A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.
Hace pocas semanas asistí al Festival Punto de Vista de cine documental que se celebra cada año en Pamplona. Entre las no muchas películas que pude ver las hubo impactantes, alguna entrañable y alguna otra profundamente aburrida. Entre las primeras se sitúa «The Darkness of the Day» de Jay Rosenblatt. Descorazonador viaje al mundo interior del suicida elaborado con descartes de aquellas películas educativas sobre salud pública que se filmaban en los States en los años 50.
Y hace poco leí cómo un cura advertía, en una columna de opinión en un periódico, del dilema moral que supone que el número de suicidas haya superado (según datos de 2008) al de muertos en carretera en España; o que los empleados de France Télécom que decidieron apartarse del camino se encuentran ya entre la veintena y la treintena en apenas un año y que en Japón, país en el que el suicidio sustituye las connotaciones morales negativas para convertirse en un asunto de honor, el número de suicidas se ha multiplicado de tal modo que el nuevo primer ministro, Yukio Hatoyama, proclamaba en un desesperado comunicado, que cada ciudadano de su país es éticamente responsable de cada vida perdida.
«Ayer se quitaron la vida quince personas en Tokio. No quiero volver a firmar cartas de condolencia para los padres de un chico de trece años que ha decidido que no quiere vivir»
Tras aquella aparición televisiva de noviembre pasado, se pusieron en marcha varios planes de prevención. El mismo día del mes siguiente, 510 personas se había suicidado en Tokio en el periodo de un mes. Diecisiete personas al día.
El dolor de alma, el hastío vital, la melancolía, la falta de esperanza… ¿Cómo luchar contra un enemigo tan poderoso?
El mundo del cine ha retratado con frecuencia a suicidas de todo cariz. Desde un punto de vista desesperado hasta la comicidad más hilarante. Éstos son algunos de ellos…
QUÉ BELLO ES VIVIR
GEORGE BAILEY
Cansado de recibir un golpe tras otro y convencido de que el mundo habría sido un lugar mejor sin su presencia, George (James Stewart) enfiló un puente de Bedford Falls para que al menos su muerte aliviase (seguro de vida mediante) la caótica situación económica de su familia. Pero mira por donde Clarence, ángel de segunda clase, estaba allí para tirarle de la manga.
Capra, no es necesario decir más.
EL PRÍNCIPE DE LAS MAREAS
SAVANNAH WINGO
No era la primera vez que Savannah (Melinda Dillon) coqueteaba con la idea de irse del juego antes de tiempo, algo nada censurable dada la terrible infancia que sufrió, pero sí la primera que estuvo a punto de tener éxito. Se cortó las venas en la ciudad de Nueva York y provocó que su hermano Tom (Nick Nolte) fuese hasta allí para buscarla. De paso conoció a una psiquiatra (Barbra Streisand) que derribó sus traumas infantiles y les concedió (tanto a Savannah como a él) una inesperada segunda oportunidad. Esa que todos merecen, dicen…
EL INTENDENTE SANSHO
ANJU
Del delicado trazo del maestro Kenji Mizoguchi nació la imagen más recordada de «El Intendente Sansho», aquella en la que Kinju, presa de la melancolía, se suicida introduciéndose en un lago. Si a la desesperanza de ser esclava se le une el recuerdo de días felices que difícilmente volverán, el resultado son unas suaves ondas en la superficie del agua que ya nadie podrá nunca enjaular.
GENTE CORRIENTE
CONRAD
Lo que más le dolía a Conrad (Timothy Hutton) de todo aquello que siguió a la muerte de su hermano fue el sentimiento de culpa. Por eso, una noche se encerró en el baño y se rebanó las muñecas con las cuchillas de afeitar de su padre. Lo peor fue que su madre (Mary Tyler Moore), al encontrarle, se lamentó más de ver el baño completamente manchado de sangre que de ver a su hijo tirado en el suelo con las muñecas abiertas. Menos mal que su psiquiatra (Judd Hirsch) le enseñó el camino hacia el perdón que él mismo se debía.
De psiquiatras (una vez más salvadores) y eso…
MAX’S BAR
ROARY
El dolor de Roary (John Savage) era tan grande que un día se arrojó por la ventana de su apartamento sin pensarlo más. Pero el destino decidió que aún era pronto para su fin, de modo que unos árboles amortiguaron su caída dejándole cojo… pero vivo. Aunque cuando realmente comenzó a vivir fue el día que entró en el Max’s Bar y conoció la fauna humana (jugador de la NBA con severo vacío existencial incluído) que se dejaba caer por allí.
