Cuatro cuentos y una canción de Navidad…

Un día de noviembre de hace nueve años le pedí a Mycroft que escribiese un cuento de Navidad para mi blog. Desde entonces nunca ha faltado a una cita que ha incrementado el número de sus participantes hasta cuatro: Emilio, Angéline y yo mismo. En 2006 este lugar recibía varios cientos de visitas diarias, cifra que se incrementaba notablemente los días navideños gracias a unos cuentos en ocasiones felices, otras crueles, ágrios, desencantados y casi siempre tristes. Hoy día apenas registra una docena de visitas, pero la función de estas historias sigue siendo la misma: diluir la melancolía cuando se hace demasiado grande. Porque es así, la semana blanca es triste por defecto.

Este año nos propusimos, al menos algunos de nosotros, escribir cuentos alegres que celebrasen la vida, pero nos han salido cuentos desencantados, irónicos y tristes otra vez. Es inevitable que así sea. Basta con mirar a través de la ventana la luz que se escapa demasiado pronto para añorar las oportunidades perdidas, las personas que ya no están y los días que no volverán. Que nadie se preocupe, la morriña pasará en cuanto la primavera nos devuelva al sol. Pero hasta entonces, acurruquense muy juntos frente a la hoguera, lean y sepan que no están solos.

El villancico elegido para este año nos lleva a los años ochenta. Días despreocupados de adolescencia en los que todo parecía ser posible. La Navidad entre amigos y nieve. Así debería ser siempre.

Sean felices.

 

EL AMOR A UN SOLO BESO DE DISTANCIA

por Mycroft

Oh, a storm is threat’ning
My very life today
If I don’t get some shelter
Oh yeah, I’m gonna fade away

War, children, it’s just a shot away
It’s just a shot away
War, children, it’s just a shot away
It’s just a shot away

Ooh, see the fire is sweepin’
Our very street today
Burns like a red coal carpet
Mad bull lost it’s way

War, children, it’s just a shot away
It’s just a shot away
War, children, it’s just a shot away
It’s just a shot away

Rape, murder!
It’s just a shot away
It’s just a shot away

Rape, murder!
It’s just a shot away
It’s just a shot away

Rape, murder!
It’s just a shot away
It’s just a shot away

The floods is threat’ning
My very life today
Gimme, gimme shelter
Or I’m gonna fade away

War, children, it’s just a shot away
It’s just a shot away
It’s just a shot away
It’s just a shot away
It’s just a shot away
I tell you love, sister, it’s just a kiss away
It’s just a kiss away
It’s just a kiss away
It’s just a kiss away
It’s just a kiss away
Kiss away, kiss away

(The Rolling Stones, Gimme Shelter)

El frío salado, los amasijos de brazos buscando un poco de espacio en el que respirar, la sensación de miedo, abrazos buscando el calor común que compartir, hasta que uno de los dos cuerpos se vuelve frío, gélido, y el abrazo se rompe, y sólo queda tirarlo por la borda.

-De estrella en estrella, de planeta en planeta, saltaremos a través del espacio vacío. Mira al universo, hijo, mira al cielo. Hay mil mundos diferentes al que hemos dejado atrás. Si me das la mano, viajaremos por todos ellos, verás bosques de fuego, llamas serpenteando con luces vivas jugando en su interior, en las ciudades.

-¿Cómo son las ciudad, mamá?

-Como nunca las has visto. Empedradas y limpias, con el suave marmol blanco cubriendo los enorme palacios de justicia, con sus escalinatas, estatuas y columnas de un pasado solemne, llenas de artistas callejeros, de hombres pagados por la ciudad para traer alegría, vestidos con ropas de circo, de vivos colores, ciudades donde los niños pueden vivir, jugar en sus parques, en sus jardines, ciudades sin coches, sin el ruido del rayo y el trueno, con rostros de todos tipos, con los viajeros más interesantes de la galaxia.

-¿Cómo lo sabes, mamá? ¿De verdad existen circos en las ciudades?

-Por supuesto, me lo contó tu abuelo. Él era un gran viajero. Estuvo en la lunas de Júpiter, que es esa estrella de allí.

El cielo está negro, y la noche sobrecoge, meciéndo con negras aguas bajo el negro cielo una barquita repleta de desesperadas manecitas cogidas fuertemente a manos no menos temblorosas de sus mayores. Los ojos muy abiertos, miradas llenas de cansancio, y perdidas en un punto más allá de lo que les rodea. Mucha gente se coge de la mano, muchos se miran tristes a los ojos, la mayoría sólo mira al agua, absortos, esperando. Un viejo hombre se balancea de pie y trastabilla por la balsa cada dos por tres, buscando a alguien a quién llama, pero cuyo nombre no se entiende, alguien que ya no está. Quizá el mismo resbale pronto afuera. El niño se aferra a la madre, y este gesto, de los dos brazos entrelazados, formará un tapiz con otros gestos, día tras día, una memoria del tacto, un aferrarse para siempre, un contacto permanente a través del recuerdo. La piel recuerda a aquellos que nos amaron.

-Tienes que estar atento. No será una misión fácil. Debemos superar el vacío que hay entre las estrellas. Están muy lejos, hijo, y ese vacío es un páramo hostil, sin aire, sin calor, lleno de basura espacial, de piratas cósmicos, volando en naves carroñeras. Deberás pegarte a mí, y si llegamos a separanos, cuidarte mucho de confiar en extraños, los hay de todas clases.

-¿Son todos malos, tan malos como en casa?

-No. No pueden tocarte mientras seas lo bastante astuto, y yo voy a estar contigo, ¿verdad? No te asustes. Hay también toda clase de héroes, amigos que están aún por conocer, personas que se han enfrentado a cosas como las de casa. Mujeres y hombres que han sanado mundos consumidos por la avaricia y la guerra. Doctoras valientes, exploradores atrevidos, constructores de caminos, descubridores de oasis en los desiertos más inhóspitos, mosqueteros del rey, navegantes de la antigua Grecia en busca de su casa tras perderse por el sortilegio de los dioses. No estás sólo.

-¿Hay sitio para jugar en el espacio?

-Claro, allí hay muchos lugares que son gran patio de recreo, un parque con toboganes y laberintos, o un lugar en dónde los niños pueden saltar alto, caer rodando sin gravedad. Hay muchos juegos allí dónde vamos.

Gritos, tratando de dar el alto, y sensación de urgencia, de caer demasiado pronto, de estar en situación de volver al apocalipsis del que escapan, a la metralla, al plomo, a los recultamientos, a los hospitales en llamas.Ella lo coge en un abrazo, con una mano en su pelo, hunde los dedos en sus mechones una y otra vez, tratando de cantar una canción medio improvisada, tal vez una oración a un dios que mira para otro lado. El niño tiembla de frío y de vez en cuando pregunta…

-¿Ya llegamos?

-Pronto mi niño, pronto.

Ella mira hacia otro lado, escapando de las dos interrogantes clavadas en el pequeño y redondo rostro, escapando del oyuelo que parece querer romperse en una sonrisa cuanto antes…El rostro de ella estaba contraído, la mandíbula en tensión, los ojos duros, mostrando no dureza. Mostrando una clase de fuerza que sólo puede nacer de la ternura. El amor nos hará fuertes.

-Si yo no estoy cuando lleguemos, búscame, encuéntrame. No tendré la misma cara, estaré en otros, estaré en los que te ayudan. No dejes de explorar ese otro mundo, es tu mundo ahora…

Besándole en la frente, tal vez asustada, se mecía, y ese mecerse se unía a los saltos de la balsa en el agua, y era como una danza. Un baile.

Hasta que la blasa volcó.

Y cada uno a su suerte, emergiendo desde unos metros más abajo, lejanos unos de otros, flotando entre aspavientos, buscándose, buscándose, y sin saber hacia adónde ir.

Un tiempo después, se divisan cuerpos tambaleantes sobre la arena, y algunos tumbados boca abajo. Uno de los durmientes vestía de manera familiar.

Todo se acelera, se precipita, tiene un aire irreal para el pequeño.

Parece haber una gran discusión, y una mujer que hablaba con todos los supervivientes de la balsa lo miraba con mirada preocupada, y se encaraba con la gente de uniforme. Parecía traducir, conocer las palabras de dos mundos, y eso al niño le pareció pura magia.

Todo en la cabeza del pequeño, que plapitaba y empezaba a doler, tenía la atmósfera de un sueño, y con sus manitas empezó a dibujar el vuelo de una de esas naves que le llevaría de galaxia en galaxia, a los palacios de mármol, conociendo a piratas buenos, y a hermosas y fuertes guerreras, como su madre, que sólo se enfrentaban a los malos, que nunca enviaban bolas de fuego sobre las casas de la gente, personas que sonreían como en las películas, con todos los dientes en su lugar, blancos, y de su mano, encontraría un lugar, su lugar.

La mujer al final le cogió de la mano, con gesto desafiante dirigido a todos los demás en la playa. Señaló a los que dormían, como reconociendo el largo y duro viaje que todos habían emprendido. Ya no quedaba nadie de las barcas, y los durmientes iban siendo puestos en bolsas. Los dos subieron a un coche. Arrancó. Estaba impaciente y asustado, pero más lo primero, empezaba el juego, faltaba menos para que todos llegaran a algún buen lugar, en nombre de todos los sueños que le habían contado.

-¿Y mamá?

La mujer se mordió los labios, pero se giró hacia él y trató de sonreír. Le explicó que de momento, estaba ocupada. Tratando de ayudar a todos los que habían viajado huyendo de la guerra. Tal vez tardaría en verla. Pero no debía preocuparse. La mujer tenía una voz dulce, pero firme, de acento extraño, exótico.

Este era el momento de las historias, de los cuentos, del nuevo mundo. Era el momento de soñar. Al llegar a la ciudad, de cada extremo de las calles, colgaba un hilo, repleto de luces, azules, amarillas, rojas. Eran pequeñas estrellas formando palmeras y espirales, adornando el cemento por otra parte gris, y el niño pronunció la palabra «estrellas».

Allí vivirían todos.

