¡Basta ya de imposturas!

Finaliza el año, y como siempre ocurre en estas fechas, en algún lugar del mundo y en este preciso instante, se estará publicando la boba lista de turno que proclama las (a su cuestionable juicio) mejores películas de la historia del cine. Las elegidas depederán considerablemente del lugar en que se haya elaborado la lista, pero, independientemente de que sea en Dinamarca o en Filipinas, ¿adivinen qué película estará entre las diez primeras sí o sí? Efectivamente, «Ciudadano Kane».

Basta ya de postureo. ¿Realmente cuesta tanto reconocer que ha envejecido de tal modo que hoy día solo puede ser vista como una curiosidad coyuntural? Todas y cada una de las trampas utilizadas por Orson Welles son fácilmente reconocibles y señalables. Cada recurso narrativo no es solo cuestionable hoy, sino que lo fue en 1941. No en vano la película fracasó en taquilla ante un público mucho más exigente que el actual, adocenado por la cultura rumiante en la que han crecido y narcotizado por los boles de palomitas pagadas a precio de bitcoin.

¡Basta ya de imposturas!, «Ciudadano Kane» es el fruto estéril de un novato con ganas de tocarle las narices a William Randolph Hearts, el mandamás mediático de la época al que no le costó demasiado esfuerzo torpedear una película que muestra más sus propias miserias que la del magnate.

Cesen ya las alabanzas a Welles y recuperemos la memoria de H. C. Potter, ese gigante olvidado.

 

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Ranuras por las que mirar…

Hace pocos años asistí a una exposición de la fotógrafa Isabel Muñoz en la que algunas de sus fotografías únicamente podían ser visualizadas a traves de las rendijas de robustos tablones. Aun así, había una franja de cada fotografía que no podía ser vista. Sabíamos que se encontraba allí, pero aquello que escondiesen no nos pertenecía. Por muchas maniobras que realizases, en un claro y humano afán por invadir lo que nos está vetado, no había forma humana de ver su contenido. Me gustó la interpretación (que comparto) de la fotógrafa sobre la intimidad ajena y el modo en el que se nos permite acercarnos a ella. Se nos permite acceder a una pequeña fracción de verdad. El resto no nos incumbe.

Recuerdo, enlazando apuradamente con mi recuerdo de aquella expo, la frase de José Luis de Vilallonga: «Necesito un par de horas de completa soledad al día. A riesgo de enloquecer si me faltan».

Un nuevo arabesco me lleva a la reflexión final que, cómo no, procede de un recuerdo. El del primer episodio de la primorosa serie «A Dos Metros Bajo Tierra». Artefacto delicado creado por Alan Ball en el que Eros y Tánatos ponían hacían saltar por los aires el frágil equilibrio de una familia disfuncional californiana que regenta una funeraria tras la muerte del patriarca. A la conmoción inicial familiar, le sigue una enloquecida  búsqueda de amor y sexo en un enternecedor intento de dejar atrás la sombra de la Parca que decidió un día acampar en su puerta. Apenas asentados tras el estallido, los dos hijos varones descubren que su padre mantenía alquilado un apartamento del que nadie sabía nada. Las sospechas iniciales de que se trataba de un lugar en el que ocultar sus infidelidades se esfuman al girar la llave de la puerta para descubrir que en su interior solo se almacenar libros, discos y una pipa para fumar marihuana. Su padre, del que creían saberlo todo, fue un hombre con dobleces que necesitaba un escondite en el que, al cerrar sus puertas y ventanas, todo lo que un día pudo ocurrir fuese aún posible.

El jardín secreto.

Este lugar, muy trastabillado en el año que está a punto de terminar, es mi jardín secreto. Mi rincón para acumular recuerdos. El lugar en el que escuchar otras voces. Y así seguirá siendo mientras pueda teclear bobadas importantes.

