Within…

«Ventiladores Clyde», novela gráfica de Seth, funciona en dos espacios completamente equidistantes. En su primera parte logra, con no pocos esfuerzos, que un mundo tan hostil y alambrado como el de los vendedores llegue a interesar al lector. Adorna la historia narrada en primera persona por Abe, su anciano protagonista, con elementos y huellas de los que una vez estuvieron y habitan su memoria. En la segunda mitad es cuando el trazo intimista emerge para asfixiarnos lentamente con la historia de Simon, hermano del protagonista, durante su forzada peripecia como viajante cuarenta años atrás.

Los santuarios de Seth están cubiertos de polvo. Los edificios art decó que aún se mantienen en pie son su iglesia, y son las revistas raídas con olor a humedad que almacena en el sótano su bíblia. Tomando estos elementos, evitando frases grandilocuentes y mostrando lo que se oculta en el interior, ofrenda esta muestra de alta literatura sobre almas frágiles y aquellos que extraviaron su humanidad entre dentelladas a pasteles de queso y palabras hirientes. Al barajar la materia de la que se compone la vida se corre el riesgo de desordenar su esencia hasta olvidar lo que un día fuimos. Seth vuelve la cabeza para observar a aquellos que conservan el fuego dentro de sí y ni siquiera lo saben. Los que reciben los golpes. Sí, ellos…

Trust me…

Matthew se encierra en una fábrica tomando como rehén a Maria. Porta una granada de la segunda guerra mundial que le ha robado a su padre. La policía rodea el edificio. Tras unos segundos, quita la anilla del explosivo, pero no estalla.

Maria:¿Qué ha pasado?”

Matthew: “No lo sé. Debe estar estropeada” 

Maria: “¿Estás seguro?”

Matthew: “No”

Maria: “¿Todavía puede estallar?”

Matthew: “Supongo”

Maria le arrebata suavemente la granada de las manos y la arroja lo más lejos que le es posible. La granada termina explotando tras unos interminables segundos. Cuando el humo se disipa, Maria y Matthew aparecen tumbados en el suelo.

Matthew: “Lo siento. Perdí la cabeza”

Maria: “No importa”

Matthew: “¿Qué vamos a hacer ahora?”

Maria: “Podemos salir corriendo”

Matthew: “No lo conseguiríamos”

Maria: “Les diré que fue culpa mía”

Matthew: “Jamás te creerian”

Maria: “Me da igual que me crean o no”

Matthew: “¿Por qué haces esto?”

Maria: “¿El qué?”

Matthew: “¿Por qué te portas así conmigo?”

Maria: “Alguien tenía que hacerlo”

Matthew: “¿Pero por qué tú?”

Maria: “Da la casualidad de que estaba allí”

Trust (1990)

Cover…

Charlie Chaplin, hombre carente de moralidad alguna en el ámbito privado (y por esa razón, una de esas personas que decían lo que realmente sentían), solía referirse a Douglas Fairbanks como «mi príncipe». La sola presencia del actor, sin importar que se comportara de modo soez o elegante en la ocasión, le generaba una intensa admiración. Muchas décadas más tarde, Gordon Lighfoot, cantante folk canadiense escasamente conocido más allá de las fronteras de su país, escribía una desoladora canción titulada «If you could read my mind» en la que confesaba a todo aquel que quisiera escuchar la desazón que le producía el proceso de disolución de su matrimonio que vivía desde hacía tiempo. Hacía más de un año que conoció a otra mujer con la que inició una relación paralela a espaldas de su esposa. Como resultado final perdió a ambas, lo que le acarreó una profunda depresión durante la que los más pesarosos pensamientos cruzaron por su mente.

La canción, fechada en 1970, se convirtió en un rápido y espontáneo fenomeno social, probablemente a causa del reflejo que generó en todo aquel que vivía o había vivido el desamor sin importar de qué lado se hallase. Todos sufrían. Las versiones, interpretaciones a menudo tendenciosas o ignorantes, con frecuencia cercanas a la comercialidad más vil, no tardaron en llegar. Primero fue Barbra Streisand, quien, con su voz de diva siempre afectada, dió vía libre a Don McLean, Olivia Newton-John, Joe Dassin, Liza Minelli y Don Williams entre muchos otros. Los Spotnicks, grupo intrumental sueco, vieron cómo su versión del asunto se convertía en el himno no oficial de los Juegos Olímpicos de Munich gracias a un desaforado apoyo popular. Mientras, a todo esto, Lighfoot era reclamado en escenarios de todo el orbe para interpretar siempre la misma canción… lo que terminó por hastiarle. En uno de aquellos programas cruzó su camino con el de Johnny Cash. El hombre que nunca supo comprender la furia que le comía por dentro se encontraba en la cumbre de su popularidad gracias a su programa televisivo. Resultó que la química entre ambos fue tan sorprendentemente buena que Cash reclamó su presencia en otras ocasiones a fin de interpretar juntos clásicos del country. La frontera final la marcaba «If you could read my mind», canción que fascinaba a Cash y a la que quiso versionar sin que tal circunstancia, por ignotas razones, llegase nunca a plasmarse en vinilo.

