Todo parecía más fácil del otro lado del objetivo…

El mundo del cine, el del arte en general, atrae a los acostumbrados a transitar los márgenes del camino como un capítulo más de la saga «Crepúsculo» a una adolescente en celo. Las razones son múltiples, y van desde el cobijo que conceden las cámaras hasta el prestigio, en muchas ocasiones limitado, obtenido por las obras filmadas, lo que redunda en un prestigio social destinado a ocultar su verdadero ser. De entre la variopinta fauna compuesta por desarraigados fílmicos, son los misántropos (en sus dos vertientes conocidas: los que odian a la humanidad y los que se odian a sí mismos) aquellos que más devoción generan. Ya sea por las ganas de proteger a los segundos; ya sea por el deseo de partir la cara de los primeros, los desajustes emocionales que suelen activar los complejos mecanismos que convierten en un minusválido social a aquellos que los padecen, atraen a la masa. Tal vez sea por el simple motivo de convertir en humanos a aquellos por cuyas venas corre celuloide y miedo.

Éstos son algunos singulares misántropos, directores de cine, todos ellos.

Howard Hughes     

El personaje

Muchimillonario desde la cuna, en realidad la experiencia de Hughes con el cine se circunscribe más a las alcobas que a los sets de rodaje. Gene Tierney, Bette Davis, Ava Gardner, Ginger Rodgers, Katherine Hepburn fueron algunas de las estrellas que pasaron por su cama. Apasionado de la aeronáutica, el mundo del cine no supuso para él más que un medio para conocer starlets. Al menos así fue en sus primeros pasos; después su carácter obsesivo le llevó a embarcarse en proyectos suicidas como «Ángeles del Infierno», obras maestras como «Scarface» y monumentos onanistas como «The Outlaw».

La misantropía

Su fobia social, si bien siempre estuvo presente, se manifiesta con todo su esplendor a finales de los años cincuenta, cuando Hughes se encierra por vez primera. Desde entonces sus rarezas, fruto de un trastorno obsesivo-compulsivo, se multiplican formando parte, en muchos casos, de una leyenda urbana construida en torno suyo que se nutrió de burdos rumores, amarillismo periodístico e incluso de películas notables, como «Melvin y Howard», dirigida por Jonathan Demme, que tomaba una historia real para especular sobre el ermitaño que un día reinó.

Gordon Parks

El personaje

El padre de la blaxploitation será recordado como autoproclamado fotógrafo «oficial» del movimiento de derechos civiles más reivindicativo (fue amigo de Malcolm X, si bien nunca ocultó su admiración por el doctor Martin Luther King), más  que como hacedor de toda una iconografía cinematográfica que aún hoy día pervive gracias a los numerosos homenajes recibidos. El cine de Quentin Tarantino en su conjunto, sin ir más lejos. Y no es que le faltase ambición; simplemente, los vientos que soplaban lo hacían en su contra.

La misantropía

Una infancia marcada por el odio le convirtió en un personaje esquivo. Al igual que el trompetista Miles Davis, nunca ocultó que una de sus fantasías consistía en matar a un miembro del KKK. Durante los rodajes se mostraba paternalista, hasta que algún imprevisto ataque de ira le sobrevenía por cualquier motivo. Cuestión que él siempre asoció a cada golpe, moral y físico, recibido. Murió a los 93 años de edad. Lo hizo con las cicatrices aún abiertas.

Alfred Hitchcock

El personaje

Mucho más que el fetichismo sexual del que siempre fue devoto, si algo ponía cachondo al gordo inglés era el dispensar pequeñas píldoras de maldad, a modo de pequeñas minas  alrededor de él. Con frecuencia, en vida, fue tenido por un director populachero que dirigía películas de suspense hábiles para la taquilla, pero insulsas para gran parte del sesudo estamento crítico. Después llegó Truffaut, con su famoso libro-bíblia, y le comenzaron a llover los homenajes por todas partes. Películas como «Vértigo», «Con la Muerte en los Talones» o «La Ventana Indiscreta» son cumbres imposibles de escalar para cualquier cineasta.

