Mientras su familia rica se afanaba en reubicarle, él se colocaba con absenta cada noche en garitos de mala muerte, aunque por entonces ya se rumoreaba que el hada verde podía provocar la ceguera, la locura y la muerte en quien la frecuentaba. Mientras se organizaban consejos de familia preocupados por el futuro de la semilla negra, él visitaba a una prostituta mulata (Jeanne Duval) a la que creyó amar una vez. Pero Baudelaire no sabía amar, por eso prefería las prostitutas a las hijas perfumadas de la buena sociedad que le eran presentadas con frecuencia. Sus favoritas eran las prostitutas del Barrio Latino, en especial las que tenían algún defecto físico palpable (caso de Sarah, que era calva) antes que las putas de 50 francos de Montparnasse.
Estaba obsesionado con Poe, escritor etílico y tan maldito como él, con la salvedad de que el americano sí había amado una vez con una intensidad tan embriagadora como una docena de cajas del mejor tinto de Burdeos. Le envidiaba, tanto por su talento como escritor como por su capacidad para darse como persona, porque él nunca se dio más que a la botella y a la pluma. La pluma que tantos problemas le trajo. Multas, denuncias por obscenidad, marginación por parte de un gremio elitista que envidiaba en secreto su habilidad para descifrar el mal como sustituto del amor y su complementariedad.
Lo cierto es que 170 años después de la publicación de «Las Flores del Mal» sigue apuñalando madrugadas como una vez soñó su autor.
¿Qué importa que tú vengas del cielo o del infierno,
Belleza, monstruo enorme, ingenuo, pavoroso,
Si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren la puerta
De un ansiado Infinito que nunca conocí?