ASTRID Y EL BUEY TOSCO Y PANZUDO

por Emilio Calvo de Mora

Los días felices

A Astrid la queríamos porque era resuelta en las fiestas, no se cohibía, le daba palique a los nuevos y bebía como si le faltara el aire. En algunas ocasiones, en muy pocas, sumaba a esas virtudes la de encamarse con alguien. Dejaba la puerta abierta y miraba por encima del hombro del que la montaba, por ver quién pasaba por el pasillo, por hacer ver qué mayor era y qué desenvuelta. En todo lo demás, mostraba la misma resolución. Apenas callaba, aunque dejaba hablar. En los bares, cuando los ocupábamos en manada, iba de aquí para allá, sin detenerse más de la cuenta con nadie, sin dejar a nadie sin saludar o a quien contar o que le contaran. El pelo corto y rubio, cortado a lo tazón, los ojos azules, de los que era imposible no prendarse, le conferían un ascendente nórdico. Alta, de una altura imprudente para una mujer extraordinariamente guapa. Y un poco hombruna también en el andar, en algunos gestos, hasta en el modo en que se sentaba o en cómo cogía el cigarrillo, Siempre pensamos que no era Astrid, ni Ingrid, como a veces le decía; no se preocupaba de aclarar nada, incluso fomentaba toda esta bendita imprecisión. De Astrid o de Ingrid disfrutamos aquellos años de facultad. La amábamos todos. Unos más que otros, pero de los que la tuvimos cerca, todos hubiésemos hecho algún pacto con el diablo por ganarla y saber que ella correspondía a ese amor pactado. En el bar en el que ponía copas, uno de mucho tirón entre la casta universitaria, la apreciaban mucho. El dueño, un tipo gordo y sobón, de poco o ningún encanto personal, pero ladino como pocos en el negocio, la tenia bien mirada. Él sabía que íbamos a verla y que dejaríamos de ir si ella no estaba. Recién separado, por el modo en que la miraba, sospechábamos que él también se hubiese arrimado al demonio y le hubiese dado la mitad del negocio por hacerla dueña de la otra mitad que quedaba.

No hay intriga en lo que tengo que contar sobre Astrid o sobre Ingrid. Es una especie de confesión esto que escribo, Me ocupará unas horas y luego lo guardaré en un cajón o dentro de un libro. Por si con los años aparece y, al leerlo, soy capaz de ver las cosas con otra perspectiva. O por si alguien lo lee y me entiende. Uno necesita hacerse comprender. Incluso más que ser amado, uno prefiere ser comprendido. Las cosas van bien hasta dejan de ir bien. La vida es un festejo hasta que es una condena. Por mucho que se adore la noche termina imponiéndose el día. Una tarde vino al piso que alquilé para presentarnos a su novio. Pienso esas frases atropelladas. Las pienso, las ordeno en mi cabeza, mientras busco el modo de contar la historia. Ahora recuerdo que Astrid nunca dijo haber tenido ningún novio, nunca se esmeró en encontrar uno, y no porque muchos no la rondaran para sacarla a la calle y rodearla de la cintura y besarla delante de todos, no una vez, aunque fuese con ardor, sino a diario, en cualquier circunstancia, al verse, en mitad de una conversación o al despedirse; besarla un poco por amor y otro, tal vez con más intensidad, por exhibir una propiedad, por dejar zanjada la posibilidad de que alguien pudiese cortejarla y que se la arrebataran.

El galán que trajo aquel viernes a la fiesta se llamaba Javier. Tenía la cara a lo Peter Lorre, como de rata recién descubierta olisqueando el queso. Era considerablemente más bajo que Astrid o que Ingrid, aunque eso no era difícil. Hablaba arrastrando las vocales, alargando insoportablemente las palabras. Si no fuese porque no queríamos herirla, le habríamos hecho las bromas suficientes como para considerase no frecuentarnos más. Podíamos admitir que nuestra Astringrid, como a veces le decíamos, se acostase con alguno de nosotros o con alguien a quien no conocíamos. Lo que dolía era que ya tuviese su amante fiable, el duradero, la ignorante última pieza de una colección sublime de piezas irrelevantes y canjeables. Para colmo, el recién llegado, al reír, cuando en ocasiones reía, mostraba unos dientes castigados, amarillos de haber fumado mucho, en el desamparo de no haber tenido jamás una higiene aceptable.

Astringrid no cambió mucho al principio. Omitió la parte lúbrica, pero no había nadie que brillara más en las fiestas, en las que ocupaban la tarde y la noche del viernes y se comían la agotada mañana del sábado. Lo que dejó de hacer era dejarse caer en un sofá o en una cama y dormir hasta el almuerzo, dejó de levantarse con esa desgana maravillosa suya, dejó de ir a la cocina y prepararnos unos huevos en la sartén, unas salchichas, un poco de puré, lo que iba encontrando, que no era nunca mucho. No sé otros universitarios, pero yo no cuidaba esas cosas, ni tenía una madre que vigilara que lo hiciese. A mi padre le preocupaba que no destrozáramos el piso, uno de los que tenía, el que me había dejado para que estudiara sin distracciones. A veces, pocas esas veces, venía sin avisar. Prudente, admito que esa virtud le cuadraba y se esmeraba en que lo abandonase, dejaba en el buzón una nota sobre cuándo pensaba visitarme. Si improvisaba, jamás habría con sus llaves. Llamaba como si fuese uno de mis amigos. Entonces entraba, me pedía un café, uno solo, fuerte, a ser posible, y pedía permiso para fumar. Daba igual que el piso entero oliese a nicotina. Yo movía una mano. La mano que condescendía a que fumara. La que lo hacía una especie de igual a mí, el joven de vida etérea y futuro incierto, el que no había superado que mamá se hubiese suicidado o el que bebía ya de un modo ciertamente peligroso o el que hubiese pedido al diablo que le limpiase la cabeza. Le habría dicho: tú me centras, tú me limpias por dentro, tú haces que duerma bien, tú haces todo eso y yo te regalo el corazón o el alma o lo que quieras mío que te apetezca cuando la palme. No sé qué parte del texto habría eliminado o cuál sobraría, pero no veía entonces otra manera de salir de donde quiera que anduviese que la intervención de todo lo que no es el Dios que mis padres, con poca fortuna, me intentaron vender.

El centro exacto del cosmos

Una noche Astrid o Ingrid vino a casa con el labio roto. Fue una de las noches en que mi padre fumaba en el salón y bebía un gin tonic conmigo. Uno de esas ocasiones en las que no parecíamos padre e hijo, sino otra cosa, otra más compacta, de más agradable acabado a la vista. A Javier se le había ido la mano. Resultó ser un peterlorre violento, no el cobarde al que se intimidaba en la barra del bar o el que no abría la boca por no molestar, aunque uno sospechase que tramaba algo oscuro, ladino, malo en todo caso, algo que ejecutaría en la sombra y terminaría por salpicarte. Era la primera vez que la vi llorar. Vinieron otras, algunas, muchas. Esa fue la única en la que expresó miedo. Es curioso cómo se expresa el miedo, cómo se esconde o se disimula. Yo lo hacía invisible con todas esas fiestas que hacía, bebiendo sin idea de lo malo que puede ser beber o, peor todavía, sabiéndolo, aplicando todo el esmero posible. Mi padre lo ocultaba debajo de esa pared de frialdad con la que despachaba cualquier circunstancia de su vida, la vida saqueada, la que desvalijó la muerte de mi madre, la que nos quebró a todos y de la que nunca nos sobrepusimos. Esa fue la primera noche en la que me acosté con Astrid. Era Astrid con la que hice el amor. Ingrid era más distante. Yo había pensado muchas veces en que en realidad eran dos y había decidido que Ingrid era la otra, la que se dejaba manosear por cualquiera, la que daba abrazos en las fiestas y bebía y fumaba sin observar ningún control. Ingrid era la que llevaba a Javier del brazo por la calle y la que entró en casa con el labio roto. La otra era mi Astrid, la dulce Astrid, la que me besó cuando se fue mi padre y me condujo de la mano a mi habitación, retiró con mucho cuidado la manta y la sábana y se sentó en el borde, la que me desnudó desde ahí, sentada, como si ejecutase un plan ya antiguo. Mientras lo hacía, pensé a partes iguales en romperle la cara a Javier y en agradecerle después que hubiese retirado a Ingrid del camino. Luego ya no pensé en nada, no tuve otra cosa que Astrid, Astrid, Astrid, Astrid encontrando el centro del cosmos encima mía. Todavía hoy, mucho después, digo esas palabras. Como si diciéndolas, se obrará el prodigio de que llamara a la puerta.

Se quedó en casa mucho tiempo. En los días siguientes, no volvimos a intimar de esa manera. Y tampoco yo lo exigía. Me bastaba tenerla allí cuando llegaban los amigos a tomar unas copas o a estudiar. Entonces era cuando Astrid ejercía de inquilina agradecida y me tocaba el pelo o me cogía la mano para ir del salón a la cocina. Alguna vez, sin que se precisara un abuso en estas cosas, me besaba en la boca o me decía al oído algo y yo pensaba que lo hacía para que los demás supiesen quién era yo, a qué alto lugar había llegado. Desde el episodio del labio roto, mi padre no había vuelto a casa. Era esa prudencia suya la que le impedía venir y ver cómo andaba su hijo. Imaginaría que las cosas habían cambiado. Indiscutiblemente cambiaron, seguro que lo hicieron. Dejé de estudiar, dejé de aparentar que estudiaba. Me desviví por Astrid como sólo los amantes románticos saben hacerlo. Fue uno de esos amores ridículos, plásticamente ridículos incluso, que abochornan al espectador externo, al que asiste a la representación desde la butaca del teatro o en el sillón, pasando las hojas de la mala novela que tiene entre manos. Nada de eso me importaba, ninguna de esas inconveniencias estéticas o morales importunó mi absoluta fascinación por Astrid. Hasta cuando salía a escena la díscola Ingrid yo me sentía orgulloso de tenerla en casa. O de tenerlas, qué más da. Yo siempre sabía cuál de las dos era la que me preparaba el desayuno o la que dejaba que le diese un masaje en la espalda antes de dormir. No volvimos a ver a Peter Lorre. No le machaqué la cara, ni le di la mano, agradecido. No hice nada. Dejé que el tiempo corriese y recé, creo que recé, para que no apareciese un día en la puerta, aporreándola o llamando con pudor, como lo hacía mi padre. Después de Peter Lorre, hubo un Chuck Norris. No espero que esta conexión cinéfila distraiga a quien escucha mi historia, pero no he visto a nadie que se le parezca más. Ingrid tuvo la consideración de no enseñarlo mucho en casa. Fue un amigo común el que se lo presentó y fue ese mismo amigo el que le pidió, aunque yo creo que no hubiese hecho falta, que no airease su nuevo amor en casa, en las fiestas de los viernes. Y así lo hicieron. Ingrid dejó la casa y estuvo un tiempo sin verla. Mi padre aprovechó para convencerme de que volviese a estudiar o a que dejase la bebida. Quizá una cosa trajese la otra del brazo. No se le ocurrió amenazarme con echarme de casa como otros padres he visto que hacen. No sabría a qué sitio ir, no tendría ni idea de lo que hacer. En el fondo, mi padre siempre temió que me acabase suicidando. Como mamá. Como si en mi sangre corriese uno de esos genes insobornables y un día se abriese, si es que hacen eso, abrirse, y me dictase el modo en que debía quitarme de la circulación, como alegremente se dice.