En la fase final de su vida, Johnny se atrevió con casi todo. Versioneó cualquier cosa imaginable, incluídas no pocas medianías. Estaba cansado y enfermo. Lo único que deseaba era articular notas en su garganta mientras le quedase aliento. Fue entonces cuando le pidió a Lighfoot permiso para ofrecer su versión de la canción, a lo que el canadiense respondió: «Al fin el príncipe pronunciará mis palabras» . La interpretación de Cash, con la voz rota, tan cansada, y con dolorosas dificultades para exhalar cada estrofa, pasó casi desapercibida en su día. El tiempo del príncipe ya había pasado.

 

  

Top of the World(press)…

Una serie de correos electrónicos cruzados con Angéline me ha recordado el día que fui rey de WordPress durante un minuto. Conseguí aquel cuestionable logro gracias a un posteo sobre estrellas del porno muertas. Sin embargo, fue el posteo que dediqué a los alegres penes (cinéfilamente hablando, eso siempre) cuando este lugar fue más frecuentado que la kasbah en rebajas…

Casi 20.000 visitas en legítima busqueda de carne. En fin, aquel tiempo pasó, aunque la sección XXX de este antro debe resucitar cuanto antes. El sexo vende, especialmente cuando es insatisfactorio o se carece de él, aunque no conviene olvidar que el sexo está en la piel no en los bits…

Los tipos de WordPress tienen la (no estoy seguro de que sea buena) costumbre de señalar a diario lo que ellos llaman: Blog del minuto. Al parecer, eligen uno de entre los casi 900.000 blogs inscritos en su floreciente mundo falso (no llegaban a 30.000 hace un año, cuando me registré), con el fin de avergonzarle públicamente durante todo un día.

Pues bien, si alguno de ustedes es usuario del sistema ya se habrá llevado el susto. Los afortunados que se lo han ahorrado, pueden llevarselo ahora si lo desean…

Sí, tampoco yo podía creerlo…

No tengo ni idea de si los criterios que siguen para concederte tan dudoso honor, se basan en la cantidad de visitas recibidas por tu blog o en cuestiones meramente arbitrarias, pero ya ven. Si es así, y haciendo bueno el primer parrafo del posteo que dediqué a los suicidas del mundo azul, la frase dead porn stars atrae al personal cual minifalda espartana. Y es que no hay nada como apelar al sexo para ser visitado. He recibido en un día tantas visitas como en los últimos tres meses. Supongo que lo lógico sería sentirse tan excitado como Friker Jiménez con pases VIP para presenciar el apocalichis. Pero no… lo que realmente me produjo emoción fue ver ésto al comprobar la bitácora de visitas recibidas hoy…

El frío de ahí fuera…

“No sé, no sé lo que me ocurre. Estoy perdida. Estoy asustada. Siento como si desapareciese. Nada tiene sentido para mí, ningún sentido”

-4º al llegar a Atocha. Genial. No tengo calefacción en casa, aunque me sobran mantas. Las visitas protocolarias, que se presumían felices, no lo son del todo. Las cosas parecen descuadradas. Será por el frío, pienso. La gente camina encogida por las calles, como juncos quebrados por el viento. No quiero imitarles, de modo que me yergo y camino por una calle interminable que deja pasar el viento de plano. Treinta metros después soy uno más entre los encorvados. Un tipo sudamericano vende churros en miniatura y chocolate caliente al que la presencia de cacao se le supone a juzgar por cómo chorrea. No compro y termino cenando las primeras fresas del año. En el suelo de mi habitación encuentro un papel garabateado. Es un pedazo de una antigua entrada de cine. Durante años las guardé y escribí en su reverso cualquier sensación experimentada aquel día. Leo mis letras siempre mayúsculas que trazan con tinta azul: 4-11-93  Tengo miedo.

“¿Por qué siempre termino enamorándome de cualquier mujer que me presta un poco de atención?”