Feliz año a todos aquellos que se perdieron en estas páginas alguna vez a lo largo de este 2013 que ya se despide. Tengo tres deseos que formular para ustedes. Sigan buscando Bedford Falls e ignoren las luces de neón de Pottersville. Hagan ruido también. Mucho, tanto como puedan. Y, sobre todo, sean felices…

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Cuestión de Tetas IV: Never Say Never Again…

Desde que decidiese escribir, allá por 2006, mi primer posteo rendido a las glándulas mamarias femeninas, han ocurrido muchas cosas sin que nada haya cambiado realmente. La primavera árabe hizo creer a muchos que la quimera es posible… hasta que la realidad dejó todo tal cual estaba. La crisis económica se agudizó hasta convertirse en fractura social sin que nada termine de ser diferente para los que mandan. Un hombre negro llegó a la presidencia de los Estados Unidos. Sí, lo que parecía imposible. ¿Y qué ocurrió? Nada. Las promesas de cambio y de justicia social se quedaron en eso, en promesas que no se dieron pese a las buenas intenciones. Todo sigue igual, cambia el individuo pero no el orden de las cosas. Ya lo dijo Giuseppe Tomasi di Lampedusa: «Cambiarlo todo para que todo siga igual». Todo sigue igual, pero nada es tan imperturbable como la pasión por los pechos femeninos. Por mil diluvios que caigan siempre habrá alguien capaz de jugarselo todo por admirar tan prodigioso desafío a la gravedad. No en vano, un estudio médico afirma que contemplar pechos femeninos alarga la vida. Qué excusa mejor para dedicar diez minutos a este desvarío.

Y posiblemente sean los imperiales pechos de Scarlett Johansson los que más admiración (o desazón, depende de en qué liga se juegue) despierten. El deseo que emana de ellos es tan intenso que, durante el desfile de vanidades previo a la ceremonia de los Oscar de 2007, el modisto y reportero ocasional Isaac Mizrahi no pudo contenerse y le palpó los pechos, previo permiso de la actriz, por supuesto, para comprobar que son auténticos y no fruto de la fantasía de algún dibujante de cómic. El «guau» que brotó de su boca tras producirse el contacto lo dice todo. Sin embargo, la homosexualidad del modisto (felizmente casado desde hace años con otro hombre) no se quebró. Nada cambia, ya ven.

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Dijo Joe Landis que mostrar a Michelle Pfeiffer desnuda en una escena de «Cuando Llega la Noche» fue libidinosamente inútil ya que resulta del todo imposible apartar la mirada de su bellísimo rostro para fijarla en cualquier otra parte de su anatomía. Sin embargo, en el caso de la Johansson, sus delicadas facciones, su innegable talento, su sensual voz rasgada y la deliciosa persona que es a decir de los que la han conocido, quedan en segundo plano cuando bajas la cabeza para encontrar la materialización de las medidas del número áureo. El número de Dios. Si no, que le pregunten a Woody Allen, quien la adora en todo su ser, pero que, después de todo, es un ser humano…

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No, les aseguro que no admiraba la calidad del pedrusco prendido en su collar.

Como Deborah Kerr en «La Noche de la Iguana», la Johansson, conocedora del don que le ha proporcionado la naturaleza y la genética, ha aprendido a pasar por alto las comprensibles debilidades humanas siempre que se traten de sincera admiración. Menos mal, porque vaya donde vaya la escena se repite y repetirá…

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Cuando no es así, cuando las babas del que mira salpican, la ira del infierno se posa en su ojos. Ocurrió cuando su teléfono móvil fue crackeado por un memo que robó un par de fotografías de su cuerpo desnudo destinadas a Ryan Reynolds, por entonces su marido. Afortunadamente, tras un arrebato comprensible de ira, la clase volvió a su ser.

Igualmente agraciada con dos pechos superlativos, y aún mejor, dueña de un carácter burlón capaz de plantar cara tanto a babosos incontenibles como a puritanos desagradecidos, Katie Perry tuvo ocasión de demostrar su talante tras una atronadora aparición en la versión gringa de «Barrio Sésamo»

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El vestido de novia que portaba, al que se podría considerar, siendo audaz, como picaruelo sin más, fue demonizado por sectores reaccionarios de los States que lo consideraron impropio para un programa infantil. Alguna mente enferma llegó incluso a insinuar que su escena con Elmo tenía segundas y libidinosas lecturas. La respuesta de la Perry llegó un par de semanas más tarde cuando, uniformada con una escotada camiseta que recuerda lejanamente al rostro de Elmo, apareció en «Saturday Night Live» en pose doncella francesa. Tan ingenua ella…