Chuck no le partió el labio. Le partiría otras cosas. Alguna de esas cosas rotas la hicieron volver. Abrió con su llave, de la que no se deshizo en esos meses de ausencia. Cuando llegué estaba en la ducha. Se oía correr el agua y sonaba música brasileña. Nos duchamos juntos. No hace falta hablar, no tienes que decir nada, tú déjame que yo te deje limpio, tú quédate quieto, cierra los ojos, quédate quieto. Luego me dejas limpia, me dices que cierre los ojos. No te voy a pedir perdón, no sabría cómo hacerlo. He venido a mi casa. Dijo todo eso, dijo más que ahora no recuerdo. A lo que no he dejado que se coma el olvido es a lo que vino después. Volvimos a encontrar el centro del cosmos. Éramos exploradores celestes, le dije. De vez en cuando, en momentos de una felicidad absoluta, me sale un poeta de dentro. No lo tengo nunca, no hay ninguno ahí adentro, pero se abre paso en cuanto advierte que estoy iluminado. Se está tan pocas veces iluminado que sale a empujones, el poeta. Se deja ver y hace su función. Dice las cosas que ha ido preparando en su obligado letargo. Dice que somos exploradores celestes o que el amor es una ola que no descansa y que nos está lamiendo. Cosas que después, pensadas, duelen al oído o al pensamiento, no sé. Cosas de novela romántica, de las que leía mi madre antes de que cogiera el coche y se despeñara a ciento cincuenta por hora. Ahí no hubo poesía. No salió nadie. El diablo es el que miraba. No sé si se ha ido o está todavía por aquí, vigilando, por si viene el poeta y lo arregla todo.

Los días vacíos

A veces caigo en la cuenta de me pierdo en los detalles, en decir si había música brasileña cuando se duchaba o si el pelo lo tenía más rubio o más corto todavía o si el novio recién adquirido le daba un aire a Peter Lorre o a Chuck Norris. Una vez me dijo mi madre que las historias que nos cuentan los demás, sobre todo las que sabemos que son falsas, nos salvan, nos consuelan, nos permiten vivir sin pensar mucho en lo dura que es la vida. Debí haber entendido, pero me quedé en los detalles, en los adornos y no supe, tampoco sé ahora, ahondar, ver el argumento principal, la trama estable. A mi padre le apartó de mí que Astrid volviese a casa. Espació las visitas, incluso el tiempo en el que tomaba café y fumaba y charlaba distraídamente, sin mucho empeño ni convicción, sobre cómo iba la empresa y lo difícil que es hacer recortes y echar a un padre de familia. Insisto: detalles. Las partes que pueden saltarse. Hay que ir a los puntos decisivos. Decir que Astrid y yo buscábamos el centro del cosmos o que yo le preparaba el desayuno y ella, cuando venía gente, me hacía confidencias al oído o me besaba como un suspiro la boca. Nada de eso importa. Lo que debe contarse viene a partir de ahora y es lo que no sé cómo contar. Mi padre no viene, no lo hace desde hace un mes, no he ido a casa para ver si se ha cortado las venas. Si hubiese pasado, alguien habría llamado a la puerta (siempre las puertas, siempre gente detrás con su historia, deseando ser escuchados, deseando contar) y me habría puesto al día. No sentí la muerte de mi madre cuando sucedió. La vi como un incidente externo, como un capítulo, aunque uno relevante, de una de esas novelas que leía y que me contaba después. Ahora veo la de mi padre como una extensión de aquélla. Imagino que lloraría o que pensaría en si debía haber hecho esto o aquello, cosas que ya no se podrán hacer una vez esté muerto.

El tercer pretendiente no me recordaba a nadie en particular. Era una cara anodina, de las que se ven y no se registran en la cabeza. Una cara idéntica al resto de las caras, de las que pasan desapercibidas, de las que podrían escabullirse si la persiguen en el momento en que entre en una bulla de gente. De éste tuvo el valor de contarme que existía. Era uno de los tres reyes magos en la puerta de unos grandes almacenes. Sentaba los niños a su regazo, les ponía la mano en el hombro y escuchaba lo que le iban pidiendo. Ingrid lo esperaba al final de la jornada. Me dijo que era una pasada – dijo eso: una pasada – pasear las avenidas con un rey. Le pido que no se desvista, que lo haga después, que me lleve del brazo. Yo, de vaqueros, con unos de esos jerseys que sabes que me pongo, con un tres cuartos, y él, mi rey de Oriente, con la capa brillante y el gorro majestuoso en la cabeza. Tendrías que buscar una reina que te pasease las avenidas. No entendía que me molestase, no alcanzaba a comprender que no se aceptan esas confidencias. El mundo está lleno de amores traicionados por la revelación de otro amor. Uno a veces está a un lado y otras, las menos, en el otro, en el del rebajado, en el lugar de las lágrimas, por usar una construcción de novela romántica. Quizá sea ésta una historia de amor y sólo al contarla lo esté advirtiendo. Ninguno de mis amigos me consoló en esos días de tristeza. Los manejé solo. Procuré no pasar por la puerta de esos grandes almacenes, evitar en lo posible cruzarme con el rey y su reina; él todavía con el traje de los actos solemnes y ella, por lo que sé, pensando en cómo quitárselo, en hacerle ver lo mucho que lo amaba. Sé bien de qué hablo, conozco las palabras que usa. No las que soltaría con esos amantes eventuales, los de las fiestas; no me refiero a ésas. Son las otras, las palabras grandes, las que se dicen desde el corazón las que hieren o las que terminan (no es otra su función) matando. Igual mi madre murió por el amor que dio o por el que no recibió. La recuerdo con sus novelas, con la cabeza en otro mundo, nunca éste tan previsible y tan frío.

Las historias olvidadas, las que no se olvidan

A quién puede importar la historia. Esta historias, todas. Lo que estoy intentado decir no es una justificación, cómo podría serlo, de qué manera aliviar el mal que he causado, todo el dolor recién abierto. A mi padre se le ocurre decirme que están bien estos desamores. Curten, hijo, te hacen fuerte en un mundo de fuertes. No le escucho. Ni él mismo se cree lo que dice. Sabe las palabras, las pronuncia con absoluta fe, pero jamás fue fuerte. No sabe de lo que habla. No dudo que amase a mi madre, pero no tengo ningún recuerdo en el que los dos estuviesen abrazados un poco más de lo preciso o en donde se besaran o miraran como se miran quienes se aman. Por eso no hemos salido del día en que nos anunciaron que mamá se había precipitado al vacío. Allí debe andar, en el vacío. Aquí no hay diferencia, no mucha, al menos. Es otro el vacío en el que nos movemos, pero hay huecos, se ven a poco que uno mira con cuidado. Huecos enormes, huecos que desean ser ocupados. Jorge, que siempre está ahí, que viene más que los otros y trata a su torpe manera de darme el calor que no tengo, sostiene que Astrid, él la llama Astrid, terminará volviendo. No debe hacerlo, Jorge, no es su casa, no está bien que regrese, sería un error. Jorge ha traído a Jesús y los dos han querido que Rosa venga también. Me piden que vuelvan las fiestas de los viernes. Que no deje de hacer nada de lo que antes hacía. Incluso han sugerido que visite un psicólogo. Ya tuve un par de ellos. No es cosa de que yo les cuente, pero tuve esa experiencia en la edad en que no es aconsejable tenerla. Hay quienes, al dar consejos, se liberan de algo que los atenaza dentro. Cuanto más insisten, más liberados se sienten. Jorge era de ese tipo de amigos, de los que no ceden, de los que se envalentonan cuando las ven crudas. Y se envalentonó mucho. Cuando ya no estaba dispuesto a que se entrometiera tanto, le dije que no volviese. No me costó, no me tembló la voz, ni me arrepentí después, cuando la casa quedó sola. Creo que en esa soledad, en el silencio que la soledad va esparciendo a su secreto modo, es cuando medité qué hacer con el resto de mi vida. Y quizá con el resto de la vida de los demás.

