue a toda esta parrafada es la palabra FIN.