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Despreciar un regalo así, por Dios. De memos el mundo anda sobrado. Y en los States, especialmente cuando más te alejas de la costa, los encuentras a patadas. Sabido es que no hay especie animal en el planeta capaz de resistir la tentación de la belleza mamaria. Ya sean seres tan viles como el señor Burns, chimpaces o especies inferiores como George Bush Jr., el balcón de la Perry será siempre admirado y venerado por todo ser viviente…

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Pero si agachar la mirada resulta imposible de evitar, por favor háganlo de modo franco. Nada de miradas de soslayo, distraídas o a traición a riesgo de ser considerados seres rijosos. Tanto como el señor embajador que en una cena de gala cartografió el escote de la princesa Mary de Dinamarca aprovechando un descuído. Seguro que después le pidió la sal como si tal cosa. Ingrato…

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El apartado publicitario, siempre tan falto de verdad, es proclive a provocaciones tales como miradas o palpamientos explícitos. Aunque resulte difícil de asumir a esta alturas, la táctica continúa funcionando porque el ser humano es así de primario. Esta fotografía, que evidencia sus intenciones provocadoras al primer vistazo, generó, primero, la ira de los mentecatos y colectivos feministas con poca profundidad de mirada que consideraron la pose como una agresión sexual. Después llegó el estupor de los que saben que Domenico Dolce y Steffano Gabbana no son más que dos hacedores de mercadería a través de la provocación ligh. Lindsey Lohan, protagonista del anuncio, dijo no comprender tamaño revuelo. En realidad nadie lo comprendió salvo los adictos al pataleo. Lo único cierto es que seguramente el producto referenciado duplicó la previsión de ventas tras el revuelo. Nunca aprenderemos…

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En materia de provocaciones Dustin Hoffman es sumamente ducho. Eso o se dedicó a tomar las medidas de Emma Watson durante el estreno de «El Valiente Despereaux». Se aferró tan firmemente a su pecho derecho que faltó poco para que los múltiples fans de la actriz que presenciaban la escena muriesen de estupefacción. La amorosa mirada que recibió por parte de la actriz demuestra que la sintonía entre ellos da para semejantes confianzas. Bien por ellos…

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Aunque hay ocasiones en las que la confianza da asco. Caso de la bochornosa escena protagoniza por Oliver Stone durante la premier de «Savages». Tras ver el sugerente vestido con el que se presentó al estreno la actriz mexicana, y con toda probabilidad harto de cigarrillos de la risa o algo más (seguramente algo más), al director no se le ocurrió otra cosa que fingir que manoseaba el pecho de la actriz ante la incómoda actitud de ella quien apenas pudo mantener la pose gracias a una elogiable profesionalidad. Treinta minutos después de la bobada, sin que nadie la hubiese reído, Stone seguía con la tontería. No es necesario añadir que la Hayek huyó por patas en cuanto pudo para salvar a sus hermosos pechos de ser bañados por las babas del conocido sátiro, dispuesto siempre a tirarse, si se tercia, a un girasol…

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En el apartado de las envidias femeninas (un clásico), el premio estelar se lo lleva la explícita mirada lanzada por Hillary Clinton a la delantera de Cristina Aguilera. Sin exquisiteces, dí que sí. Al estilo criollo, como debe ser…

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Una mirada, no exenta de lascibia, que no oculta la admiración. Sin dobles intenciones ni sin acartonados reproches a la naturaleza. Actitud de la que debería tomar nota la anónima voyeur que escruta en la distancia las gloriosas mamas de Sofía Vergara. Auténtico carnet de identidad de la actriz colombiana…

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Cuánta envidia, mon Dieu. Menos mal que siempre nos quedarán personas maravillosas como Helen Mirren. Dueña de una mala leche legendaria equiparable a su enorme clase. Lejos quedan ya los tiempos en los que se avergozaba de su participación en el «Calígula» de Tinto Brass (debería decir de Bob Guccione, mandamás de la revista Penthouse, quien montó la película a su antojo y añadió insertos triple X para hacerla más vendible). Ella, que siempre careció de prejucios a la hora de mostrar su bello cuerpo desnudo, tampoco los tiene para alabar la lozanía ajena de modo empírico…

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Durante la premiere de «Hitchcock» no tuvo reparo alguno en tocar las tetas de su compañera de reparto Jessica Biel en una actitud cercana al pellizco. Qué feliz habría sido el marqués de Sade si hubiese sido testigo del encuentro. Lo hizo de un modo tan natural y tan carente de aristas que resulto incluso entrañable. La Biel, por su parte, recibió el manoseo con serena actitud… que no todos los días te toca las tetas una leyenda.