No me arredró que fuese Navidad. Siempre detesté ese festejo. No porque en casa no fuésemos cristianos, ni porque en esas señaladas fiestas, a decir de los otros, se echa en falta a quienes no están. Ya la detestaba cuando estábamos todos, ya la sentía una intrusión en mi rutina cuando mamá estaba en casa. La primera vez que mi madre me encerró en mi dormitorio, prohibiéndome salir hasta que mi padre volviese del trabajo y decidiese qué otro castigo imponerme, fue en la víspera de una nochebuena. Creo que rompí una figurita del belén. Uno de esos bueyes toscos y panzudos que van camino del portal. O fue el mismísimo Niño Jesús. Recuerdo ver llorar a mamá y recuerdo también no entender qué le causaba ese daño atroz. Era un objeto; además uno al que no le profesaba el afecto que le procuran otros. Mi padre mantuvo el castigo. Lo sé porque no salí hasta la mañana siguiente. Mi madre abrió la puerta, me dejó una bandeja con la cena y me deseó buenas noches. Al día siguiente, nadie habló del incidente del buey o del Niño Jesús. Quedaba alejada de mi carácter, carácter bueno de verdad, sin la malicia que después los años te van incrustando en el alma, toda inclinación a la violencia. No se me ocurría, al irritarme, dar portazos o tomarla con los amigos en el colegio, que no tenían culpa de nada de lo que pasaba puertas adentro, en casa. Me refinaba en exhibir mi contrariedad de otra forma. Escondía el tenedor favorito de mi padre durante unos días y luego lo volvía a colocar. Le desparejaba los calcetines y los volvió a emparejar cuidando de que ninguno volviese con el suyo. A mi madre le cambiaba de página el lazo rojo que solía disponer para recordar dónde finalizaba la lectura. Para no alarmar en exceso, espaciaba mis travesuras. Disfrutaba registrándolas en uno de esos diarios con tapa dura y llavecita. Me lo regaló una tía a la que no volví a ver nunca. Escribía: tres de enero, calcetines, o siete de marzo, marcapáginas, o doce de abril, tenedor. Cuando me concentraba, en el hipotético caso de que de verdad desease hacer daño, metía en la cartera del colegio una tarjeta de crédito, alguna que yo viese de más importancia, y la troceaba después con las tijeras. Pedacitos muy pequeños. Luego volvía a casa repartiendo esos trozos por el camino. Como en el cuento. Al principio mi padre le echaba la culpa a mi madre. Después sucedía al contrario. En los días de más inspiración mía, se echaban la culpa a la vez, airadamente. Era mi madre la más perjudicada en estos asuntos que yo gestionaba. El primer psicólogo que la atendió le dijo que tenía que consumir algunos fármacos. Tenía esa tendencia a la depresión que no puede ser aliviada con ninguna charla, por interesada y bienintencionada que fuese. Se resistió tanto como las disfrutó después. Cuantas más pastillas consumía, menos le afectaba que mi padre la increpase o que faltase del cajón aquella sortija de tanto valor, la que mi padre le trajo de un viaje de negocios que hizo. Le borré el mundo que no quería y le regalé uno nuevo.

Que perdiera la buena mano que tenía en la cocina fue culpa mía. Bastaba cambiar el contenido en los botes de las especias. De repente, empezamos a aficionarnos a comer en la calle. De hecho podíamos hacerlo. No habría problema para nuestra cartilla de ahorros. Podríamos estar dos vidas comiendo a diario en los restaurantes del barrio. Allí me costaba más aplicar mis travesuras. Me parecía bien dar un pequeño receso, Permitir que entrase aire. Hacerles creer que uno de los dos se estaba centrando, ilusionarles, en definitiva. En esos días de paz familiar, me sentía pletórico. Era yo el que arriaba la bandera de la paz o sacaba el cuchillo y lo ponía en la boca de los dos. Al año de cumplirse el episodio del buey roto – o del Niño Jesús o quizá de la Santísima Virgen – mamá colocó otra vez el portal. Se tiró una tarde entera. Primero sacó de las cajas todas las figuras. Los villancicos amenizaban ese trabajo moroso, agradable y festivo. Los peces bebían en el río y la madre de Dios se lavaba la cara en las aguas de un río limpio como el jaspe. Las campanas, de dos en dos o de tres en tres, anunciaban la venida del Salvador. Yo, por más que miré, nunca lo vi venir. Carecí de esa visión. Algunos amigos, algunos de los más íntimos incluso, se emocionaban con los peces y con las campanas y con la madre que trajo al niño Jesús a un humilde portal en Belén. A mí me cargaba ese súbito acceso de alegría, alegría que no venía de ningún sitio concreto. Ni de mamá, ni de mamá. Ni siquiera de mí. Era una alegría sin fundamento, abstracta, de poco o ningún modo de ser verificada. Por más que le buscaba yo el sentido a esa algarabía, más aún no siendo mis padres devotos creyentes, de los de misa de domingo y rezo en el almuerzo, no lo encontraba. En el colegio, en uno de los espectaculares belenes que montaban las profesoras de Religión, apoyadas por voluntariosos maestros y algunos entusiasmados padres, siempre faltaba alguna pieza. Birlar al niño de pesebre y ponerlo en la mochila del hijo del Director fue una obra maestra de mi inventiva. Fue él mismo quien tramitó el expediente de expulsión. En otra ocasión, por no repetir la jugada del robo del Mesías Salvador, esparcí restos de una de mis abundantes evacuaciones ventrales. La suficiente cantidad para que no se apreciase a simple vista y también la suficiente para que apestara medio colegio. El Director interrogó de malas maneras a su propio hijo y dijo poner su cargo a disposición de la Junta Directiva – era un colegio privado, podrán entender – si se volvían a repetir incidentes en los que se viese involucrado su hijo. No me alcanza la memoria, pero creo que dimitió en ese mismo curso, y se llevó a su retoño a otro centro.

El mismo día en que mi madre cogió aquel coche funerario, mi padre la conminó a que se planteara muy seriamente dejar de beber. Se había empezado a encariñar con la botella pocos meses antes. Al principio bebía en compañía o en la cocina, mientras que preparaba la comida. Nada que no hagan los demás, pero debes comprender que me alarme lo que vi anoche, le dijo mi padre. Mi padre la sorprendió en el sótano, montada en la bicicleta estática, pedaleando y vaciando la botella de ginebra. Ginebra sola. Nada de los combinados habituales. En realidad no la vio en el sillín. Estaba en el suelo. Tenía una brecha en la cabeza. La botella no la había soltado, aunque le faltaba la mitad, hecha añicos sobre su camisón. A papá le pareció infinitamente peor que yo la viera de esa forma, allí tirada, como una muñeca rota, al hecho mismo de que su mujer estuviese en desgracia, invadida por mil demonios pequeños. Yo, sin tener una certeza todavía absoluta, veía mi mano en la creación de esa escena. Como si yo la hubiese diseñado y el azar, el venenoso e implacable azar, lo hubiese rubricado con su habitual saña. Me lo dijo uno de esos días en que se dejaba caer por mi casa, años después, cuando ya no hablábamos nunca de mamá, cuando la vida tenía fiestas los viernes y Astrid estaba a punto de entrar en ella. Mamá sufrió más de lo que se merecía, hijo. No sé qué hice mal, quizá todo lo hice mal. Y se ensimismaba con el humo del cigarrillo y sorbía café, sin prisa, como pensando muy profundamente en lo que acababa de decir. Yo no debía en esa conversación. Ni en ninguna. Yo le dejaba estar, le ofrecía mi hospitalidad; tampoco él deseaba más. De prudente, no deseaba más. Sólo estar ahí, tener la seguridad de que tenía un hijo y de que estaba delante suya, escuchando lo que decía o sin exigencia alguna de que hablase. Todo estaba dicho, todo estaba por decir. En ese lugar anduvimos siempre mi padre y yo. No se puede estropear una relación si se parte de que nunca la hubo. La mía con Astrid o con Ingrid, se me enredan los nombres, no afino a elegir el verdadero, tomó ese rumbo impreciso. Lo vi en Jorge, en cómo se enamoraba y en cómo se convencía de que no hubo ningún amor. Lo he leído en los ojos de mi madre, en los ojos de lectora voraz de historias románticas. Y en Navidad lo aprecio con una intensidad mayor. Aprendí pronto a no dejarme encantar por todas esas melodías de paz en el mundo y de arcángeles que adornan los tejados de las casas. Todo es mentira. Una mentira que no deja de serlo por muy buen corazón que tenga lo que cuenta. En eso de los corazones buenos hay mucho de lo que hablar. O de le que callar.

Los días tristes

De Astrid hace mucho tiempo que no sé nada. O sé lo poco que me van contando algunos de los antiguos compañeros de facultad. Son charlas improvisadas, frente a un escaparate, en la calle. O en una parada de autobús. Me dicen que sigue con el último novio que se echó. Es una buena noticia, al fin y al cabo. Un novio definitivo. Quizá el novio que termine por llevarla al altar y la aparte de la promiscua vida sentimental que llevaba cuando la conocí, o cuando la conocimos, porque Astrid era propiedad de todos. Más mía, por haber vivido conmigo, por saber de qué lado duerme, qué dice al levantarse, con qué frecuencia va al baño o cómo mastica. Se tiene también propiedad de las personas. Tal vez ahí resida el mal del mundo, en saber que los que amamos nos pertenecen y podemos organizar sus vidas, llevándolas al lugar que creemos mejor o al que, cuando le retiramos el amor o nos lo retiran, al mismísimo infierno. No me tengo por mala persona, pero hay quien podría decir que lo soy. A la vista de lo leído, si se paran y todo lo analizan, como hace el buen lector, no quedo bien parado. Tampoco saldré airoso en el término del relato. Se verá qué atroz es el azar, cómo lo maneja todo, y con qué soltura, como si la trama le perteneciera y nosotros, los que paseamos por ella, fuésemos figuras secundarias, como el buey del portal, el que tiré y se rompió, o fue un Niño Jesús, que es un crimen de mayor repercusión, aunque mamá no practicase, ni fuese a misa, ni yo la escuchase jamás bendecir una mesa o encomendar su alma a Dios, que es el que todo lo juzga y a quien al final le rendimos todas las cuentas. Imagino que también Astrid entra en ese rueda de interrogatorios. Dios por un lado y Astrid, en el otro. Se lo lleva a su terreno, seguro. Por muchas tablas y por mucho camino recorrido que lleve el Altísimo en su preclaro trono, Astrid sabe cómo ganarse a la gente, las maneras de hacerse perdonar o de conseguir que un desconocido se adhiere a la causa que le proponga. La causa del amor, esa es la principal, la de llevarte a la cama y hacerte creer que el centro del cosmos está entre sus piernas, en ese triángulo boscoso de pelo negro, sin domesticar, que desentona con el tono rubio de la cabeza. Uno sería de Ingrid y el otro, a saber cuál, el de Astrid. Habrá quien la conozca y diga ahora que conoce el verdadero. Quien venga y sostenga una historia parecida a la mía, igual en la trama o incluso en los detalles, los que hacen que funcione el relato y también le preparara el desayuno a la Ingrid o la Astrid que no conocimos, no muy distinta a la que nos dejó.