Ya dijo Manolo Summers en su maravillosa «Del Rosa al Amarillo» que la vida puede comenzar a los 40, a los 60 o a los 80…
HEAT
LAUREN GUSTAFSON
En todo manual de psiquiatría que se precie figuran dos períodos de tiempo clasificados como críticos para todo suicida en potencia: la adolescencia y la llegada a la cuarentena. Lauren (Natalie Portman) formaba parte del primer segmento con el agravante de sufrir una soledad angustiosa que su padrastro (Al Pacino) no conseguía descifrar. Casi siempre, estar al lado de alguien no equivale a no esta solo.
ATRAPADO EN EL TIEMPO
PHIL
Ni se sabe la cantidad de veces que Phil (Bill Murray) se suicidó en aquel pueblo de mala muerte que celebraba infinitamente El día de la Marmota. Desde volarse la cabeza a lanzarse por un precipicio a bordo de un coche, nada parecía funcionar y todo terminaba inevitablemente con la cancioncilla de Sonny & Cher taladrando sus oídos la mañana del día anterior. Para las almas envilecidas (como la mía propia) romper el círculo haciendo las cosas bien es tan difícil…
MY BLUEBERRY NIGHTS
ARNIE COPELAND
Es el peor de los sufrimientos el amar y no ser correspondido. El haber tenido y haber perdido, diga lo que diga la canción. Toda una noche antártica sumergido en la ginebra no bastó para aplacar el dolor del oficial Copeland (David Strathaim) por la pérdida de la mujer que tanto amaba. Bastó una noche y un tronco suficientemente grueso de un árbol para poner punto y final a su dolor. Qué triste película la de Wong Kar Wai.
EL CLUB DE LA LUCHA
MARLA SINGER
El día que Marla (Helena Bonham Carter) vació un frasco de pastillas estaba segura de que no volvería a despertar. Pero lo hizo para contemplar como el mundo se iba al garete antes que ella. Las paradójas de una película grande o pequeña, según me pille el día.
21 GRAMOS
JACK JORDAN
Qué momento tan desgarrador aquel en el que Jack (Benicio del Toro) le dice a un cura que ha ido a la cárcel para aliviar su dolor: ¡¡El infierno está en mi cabeza!! Para sofocar su sufrimiento decidió ahorcarse en su celda, pero las sábanas no son tan efectivas como las sogas. Después deambuló por aquella ciudad fantasma como un ánima más en espera de la bala que atravesara su pecho.
Obra maestra sin paliativos, pese a que las malas lenguas insistan en que el montaje fue una broma de Iñárritu y Arriaga.
SI LA COSA FUNCIONA
BORIS YELNIKOFF
La única razón para que Boris Yelnikoff, cínico, amante de la comida basura y científico, sienta ganas de lanzarse por una ventana es la ansiedad que le genera la falta de felicidad. Es una sencilla regla de tres: si no eres feliz sientes ansiedad y si sientes ansiedad ¿para qué vivir? La cosa no funciona. Pero, ¿qué ocurriría si una inocente adolescente sureña se enamora de ti y su madre, que acude en su busca, se convierte en una ninfómana sin límite y su padre, estricto conservador, se transmuta en un homosexual por fin libre de sus ataduras morales? ¿Y si a eso le añadimos la pierna salvadora de la mujer de tu vida tras un segundo salto olímpico a través de un ventana? Pues que entonces la cosa puede que sí funcione. Y si la cosa funciona simplemente déjate llevar y sé feliz.
«Llevaba más o menos una semana viviendo en esa casa cuando me fijé en la curiosa tarjeta colocada en el buzón del apartamento 2. Las letras impresas, tan elegantes como si fuese una tarjeta de Cartier, decían: Miss Holiday Golighly, y, debajo, en una esquina, Viajera.»