Tocar las tetas de una compañera de trabajo durante una ceremonia de entrega de premios se ha convertido a estas alturas en algo cómico. Lejos queda la época en la que hacerlo suponía un acto de provocación de éxito seguro. Hoy día se entiende como un acto casi rutinario con el efecto rebote de que la actrices palpan los genitales masculinos en justa correspondencia. ¡Al fin llegó la equidad plena al showbiz! Así ocurrió durante la entrega de los premios MTV de 2011, cuando Mila Kunis reaccionó de tal guisa al gesto de Justin Timberlake. En realidad todo no fue más que una estratagema comercial destinada a promocionar la película «Con Derecho a Roce» protagonizada por ambos.

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Lo mejor fue el comentario de Kunis tras el intenso toqueteo: «Esperaba encontrar algo más»

Ese mismo año se produjo una especie de paspermia en el escenario de entrega de los Spirit Awards cuando Paul Rudd tocó los pechos de Eva Mendes mientras ésta leía la cartulina de nominados. Rapidamente llegó Rosario Dawson desde el backstage para equilibrar la escena asiendo firmemente los atributos masculinos del actor. Cuestión que él asumió deportivamente con un elocuente: «es lo justo».

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Y fin. Como en la peli de King Vidor, el mundo seguirá su rumbo. Y quien sabe si esta microsección también…

Y telón…

Hay algo, difícil de explicar, que ocurre cuando paseas bajo la lluvia de la tarde por el Boulevar de San Sebastián a finales de septiembre. Es mi último día en el festival y pretendo apurar esa sensación. Me siento en un bordillo, en la plaza situada frente a las terrazas laterales del María Cristina. Allí, un grupo de cuarentonas jalea a un actor que es entrevistado mientras una ayudante extiende un paraguas que no consigue evitar que la lluvia lo moje. A mi espalda pequeños grupos miran embobados una enorme pantalla mientras la lluvia no cesa. Al fondo los bares de pintxos bullen de actividad. A mi izquierda, no muy lejos, grupos de adolescentes montan guardia junto a la puerta del hotel sin importar que la lluvia comience a arreciar. Sin lluvia, sin amigos, sin pintxos, sin complicidad quedarían las películas, sí, pero se perdería el estar haciendo cola y encontrarte con un conocido al que no ves hace años. Se perderían los entretiempos entre películas, los que construyen historias. Se perderían sabores, sonidos, palabras, la esencia de un festival atípico, diferente, con aspiraciones de formar parte del calendario de la industria sin ser consciente de que el no serlo es lo que le otorga galones.

Hitchcock dijo que San Sebastián es un oasis, cuando presentó al mundo su obra capital, «Vértigo», ante una asombrada audiencia que no daba crédito a la revelación de que el cine se puede reinventar utilizando fórmulas ya conocidas. Tarantino declaró su amor por la ciudad y confesó que comenzó a escribir «Pulp Fiction» entre sus brumas de septiembre. Bette Davis juró que se sintió uno de sus personajes paseando por sus calles siempre húmedas. Y es todo eso, que no las estrellas de gira por promoción, lo que hace diferente al festival que comienza cuando la luz se marcha.

José Luis Rebordinos, reciente director, lo tiene claro: traer estrellas y agasajarlas a golpe de premios es la fórmula infalible para colocar al festival en la portada de los periódicos. Teniendo en cuenta que el premio Donostia hace tiempo que perdió su lustre, poco importa si se conceden cinco o cincuenta en una única edición. Tommy Lee Jones es un actor enorme, pero no una estrella. Lo recoge huraño, sin darse, con ganas de que todo pase. Richard Gere sí es una estrella. Se inclina y se lleva la mano al corazón. Se gana al público porque ése es su trabajo. Dustin Hoffman le supera cuando deja correr algunas lágrimas. Puede incluso que alguna fuese sincera. Ya poco importa la frialdad calculada John Travolta y su pelo imposible, y el egocentrísmo desdeñoso de Oliver Stone, recogiendo el premio como el que acusa al que se lo otorga por no haberselo entregado antes. Lo que realmente importa no ocurrió entonces, sino durante. Cientos de películas, docenas de encuentros, muchas veces inesperados, aderezados por zuritos de cerveza y pintxos. Con conversaciones al resguardo de paredes empapeladas de fotografías de los que por allí pasaron. Porque la belleza reside en los pequeños detalles, que no en lo ampuloso. Porque el festival de Donosti no es razón sino corazón. Un corazón que ahora se prepara para el invierno…