No sabemos muy bien cómo funciona la venganza. Ni sabemos qué legítima o qué bastarda es. No hay un libro que la compendie, una hoja de consignas a las que aferrarse cuando a uno se le ocurre emprender una, buscar las maneras que más duelan, servirla fría, como dicen. No he entendido nunca lo de las temperaturas. Sé que no he dejado de amarla. A mi modo, cómo va a ser otro, no ha habido día en que no me haya ido a la cama con ella en mi pensamiento, noche en que no me haya rodeado buscando su cuerpo o esperando, en el oscuridad cómplice, que se arrimara a mí, como hizo antes, y me dijera que el centro del cosmos lo tenía ella y yo, el esclavo, el poeta, tendría que poner las palabras para que otros lo entendieran. No ha habido ninguna de esas noches espléndidas. Imagino que no habrá otras en el futuro. No es que se uno se ponga pesimista y se enrede en el fatalismo de los primeros amores, los que se van y no vuelven. Ni los días son los mismos días. Los de ahora son vacíos, están huecos. Fantaseo con la posibilidad de borrar a Astrid del todo. Inventar el modo en que mi cabeza no la reconozca si la ve por la calle o el de no acordarme de ella sin que nada de afuera precipite ese recuerdo. Tampoco son éstos los mejores días para poner las cosas en claro. Me levanto por la mañana firmemente decidido a empezar de nuevo. Retomar el curso que dejé, sin que mi padre – la persona que tengo más cerca, la que se supone que está más preocupada por mí -tratara de convencerme de mi error. Volver a las fiestas de los viernes, las gloriosas fiestas que ocupaban un día entero a veces. Hacer que todos mis amigos, los que descuidé, los que empezaban a arrimarse y a intimar, regresaran y pedirles perdón, contarles que se me fue la cabeza, algo de eso. Las cabezas, si no se cuidan, se van, acaban yendo por un lado y tú por otro. Sabrán lo perdido que estuvo, lo mucho que la quise. Ellos la echaron de menos también. Unos más que otros, ya se entiende. Jorge me confesó que se acostó con ella. No lo hizo abruptamente, se tomó su tiempo, temía importunarme, creía (equivocadamente entonces) que eso podría molestarme. Ahora, escuchado ahora, sí que me importuna, me molesta de verdad. Es curioso cómo funciona el corazón. También va a lo suyo, sin permitir que nosotros lo gobernemos. Por eso acepto que estoy mal, por eso espero estar bien pronto. No tendré que hacer nada. El tiempo (lo dicen, lo repiten continuamente) terminará sanando lo que yo no puedo sanar. Confío en él, no tengo tal vez nada más en lo que confiar. Carezco de la fe que podría colocarme en el buen camino, en la senda, en la dirección adecuada, todo eso que todos sabemos.

Mañana es nochebuena. No he comprado nada especial. No tendré a nadie a la mesa. Papá dice que vendrá, pero no lo hará. Julia, la nueva compañera, con la que ya comparte piso y planes futuros, lo llevará a casa de uno de sus hijos. Creo que tiene cuatro. Todos emancipados. Casados, con novia, soltero uno, creo. Es una viuda con cierto brillo, lo reconozco. La única vez que la trajo a casa, en una conversación que me indisponía con mi padre, terció y la condujo con mucho oficio a una paz que bendijimos los tres. No suelo caer en el error de entrar en conflicto con él. Nunca sirvió para nada, no puedo tampoco servir ahora. Más en esta situación, la del cáncer que se la detectado en la garganta. Me lo dijo en un mensaje de teléfono, en unos de esos whatsapps a los que es tan aficionado. Hijo, he ido al médico, me ha dicho que me ha visitado un cáncer. No me verás fumar nunca más. Creo que no me afectó la noticia. De verdad que me estoy encalleciendo. Quizá sea un mecanismo de defensa. Antes de que se vaya, tengo que preguntarle la razón por la que no me liberó de mi encierro en el dormitorio. He pensado muchas veces qué hubiese pasado, cómo habría seguido girando el mundo si al bueno de mi padre se le hubiese plantado levantar el castigo de mamá, no darle importancia, abrir la puerta y abrazarme. Total, un buey roto no es gran cosa. O un Jesús. Ni siquiera un Jesús partido en algunos trozos. Además eran agnósticos o ateos, una de las dos cosas, nunca me explicaron bien qué diferencia hay entre las dos. Yo soy una de ellas, la que más duela a la vista del que cree. Esa adopto yo. Por molestar, por incordiar lo más posible. Por Astrid, por el novio vestido de Santa Claus.

Los días felices están aquí de nuevo

A Astrid la queríamos porque era resuelta en las fiestas. No había otra como ella. Vi a Lola hacer lo que hacía Astrid. Charlar con todo el mundo, poner copas, reír y hacer reír, recordar qué les gustaba a todos y hacer que todo funcionase bien. La música brasileña de fondo. El fado a veces, que le encantaba. Incluso vi a Lola, haciendo de Astrid, cogiendo a alguien de la mano y llevándolo al fondo, a una de las habitaciones. Hasta dejaba la puerta abierta y gemía con más ardor. A Lola le pedí una sola que no fuese Astrid o Ingrid. No lo soy, sentenció, no tengo interés en imitar a esa pendona que te encoñó. En otras circunstancias, la hubiese lastimado. No sé, una bofetada, uno de esos gestos de novela romántica, ya saben. Fingí indiferencia. Se me da bien hacer lo que se esperaba que haga. Me manejo bien en esas exhibiciones lamentables del genio. Yo lo guardo, no lo dejo salir, no permito que los demás me conozcan hasta ese punto. No conviene, puede resultar contraproducente, tal vez nos afecte más tarde, cuando no sea preciso e interese pasar desapercibidos, no contar a nadie que fuiste tú el que retiró el cubierto favorito de papá o el que decidió extraviar la tarjeta de crédito de mamá. Ahora los días felices están aquí de nuevo. Lola hace de una Astrid más rellenita y también más ligera de cascos. A Jorge le gustan así, lanzadas, de las que después no te piden otra cita, un café en la esquina mañana y charlamos y todo eso. Omite, porque le interesa no exigir, que beba como si el mundo estuviese a punto de reventar. Lola no es alta, ni tiene el pelo corto, ni rubio. Tiene los ojos negros, muy negros. Es lo más alejado a un nórdico que se pueda encontrar. No anda hombrunamente, ni coge el cigarrillo como lo hace mi padre. En casi todo, salvo en lo esencial, Lola es de una feminidad académica. No tiene gestos bruscos, ni ríe estruendosamente. No blasfema cuando la montan y, por supuesto, a ella no se le ocurriría pensar que está siendo montada. A Astrid, bien al contrario, le encantaba el lenguaje rudo, las palabras soeces, todo lo que hiciese el amor más obsceno, pero a pesar de todo eso, sin que yo me ocupase de cortar esa cercanía, Lola se fue quedando en casa, fue haciendo suyos algunos rincones, sugiriendo que algunos cambios, no muchos, harían de la casa un lugar más confortable. Nada caro, nada que vaya a arruinarte. Tú déjame una mañana. Yo me encargo de todo. Hasta de pagar, si no te ofende. Cuando vuelvas, casa nueva. Te encantará. Y me encantó. Juro que abrí mucho la boca y sonreí después, al cerrarla; juro que no me importó que trajese una maleta y ya la tuviese en el dormitorio o que me tirase en la cama y se ocupase de que el mundo dejara de girar. Con Astrid buscaba el centro exacto del mundo. Con Lola me esforzaba en pararlo. O ella era la que se obstinaba en ese asunto. A diferencia de Astrid, o de Ingrid, a estas alturas eso carece de importancia, Lola era muy orgánica. Nada cohibida en la cama, se esmeraba en agradarme, en cumplir las pocas solicitudes que se me ocurrían, las escasas fantasías que no creí merecer nunca y a las que Astrid, acelerada, jamás accedió.

Las cosas van mal hasta que dejan de ir mal. Uno ama a alguien hasta que deja de amarlo. O cree que el mundo va a reventar hasta que le parece imposible que esa aberración pueda suceder. No sabemos si es el amor, no podremos saberlo. Si lo de Lola fue amor o si era otra cosa, una apreciable, no pudimos saberlo. Otros, imagino, con un amor más hondo, tampoco sabrían, si se les preguntara. No son creíbles sus argumentos, no se les puede confiar la voluntad de que la vida funcione y el mundo gire y se pare cada vez que entramos en otro cuerpo. Con Lola descubrí la posibilidad de ser feliz sin un compromiso excesivo. Todos los días eran un primer y maravilloso día. Ilusionado, como un crío, le dije. Así me sentía a diario. Las fiestas de los viernes se censuraron. Podría irse todo a la misma mierda, en palabras de Jorge. Cualquier sitio menos ése. Lola tenía la ternura de la que carecía Astrid. La paciencia que no vi nunca en ella. Ahora faltaba que le preparara el desayuno. Ahí residía el punto de no retorno. Nunca sucedió tal cosa.

Los días repitiéndose

Vi a Astrid en la presentación de un libro. Me llevó Lola. Uno de sus amigos de la facultad tenía un hermano poeta, no laureado todavía, pero con algún premio sonoro y muchos de esos contactos que hacen que la carrera literaria sea meteórica. Era una de esas reuniones en las que uno va a ver y a ser visto y en las que, salvo felices casos aislados, sale con la sensación de que ha perdido absurdamente el tiempo. Estaba tomando una copa en un rincón, tomando sorbos cortos, saludando sin parar, sonriendo, todo a la vez, todo con el entusiasmo habitual. Pensé si apartarme o dejarme ver o incluso si dar unos pasos y decirle abiertamente aquí estamos, qué tal, cómo va tu vida. Lo que no supe era con qué nombre abordarla. Si Ingrid o Astrid. Me besaría, me diría las frases convencionales, en las que se confía para que el mal rato pase pronto. Luego se disculparía, seguiría a lo suyo, bebiendo a sorbos, charlando con el corro pequeño que había formado, gente fascinada, no lo dudo. Astrid fascina. Hace eso y lo hace sin que en modo alguno uno advierte que se esfuerza. Estaba preciosa. Más guapa que nunca. Tal vez más alta. Siendo imposible tal cosa, juro que la vi más alta. Vestía de manera informal. Unos vaqueros, una camisa con el logo de un disco famoso, dos hombres ardiendo y dándose la mano en una especie de polígono industrial. No hice nada, no me atreví. Le pedí a Lola que nos fuésemos. No estoy bien, me ha debido sentar mal algún poema, le dije. Volvimos a casa andando. Fue un paseo largo, pero no me apetecía volver a casa. De hecho pensé que esa casa sólo podía ser compartida con Astrid. Ese pensamiento incómodo volvió en los días sucesivos. Se apoderaba de mí, me impedía estudiar (había terminado el último año de carrera y me preparaba unas oposiciones, nada que me absorbiera mucho) y me delataba ante Lola, que se esforzaba en consolarme, sin que yo la dejara, sin permitir que sus afectos (la cama, la dulce y provechosa cama) y sus frases amables (sólo eso, amabilidad, toda la inútil amabilidad del mundo) repararan mi dolor. Nunca he hablado de mi dolor. O lo he hecho de un modo invisible, pero hondo. A veces sólo importa lo que no se ve. Lo que no tenemos es lo que anhelamos. Sólo es nuestro lo que hemos perdido.

