¿Hay alguna diferencia entre los dieciocho y los sesenta años? Sinceramente creo que no…
Hayao Miyazaki
La calle de la Luna es una angosta franja que conduce al centro de Cucumberland. Para los que viven (vivíamos) en la zona sur de la ciudad-dormitorio era el camino más corto para acceder, en mi caso, al lugar en el que estudiaba. El edificio mudéjar que albergaba a los enfermos está adornado con una serie de falsos balcones enrejados desde los que los pacientes se asomaban en busca de luz, aire y cigarrillos. Porque era sobre todo cigarrillos lo que solían demandar a todo el que pasaba por allí… al menos antes de que cambiasen de acera asustados. Entre los habituales “enrejados” se encontraba un tipo de expresión agria, voz cazallera y pelo blanco. Hubo una época en la que raro era el día que no cruzabamos nuestras miradas. La suya en demanda de un pitillo. La otra, la del niño, fijada en el suelo entre avergonzada y asustada.
Un día, tras la boda de un primo materno, me las arreglé para hacerme con una de esas minicajetillas de recuerdo que suelen repartirse en los banquetes. Recuerdo que su inmaculado color blanco estaba coronado por dos anillos serigrafiados con los nombres de los novios. Dentro, cuatro cigarrillos de al menos tres marcas diferentes. Dos de ellos quebrados por el traqueteo de los días. El tercero algo rebanado en su extremo inferior. El cuarto, impecable. Por alguna razón, que hoy no recuerdo, pensé que sería un buen regalo para el tipo de mirada feroz que, pensaba, me tendría fichado después de tantos desplantes en su desesperada búsqueda de pitillos.
Durante toda la semana siguiente paseé a paso reducido por el lado de la acera estigmatizado que todo el mundo procuraba evitar. No hubo suerte. Como si hubiese sido tragado por la tierra, el tipo canoso no apareció. Así ocurrió durante las dos semanas que le siguieron, de tal modo que terminé por regalar tres de los cuatro cigarros a mis compañeros de clase, precoces fumadores quienes no parecieron darle importancia al mal estado en que se encontraban tras semanas bailoteando en mis bolsillos.
Me arrepentí de hacerlo, pues casi un mes después de hacerme con los cigarillos el tipo de la mirada fija volvió berrear su habitual: “Eh, chaval, ¿tienes un cigarrillo?”. Busqué en los bolsillos de mi impermeable azul y encontré al único superviviente de la pequeña cajetilla de ribetes rosados: el quebrado. Ahora, más que quebrado, dividido en dos partes asimétricas. Al extenderle mi pequeña ofrenda la miró y la olisqueó para, a renglón seguido, soltar un exabructo tipo “Qué cabrón, ¡¡pero si está jodido!!”. En realidad no recuerdo las palabras exactas, pero sí que fueron ofensivas. Decidí entonces largarme, atravesando el hueco cedido por dos coches aparcados cuando escuché detrás de mí: “¡Gracias, chaval!”, acompañado del gesto de su mano extendida a través de las rejas azul palido en busca de la mía. Me quedé mirando unos segundos que parecieron horas y seguí mi camino sin corresponder a su ofrecimiento.
El tipo era Leopoldo María Panero, lo supe años más tarde. No lo hice tras leer uno de sus libros de poesía, ni tras ver su fotografía en cualquier parte, sino tras visionar la más amarga película que ha dado el cine español en sus más de cien años de historia: “El Desencanto” dirigida por Jaime Chavarri.
Nunca se ha rodado nada parecido a “El Desencanto”. En pocas ocasiones una familia se ha prestado a radiografiarse de un modo tan desolador. Todo en ella emana una belleza muerta que conmociona tanto por el eco de los dolorosos testimonios prestados por los desmembrados miembros de la familia Panero, como por el tono empleado por el director en busca de acentuar lo menos posible la esdrújula peripecia de unas personas destruidas que ni siquiera tratan de saber el por qué un velo negro se posó sobre ellos. Cada diálogo de la cinta es estremedor. Podría elegir cualquiera y sustituirlo por otro sin que se mellase su crudeza. Sirva un ejemplo como ilustración.
Durante el velatorio de Felicidad Blanc, esposa de Leopoldo Panero (otro de los poetas “oficiales” del regimen franquista), Leopoldo María se acercó al cadáver y le besó en los labios. Ante la estupefacción de los allí presentes, el edípico poeta les dijo: “Quiero conseguir que se despierte, como Cenicienta”.
Es imposible transmitir mejor la angustia de la pérdida de un ser querido que negándose a aceptarla.
Años más tarde, escuché que tuvo una novia (escritora y esquizofrénica, como él) durante su estancia en el manicomio de la calle de la Luna. Sé, también, que ella cerró capítulo saltando por una ventana poco después de ser dada de alta. Sé que de vez en cuando aparece en programas de televisión literarios en los que divaga sin rumbo consiguiendo mayor lucidez en sus palabras de la que muchos quieren entender. Suele burlarse de su enfermedad y de los que le compadecen. Y fuma, sigue fumando sin parar. No hace mucho le escuché decir que en el sanatorio de Mondragón conseguía mamadas de otros internos a cambio de cigarrillos. Y a veces me da por pensar en el curioso destino que aguardó a aquel Fortuna roto que salió de una boda y un crío guardó en sus bolsillos durante semanas.