Chascarrillos para quedar bien (o fatal) en toda fiesta que se precie…

Pues sí, tras varios meses trasteando en los borradores dejo este posteo por si desean impresionar a alguien con conocimientos cinéfilos de pandereta, o, en caso contrario, desean deshacerse del pelma que les acosa sin tregua en cualquier fiesta o sarao. Se trata de unos cuantos chascarrillos poco conocidos y, aun así, sin sustancia alguna, que con seguridad podrán utilizar a modo de cortina de humo en situaciones de riesgo.

Y para comenzar un clásico, porque muy conocida es la frase que Marilyn Monroe confió a una amiga (hay quien asegura que esa “amiga” era Shelley Winters: excelente actriz y cotilla de grado sumo) tras conocer a Joe DiMaggio:

“This is the last cock that I suck”

Lo que traducido al castellano viene a decir algo así como “He encontrado al hombre de mi vida”…

Gracias a radio Macuto, la frase (y la autora de la misma) corrió como la polvora por Tinseltown elevandose de grado al ir pasando de boca a oído. De tal modo que al final del recorrido la Monroe era tildada de ser poco menos que una fulana al ser capaz de practicarle un acto tan impuro a un hombre que ni siquiera era su marido. Con el tiempo todo quedó en nada pero, al menos, alimentó los corrillos de la ciudad del vicio durante unas semanas. Por cierto, según parece, Marilyn disfrutó de lo lindo con aquella historia.

Fue precisamente Marilyn quien le contó a Truman Capote el original modo de amenizar fiestas que gastaba Errol Flynn ejecutando diestramente solos al piano usando únicamente su miembro viril. De hecho, se cuenta que bordaba de tal modo el “You are the sunshine” de Jimmie Davis, que era difícil distinguir entre su fálica interpretación y una realizada a dos manos por un profesional.

No tan conocido era el particular modo con el que Jean Cocteau, uno de los padres del surrealismo, emulaba a su manera al exhibicionista Flynn. Al parecer, cuando el ambiente de las fiestas por él organizadas decaia, el director se encargaba de “levantar” el ánimo de los asistentes con un truco de magia muy especial que básicamente consistía en lo siguiente: Cocteau, completamente desnudo, se tumbaba sobre una mesa rodeado de sus invitados para, sin más ayuda que la de su propia mente, conseguir una erección espontánea que en poco minutos desembocaba en una copiosa eyaculación que arrancaba los asombrados aplausos de los presentes. Todo ello, insisto, sin ayuda manual propia o ajena.

Puede que tal espectaculo le resulte chabacano o de mal gusto a la mayoría, pero lo que es seguro es que en su día obtuvo un alto grado de aceptación entre sus invitados, quienes, a la mínima oportunidad, solían requerirle un nuevo show cuanto la coyuntura se prestaba a ello.

En fin, cada uno se divierte como puede o quiere.

Tampoco muy conocida es la historia de cómo un pelmazo encontró su camino gracias a los dolores de cabeza causados a la víctima de sus excesivas atenciones. Y qué camino, por cierto. Qué grandes momentos tenemos que agradecer a David Wark Griffith, padre del cine moderno, quien, atendiendo a las repetidas súplicas de su esposa, la actriz Linda Arvidson, tuvo a bien contratar a un joven actor llamado Mack Sennett para protagonizar su película “The Courtain Pole”. Paradójicamente, la esposa de Griffith, su mentora, estuvo a punto de morir a manos de Sennett durante el rodaje de una escena en la que el actor, armado de un tablón de considerables proporciones, provocaba una serie de desgracias entre los clientes de un mercado:

“Lo hizo muy bien, pues, antes de que hubiera podido pagar el repollo que había comprado, algo me golpeó y caí como un fardo, quedando inconsciente en el centro del plató. Aunque me sentí realmente feliz de que Mack hubiese conseguido su primer papel destacado, hubiese preferido no participar en la película…”