-3º. Olvidé cerrar la ventana de mi habitación, de modo que terminé durmiendo con el polar puesto, y aún así estaba aterido de frío. Mirando al techo, ya en la cama, recordaba a Joel y a Clementine y su cama entre la nieve. Leí hace tiempo que los sueños funcionan en consonancia con tu último pensamiento antes de que tus ojos se cierren; así que creí que soñaría con esa escena, pero no fue así. Soñé que fotografiaba a una mujer desnuda en una calle de Malasaña de madrugada. Y aunque los demás tenían frío, yo tenía tus guantes.

“Hablar constantemente no significa comunicarse”

-2º. He pasado toda la tarde jugando a la play con mi sobrino. Nos hemos reído mucho. Pronto dejará de ser niño y las risas pasarán a ser aire. A Joel le gusta gastar bromas pesadas a Clementine. Fingirse muerto y cosas así. También le gusta mirarla bajo las sábanas y pasear con ella en silencio. Joel es un tipo silencioso. Me he acordado de eso mientras caminaba por la misma calle que transité bajo la lluvia aquel día de octubre de 2004. Me he fijado en las terrazas, como tratando de encontrar el efecto del tiempo en ellas, pero no he encontrado ninguno. Juraría que incluso las manchas de humedad de las terrazas son las mismas. Supongo que todo esto no era sino un  modo de justificar las mutaciones que yo mismo he sufrido. Aquel día de 2004, al llegar a casa, pensaba que nunca me sucedería nada igual, que nunca experimentaría algo parecido a lo que les ocurrió a Joel y a Clementine,  y una tristeza intensa me mantuvo entumecido durante semanas. La melancolía dulce se escapa de mi control.

“Vuelve y al menos inventa una despedida. Finjamos que la tuvimos”

-5º y bajando. El termómetro de la plaza del ayuntamiento de Cucumberland se ha estropeado y marca 32º. La gente le hace fotos. Mal día hoy. En el metro los pasajeros estaban tan ateridos de frío que se apretujaban en un extremo del vagón dejando el otro completamente vacío. El calor humano es el único capaz de deshelar la Antártida. Tenía pensado pasar la tarde en Madrid. Pasear por Malasaña, bajar hasta Chueca y regresar a Sol o bajar hasta Atocha, pero el frío me ha frenado los pies. De veras que al despertame no los sentía. Me he conformado con ir de un lado a otro de Cucumberland durante un par de horas. Los recuerdos y las cuentas pendientes se amontonan en un espacio cada vez más reducido. Ha sido una triste regresión, ya sabes por qué. Dos horas en las que muchos retales de historias han pasado ante mis ojos, como le ocurrió a Joel cuando decidió cegar su recuerdo. Hace tiempo que también yo lo hubiese hecho sin dudarlo un instante. No me hubiese importado eliminar los recuerdos que dañan aunque se hubiesen llevado a los demás consigo, pero nunca encontré las oficinas de Lacuna Inc. Hoy prefiero el dolor, siempre que la felicidad de los buenos momentos siga quedándose ahí. Luego me llamaste… o te llamé, no lo recuerdo. Tu voz sonaba tan lejos. No fue una buena noche.

«Nos vemos en Montauk…»

-1º. Resulta paradójico que el día que me largo sea el más cálido de los que he pasado aquí. Decidí no pensar los dos días anteriores, moverme por instinto, y todo fue mejor. Prácticamente ninguno de los planes que tenía previsto se ha cumplido. Todo parece haber salido mal. Incluso la tele se estropeó el segundo día aumentando el silencio gélido de la casa. Ayer hice alguna foto realmente buena, de esas que muestran estados de ánimo. Me desperté a las seis de la mañana y me puse a ordenar otra vez la maleta. Me sobró tiempo para grabar cada habitación de la casa en algún espacio sobrante de mi memoria, si es que queda alguno libre. Han pasado muchas cosas estos últimos cuatro años. En una bolsa de trastos para tirar he encontrado una de esas frases con las que decoraba mi cuarto. Se trata de un fragmento de una canción de Tori Amos…

«When you gonna make up your mind
When you gonna love you as much as I do
When you gonna make up your mind
‘Cause things are gonna change so fast»

Estuvo tantos años colgada que aún se percibe el hueco que dejó en la madera. Intercambié aquellas palabras por las de la canción de Beck que suena cuando Joel aporrea el volante de su coche. Me alivió saber que él también llora cuando duele. Cuelgo la mochila en mi hombro, la aseguro con una mano y tomo la maleta con la mano libre protegida por los guantes que siete días antes calentaban tus manos. Me duele mirar por la ventanilla del tren cómo dejo atrás la que es y siempre será mi casa. Otra cosa es el hogar. Ése me espera al otro lado de la vía del tren.