La misantropía 

Acomplejado por su físico desde niño, Ricardo Franco aseguró que fue antes, desde la cuna, que Hitch planificaba su venganza contra el mundo por haberle hecho nacer. La anécdotas que jalonan su carrera suelen contarse de modo jocoso, pero cuando Carole Lombard llevó una maqueta con tres vacas bautizadas con el nombre de los actores protagonistas de «Matrimonio Original», dirigida por Hitch, no lo hizo precisamente de modo amistoso, tras asegurar el director que trataba a los actores como si fuesen ganado; del mismo modo que recibir un traje de niño de parte del director, no le hizo gracia a Peter Lorre; ni encontrarse con un pollo muerto en su camerino fue un momento memorable para Kim Novak durante el rodaje de «Vértigo». Su odio hacia la humanidad se manifestó en infinidad de ocasiones, y se canalizó a través de sus películas, todas ellas repletas de guiños sobre la verdadera naturaleza humana.

John Ford

El personaje

Considerado por muchos, entre ellos por el que esto escribe, como el norte de todo el oficio fílmico, de su grandeza como creador se han escrito millones de palabras a las que nada puedo añadir. Ni siquiera en su decadencia dejó una fisura por la que pudiera pasar un atisbo de debilidad. Un genio irrepetible, sin más.

La misantropía 

Más que odio, Ford dispensaba desprecio por la humanidad. No le gustaba la gente, en especial el mundillo de la farándula que consideraba compuesto en su mayor parte por arribistas. Concedió su amistad a un escaso puñado de personas que le devolvieron la deferencia del mejor modo posible: dejándole en paz. Ward Bond, actor fetiche en docenas de sus películas, James Stewart, Henry Fonda y pocos más fueron de los afortunados a los que permitió le acompañasen en su maratonianos días de pesca que se podía prolongar semanas. Tiempo durante el cuál apenas articulaba palabra alguna. Memorable siempre es recordar los ímprobos esfuerzos desplegados por Peter Bogdanovich durante la elaboración de un libro entrevista al estilo del que Truffaut hizo de Hitch. En algunas de las grabaciones, no es raro comprobar el modo cuasi gutural que Ford tenía de responder a las preguntas que le lanzaban. Un tipo duro que no permitía que la poesía que rezumaba su interior se mostrase más allá de sus películas.

Stanley Kubrick

El personaje

Utilizó su puntillismo, que rozaba la obsesión, para ocultar una neurosis galopante que se mostró en cada una de sus películas, fácilmente identificables por la asepsia de su puesta en escena y la maldad intrínseca que desborda a sus protagonistas. Su innegable genialidad a la hora de narrar estaba jalonada por sus herméticas obsesiones que las dotan de un aura impenetrable. Otra cosa eran los rodajes, dignos de frenopático, en los que raro era que no se produjeran incidentes de todo tipo.

La misantropía

No fue su infancia ni su adolescencia lo que provocó su hermetismo social, sino su extraordinaria inteligencia. Tras someterles a sus mitológicos juegos mentales, todo mortal le parecía poca cosa. Humillar al prójimo le resultaba tan fácil que hubo un momento en que dejó de resultarle atractivo. Pasó entonces a mortificar a sus actores, haciéndoles repetir 98 tomas de algunas escenas, y llevando a las puertas de la locura a los más desgraciados, caso de Shelley Duvall en «El Resplandor». Su mejor venganza contra el mundo que tanto despreciaba llegó en «Teléfono Rojo, ¿volamos hacia Moscú», haciendo saltar el planeta por los aires. Pero fue en su última película, «Eyes Wide Shut», donde sonó su última carcajada, dinamitando cualquier esperanza de felicidad en la vida en pareja. Lástima que no pudiera ver los efectos que provocó su bilis.

