Elegía…

Los marcianos personajes que pueblan «El Turista Accidental» me robaron el corazón y la razón un día de invierno de 1989. No la he vuelto a ver, pero recuerdo vívidamente muchas de las escenas. Entre ellas: «la escena». Macon (William Hurt) es un tipo abstraído por el universo. No sabemos dónde habita su mente, pero desde luego es en un lugar muy lejano de este. O puede que simplemente esté hastiado o cansado. Su vida, plagada de trágicos sucesos, comienza a canalizarse el día que conoce a Muriel (Geena Davis). Ella es vitalista y él aburrido. Ella es comprensiva y eléctrica. Él está amansado por el peso de los días. Ella se enamora de él porque ve más allá. Él se enamora de ella porque así son las cosas.

«La escena» es conmovedora. Tras una especie de primera cita, Muriel lleva a Macon a su casa en donde le desnudará, le meterá en su cama y le arropará tras cerrar las ventanas, dejando la habitación en completa penumbra. Después se marchará para no enturbiar su sueño. Descansar del ruído de ahí fuera en un útero materno. Lo que Macon necesitaba…

MSDACTO EC028

The Long and Winding Road…

La mañana del seis de julio de 2008 me levanté tarde. No recuerdo qué hice la noche anterior ni tampoco lo que hice el resto del día, pero recuerdo que desperté con el cuerpo sudoroso cerca del mediodía. Fue un seis de julio, de eso estoy seguro, porque al levantarme puse la tele y vi a miles de personas festejando el don de ebriedad. Y yo allí, frente al televisor, con el cuerpo magullado por una cama de muelles en la que media docena de ellos había logrado encontrar una vía de escape al exterior. Levanté mi taza de café y sorbí despacio mientras observaba cómo los esos seres tan ajenos festejaban yo qué sé. Celebré que al menos había alguien en el mundo que era feliz y salí a la calle, diez minutos más tarde, pensando en sobrevivir un día más.

La mañana del seis de julio de 2010 me levanté temprano. Recogí la ropa blanca y roja que dejé reposando sobre el respaldo de una silla la noche anterior y comencé a vestirme. Ella me anudó el pañuelo rojo a mi muñeca tras aleccionarme de que hasta que estallase el chupinazo no podría ajustarlo en mi cuello. Me asomé a la ventana. El leve rumor de una pequeña multitud me alertaba de lo que estaba por llegar. No recuerdo mucho más de aquel día, sólo que sentí vértigo todo el tiempo. Y felicidad, porque ahora formaba parte de la gente que ví tras un cristal dos años atrás. Sentí que aún había un hueco entre ellos y yo. Una especie de burbuja invisible que separa a los que han vivido para afuera. Sospecho que ese espacio intercostal siempre estará.

Esta mañana, la del dos de julio de 2014, no me he levantado puesto que no me he acostado. He dormido en un sofá, escoltando a dos cunas que se alzan frente a mí. En ellas duermen mis hijos. En ocasiones, durante lo más profundo de la noche, me asomo a ellas para ver cómo duermen. También (y sobre todo) para mi traquilidad. Ahora temo incluso que una racha de viento cruce frente a ellos. El afán sobreprotector que en realidad siempre ha anidado en mí. He pensado en el largo y curvo camino que he seguido para llegar al lugar en el que estoy, el lugar en el que quiero estar, y me ha entrado un vértigo similar al de aquel seis de julio de hace cuatro años. Llovía mucho, como lo estuvo haciendo toda la noche. No fue un amanecer luminoso. Sin embargo, sentí que el calor bañaba mis brazos.

Una noche de julio de principios de siglo crucé unas cervezas con un amigo en la puerta de un local de copas un sábado noche. Hablamos de «cosas importantes», ese tipo de estupideces que crees son importantes cuando los vapores etílicos se apoderan de ti. Le dije que había una convicente razón para vivir por encima de axiomas, memeces tipo Mr. Wonderfull y lealtades dudosas. Él me preguntó qué poderosa razón era esa. Acabé mi cerveza de un último trago y la posé sobre un saliente de madera y miré hacia el fondo de la calle. Le dije: «saber qué ocurrirá cuando doble aquella esquina»