Lógicamente, la Arvidson, como amiga de Sennett, era incapaz de ver lo pésimo actor que era. Algo que no pasó desapercibido para Griffith quien decidió no volver a contar con él en futuros proyectos. Cuestión que no pareció importarle a Mack, pues desde el final del rodaje se presentó a diario en los estudios para incordiar al maestro con cualquier excusa. Cuando Griffith, harto de su acoso, decidió prohibirle el acceso a los estudios, Sennett le esperó a diario en la puerta de salida, aprovechando la costumbre de Griffith de volver paseando a casa. Así, un día de mayo, entre Broadway y la calle 14, Sennett volvió a la carga, pero esta vez fue demasiado lejos: durante 23 manzanas atormentó al director con su habitual batería de preguntas relacionadas con el cine y sus posibilidades dentro de la industria…

“¿Qué piensa usted sobre el cine? ¿En qué cree que consisten las películas? ¿Cree que van a durar? ¿Cuáles cree que son mis posibilidades?”

Finalmente, Griffith claudicó…

“Señor, Sennett. Creo que el cine no tiene mucho que ofrecerle como actor. Lo mejor que puede hacer es meterse a director…”

Y así lo hizo. De hecho fue el propio Griffith quien se encargó de encontrar trabajo al novel director y poder así recuperar la tranquilidad de su rutina diaria. De paso nos hizo un involuntario regalo sin precio en su etiqueta: los policías de la Keystone.

De un modo no tan insistente como Sennett, pero igual de pelmazo, actuó el joven de 18 que escalaba la valla de los estudios en los que se llevaba a cabo el rodaje de “El Señor de la Guerra”, extraordinaria película de Franklin J. Schaffner. Tras colarse en repetidas ocasiones, y ser interceptado en cada una de ellas, Charlton Heston, protagonista y principal valedor del proyecto, propuso a Schaffner que permitiese al intruso colaborar en el rodaje, impresionado por la insistencia y pasión de aquel muchacho. Años más tarde, cuando las descalificaciones llovían sobre la cabeza de Heston por sus posturas conservadoras (insisto en que revisen el pasado del actor y se sorprenderán), aquel joven, ahora convertido en uno de los popes de la industria, fue de los pocos en defender públicamente su figura. Lo hizo como muestra de respeto y agradecimiento. Del mismo modo que, en su día, hizo con la memoria de Schaffner.

Aquel molesto incordión de largas patillas que esperaba horas sentado en la puerta del estudio, siempre ansioso por comenzar la jornada de rodaje, iba permanenmente coronado con una gastada gorra de baseball, imagen que se convirtió en popular cuando la fama llamó a su puerta. Supongo que esa pista ha sido suficiente para adivinar que se trataba de Steven Spielberg.

El que sí tenía un dudoso gusto, en lo referente a bromas era Alfred Hitchcock. Gustaba de hacer sufrir a las víctimas de sus dardos como el sádico reprimido que era. Ya dijo de él Ricardo Franco, que el gordo inglés empleó cada hora de su infancia en planificar su venganza contra un mundo que desde el primer día le resultó hostil.

Y es que el hombre que manejaba grandes producciones y costosos presupuestos, el mago de la taquilla, era en realidad un corderito asustado que sufría cuando no tenía a nadie de confianza cerca de él. Para ilustrar ese caracter asustadizo, baste esta anécdota: en una ocasión, Hitch, como buen católico, acudió a una misa dominical, siguiendo su costumbre, a una iglesia situada en el glamuroso barrio de Beverly Hills. Lo hizo solo por primera vez en décadas ya que su esposa, Alma, se encontraba indispuesta. Una vez terminada la ceremonia se despidió de sus amistades y se dirigió hacia el coche que le esperaba frente al templo. Para llegar hasta él debía atravesar un extenso paso de cebra señalizado por un semáforo. Al cabo de varios minutos algunos rezagados feligreses repararon en que Hitch se hallaba paralizado en la acera desde hacía muchos minutos, sin aceptar el paso que continuamente le cedían los autos. Cuando fueron a interesarse por lo que le ocurría, le encontraron temblando como una hoja y con los ojos a punto de estallar en lágrimas. Sencillamente, no sabía qué tenía que hacer para cruzar la carretera. Estaba paralizado por el miedo.