Werner Herzog

El personaje

Con seguridad el autor más personal del último medio siglo. Su cine sangra en cada fotograma, del mismo modo que él se obliga a no repetir ningún movimiento de los ya realizados. Su afán por experimentar le ha llevado a rodar con actores en estado de hipnosis; a remontar el Amazonas y a rodar en África o Sudamérica, en condiciones más que precarias. Por arriesgarse, incluso se atrevió a rodar un remake del incunable «Nosferatu» de Murnau. Sus relaciones con sus actores, siempre apasionadas, tienen un punto y aparte: Klaus Kinski.

La misantropía

Crecido en el aislamiento proporcionado por un perdido pueblo de las montañas de Bavaria, hijo de padre siempre ausente, Herzog siempre dio muestras de encontrarse situado en otro lugar al del resto. Más que odiar al mundo, lo desprecia por su cacareada humanidad que él echa en falta. El no haberla encontrado más que ocasionalmente le sume en constantes crisis que suple rodando sin parar en búsqueda de la raíz del desarraigo.

Ingmar Bergman

El personaje

Director de referencia para todo gafapasta que se precie, su cine tiende hacia los caminos menos transitados que, desde el momento en que se convierte en icono, mutan en autopistas de la que todo aprendiz de creador pretende reclamar un pedazo. Su obsesión por el sexo, la muerte y la soledad, y el modo tan descarnado de mostrarlo en pantalla, hacen de sus películas imprescindibles experiencias hipnóticas.

La misantropía

De nuevo una infancia y adolescencia traumáticas convirtieron al hombre en monstruo. Extraordinariamente tímido ante la multitud, su actitud en privado convertiría a los ogros de los cuentos en amorosos duendecillos. Profesionalmente la cosa no mejoraba: habituales eran sus ataques de ira cada vez que alguien se atrevía a contradecirle. Las sillas volaban por los aires y, con frecuencia, los gritos y los insultos se transformaban en violentas sacudidas que, afortunadamente, nunca fueron a más. Sus parejas y sus hijos han dado sobrada fe de lo insoportable que era pasar el tiempo a su lado. Como buen tímido, buscaba la aprobación ajena en cada uno de sus actos. Cosa que se dio, pues no tardó en acostumbrarse a que le bailasen el agua con o sin motivo. Sin embargo, él siguió odiando al universo. Cosa de genios.

Tod Solondz

El personaje

Nombre de referencia para el cine indie, su obra magna, «Happiness», le situó en el mapa del buen esnob cinematográfico, si bien hacía tiempo que asomaba la cabeza. Eterna promesa, eso sí, que nunca ha cristalizado como merecía. A su cine le faltan piezas y le sobra regodearse en su propia sordidez. Aún es joven de sacar el genio de lleva dentro. Siempre y cuando venza a los demonios que le recuerdan las ametralladas collejas recibidas en su adolescencia.

La misantropía

Solondz parte con la ventaja de ser consciente de su propia misantropía. A pesar de ello, ha permitido que el resentimiento inunde cada uno de sus músculos, lo que ha dado como resultado a un tipo cruel y repulsivo (en sus propias palabras) con el que trabajar no supone precisamente un privilegio. Vuelca todo su odio en cintas carentes de compasión con las que pretende ajustar cuentas con el mundo. Lo primero que debería hacer, tal vez, es ajustar cuentas consigo mismo.

Kenji Mizoguchi 

El personaje

Posiblemente, junto con Ozu y Kurosawa, sea la referencia de toda la filmografía nipona. Más aún, es, ya en solitario, el poeta fílmico que Terry Malick desea emular… sin éxito. La delicadeza de su trazo sólo puede interpretarse como poesía visual en su estado más puro. El reconocimiento, sin embargo, le llegó demasiado tarde y casi por casualidad. Lo cuál redundó en su afición por autoflagelarse moralmente, a menudo en público.

