Con seguridad, el gran problema de Luis García Berlanga es no haber sabido «venderse» en el exterior. Otros con menos talento lo han hecho, pero él nunca pareció estar seducido por el reconocimiento expresando con otros acentos. Y todo a pesar de que su carrera se «inició» con una detención a cargo de la policía francesa en Cannes, por causa de unos billetes de dólar promocionales de «Bienvenido Mr. Marshall» en los que figuraba la efigie de Pepe Isbert.
En su filmografía conviven más de media docena de películas sobresalientes con medianias siempre dignas. El director afincado en Madrid nunca olvidó sus raíces valencianas tendentes al esperpento y al sainete. A la sana autocrítica envuelta en los peores vícios que comparte este país. Suya es la gran película española de siempre, «El Verdugo», y suyas son las mayores dervergüenzas morales de un país de pandereta que él supo ver, como «La Escopeta Nacional».
Tuvo un hijo genio (Carlos Berlanga), como él mismo lo es, y en su genialidad, malgastada entre salas de montaje y salas X, entendió que su pasión por las mujeres y el sexo caminaba tres pasos por delante de la moral imperante en la época. Tal vez por esa razón una película tan extraordinaria como «Tamaño Natural» fue demonizada. El amor, dicen los bien pensantes, es cosa de dos. Años más tarde, Marco Ferreri imaginó una historia de amor entre un hombre y su llavero en «I Love You». Y es que Berlanga siempre fue el profeta que no levantaba la voz.
Hoy le he visto en televisión en una silla de ruedas durante uno de esos homenajes que tributan a los que pronto van a morir. Su mirada denota cansancio y miedo, como aquel rótulo final de «Paris Tombuctú». Aunque en realidad él murió hace mucho tiempo, cuando dejó de rodar.
Es el más grande nacido en este país bastardo. Uno de los más grandes nacido en cualquier parte. Es Luis García Berlanga.