Campana sobre campana

No me gusta la Navidad. Tengo motivos. Sé explicarlo. Habrá otros que la detesten porque no tienen a su seres amados o porque les trae al fresco que venga Jesús al mundo y los Reyes Magos acudan al portal y le lleven los presentes. Yo no echo de menos a nadie. De mi madre guardo un recuerdo que no sé explicar tampoco como debería. Soy su hijo, al fin y al cabo. En parte, yo fui responsable de que se despeñara. No lo he pensado mucho hasta ahora. Tal vez sea mejor no pensar mucho. Se vive mejor en esa incertidumbre, en la ignorancia también. No me pregunto, no quiero encontrar respuestas. La verdad, cuando llega después de buscarla con ahínco, duele, duele mucho. Prefiero, en lo posible, evitar el dolor. La vida que he buscado me complace. Lola, Lola, Lola. Alguien a quien abrazar de noche, alguien que me cuide. Como mi madre hacía con mi padre. Nada muy distinto. El amor está en otra parte. Lo perdí, lo dejé ir, lo malogré. Astrid, Astrid, Astrid. El centro exacto del cosmos. Peter Lorre. Chuck Norris. La música brasileña. Los fados a veces. Las fiestas de los viernes, las sublimes, las que salvaban nuestra vida. A veces caigo en la cuenta de que me pierdo en los detalles, en poner el acento en si era brasileña o no la música, en los cigarrillos que fumaba, en el bourbon que bebía. Era bourbon. Todavía hay un par de botellas en la cocina. A Lola no le va. Es muy fuerte, me raja la garganta, me quema el estómago. Astrid era más alta. Se repartía mejor el bourbon por su cuerpo. Debe ser eso. Ahora que lo pienso, debe ser eso. Lo malo es pensar las cosas. Cuando uno recapacita, encuentra respuestas. No siempre gustan, no está bien que se entiendan.

No sé qué hace una campana sobre otra. Luego hay otra más. No me entra que los peces beban y vuelvan a beber. Me irritan los anuncios de turrón. La lotería del 22. La gente de buen corazón. Las tiendas encendidas como si les hubiesen enchufado la dinamo del puto universo. La prisa por comprar. El vicio de comprar. Creo que no tiene nada que ver con el nacimiento de ningún salvador en la oscuridad de los tiempos. Lo que no se me va de la cabeza es el buey. Veo el buey cayendo. El buey tosco y panzudo. Mi memoria ha escrito otra vez el argumento. Lo reescribe diariamente. Confundo al buey con el niño. Dudo si fue una noche entera en la habitación o fue un castigo mayor. Dos noches. Tres. La felicidad de los otros procede de no haber tirado nunca un buey. O no tener una madre como la mía. De las que se suicidan. De las infelices. A mi padre, al pobre, no le culpo de nada. Lo veía todo desde una distancia en la que no afectan los sentimientos. Quizá he heredado ese mecanismos de defensa. El que hace que veas las cosas con la perspectiva de no estar metido en ellas. Anoche imaginé que papá moría. Pobre Julia, pobres hermanastros míos. Ninguno merece un tarado como yo. Esta es la parte negligente del relato, parte en la que el narrador se lastima a sí mismo, se aplica el correctivo mayor, permite que la realidad lo ahogue y se refugia en la escritura. Me parece bien explicar las cosas, cómo sucedieron, dónde acabaron. Creo que de la calle oigo unas campanas. Hay unas cuantas iglesias cerca de la casa. Una de ellas está en un bucle acústico. Los fieles se mueven por las calles. Pasos pequeñitos. Le hacen llegar al niño su cariño y su amistad. Y Jesús en el pesebre se ríe porque está alegre. No me cuenten la manera en que puede reírse una figura de barro. No sé. Quizá no las hacen ahora de barro. Lola está en la cocina. Prepara la cena. Dice que después viene una sorpresa. Como si estuviese lejos y la sorpresa, a medida que cenamos, se acercase, llamase a la puerta. Ya estoy aquí, soy la sorpresa de Lola. No tengo el cuerpo para sorpresas. Hoy no, al menos.

Lo primero fue recogerlo todo. Los platos sucios y después los vasos. Estaba buena la lasaña. El vino, excelente. Llevar el mantel a la cocina y sacudirlo en el fregadero. Si caen pedacitos de pan pueden acudir las hormigas. Lo decía Astrid. Astrid y las hormigas. Dejar las velas encendidas. No hay necesidad de que las sople. Poner un poco de música mientras friego los platos. Si los dejo toda la noche, darán olor. Mañana la casa será una pequeña pocilga. Luego está la pereza enorme que da poner el pie en el suelo, calzarte las zapatillas, entrar en el servicio y pensar que antes o después del café hay que fregar los platos. Hay días que no levantan cabeza si se les da ese comienzo. Es mejor abrazar a Astrid en la cama. Arrimarme despacio a ella. Arrimarme mucho. No será Astrid, pero tampoco Lola. Le he dicho que coja su maleta, meta lo que trajo y se ponga en la calle. Sé que es una mala noche para echarla de casa, pero no me ha dejado otra oportunidad. Podría haberme insultado, podría haberme contado que tiene a alguien. Soy capaz de sobreponerme a esas cosas. No soy tan sensible, creo que no, en todo caso. Lo que no he podido soportar, lo que dudo que alguna vez pueda soportar, es que me haya hecho ir tan atrás. Me ha conducido a mi casa. He visto al buey caerse. He visto que era un buey. Un jodido buey, créanme. Si al menos hubiese sido el Redentor, el Sanador de las Heridas, el Hombre Que Daría La Vida Por Nosotros, pero esta noche he visto que era un puñetero buey. Lo que Lola ha guardado es un portal de Belén. En algún remoto lugar de su promiscua cabeza se le ha ocurrido que a mí podría gustarme que adornara el mueble bar del salón, al que nunca entramos, por cierto, con un portal de Belén. Y además es uno industrial, como de Ikea. Cuando lo he visto, en ese momento exacto, el mundo ha empezado a girar a una velocidad insoportable. Todo yo temblaba. El salón daba vueltas. Lola daba vueltas con él. Mi cabeza daba vueltas alrededor de Lola. No había modo de que yo pudiese hacer que el mundo parase. Juro que me esforcé. Pensé: es ridículo, tú no puedes estar viviendo esto, no eres tú el que se está muriendo, no es posible que una mierda de portal de Belén te esté dañando de esta manera, pero era un puñal el que se clavaba en mi pecho, un puñal con veinte años, con veinte centímetros. Todos los años estaban perforándome el pecho, ningún centímetro quedaba a la vista. Lola ha llorado mientras yo me sacaba el cuchillo del pecho. No ha sido mortal. Estoy escribiendo, al menos estoy escribiendo. Lloraba mientras hacía la maleta. Una manera de llorar como nunca he visto, si me preguntan. Astrid lloró, vi algunas veces cómo lo hacía, pero un llanto diferente. No debe haber dos llantos iguales. Ni dos risas. Le he pedido a Lola que se lleve el portal. No me habrá escuchado, llorando como estaba. O lo ha escuchado, pero estaba más decidida a salir (a irse, a dejar al tarado en su celda). El portal sigue ahí esta mañana. Amanece. La luz de la calle ilumina al buey. Será una señal que sólo lo alcance a él. Me he acercado. Le he tocado el lomo. Lo he mirado a la cara. Tiene una expresión turbia. Como si me entendiese.

En cuanto recoja un poco saldré a la calle. No será fácil, pero daré con Astrid. Sé a quién preguntar. No se extrañarán que indague. No le guardo rencor. Todos a quienes pregunte saben eso. Que nos separamos amigablemente. Lo difícil será qué decirle. Llevo escribiendo toda la noche. Desde que mandé a paseo a la placentera Lola. A Astrid, cuando la vea, le preguntaré cómo se llama. Luego me iré a casa de papá. Ojalá estén allí Julia y sus cuatro hijos. Los besaré a todos. Les diré que les amo. A mi padre, sin que nadie me oiga, le diré al oído que le he perdonado. Papá, te he perdonado. Ojalá mama, en el cielo, me perdone también. Yo fui quien la mató.

OVER THE RAINBOW

por Marisa López

Sí, también yo soy de las que lloran en las despedidas, y no solo en las mías. No necesito ver más que una mirada descompuesta y un labio que empieza a temblar para estrangular un gemido y notar las inevitables lágrimas asomándose, como un ritual. A veces me gustaría sentir la frialdad del desencantado, observar con brutal indiferencia los dramas que me rodean y no dejar lugar a un pestañeo, un latido extra, un mínimo de compasión, pero no es más que un deseo. Por ello en los aeropuertos me despido en el área de Llegadas, rodeada de la felicidad de los demás, de abrazos profundos que hablan de largo tiempo perdido, de risas, planes al viento, pasos rápidos camino de la salida. Y recorro en soledad el trecho hasta la puerta que me separa de mi destino, al fin y al cabo ya me siento así, sola, en cuanto entro en la terminal. Sabiendo lo que dejo tras de mí.