La misantropía

Retraído, hasta el cercano punto de ser considerado un hikikomori, más que odiar a la humanidad se odiaba a sí mismo. Una vez más fue una infancia desgraciada, que incluye extrema pobreza y la venta de su hermana a un proxeneta, que nunca consiguió superar. Sus carencias afectivas le convirtieron en un ser vulnerable al que resultaba fácil atacar. Cuestión que terminó por asumir hasta convertirse en frecuente el que quitase todo mérito a su obra para otorgárselo a otros directores en verdad mediocres. Mizoguchi siempre se sintió un estorbo. Lo único que parecía aliviarle era volcar toda su desazón en películas etéreas que aún hoy mantienen toda su vigencia. El reconocimiento internacional recibido poco antes de su temprana muerte llegó tarde. Para entonces su cabeza estaba abollada de tanto atizarse a sí mismo con el martillo de la falta de autoestima.

Luis Buñuel

El personaje

Sus traqueteantes primeros pasos cinematográficos, influenciado por las corrientes surrealistas que buscaban en la provocación la razón de su existencia, fueron tan brillantes que Hollywood no tardó en fijarse en el joven airado que pretendía reescribir los conceptos fílmicos. Un malentendido estancó su carrera, que en realidad se inicia en México cuando Buñuel ya había cumplido 47 años. Lo tardío de la llamada interior no impidió, más bien al contrario: potenció, una carrera brillantísima plagada de obras capitales que el propio autor confesó con comprender en toda su amplitud. Su prestigio fue tan grande que el régimen franquista se tapó los ojos y los oídos para dejarle rodar en España «Viridiana», su película más irreverente. Después incluso llegó a ganar un Oscar, premio que él denostaba, para situarle en el olimpo de los intocables en el que en realidad se hallaba desde que rodó aquella maravilla titulada «Los Olvidados».

La misantropía

Una y otra vez la misma historia: una infancia apaleada que le persiguió toda su vida. Su carácter apasionado, más cercano a la violencia de lo que él siempre deseó, no encontró reflejo salvo episódicamente, lo que le llevó a encerrarse en su mundo de emponzoñadas neuras por curar. Aficionado a las armas, homófobo que admitió en sus memorias haber apalizado a homosexuales en su juventud, déspota, anticlerical hasta el tuétano… cualquier calificativo que pretenda describirle se quedará a un cuarto de camino. De tan expansivo que fue, cerca estuvo de que el mito del hombre eclipsara a su obra.

Lars Von Trier   

El personaje

Al margen de ser el creador del idealizado movimiento Dogma, su sombra viene de lejos y va más allá. Dispensa pesadillas en formato de celuloide destinadas a compartir sus miedos y depresiones con una audiencia amancebada que con frecuencia pasa por alto sus excesos. De la arriesgada brillantez de «Europa», «Rompiendo las Olas» o «Los Idiotas» ha redirigido sus pasos hacia tomaduras de pelo difícilmente digeribles («Manderlay», «Dogville»), pasando por brillantes ejercicios de nada («Anticristo») hasta desembocar en devastadoras ensoñaciones naïf («Melancolía») dirigidas a encumbrarle por los siglos de los siglos. Su vanidad vale eso y mucho más.

La misantropía

Su propensión hacia las depresiones le llevan a rodar cada vez que un periodo de crisis se instala en su vida. Célebre en la anécdota que cuenta la ocasión en que se negó a viajar al festival de Cannes, para apoyar el estreno de «Rompiendo las Olas», porque el miedo le impedía salir de una canoa situada en el salón de su casa danesa. Su temor por el mundo suele llevarle a pronunciar toda ocurrencia que cruza su castigada mente, al punto de que sus referencias misóginas y racistas han terminado por granjearle el odio que el mundo le profesa, o al menos él siempre lo supuso así. Le queda mucha bilis que donar, de modo que prepárense para sufrir. De momento «Melancolía«, su última machada, es una de las experiencias más dolorosas jamás proyectadas en una pantalla. Si no hay esperanza para él, no la habrá para nadie.

