Sorgin-Orratz…

El tercer día que pasamos juntos se me ocurrió llevarte a un bar suburbio que condensaba en sus paredes de madera mil de mis noches. Noches gélidas, con lluvia, abrasadoras o ventosas. Noches de julio, de febrero y de diciembre en las que no sabía de tu existencia. Noches de viernes, sábados y festivos aleatorios en las que miraba de soslayo un púlpito de mentira en el que se decía que los enamorados proclamaban su amor a gritos ante una etílica audiencia. Lo cierto es que, aunque nunca vi a nadie encaramado en aquel lugar, todos los que frecuentaban aquel garito juraban haber visto a otro hacerlo, poco importaba que ese otro perteneciese a sus fantasías. Aquella tarde de junio te conté la historia y prometiste hacerlo por mí si algún día se daba el caso.

Tres años más tarde, en Ujué un pueblo perdido de la tierra media navarra, entramos en una iglesia que en una de sus esquinas lucía un púlpito aleccionador, de esos que se utilizar para amedrentar al devoto. También para lanzar, desde la altura moral, verdades incontestables. Estabamos solos, pese a que en el perímetro de la iglesia-fortaleza más de una docena de personas disparaban sus cámaras de fotos contra la piedra. No habrían pasado tres segundos desde que recordé en voz alta el falso púlpito suburbio que vi cómo tus pasos se encaminaban hacia allí, dispuesta a proclamar lo que prometiste harías algún día si se daba el caso.

Supongo que se ha dado el caso. En lo que a mí respecta se dio antes de que me diese cuenta. Antes de lo que estipulan los códigos sociales. Antes de que me diese tiempo alcanzar un púlpito para proclamar que te quiero.

Feliz cumpleaños, sorgin-orratz…

Que los ángeles del cielo te guíen…

Malas noticias trae la frase de John Irving cada rara vez que la tecleo en este lugar. Frase que reservo para agradecer y despedir a todos aquellos que merecen una reverencia que difícilmente obtendrán en otro lugar.

Cuando vi «El Ansia», a finales de los ochenta, corrí en busca de dos amigos para proclamar solemnemente que el auténtico talento de la familia Scott reposaba sobre las generosas espaldas de Tony Scott. Lo hice guiado por el afán adolescente que incita a presumir sobre la posesión de un secreto que pocos más conocen. Pocos años más tarde me uní, para mi vergüenza, a la bandada que se mofaba de Tony Scott al bautizarle como «el hermano tonto de Ridley».  Lo que ocurrió en ese lapso de tiempo fue mucho más que el sopor generado por «Días de Trueno»; fue la toma de conciencia de que Tony no era un ángel ni un demonio, sólo un esbirro más con aspiraciones de artesano. Un mercenario a sueldo de la industria.

Conoció el éxito mainstream en varias ocasiones, pero nunca como en «Top Gun». También el malditismo («El Último Boy Scout», «Domino») hasta llegar a la indiferencia final. De poco sirve ahora ensalzar la solvencia de «Marea Roja» y «Amor a Quemarropa», del mismo modo que inúltil sería ahora proclamar que, pese a su muy mejorable trabajo de dirección, «Domino» es una joya a descubrir y que «El Ansia» sigue inquietando, porque algo así debió hacerse antes de que ayer decidiese saltar desde un puente. De algún modo quiso marcharse como los protagonistas de sus películas, continuando su huida hacia ninguna parte.

La franqueza fue su mayor virtud. La que le impidió esconder sus defectos, algo loable si te mueves en un mundo reinado por la impostura como el del cine. Se le echará de menos. Al menos yo lo haré.