Aquella noche no fue diferente, quise mantener el dolor al margen mientras le abrazaba. Pasarían cuatro meses hasta nuestro próximo encuentro y alojando la ansiedad en el interior de un número me sentía menos cobarde que tratando de imaginar todo aquel tiempo descomprimido, perpetuo, que me atraparía en interminables momentos de nostalgia. La puerta se abría cada poco y un nuevo grupo saludaba alborozado a los recién llegados. Por un instante pensé en lo grotesco del asunto, quince minutos después estaría en el piso de arriba, esperando a que diesen la orden de embarque, en pleno futuro; pero hasta entonces podía sumergirme en el pasado, tratando de atesorar un olor familiar y querido como si se tratase de un rastro, una breve estela a punto de desvanecerse en el aire. Fugaces, intensos, desmemoriados, generosos, nuestros besos habían recorrido todos los términos y el acople era ya una maestría, después de la torpeza de los primeros tiempos, cuando descubrimos que besábamos inclinando la cabeza hacia el lado contrario.

Una mujer enorme abrió los brazos y los llenó de familia, bebés por los codos, mayores por la espalda, las costillas, niños sujetos a sus piernas. Parecía una caricatura de un árbol, ramas emotivas, un tronco sonriendo. Sentí envidia. Por qué unos tanto y otros. No, no pensaba llorar, nunca en la sala de la alegría, pero aquellos chiquillos parecían haber llegado a casa y yo me sentía como si me hubieran desahuciado. Aguanté el tipo, sonriendo débilmente cuando aflojó su abrazo, ojalá algún día fuésemos siquiera uno, soñé por un segundo. Hija de emigrantes, mis padres lo fueron todo para mí. Su pérdida, apenas con un año de diferencia, había supuesto un duro golpe. Como ser engullida por la nada. Si tenía parientes en la Irlanda que mis progenitores dejaron atrás, nunca me hablaron de ellos. Quizá una suerte de justicia poética me había hecho encontrar en mi tierra ancestral un trabajo, gracias a una beca inicial, dejando atrás el país donde había nacido y me habían criado.

Una joven se arrojó a los brazos de un hombre y pareció fundirse en ellos. Inmóviles, conmovidos, compartieron en un prolongado silencio la felicidad del encuentro. A su alrededor la gente sonreía, comprensiva, yo sentí el típico tirón en la garganta, las lágrimas flojas. Pude verlos frente a mí, a mi espalda, desde el techo, llenando la sala. La canción navideña daba la vuelta al recinto, magnificando los sentimientos, conectando gente. Podríamos habernos cogido las manos en ese instante y brillaríamos en la oscuridad, tiernamente. ¿Quién no habría querido para sí un amor ardiente, amor refugio, fortaleza?

Estamos hechos para encajar. Hombros y cuellos, cavidades y turgencias, las almas se solapan, incluso las manos encuentran la posición, enredando los dedos. Quise decirle que esta vez había sido la mejor. Desde el momento triunfal de la bienvenida hasta la tristeza del adiós en las Llegadas. Que su optimismo, su alegría natural, habían llenado mi vacío visceral dándome fuerza. Que a su lado era otra y a menudo me encontraba caminando a un centímetro del suelo. Que los últimos días habían sido, como cada vez, lo mejor del año, llenos de música, de luces, de la ilusión que inevitablemente perdía en cuanto me subía al avión cada vez que volvía a mi mundo. Agradecer las charlas, las caminatas, las pequeñas discusiones, las reconciliaciones. Hablar de destellos en miradas tórridas, de labios que se oscurecen cuando el placer los inunda. De recuerdos íntimos. De ser distintos. Del porvenir. Del principio del fin en la distancia.

A mi alrededor todo parecía provisional, destinado a desvanecerse en cuanto pusiera el pie en la zona de control. Coronas de navidad y adornos brillaban en cualquier rincón, un gran árbol decorado en rojos y verdes, dorados a distintos niveles, luces como latidos, persiguiéndose suavemente en una carrera sin fin en los grandes maceteros, en los mostradores, cayendo como una cascada cerca del panel de las Salidas. La gente se movía lentamente, yo quería decir… quería.. de alguna forma me sentía como mi propio testigo. Podía contemplarme, indecisa, queriendo formular la pregunta, integrar por una vez aquellos viajes en algo perecedero, dar nombre a lo que llevábamos haciendo en los últimos años, recalar en un puerto común, aún sabiendo que la única que deseaba afianzar nuestra relación era yo. Porque todo en él era, también como siempre, una despedida pautada. La forma en que miró el reloj de su muñeca y más tarde el que presidía la entrada, disimulando su impaciencia. El breve vistazo al móvil en busca de mensajes, la comprobación del ticket del parking, la premura con la que sujetó mi maleta mientras me acompañaba al embarque, con la mirada neutra de quien despide a un cliente. Aquel hombre no me necesitaba en su vida de forma permanente. Solo aprovechaba el momento, cuatro o cinco veces cada año.

Quise volverme invisible, caer fulminada, convertirme en un minúsculo punto, en una maceta, pero nada de ello ocurrió y me dejé conducir al área de Salidas, sintiéndome vencida. Haciendo cola todavía pude levantar la mano y saludarle. Amable, siempre esperaba cerca hasta que embarcaba. El techo tenía una claraboya rota y algo ligero comenzó a mojarme el pelo. Al principio pensé que era la lluvia fina que nos había acompañado los últimos días, típica del lugar, pero pronto mi abrigo oscuro se fue llenando de nieve. Parecía irreal, como si pudiese rellenar mis cincuenta centímetros con un clima a la carta, aislándome de los demás. Moví los labios en un impulso, exageradamente, para que entendiese el mensaje “No volveré”, acompañándolo de una sonrisa tímida. Y pude haber añadido “Yo no quiero esto”. Su leve desconcierto no me dolió. Contestó con un gesto de sus dedos, utilizando un teléfono imaginario. Los pequeños copos se acomodaban en mis hombros, sobre mi nariz, en mis manos. Mis peores pesadillas volvían en forma de caricia esta vez, mostrándome una ingenua imagen de mí misma, sin raíces, volando desde Irlanda intermitentemente para ir al encuentro de alguien que un día me diría “No vuelvas por mí, estoy con otra persona”.

Yo quería y tendría el paquete completo. El abrazo infinito al llegar, el amor absoluto y sin reservas. Crear la mitad de un proyecto con alguien, envejecer a su lado. Ser el árbol en el que se refugiarían otras personas, alegría, voces, historias que contar, problemas que solucionar, un hogar. Mi turno en el control despejó mi mente, crucé el escáner como la primera vez, con la incierta sensación de comenzar una vida. Atrás quedaban brillos y cánticos, las próximas Navidades serían diferentes, me dejaría querer finalmente por mis amigos irlandeses, empezaría a integrarme, a pensar que soy más de allí que de ningún lado. Apreté entre mis dedos el colgante estrella que había comprado en un mercadillo navideño. En adelante todo tendría un nuevo sentido. A mi alrededor las caras de la gente acumulaban cansancio. Conteniendo las lágrimas, la garganta bloqueada, seguí con la mirada el despegue de un avión. Mientras se alejaba me acoplé a aquella mancha sobre el horizonte. Haciéndome más pequeña a cada instante. Hasta desaparecer.

EL HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL MUNDO

por Alex Herrera

Una ola minúscula alcanzó la suela de los zapatos del hombre más afortunado del mundo. Vio cómo rodeaba el contorno de sus pies mientras miraba hacía el paisaje desolado que se extendía frente a él. Esa misma tarde, al llegar a su hotel, supo que un gigantesco tsunami había arrasado treinta y dos aldeas, doce pueblos pequeños y dos ciudades de tamaño medio. El agua penetró hasta sesenta kilómetros tierra adentro hasta detenerse a la altura de sus zapatos.

Solo fue una muestra más de la suerte que le acompañó desde el día en que nació. Sus padres decidieron llamarlo Fortunato tras sobrevivir a una caída en el paritorio fruto de la torpeza de una auxiliar de enfermería. No sufrió daño alguno como tampoco lo sufrió cuando acaparó portadas de periódicos y cabeceras de telediarios el día que sobrevivió a un terrible accidente de avión. 232 muertos, contando los habitantes de edificio contra el que se estrelló el aparato. Un superviviente: Fortunato. También sobrevivió a varios accidentes de automóvil con un denominador común en todos los casos: Fortunato siempre salió ileso. Pero su extraña leyenda no se construyó únicamente en base a acontecimientos negativos. Fortunato compró un billete de lotería a la edad de doce años para hacer un regalo a sus padres. No fue premiado. Al año siguiente repitió la operación con una variante: olvidó entregar el billete. La mañana del veintidós de diciembre, el número que lucía su billete fue cantado por los niños de San Ildefonso. Fue el primero de los muchos billetes premiados que pasaron por sus manos y acabaron engordando su gigantesca cuenta bancaria. Sin embargo la situación se convirtió en fatal cuando entregó el dinero obtenido a sus padres, como siempre fue su intención. Dos años más tarde, su padre murió alcanzado por una bala de una pistola de la primera guerra que adquirió en una subasta y que teóricamente no funcionaba. Su madre no corrió mejor suerte: fue internada en un sanatorio mental para tratar la depresión que le produjo la muerte de su marido y de allí nunca salió. Murió poco después probablemente a causa de la pena.

La mañana que el tsunami rozó sus zapatos, Fortunato tenía 22 años, cientos de millones de euros en su cuenta, una salud inquebrantable y gran éxito con las mujeres. No era guapo, pero poseía un enorme magnetismo que poco tenía que ver con sus cuentas bancarias. Mantuvo docenas de relaciones y se enamoró una vez, pero ella, Verónica, terminó por ser la prueba que demostraba que la suerte de Fortunato no se transmitía a las personas que respiraban su aire. Durante unas vacaciones, Verónica se desplomó en el suelo y comenzó a vomitar sangre. En el hospital le dijeron que padecía un extraño tumor cerebral del que solo se conocían dos casos hasta entonces. Lo peor es que el tumor era muy agresivo. Ni siquiera tuvieron tiempo para despedirse como a Fortunato le hubiese gustado. Le dijo a Verónica que le pidiese cualquier cosa y él se la daría. Verónica, convencida de la omnipotencia de la suerte de Fortunato, le pidió ver nevar en los trópicos. Verónica murió tres semanas más tarde mirando al mar desde la ventana de un bungaló de las islas Mauricio. Fue su última voluntad, quería morir mirando el mar más azul que existiese aunque no nevase. Ella fue su primer y último amor. Desde entonces, consciente de su condición de Rey Midas contemporáneo, Fortunato no volvió a besar a una mujer.