Terrence Malick

El personaje

El particular universo de Malick no tardó en llamar la atención de la crítica y en acostumbrarse al vacío de la taquilla. «Malas Tierras», para los puristas su mejor película, buscaba en el desarraigo y la marginalidad las razones de la violencia. Cada plano de la película es una historia primorosamente sugerida. Después llegó «Días de Cielo», la palma de oro de Cannes… y el apagón. Su silencio se rompió veinte años más tarde, al rodar «La Delgada Línea Roja», una hermosa alegoría acerca del amor universal bajo un pretexto bélico. «El Nuevo Mundo» y «El Árbol de la Vida» le han supuesto más premios y más palmaditas de las que su espalda puede soportar. El público le sigue dando la espalda, pero eso a él le trae sin cuidado. Tiene dos películas más en cartera que se estrenarán los próximos tres años. Hora de recuperar el tiempo perdido para Terry.

La misantropía

Malick es un obseso de su privacidad que raya en la patológico. Apenas se tienen datos sobre su vida, más allá de sus años universitarios. El ocultarse de las miradas ajenas es consecuencia de su poco interés por la gente. Le disgustan las apariciones públicas hasta el punto de no acumularse más de una docena de fotografías del maestro. Los que han trabajado a sus órdenes, incluso los resentidos con él, caso de Sean Penn, George Clooney o Nick Nolte, parecen aquejados de amnesia al referirse a su experiencia a su lado. «En un tipo raro», es lo único en lo que parecen coincidir. En realidad, Malick es la esencia pura del anacoreta que emite señales de su genialidad al exterior sin permitir que le dé la luz. Y si le va bien, que así sea.

Y fin…

Make them laugh…

Del mismo modo que proclamó Donald O’Connor en la célebre canción aparecida en «Cantando Bajo la Lluvia», Nacho Vigalondo asume tal premisa como única salida viable para el precario presupuesto que maneja en su celebrada última película: «Extraterrestre». El gastado axioma de la carencia de recursos contemplada como ventaja en lugar de hándicap, enarbolado con más sentido que nunca desde que Roger Corman dejó de hacer cine. De ese modo, el que los personajes apenas abandonen el techo que les cobija durante el metraje termina por jugar en favor de una historia contada de modo tan vistoso como simple.

La trama, a modo de juego de espejos, juguetea con los dobles sentidos para narrar la peripecia de Julio (Julián Villagrán) y Julia (Michelle Jenner), amantes de una noche a los que una invasión extraterrestre convierte en involuntarios eremitas. A tan singular dueto se unirá un vecino con pocas luces, enamorado no tan secretamente de Julia (Carlos Areces) y el oligofrénico novio de ella (Raúl Cimas) erigido por su propia cuenta y temerario riesgo en líder de la camada.

Vigalondo se ve forzado a rechazar cualquier aventura fantástica, arrinconando la ciencia-ficción en favor de una comedia de tinte cañí en la mayor parte de su artificialmente alargado metraje. Los hallazgos, que los hay, nacen más del genio particular de secundarios como Cimas o de un memorable Miguel Noguera (alucinado sosias de Pepe Navarro de barrio) que de las aportaciones que suministra un guión lastrado por la escasez y un patente ombliguismo que va tomando forma según se afianza la cinta. De tal modo, no son pocas las ocasiones en las que nos sentimos espectadores de un episodio chanante bajo un contexto que excede con mucho las prestaciones de la película.