Llovía en alguna parte, pero no en Madrid, aquel día de mayo en que los nervios no me dejaron dormir. Al día siguiente debía cumplirse uno de esos ritos de paso en los que nunca he creído (la jura de bandera) que delimitan al hombre del niño. La mayoría de los hombres adultos que he conocido contradicen esa afirmación. Pasado el trance (rídiculo como esperaba), me reuní con mis padres dispuesto a equilibrar en mi cama el déficit de sueño que arrastraba durante aquella semana de permiso. En espera del bus, me entretuve en comprar el periódico. Ya era tarde y no estaba el que solía leer (que ya no existe), por esa razón tuve que elegir entre El País o El Alcazar. Me bastó echar una ojeada a la portada del segundo (La Unión Soviética prepara la invasión de Europa esta primavera -sic-) para elegir al primero. Recuerdo que en el suplemento dominical, Maribel Verdú decía estar leyendo «Desayuno en Tiffany’s» y aconsejaba a futuros lectores estar enamorados al hacerlo. «El libro cambia sus matices si lo estás», decía.
¿Un libro que muta en función de tu estado emocional? No hice caso de tan sabio consejo y me puse con el libro de Capote algún tiempo más tarde. Sin darme cuenta había pasado un año y seguía sin haber estado enamorado, y ya que la película me había marcado tan profundamente, no quería dejar el libro más tiempo en la estantería sin ser abierto. La impaciencia… Al llegar a la página once, ya era consciente de que no se trataba de un libro más, de modo que hice una pequeña trampa: dejé las últimas cuatro páginas sin leer en espera de que llegase el momento del que hablaba la Verdú…
«Al día siguiente, viernes, me encontré al llegar a casa con que me esperaba en la puerta una enorme cesta de luxe de Charles & Co, con su tarjeta: Miss Holiday Golightly, Viajera; y detrás, garabateadas con una letra monstruosamente torpe, de niña de jardín de infancia: Bendito seas, querido Fred. Olvídate por favor de la otra noche. Te portaste como un ángel. Mille Tendresses, Holly. P.S. No volveré a molestarte. Contesté: Hazlo, por favor…»
Hoy sí llovía cuando cerré el libro que abrí aquel día de mayo…
Pues sí, vuelvo por tercera vez al posteo más exitoso que ha generado este lugar (con permiso de las estrellas porno muertas y los alegres penes). Y es que dos tetas tienen, sobre el género machuno, un poder ilimitado. Doy fe de ello (aunque no tengo), pues hace unos días, al colgar en el flickr algunas fotos que ilustrasen como son los días en el valle de San Fernándo, me encontré con una de las fotos subidas acaparando 30 vistazos antes de que estuvieran las demás cargadas. Fue cuestión de segundos, por no decir milésimas. Hubo incluso quien la marcó como favorita. Insisto en lo acertado de aquel viejo refrán de las carretas…
Para empezar, convendría echar un vistazo a este vídeo…
No, la supermodelo Heidi Klum no se ha vuelto loca. Está promocionando un evento creado para las mujeres pero pensado para los hombres. Los tipos de Victoria’s Secret no necesitaron demasiado tiempo para darse cuenta de que sus catálogos y sus desfiles son consumidos por más hombres que mujeres. La Klum sólo está dando a la audiencia lo que quiere.
Como hace Jenny McCarthy. Aquella chica playboy metida a actriz, es además muy célebre en los States gracias a sus apariciones televisivas y su mala lengua. Contó la McCarthy en una ocasión como Steven Seagal le sometió a un casting muy “especial” en la habitación de un hotel. No había asistentes, ni otras aspirantes al papel más que ella misma. De hecho, por no haber no había ni cámara. Ante la petición de que le mostrara sus pechos (se veía venir) la mosqueada McCarthy se negó. Y lo hizo a su manera: “Si quieres verme las tetas compra el Playboy”…
Por entonces, la McCarthy estaba casada con John Mallory Asher, el desgarbado rubio de la pareja de nerdies de la serie televisiva “La Chica Explosiva”. Remake para la caja tonta de la película de John Hughes. Él, metido a director, no perdía ocasión de colocar a su chica en los castings de sus películas. Ella, siempre hablaba de él con amor y respeto. Se separaron hará un año. Y hoy cobra sentido el letrero de aquella camiseta húmeda que lucía la McCarthy en un reportaje del FHM yankee…
Jenny se operó los pechos a los veintipocos años. Decía que eran tan pequeños que le hacían sentir insegura. Todo lo contrario de lo que ocurre en Japón. Allí lo pequeño manda. Están obsesionados con las cosas diminutas (por algo será). Así que, al ver este vídeo, se puede acusar a los chicos de “Family Guy” de cualquier cosa menos de faltar a la verdad…
En occidente no tenemos tantos prejuicios. Al contrario, cuanto más grande mejor. La mujeres de pecho generoso son tan veneradas como en lo fueron en la prehistoria. Y si enseñan sus protuberancias mucho mejor. En ese sentido las estrellas porno juegan con ventaja. Alimentan fantasías a través de un cristal y no tienen por qué justificarse. Simplemente hacen felices a sus fans. Por ello, no faltan las convenciones “adultas” en la que aparecen unas cuantas vistiendo su uniforme de trabajo…
Y es que dice la ciencia que la mujer soltera utiliza los escotes para atraer al macho (casi) siempre en celo. Sea o no cierto, lo que si parece verdad es que las mujeres con matrimonios infelices suelen olvidar la función de los sostenes. Y prefiero mirar hacia otra parte al ver a Katie Holmes, señora de Cruise, sin sostén y a lo loco…
En las versiones gordas de la foto, se puede ver la línea de sus senos e incluso la aureola del pezón. También se la ve muy desmejorada. ¿Le dará Tommy mala vida?