Y ahora dos muy breves referentes a Judy Garland…

Todo el mundo sabe que la Garland fue una inagotable fuente de ingresos para la Metro cuando ésta reunía en su seno a más estrellas que el mismo cielo. Lo que no sabrán es que Judy fue rechazada por el estudio que dirigía Louis B. Mayer. Durante el visionado, por parte de un director de casting, de la prueba de cámara realizada por ella junto a otras dos jóvenes aspirantes, el responsable de contratar a las nuevas starlets gruñó a uno de sus asistentes: “Contrata a la de atrás” (palabro clave “back”) a lo que el ayudante interpretó: “Contrata a la gorda” (palabro clave “fat”). Y así, de tan absurdo modo, fue como Judy Garland dio el primer paso que acabó por convertirla en estrella. Por una vez, su rollizo aspecto le supuso una ventaja a una mujer en constante lucha contra el sobrepeso.

Años más tarde, ya encumbrada aunque en plena decadencia, el actor britanico Dirk Bogarde declaró, a propósito del inminente rodaje de la película “I Could Go On Singing”: “Trabajar con Judy Garland es el sueño de mi vida”. Lo que Bogarde ignoraba es que aquella destruida Judy poco tenía que ver con la que fue en sus mejores días. Destrozada por su fracasada vida sentimental, y adicta al alcohol y los tranquilizates, la actriz era poco menos que la sombra de lo que fue. Una vez finalizado el rodaje, Bogarde declaró: “Ha sido la peor experiencia de mi vida. Nunca había conocido una persona tan desagradable” (prefiero censurar los adjetivos (des)calificativos que le dedicó, que no fueron pocos).

Retomando a Marilyn Monroe, fuente de miles de chascarrillos, contaba Billy Wilder que sus pechos eran como el granito y su cerebro estaba tan agujereado como el queso gruyere. Y lo decía con conocimiento de causa. Durante el rodaje de “La Tentación Vive Arriba”, Wilder insistió a Marilyn sobre la conveniencia de que no usara sostén, elemento fundamental para él, ya que la visión de la historia pasaba por los idealizadores ojos de un cuarentón en plena crisis existencial. Pero, como era habitual en ella, la actriz desobedeció la orden del director con frecuencia. Al menos es lo que él creía, aunque callase pudorosamente sus lamentos. Y así fue hasta el día en el que, durante el rodaje de una escena en la que Marilyn desciende una escalera vestida con una vaporosa blusa, se colmó la paciencia de Wilder, quien se quejó alteradamente a la actriz del nulo bamboleo de sus senos al bajar el empinado tramo, a lo que Marilyn replicó jurando que no llevaba sujetador en ese momento ni lo había utilizado en ninguna de las escenas grabadas anteriormente. Ante el escepticismo del director, Marilyn cogió sus manos y las posó sobre sus pechos. Lo que siguió es aquella famosa frase con la que inicié este fútil chascarrillo.

Y lo que sigue a toda esta parrafada es la palabra FIN.

Marco y yo…

Marco y yo compartimos muchas cosas y aspiramos a compartir muchas más. Marco y yo carecemos de ideología porque todas nos parecen ruines. Marco y yo compartirmos una misantropía que se acrecienta con el paso de los días al observar las estupideces lógicas que hacen los demás. Marco y yo hemos sido testigos de cómo la clase obrera ha sido, es y seguirá siendo pisoteada por los hombres de collar blanco hasta quedar reducidos a la semiesclavitud laboral, conceptual y moral. Marco y yo aspiramos a cambiar el estado de las cosas plantando semillas que germinen en colores nunca vistos. A Marco y a mí nos gusta la poesía que se extrae de aquello que los demás ni siquiera miran. Marco y yo hemos convertido el amor que sentimos por nuestras mujeres en nuestra única bandera y religión. Marco y yo dejamos de creer hace tiempo y sin embargo seguimos en pie.

Y mientras sigamos en pie hay esperanza…

313 es un número primo…

Con el primer sueldo obtenido de su primer empleo, mi hermano mayor me hizo un regalo. Hacía meses que, camino del instituto, me detenía ante el escaparate de una céntrica biblioteca de Cucumberland para admirar el brillo del lomo de tapa dura del libro: TODOS LOS OSCARS.  Adolescente entonces, pensaba que sus páginas ocultaban «la verdad» sobre aquello que tanto amaba. De modo que un día de marzo, mi hermano, sabedor de mi anhelo, llegó a casa cargado con aquel enorme libro y me lo ofreció. Entonces pensé que había cubierto un primer y decisivo paso hacia algo que aún desconozco.

