Debe trazarse un punto y aparte cada vez que el hastío y el cinismo nos vence. Cada vez que los falsos profetas nos engatusan. Cada vez que confundimos desmitificación con la burla más vacua disfrazada de homenaje. Hace dos décadas Baz Luhrmann osó tomar obras mayores de la literatura para moldearlas a golpes de la maza más robusta provocando alaridos de terror entre los puristas y desmayos entre los descreídos. Cierto es que las aparatosas luces de su factoría, así como los golpes que llegaban al exterior, hicieron temer lo peor hasta que ofrendó el resultado de tan extraña cirugía: «Romeo y Julieta». La historia shakespeariana, aun trasplantada a la californiana Venice Beach, seguía siendo hermosa. Tan sorprendentemente arrebatadora que muchos volvimos la vista hacia atrás en busca de la primera película de Luhrmann «Strictly Ballroom». Sin duda un nuevo talento se había abierto paso hasta la superficie. Después llegó «Mouline Rouge!» y los corazones se derritieron. Pocas veces antes el pastiche había logrado iluminar zonas tan escondidas del alma. Después pasaron algunos años de alabazas desmedidas y críticas despiadadas hacia el trabajo de Luhrmann con clara ventaja para los primeros, de modo que el director pensó que había llegado la hora de evolucionar. Su salto hacia la nada se tituló «Australia». Una especie de deuda de sangre debida a su patria. Tan insoportable cinta cerró bocas y abrió aún más las de aquellas almas aleccionadoras que proclaman el «ya te lo dije» como su primer y único mandamiento. Pero no, un patinazo, aun de dimensiones colosales como lo fue éste, merecía una segunda oportunidad. Entonces llegó «El Gran Gatsby».
Tomando como referencia la intocable novela de Francis Scott Fitzgerald, páginas que iniciaron sentimentalmente a millones de extraviados como el que escribe, Luhrmann despliega un espectáculo pirotécnico tan aparente como hueco durante una avasalladora primera hora de la que escapamos apurados y con la sensación de que no se nos ha contado nada. El misterioso halo de fatalismo trágico que envuelve al personaje principal parece importarle menos al director que sus fatuos ejercicios de irritante manierismo. Gatsby ni siquiera alcanza la graduación de sombra, enterrado en toneladas de música atronadora, lentejuelas y poses actorales que generan la vergüenza ajena más atroz. Transcurrido tan sangrante trance el director decide al fin que la narrativa de una película debe residir en sus manos y no en los del equipo de infografía. Es entonces cuando por un momento se vislumbra al Luhrmann que encandiló una vez justo antes de que el hastío nos recuerde que la involución estilística que estamos presenciando nos duele.
Incapaz de llevar a puerto seguro un barco que hacía aguas antes de zarpar, Luhrmann extrae al prestidigitador que lleva dentro para ofrecernos unos fuegos artificiales más luminosos, escenas encadenadas inverosímiles, recursos estilísticos supuestamente asombrosos y mucha popa y mucho ritmo y mucha música. En resumen, ruido que trata de ocultar a la nada pues nada tiene que contar. Ni le importa la historia ni se siente capacitado para contarla de otro modo que no sea a través de juegos de manos, olvidando que el auténtico truco de magia, en lo que se refiere a Gatsby, consiste en insinuar toda la mística, el peligro y la ponzoña que arrastra el personaje.
Leo di Caprio se esfuerza inútilmente en copiar los mohines escenificados por Robert Redford en la insuficiente versión anterior dirigida por Jack Clayton. El resto de su aportación transmite la pesadumbre que el propio actor debió sentir ante un reto que le supera. Tobey Maguire y Carey Mulligan tratan de escapar de la ciénaga con desigual éxito. El resto del nutrido reparto oscila entre la desazón, lo inadmisible y lo competente sin que merezca la pena señalar quien es quien en tan desafortunada función. La puesta en escena abruma, domina de tal modo el metraje que termina recibiendo dardos que tal vez no merezca pues la sensación general es que hemos asistido a un enorme banquete en el que las tartas son virtuales y los fuegos artificiales ni producen sonido ni huelen a pólvora.
Sí, ya nos lo advirtieron. Es posible que Luhrmann sea un solo de trompeta ejecutado sin boquilla. ¿Y qué? Siempre nos quedará «Mouline Rouge!».