Sin problemas en el campo de la buena vida parece desenvolverse Uma Thurman…
Además del clon de Boris Becker morreándose por detrás y del tipo con gafas (¿Fisher Stevens?) señalando el balconazo de la Thurman, esta foto se hizo tremendamente popular a causa del estado etílico de la rubia actriz. En plan bíblico, sólo añadiré que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Y se podría empezar con el militar canadiense que sigue con suma atención el discurso de una reportera televisiva…
Eso es concentración, sí señor. Con diez tipos como éste nuestras fronteras están seguras. Si le llegan a preguntar qué estaba diciendo la reportera, seguro que hubiera contestado: ¡¡pezón!!
Y es concentración la cuestión principal si eres tenista. El noble deporte que inventaran los ingleses en el siglo XIX requiere de mucha concentración, potencia, colocación… y no tanto un buen escote como el que luce con frecuencia la tenista Bethany Mattek. Demasiado para un recogepelotas en plena efervescencia sexual…
Ella parecía buscar cierta complicidad tras perder un punto y se encontró con un escáner completo al que se vio sometida. Después del partido, la foto levantó una polvareda semejante a la que lo hizo su colega Elena Dementieva en el Master de Madrid de 2006, cuando acusó a un recogepelotas de estar mirándole el culo durante el partido. Como consecuencia, se prohibió a los chicos de pista que mirasen a las tenistas en el trascurso de los puntos. Y si quieren hacerlo, que se vayan a la grada, que al público no le prohíben mirar… todavía.
Los instintos son difíciles de controlar, la verdad. Y es que, si eres un hombre es ver una teta y ponerse a babear. Todo lo contrario de lo que le ocurrió a Andy Rodick al ver a un paparazzi haciéndole fotos a él y a su entonces novia, la actriz Mandy Moore…
Ahí está, agarrándole el pecho izquierdo como el que dice: “Esto es mío, qué pasa”. Y no se pierdan la expresión de ella, pero que coño hace este tío style. Andy nunca será el sucesor de John McEnroe, pero a juzgar por su vida fuera de pistas podría serlo de Lorenzo Lamas.
Hay momentos buenos, hay momentos malos y hay momentos para el desbarre. Chewbacca lo tiene claro, casi tanto como Carrie Fisher, propietaria de un saludable y destroyer sentido del humor. Ambos se unieron para gastar esta broma durante el rodaje de la segunda entrega de “Star Wars”.
Tanta tensión sexual no resuelta con Han Solo y resultó que aquello de donde hay pelo hay alegría era cierto.
Y aunque las frases hechas suelen chirriar, no lo hacen tanto como los cuellos de los espectadores (principalmente masculinos) de la ceremonia de premios ShoAwards celebrada en Las Vegas el pasado jueves, cuando el vestido de Katherine Heigl amenazó con venirse abajo.
Al final aguantó milagrosamente y la contemplación de lo que en los States llaman Mount Heigl siguió siendo privilegio de su afortunado marido, Josh Kelley.