Crecí husmeando las páginas de aquel libro, y llegué, cosa de la que después me avergoncé, a ser un experto conocedor del pasado de los premios de la academia hollywoodiense. Establecí tendencias que variaban  con frecuencia quinquenal en torno a políticas de premiados en función del género de la película y las demandas del público: en los años treinta se premiaba la sofisticación. El glamour quedó a un lado en los cuarenta para dar paso al drama familiar o romántico, aderezado con pequeñas gotas de lágrimas bélicas. Los cincuenta oscilaron entre el espectáculo puro y la tímida denuncia social. Los sesenta comienzan con romanticismo contemplado con cierto regusto cínico, y acabaron con el  cinismo a secas. Los setenta sirvieron para entronizar a las nuevas generaciones y las nuevas inquietudes. Y en los ochenta se apuntó un incómodo brote academicista que fue sacudido con ramalazos de fe en que hay otros caminos posibles… Y en los ochenta finalizaba el almanaque. Creía ser el poseedor del número áureo que me permitiría acertar en cualquier quiniela. Muy a finales de los ochenta, con mi adolescencia agonizando, comencé a seguir la ceremonia en directo. Tenía mi propio ritual que apenas registró cambios durante los siguientes diez años que consistía en ver una de las películas nominadas y, tras regresar a casa, escribir mi propia guía de seguimiento de la ceremonia en una vieja máquina de escribir que siempre se atascaba mientras escuchaba la música de «Vértigo», «Hair» y «Yellow Submarine». A eso de las cuatro de la madrugada comenzaba la ceremonia y, por supuesto, debía verla por completo, incluida la ya a esas horas de la noche previsible y prescindible entrega del premio a la mejor película. Me daba igual que al día siguiente fuese por ahí como un zoombie, la cuestión es que iba por ahí como un zoombie que había visto en directo la ceremonia de los Oscar. La parte final de mi particular ceremonia previa consistía en la elaboración de una quiniela que siempre, pese a ser poseedor de «la verdad», incurría en numerosos errores, inducidos frecuentemente por mi convicción de que no podía equivocarme. Afortunadamente lo crematístico nunca se cruzó con mis pronósticos o me habría arruinado.

Hace tres años que no veo la ceremonia en directo y cuatro que me da igual lo que suceda. Y resulta que en ese tiempo conocí a una chica apasionada de los Oscar que me envía sms a las cinco de la mañana para informarme de quién ha sido el ganador del premio al mejor actor del año. Es más, hace dos años participé por primera vez en una «porra» sobre los Oscar junto a una decena de amigos. La gané. Diez aciertos sobre diez posibilidades. Debe ser que cuando menos te resistes los dioses son más compasivos.

El libro sigue ahí, esperando que los tiempos en que repasaba sus páginas cada día regresen. Pero ahora mis prioridades son otras y mi escepticismo ha crecido alarmantemente sin llegar a vencer a mi vena ilusa. Sólo así se entiende que de todos los nominados, el que más llame mi atención sea Jonah Hill, candidato en la categoría de mejor actor secundario. Sus rivales pilotan galeones mientras él maneja una barca de pesca. Nick Nolte ha vivido (y se ha bebido) doce vidas y aún le queda algo por ofrecer; Max Von Sidow es sencillamente un maestro con mucho crédito en el banco; Christopher Plummer siempre fue un superviviente de un talento voraz sometido al estereotipo, y Kenneth Branagh llega para reclamar lo que hace veinte años le prometieron y luego le negaron. Cualquiera de ellos podría ganar, y sin embargo yo apuesto por Jonah Hill, el adiposo amigo despreciado de «Supersalidos», esa obra mayor camuflada de comedieta adolescente para ahuyentar a las legiones de remilgados que nunca sabrán que su minutaje esconde uno de los más hermosos y certeros cantos a la amistad rodados en los últimos treinta años.

Si sumamos la edad de los nominados el resultante es de 313 años. Hay árboles que viven menos. Este año tampoco seguiré la ceremonia en directo. Me levantaré a la mañana siguiente, comprobaré que el nombre de Hill no figura entre los premiados y  recordaré, sin venir al caso, que antes los Oscar se otorgaban los lunes, día de descanso de las salas de cine en los States. También eso ha cambiado.