Con todo se trata de un ejercicio fílmico ejemplar en lo que concierne a la gestión de recursos tanto como al manejo de las expectativas que, una vez consolidado el cambiazo, no nos importa tanto como la hora y media cómplice expendida en su lugar. Vigalondo derrocha su especial talento para vender humo, haciéndolo pasar por materia lo suficientemente sólida como para saciar al más hambriento. Lo hace con el descaro del prestidigitador, mientras nos mira a los ojos para convencernos de que una cuarta parte de ovni en nuestras fantasías siempre será mejor que uno completo que revienta la Casa Blanca con todo lujo de detalles. Al menos con el suyo no nos entran ganas de pedir que se nos devuelva el dinero.

La Bala que Nunca Disparó Sam Peckinpah…

La línea que divide la lírica romántica del más chabacano concierto de mamporros (siempre defendible en función de su contexto, época y lugar) es muy fina en ocasiones. Mientras que el primer grupo recurre a la violencia como medio de expresión de un desesperado romanticismo, el segundo busca la evasión mediante cabezas reventadas y piernas dislocadas. Es la ética y la estética lo que define a cada uno de ellos, si bien no han sido pocas las ocasiones en las que estos conceptos se barajaron caprichosamente hasta hacerse indivisibles. «Drive» pertenecería al segundo grupo, al que utiliza la violencia de modo lúdico, en busca de glorificar la estética del macarra rebelde con causa, de no ser por el halo fatalista que recubre cada uno de sus fotogramas. Va mucho más lejos aún de tales pretensiones, pues en lugar de acomodarse en tan cómodo cliché, no duda en utilizar elementos clásicos de la serie b setentera en un loable afán por cerrar bocas  y mostrar actitud.

Dirigida por el tíbio Nicholas Winding Refn, la cinta narra la historia de un tipo solitario sin nombre (Ryan Gosling), excelso conductor a sueldo de la industria del cine como especialista, que ocasionalmente alquila sus servicios a los hampones locales, al tiempo que trata de hacerse un lugar como piloto de carreras.  En su fatal camino conocerá a Irene (Carey Mulligan), joven madre a la espera de que su marido salga de prisión. De su costado surgirá el chispazo que dará inicio a la tragedia, y una historia de amor sin besos ni abrazos que despedazará emocionalmente a quien pensaba había extraviado su apaleada alma en cualquier callejón.

Widing Refn rememora indisimuladamente a clásicos del cine negro como «Profesión: el especialista» de Richard Rush, y «Código del Hampa» de Don Siegel, pasada por el tamiz lírico del desencantado Peckinpah de «Junior Bonner». Presentadas sus credenciales y sus intenciones, prescinde de la chulería habitual inherente a todo héroe justiciero sin negar que su origen se localiza en las cloacas. Así pues, el protagonista habla lo justo, viste una chaqueta con un escorpión bordado en su espalda (inequívoca metáfora que oficia al tiempo como signo identificativo del protagonista), conduce, tanto su vida como su auto, de modo suicida, y exuda testosterona bajo una capa de indiferencia. Ya que el mundo no cuenta con él, se limitará a transitar sus márgenes. Cada oportunidad sesgada por el destino, cada yunque anudado a su espalda, es narrado por el director con una ligera capa de niebla que marca las distancias entre el personaje y la realidad. La violencia, extremadamente cruda, aparece en sintonía con esas pautas marcadas a fuego, funcionando de modo algebraico, de escalera hacia el cadalso del conductor sin nombre ni pasado.

Meticulosamente filmada, planificada con maestría, tan solo le restaba atrapar el aliento de un cine que ya murió. Labor fraguada con éxito cada vez que un puño se lanza en pantalla para estallar ante nuestros rostros en lugar de quedarse atrapada en los límites que marca la pantalla, o cada vez que los personajes se dejan acunar por su destino fatal. ¿Quién podía pensar que Winding Refn fuese cazador de auras?