Aunque seguro que el tipo más afortunado del mundo se sintió el sedicioso señor que babea ante el escote de Scarlett Johansson en la entrada de un pretérito estreno…
Dijo no hace mucho tiempo la Johansson, poco dada a los convencionalismos políticamente correctos, que sus pechos son la parte de su anatomía de la que se siente más orgullosa. De hecho, aseguró que su marido, el también actor Ryan Reynolds, es incapaz de dormir sin tenerlos a mano. Supongo que, como dijo el marido de Christina Hendricks saliendo en su defensa tras ser considerada una chica demasiado grande por cierto modisto, se enamoró de ella y dio la casualidad de que las tetas venían en el lote. Siempre estuve seguro de que el amor es lo único con capacidad para cegar.
En fin, que mi incorrecta y con seguridad mal entendida trilogía dedicada a los pechos femeninos termina aquí. Y lo hago recordando una frase de Manuel Vázquez Montalbán que no conviene olvidar: «Lo más profundo en el sexo es la piel».
Johnny: Sé que no puedo hacer desaparecer de tu vida todo lo malo que te ha sucedido, no puedo; pero te prometo que cuando vuelva a aparecer estaré allí, a tu lado.
Frankie & Johnny (1991)
Linus:¿Cómo se dice en francés: Mi hermana tiene un lápiz amarillo?
Sabrina:Ma soeur a un crayon jaune.
Linus: ¿Cómo se dice: Mi hermano tiene una novia encantadora?
Sabrina:Mon frère a une gentille fiancée
Linus:¿Y cómo se dice: Me gustaría ser mi hermano?
Sabrina (1954)
Robert:Si he hecho algo que te haya hecho pensar que lo que nos ha pasado no es nuevo para mí, que solo es una rutina, te pido disculpas.
Francesca:¿Qué hace que sea diferente, Robert?
Robert: Verás, cuando pienso en por qué hago fotos, la única razón que se me ocurre es que me parece que he estado viajando hacia aquí… y ahora… ahora me parece que todo cuanto he hecho en mi vida me ha estado conduciendo hacia ti, y si tengo que pensar que mañana me iré sin ti… yo…
Nadie sabe lo que se siente, digan lo que digan, cuando sufres una pérdida. Tenía trece años cuando pasé la última página de «El Camino» y sentí la pérdida. No era la primera vez que ocurría, pero me extrañó que fuese un libro el que despertara una sensación que pesa tanto. Sus personajes habían formado parte de mi rutina durante aquel invierno castellano del que tantas veces escribió Delibes. Noches frías y casi siempre secas. La aridez del frío y lo angosto del futuro para un crío de los suburbios de una gran ciudad.
Años más tarde supe de su pérdida. Su mujer, Ángeles, se marchó muy pronto y con ella se le llevó a él, aunque de sus manos continuasen llegando libros y artículos que escribía tomando la pluma del mismo modo que yo lo hacía: atenazandola desigualmente con los dedos hasta formar un cuadro entre amorfo y abstracto. Cuando lo supe, asumí aquella singularidad como algo no tan malo. Al fin y al cabo, Delibes escribía así.
Dicen que una vez rechazó el premio Planeta empujado por su orgullo de castellano viejo. «Si yo no he escrito el libro, cómo lo voy a firmar». Cuestión que no supuso un problema ético para tantos otros. Su orgullo y su legendario mal genio. El modo de defender lo que él creía justo. El modo de burlarse de las docenas de escritores cursis y atildados que se horrorizaban cuando afirmaba que cazar le daba paz. El «Diario de un Cazador» es su diario. Y el tren que el protagonista oye pasar cada noche a la misma hora y en el que nunca viaja a bordo.
Ayer lo tomó al fin. Supongo que ella le espera en el andén para reprocharle que haya tardado tanto en llegar.
Me declaro abiertamente ignorante pues así me calificó una profesora de instituto cuando nos pidió que escribiésemos una redacción sobre el amor. Me dijo que mi forma de interpretarlo era inadecuada, fantasiosa e irreal. Le contesté que si era así no tenía sentido que hubiese gimoteado (juraría que llorado) al leerla. Al menos le tembló la voz, puedo asegurarlo. Después me echó de clase, imagino que por desacato, para devolverme a ella al cabo de diez minutos. Al final incluso se disculpó cuando estábamos los dos solos. Disculpas que no acepté. Pensé que no tenía porqué hacerlo.
Ella tendría unos 35 años. Yo 14.
En la redacción, que perdí hace años, aseguraba que el dolor se siente una vez y solo una. Y si no se siente no debe ser real. Y pesa. Ahora pesa como nunca lo hizo y nunca más lo hará.