La depresión le consumió durante los años siguientes. Desesperado, se empeñó en suicidarse sin ser consciente de que el éter no se lo permitiría. Primero se cortó las venas, pero al perder el sentido cayó en un insólito ángulo que taponó las vías por las que escapaba su sangre. Al despertar, las heridas se habían cauterizado por algún extraño mecanismo natural. Después ingirió doce botecitos de somníferos que, mezclados con la comida japonesa que acababa de ingerir a modo de protocolaria última cena, le provocaron fuertes vómitos. Aquella grotesca situación funcionó a modo de boomerang contra Fortunato cuando, al ser descubierto por su hermano tirado en el suelo sobre un charco de vómito, fue ingresado en un hospital en el que se le detectó un tumor maligno justo a tiempo. De no haber tomado aquellos doce frascos de pastillas, Fortunato probablemente hubiese muerto. Después, convencido de que la muerte aún le reservaba un resquicio por el que colarse, se arrojó a las vías del metro con tan mala suerte -ay Fortunato- que el conductor detuvo el convoy justo a catorce milímetros de su cabeza. No se conocía un caso igual de suerte. O, tal vez, de mala suerte.

Se sucedieron al menos una treintena más de intentos de suicidio en los que intervinieron, entre otros elementos, un hacha, un precipicio y un sicario alemán llamado Hans al que Fortunato contrató para que le matase. En todas las ocasiones sucesos imprevistos -cuando no inexplicables-, mantuvieron al hombre más afortunado del mundo a salvo del abrazo de la parca. Su fatalidad fue tal que su cuenta bancaria incluso aumentó cuando Hans, tras media docena de intentos fallidos por acabar con su vida, le devolvió el cheque que le extendió Fortunato con los intereses correspondientes.

Fortunato, el afortunado, era en realidad un desgraciado que no sabía vivir y tampoco quería aprender. Quiso dilapidar su fortuna a través de inversiones conscientemente ruinosas, pero cuando compraba una mina de cobre agotada, súbitamente se encontraban varias vetas nuevas que extrañamente habían pasado desapercibidas a los espectrógrafos. No podía morir ni podía arruinarse. Qué triste vida la de Fortunato. Nada tenía sentido para él hasta que todo cambió así, de repente, al leer en un periódico la noticia de que Markus Lindgren, el Santa Claus oficioso al que todo el mundo adoraba, había muerto a la edad de noventa y tres años. La información evitaba entrar en detalles escabrosos sobre los motivos de su muerte, pero citaba maliciosamente que se habían encontrado varios objetos de dudosa procedencia en la casita de madera cercana a la ciudad de Narvik que habitó Lindgren desde el día en que un evidente brote psicótico le hizo vestirse con un traje tradicional lapón, dejarse barba y proclamar a los cuatro vientos que él era Santa Claus. Su muerte había generado gran conmoción en los países nórdicos. Varios jefes de estado anunciaron su presencia en su funeral. Incluso se aconsejó oficialmente a los padres que ocultasen tan triste noticia a los niños hasta que se nombrase a un nuevo Santa Claus que sustituyese a Lindgren. Al leer aquella noticia, Fortunato sonrió por primera vez en años.

Si un falso Santa Claus que no fabricaba ni repartía juguetes y que se limitaba a aparecer en televisión junto a media docena de niños seleccionados durante las fechas navideñas había alcanzado tan notable estatus, que no conseguiría él con sus cientos de millones de euros y todo una vida que poder dedicar a la felicidad de los demás. Él sería el nuevo Santa. Le avalaba su fortuna, la económica y la vital. Cierto es que sus rasgos físicos no reflejaban la bondad de los de Lindgren. A sus treinta y cuatro años, el organismo de Fortunato aún no había desarrollado una sola cana ni una arruga. De hecho, Fortunato era barbilampiño, joven, delgado y moreno. Tan físicamente tan alejado al estándar que jamás sería elegido como sustituto oficial de Lindgren. Aquella certeza no le amilanó. Fortunato creía firmemente en la leyenda de los 32 hombres justos transmitida por la cultura judía: cada generación 32 hombres de gran bondad impiden que Dios destruya el mundo. Estos hombres permanecen en el anonimato durante toda su vida, ignorantes en su mayoría de ser lo que realmente son. Fortunato creía que no era uno de ellos, y precisamente por eso lo más probable es que sí lo fuese. Aceptó su destino inventado con la del anonimato que le permitiese desarrollar su plan.

En los meses que siguieron a su toma de conciencia, Fortunato compró los terrenos más septentrionales de Laponia que fuesen aptos para la supervivencia y comenzó a edificar una pequeña ciudad que incluiría pequeñas casas de madera rodeando a una gran factoría de juguetes. Casas pensadas para albergar a las familias de los operarios que contrató para llevar a cabo su plan. Atrajo a los desarraigados y descreídos de todo el mundo con objeto de dar un sentido a sus vidas. Construirían juguetes durante todo el año que entregarían la noche de Navidad entre los niños de todo el mundo. Un plan ambicioso que requería una infraestructura monumental. Los juguetes no serían extraordinarias máquinas electrónicas, teléfonos móviles ni objetos de plástico sino piezas de madera en forma de trenes, automóviles, animales, casas y personas. No se trataba de una cuestión ecológica sino de principios. Fortunato no quería alentar a generaciones de niños pasivos enganchados a una pantalla o dependiente de una batería. Quería aportar herramientas para favorecer el desarrollo de niños despiertos e imaginativos. No habría exclusiones, por supuesto. Su Santa sería laico. No quería que ninguna fantasía religiosa empañase su esfuerzo.

En un principio todo fue bien. Consiguió reclutar a 114 hombres y 57 mujeres para trabajar en su factoría a los que hizo firmar un contrato de confidencialidad en el que se comprometían a no hablar jamás de Ciudad Navidad si algún día decidían abandonarla. La descompensación de géneros no supuso un quebradero de cabeza para él pues estaba seguro de que la desazón vital de los habitantes de su ciudad quimérica les había convertido en seres inmunes a la lujuria, la avaricia, la envidia o la violencia. Por supuesto, todo comenzó a ir mal desde prácticamente el principio, pero no fue el desconocimiento de la naturaleza humana lo que trucó su utopía. Ni siquiera fue el riguroso clima o los numerosos problemas logísticos. Lo que ocurrió fue que a Fortunato se le agotó la suerte. Un día, las minas de cobre que Fortunato había adquirido en Sudamérica se agotaron, y esta vez no cupo duda de que no quedaba un gramo de cobre por extraer. A tan penosa contingencia le siguieron otras como las averías de los aviones de su compañía aérea –Fortunato adquirió la compañía del avión siniestrado que no fue capaz de matarle tras desplomarse sus acciones en bolsa. Desde entonces, y durante más de diez años, no se había registrado una sola incidencia en la compañía-, la quiebra de su empresa de alimentación tras una prolongada sequía en los países asiáticos que producían las materias primas le supuso la pérdida de la mitad de su fortuna. Aun así, decidió seguir adelante con su plan y repartir juguetes el día de Nochebuena, pero sus contables pusieron sus pies en el suelo: si lo haces, te arruinarás. Y Fortunato decidió arruinarse.
Ahora que Fortunato quería vivir es cuando comenzó a sentir que la muerte ya no le sería esquiva. Llevaría a cabo el reparto de juguetes navideños una sola vez y después se abandonaría a su suerte. El 24 de diciembre, cientos de miles de mensajeros distribuidos por todo el mundo situaron puntos de reparto de juguetes gratuitos con tan mala fortuna que muchos padres acapararon dos, tres y hasta siete juguetes mientras que otros se quedaban sin nada. La naturaleza humana, Fortunato. Esa que nunca tuviste en cuenta. El día 25 de diciembre, una centésima parte de los niños del mundo se despertaron con su juguete de madera, el resto siguió su curso sin saber que una vez hubo un Santa Claus amateur que quiso hacerles felices. En la abandonada Ciudad Navidad, solo quince operarios se mantuvieron cerca de Fortunato cuando recibió la notificación de que su inabarcable fortuna se había agotado. Pero lo peor llegó cuando Fortunato consultó el billete de lotería que había adquirido y comprobó que no había sido premiado. Se acabó. Se acabó, Fortunato.

Pasaron veinte años, quizás treinta, en los que Fortunato vagó por todo el mundo ya como el indigente que en realidad siempre fue. Estuvo en Madrid, pero allí le compraron un billete de autobús que le dejó en Barcelona. La situación se repitió una centena de veces. De Barcelona pasó a Sevilla, de allí a San Sebastián, de allí a Burdeos, de allí a París y así hasta acabar, Dios sabrá cómo, a bordo de un precario bote salvavidas que le trasladaba a La Habana. Durante el trayecto se encontró con al menos tres pateras que hacían el sentido contrario. Los ocupantes de las barcazas le miraron extrañados en cada ocasión. ¿Por qué vas a Cuba?, le gritaron varias veces. Fortunato no respondió. Los cadáveres no hablan. Cuando el boto tocó tierra en la playa de Baracoa, Fortunato salió con dificultad de la embarcación con sus ropas raídas y malolientes de vagabundo. Caminó por la playa durante el resto de la mañana hasta que encontró un rincón en el que podría descansar. Estaba flaco. Muy flaco. Sus costillas se marcaban en su torso como palillos que pretendían salir de su cuerpo en busca del aire que dentro les faltaba. Fortunato miró al frente durante las horas siguiente esperando que anocheciera. Tenía sueño. Hacía tanto tiempo que no dormía. Al recostar su cabeza topó con un objeto duro, como si alguien hubiese enterrado una piedra en la arena. Fortunato la tocó. No era una piedra. Su tacto era suave, confortable. Desenterró un pequeño objeto esférico con restos de pintura desconchada que le resultó familiar. Entre sus dedos encontró algo escrito, probablemente, pensó, sería un mensaje. Lo leyó: Made in Christmas City, North Pole. Fortunato sonrió y sus ojos vidriosos parecieron adquirir un leve haz de vida. Después lo cerró y se dejó caer sobre la arena. Y entonces, comenzó a nevar.