En 1938, Superman se convertía en el primer superhéroe dibujado. Cuarenta años más tarde, Richard Donner era el encargado de llevar a la pantalla su esencia, creando, indirectamente, un subgénero cinematográfico. Aquel primer contacto con la pantalla de plata llegó impregnado de polémica y fuertes discusiones entre los fans más acérrimos sobre la idoneidad del, entonces desconocido, Christopher Reeve para dar carnalidad al hombre de acero, por el astronómico sueldo exigido por Marlon Brando para interpretar el papel de Jor-El y por las dudas sobre la rentabilidad en taquilla de una película de presupuesto tan elevado dedicada a un superhéroe en caída libre en cuanto a popularidad. Por entonces todo se negociaba de modo diferente, de modo que los 40 millones recaudados en Estados Unidos y Canadá (muy lejos de los entre 55 y 60 millones que costó rodarla) no supusieron demasiado trauma para un icono incomprendido, víctima de su propia invulnerabilidad. Lo impepinable es que Superman cae mal. Muy al contrario de la opinión generalizada, soy de los que se identifican con un tipo cuyo mayor atractivo (y el menos valorado) es su soledad, siempre mal explotada.
Tras su exitoso reflotamiento de la franquicia Batman, Christopher Nolan fue requerido para repetir la hazaña con el hombre de acero. Lo que parece no haber tenido en cuenta al aceptar el encargo fueron los condicionamientos. Batman atrae a las nuevas generaciones porque carece de moral. Superman es el tipo noble que antes de encargarse del villano posa a los inocentes en un lugar seguro. Batman tiene un pasado turbio que ha marcado su carácter cínico. Superman carece de pasado. La iconografía del hombre murciélago es oscura. La de Superman es tan colorista como el desfile del día del orgullo gay. Mal punto de partida.
El segundo error de Nolan consistió en dejar el proyecto en manos tan viciadas como las de Zack Snyder, prometedor talento emponzoñado por errores no reconocidos que han provocado su loca huida hacia adelante. Una escapada llena de ruido y furia sin cuento que alcanza su máxima expresión en «El Hombre de Acero».
Al contrario que Bryan Singer en el penúltimo intento de reflotar al superhéroe, Snyder toma nota de los logros conseguidos por Nolan y decide ensuciar (algunos emplearían el eufemismo «actualizar») la imagen icónica de Clark Kent. Después se afana en reconstruir su árbol genealógico abusando de una peripecia anecdótica (el episodio en Krypton) hasta el hartazgo. Los abrumadores efectos especiales en los que se apoya aportan la primera dosis de ruido al muro sónico que se aproxima. Treinta largo minutos más tarde, comienza la reconstrucción de la vida terráquea de Clark Kent. Snyder lo hace con acierto, utilizando flashbacks para reconstruir su infancia y adolescencia al tiempo que se presentan las circunstancias que han convertido a Kent en un tipo huidizo. Minutos brillantes, en los que no faltan referencias al aislamiento y al sentido de la justicia del personaje, destinados a convertirse en un oasis de difícil localización en el mapa global de la cinta. Por entonces ya hemos perdonado el torpe empleo del talento de Russell Crowe (un subsidiario más de la teoría del ruido) y la deslabazada presentación de Lois Lane (Amy Adams) que se puede entender como una deuda perpetua y excusable que el cine debe a tan maltratado personaje. Hemos pasado por alto que los padres de Clark Kent (Diane Lane y Kevin Costner) sean de cartón piedra. Perdonamos incluso que el nuevo Superman, Henry Cavill, tenga el mismo carisma que una ameba y unas dotes actorales incluso por debajo del protozoo. Somos felices con tan poco. Hasta que llega a la Tierra el general Zod (brillante Michael Shannon) y ya no nos quedan perdones que dispensar.
Un largo (largo, largo, largo) carrusel de ruido y destrucción comienza entonces. Sin apenas pausa, el mundo entero queda reducido a cenizas al tiempo, me temo, que la épica de un personaje más indestructible que nunca. Más lejano de lo que jamás estuvo. La narración deja de existir en favor de unos efectos especiales que toman el mando de una operación destinada a cegar y ensordecer. Mientras, el anonadado espectador pide más y más difícil a riesgo de proscribir a la coherencia. Y Snyder, atento a sus plegarias, se lo da.
La peor versión de Superman jamás rodada será la que perviva. Así son las cosas. La taquilla no ha sido deslumbrante, pero ha dejado al personaje en ganancias por primera vez en su lastimera historia. Habrá continuación de la ópera bufa. Teniendo en cuenta la regla de tres que exige un crescendo sin pausa, me pregunto qué se destruirá la próxima ocasión. ¿El sistema solar? ¿La Vía Láctea? ¿El Universo? ¿Nuestra fe?