Revival setentero a juicio de unos; ochentero para otros; catálogo de mohines chulesco para un puñado más… Definirla, para quien esto escribe, no precisa de otra frase que la que recurre al lugar común: la bala que nunca llegó a disparar Peckinpah. Así de grande es…

El Sermón de la Montaña…

El aceptar que cada cosa tiene su momento, no significa que dicha sentencia sea justa. Todo cuanto se deja por hacer, cada deseo, cada anhelo, cada proyecto, termina por enquistarse. Mayor error aún supone el paso posterior, consistente en idealizar todo aquello que nunca se desarrolló. El desacierto final nos lleva al inevitable acto de recuperación del tiempo perdido, cuyas consecuencias son tan fatales como el yerro inicial que generó esta cadena sin fin. “Madrid, 1987”, dirigida y escrita por David Trueba, es el ejemplo ideal que encarna tal descalabro.

Nacida vieja, un anacronismo en sí misma, la historia de un amargado periodista (José Sacristán) que encara el tramo final de su vida retrotrae a épocas pretéritas del cine español, empeñado en ajustar las cuentas por el tiempo robado a varias generaciones. Su encuentro con una joven estudiante de periodismo (María Valverde), que pretende entrevistarle, iniciará la rueda de frases lapidarias que inundan cada minuto de tan entregada como soporífera película.

Su discontinua trama, más propia, tanto en presupuesto como en intenciones y calado, de un cortometraje, les lleva a pasar un largo fin de semana encerrados en un cuarto de baño, mientras fuera el mundo tiende, inexplicablemente, a seguir girando, a pesar de tener fuera de juego a tan insigne jugador. Éste, en un alarde de agónica labia, trata de armar con una armadura suficientemente gruesa a su púber admiradora para hacer frente a los monstruos que la aguardan fuera. No hay mucho más. Ni ella se rebela apenas contra la “verdad” impuesta por tan curioso barquero, ni la amargura del personaje llega a empapar. Las intenciones del director se reducen a metáforas de calado grueso (ambos pasan desnudos la totalidad de su encierro), y a débiles insinuaciones que crean su propia acepción de los hermosos vencidos, tan lejana de la original que resulta por completo extraña. Lo de menos son las lecciones aprendidas por la pupila, pues el auténtico reto del espectador consiste en no dejarse derrotar por el hastío, agotados por la ametrallada secuencia de verdades incontestables dispensadas por el protagonista en tan extenuante sermón.

Un omnisciente José Sacristán, completamente pasado de tuerca, da vida al personaje central. La réplica surge de la etérea María Valverde, más centrada en no estorbar la teatral puesta en escena que en reclamar su lugar en la función. Todo ello para llegar a la conclusión de que el lugar de “Madrid, 1987” es otro. De que debió filmarse al tiempo en que José Luis Garci, José Luis Borau o Manuel Gutiérrez Aragón se afanaban en encontrar las piezas que les faltaban, y desechar las que les sobraban a tiempos tan turbulentos. Aquella época, la de los monólogos de vidas quebradas, ya pasó. Tratar de recuperar el tiempo perdido produce monstruos. Ésa es la única lección extraíble de tan prescindible experiencia.

Libretas de Cosas sin Importancia…

Sentado en un parque, en marzo de 2008, rellené mi última libreta de cosas sin importancia. Acababa de hacer una llamada de teléfono, el viento era frío y, pese a ser primera hora de la tarde, nadie se dejó ver en la media hora larga que pasé allí sentado. Recuerdo el edificio de ladrillo rojo situado frente a mí, que habría destruído con gusto a dentelladas. Recuerdo a mi padre en casa, sentado en su lado del sillón favorito, completando su propio círculo. Pocas casillas le quedaban por cubrir. A mí no me queda ninguna, pensé.