Crónicas Hawaianas…

Alexander Payne puede presumir de ser el creador de una de las filmografías más coherentes del panorama cinematográfico actual. No sólo es el artífice de películas notables, además todas ellas comparten un patrón común que convierte a su obra en un todo perfectamente vertebrado. A ello se debe añadir el que las ideas expuestas, siempre fluidas, apenas hayan sufrido mutaciones a lo largo del tiempo. Cuestión que ha vuelto a suceder en su última película, «Los Descendientes«.

Predestinado (más bien recluido) al universo de los creadores a los que se les exige más que al resto, Payne busca en su última película salidas que contradigan a las numerosas dudas que cuestionan la discutible progresión de su carrera desde la sobresaliente «A Propósito de Schmidt». Desde entonces, el cine de Payne repite constantes bajando el piñón de ácida sugerencia en cada peldaño que sube.

El último eslabón de su particular cadena, «Los Descendientes», bien podía considerarse parte de una apócrifa trilogía si tenemos en cuenta que pace en los mismos pastos que sus predecesoras. El de desencanto de Smitdt, el jubilado que siente que su vida ha sido expoliada; de Miles, profesor de instituto, novelista fracasado, que ve su vida pasar sin haber experimentado aquello de lo que escribe, y de Matt, abogado desencantado que trata de mantener el equilibrio cuando la fachada que cubre la farsa que ha sido su vida se viene abajo, es la misma historia poblada por las mismas constantes. Los matices, las pinceladas, cada uno de los movimientos que realizan para escapar del anzuelo es el mismo, lo que convierte a Payne en un cronista de sus propias obsesiones.

Los personajes de Payne viajan constantemente sin tener un objetivo definido. Smitdt lo hace en caravana; Miles en coches y Matt en aviones. Todos ellos dibujan el trayecto de su propia odisea con la certeza de que en el camino encontrarán las señales que precisan para escapar del laberinto. Los personajes de Payne sufren el desamor. Unos son rechazados, otros ignorados y alguno ni siquiera sabe que tiene lo que busca en otro formato. En cualquier caso todos ellos tienen constancia de que la soledad es su destino final. Escriben cartas, llaman por teléfono y miran la televisión en silenciosa compañía. Sus hábitos de comunicación son protocolarios. No es casual que la esposa del protagonista de «Los Descendientes» esté en coma, como tampoco lo es que el mejor amigo de Smitdt sea un niño africano al que no conoce más que a través de misivas, y que Miles hable de su amada Maya más que con ella. Los personajes de Payne transitan el encrespado suelo del cinismo más hermético hasta las apacibles playas de una humanidad que creían perdida. Smitdt deja de ser un alienado miembro de la clase media que observa a los demás desde su autocomplaciente trono al mezclarse con ellos; Miles descubre que el mundo tiene más tonalidades que el gris al sentir las manos de Maya en su espalda; Matt descubre, gracias a la peripecia en la que se ve envuelto junto a sus hijas, valores que creía ya perdidos y que le llevan a tomar decisiones que le enfrentan a los demás. Todos ellos se humanizan. Todos ellos comienzan a sangrar.

«Los Descendientes»  supone el escalón final de una progresión inversa. Si bien el propio Payne parece haber experimentado la misma transformación que sus personajes, la escala de sus películas ha sido descendiente hasta llegar a la autocomplaciente entrega final. Engañosamente cálida, la última propuesta del director languidece progresivamente en una laguna de situaciones previsibles y completa ausencia de emoción. Su incapacidad para inducir la empatía es tal que se ve obligado a echar mano de forzados artificios y personajes secundarios que aligeren el excesivo peso emocional a riesgo de convertir en desmelenado melodrama (pecado en el que, a pesar de las precauciones, incurre en ocasiones) una historia que carece tanto de impulsos como de otros topes que los que se le quieran imponer. Ignorando la premisa de matizar el trasiego hacia la luz del protagonista, la historia empieza blanda y termina tan caldosa que no resulta extraño que las pequeñas señales de consistencia pasen desapercibidas.

La función concluye recurriendo a unas interpretaciones de salón, de esas que reclaman para sí todo premio imaginable. Más propias de manual que carne y huesos. Demasiado pobre bagaje para algo que se presumía grande.