Comencé a escribir mi primera libreta de cosas sin importancia a los quince años. Era un bloc de marca Centauro anillado con cubierta azul. Lo rellené con listas y deseos que ya por entonces sabía que nunca se harían realidad. La última, la más dolorosa, tuvo un final ritual que tal vez no merecía. Meses antes, en noviembre, mientras esperaba mi turno en una consulta médica con la vista descuadrada, escribí en sus páginas una lista de cosas por las que me gustaría ser recordado, y otra con las cosas que me avergozaban. Mi intención era arrancar esas páginas para tirararlas en una papelera. No lo hice. Supongo que sentí pudor. Hace pocos meses me reencontré con esa libreta y con aquellas páginas blancas, sin líneas, cuyos renglones asimétricos se cruzaban hasta alcanzar a duras penas la mitad de la hoja en el apartado correspondiente a cosas de las que me siento orgulloso. La otra, la vergonzante, ocupaba sin problemas todo el espacio disponible, a pesar de que el tamaño de la letra era considerablemente más pequeño que el de la anterior. Sonreí burlonamente al leerlas. Las cosas que me avergonzaban no me parecieron motivo de sonrojo. Eran anécdotas cuasi infantiles de una inocencia impropia de cualquier escarnio. Ni siquiera fui capaz de hacer algo malo a alguien, pensé al leerla. Luego leí las cuatro razones que deberían hacerme sentir orgulloso. En realidad eran cinco, pero la última entrada estaba incompleta. Del resto, al menos dos de ellas eran realmente buenas. Heróicas, diría. Exagero, claro, pero eso me pareció en ese momento. Arranqué las hojas, con dos años de retraso, las rompí en varios pedazos y las arrojé a la basura. Nadie sabrá nunca lo que escribí aquella tarde. Ella tendría que haberlo sabido. Se lo habría contado, pero mis parafernalias siempre debieron parecerle ridículas.

Hoy, once de noviembre, tomo una libreta que mi chica me regaló poco después de conocernos. He escrito en su décima página…

Sexo, Hambre y Vergüenza…

Aún hoy, transcurrido más de un mes desde su visionado, se hace difícil comprender la frialdad con que «Shame» fue recibida por el público donostiarra durante el pasado Zinemaldia. Tal vez fue su gélida textura y la crudeza de su discurso. Tal vez que el sexo, fuera de los cánones establecidos, se sigue contemplando desde fuera con una mezcla de vilipendio y sonrojo. Tal vez fuese el cansancio, la preferencia por películas menos tóxicas que exigen menos del espectador. Lo cierto es que la excelente película de Steve McQueen, todo un catálogo de patetismo humano enmarcado con todo aquello que se percibe sórdido por las mentes de bien, quedó relegada a la categoría de película que debes ver para después olvidar.

McQueen narra con calculada distancia la historia de un ejecutivo neoyorkino que recibe la inesperada visita de su hermana pequeña, trastocando, de ese modo, una vida perfectamente orientada hacia el sexo, no ya como variante y hedonismo, sino como coraza necesaria para evitar cualquier contacto humano que amenace con llenar una vida vaciada a conciencia. Puestos en situación, relegada cualquier posibilidad de empatía con el bizarro protagonista, McQueen hace bascular la historia de modo irregular, tratando siempre de que su coronilla de auteur sea visible. Capaz de extraer secuencias tan hermosas como emponzoñadas, el director se afana en torpedear lo que ya funciona por defecto con multitud de homenajes a su incipiente genio, terminando, de tal modo, en resultar un lastre que, si bien no hunde la función, impide a la película alcanzar una formidable velocidad de crucero.

Michael Fassbender y Carey Mulligan, completamente entregados a sus personajes, entregan una actuación rematada con puntillas y acero. Son ellos los que remachan el carácter destroyer  de una historia de soledades compartidas con la sombra del incesto siempre presente. La frialdad de su puesta en escena, a juego con el vacío espíritu del protagonista, oscila entre lo aséptico y lo desolador, resultando una herramienta perfecta para ilustrar la soledad que mancha. La que se oculta entre el porno duro y los platos sucios. Para McQueen el mundo hermético de los sin alma tiene rendijas desde las que es posible contemplar la luz de ahí fuera. Y estoy de acuerdo con él…