Aquel que paseaba entre las tumbas…

Aquel que odiaba la luz. Aquel al que protegían las cuatro paredes de su habitación de un mundo exterior que siempre le agredió. Aquel que nunca publicó un libro en vida. Aquel que se declaró ateo mientras guardaba culto en secreto a la diosa Artemisa, a Atenea, a Apolo. Aquel que no pasó una sola noche fuera de la casa en la que nació durante sus primeros treinta años de vida. Aquel al que su castradora madre martirizó inculcándole el orgullo de ser británico sin importar que nunca llegara a pisar su patria postiza. Aquel que se alimentaba casi exclusivamente de helados y dulces. Aquel que temía a los coloreados porque los consideraba una raza fruto del vicio, los hijos del mal. Aquel que estuvo a punto de morir siendo niño a causa de una intoxicación provocada por un pescado, y que desde entonces dirigió todo su odio hacia el mar, la morada de Cthulhu. Aquel que fue bautizado con el nombre de Howard Phillips Lovecraft y que esta noche paseará por el cementario más cercano a su casa cuando la luna esté en lo más alto.

Lovecraft deseaba creer. Cada uno de sus relatos revelan a un hombre que necesita creer, y que para ello, dado que las religiones convencionales le parecen una burda estafa, crea su propia iconografía a través de sus relatos. Un panteón propio sobre el que se asientan los tentáculos de Cthulhu, el enemigo de los hombres a los que él mismo odia. Porque si algo odiaba Lovecraft era a la humanidad, y si algo amaba era escribir extensas cartas a sus pocos amigos y emplear sus tardes en leer las largas misivas con las que éstos correspondían al misántropo de Providence. Amaba lo decimonónico y, aún más, cualquier cosa procedente del siglo XVIII. Amaba observar las nubes a través de los cristales de la biblioteca de su abuelo materno. Amaba la arquitectura y los paseos nocturnos que en ocasiones se alargaban hasta el alba. Y amaba a Poe. Devoraba los libros del escritor de Boston durante maratonianas sesiones que le ocupaban días enteros en los que olvidaba lo que el consideraba pequeños detalles como comer y dormir.

Cuando nació «el Círculo Lovecraft», formado por una docena de visionarios amantes de los relatos del escritor publicados en la revista Weird Tales, Lovecraft hizo realidad su eterno sueño de formar algo parecido a su propia religión. Entre los que formaban el círculo se encontraban Robert Bloch y Robert E. Howard. Maestros que no tuvieron incoveniente en formar círculo pretoriano en torno a su «sumo sacerdote», como el mismo Lovecraft burlonamente se autodefinía. Le escribían mostrándole su admiración y él les correspondía a través de generosas cartas en las que disertaba sobre cualquier cosa que le ayudase a olvidar que el terror le esperaría siempre ahí fuera. Todo aquello le ayudó a contener los secretos anhelos suicidas a los que se vio inducido tras la muerte de su madre. Había descubierto que sin ella la vida podía ser feliz, siempre, eso sí, protegido del mundo exterior por los muros más altos que la imaginación podía general. Sin embargo, aquellos días de relativa felicidad terminaron cuando el escritor conoció a Sonia Greene. Siete años mayor que él, y vivo retrato en vida de su difunta madre. Edipo triunfó y se casaron poco más tarde. Lovecraft accedió a vivir en Brooklyn junto a su esposa. Accedió a abandonar su guarida en Providence. A marcharse del refugio que le mantenía protegido de las sectas del mar, de la gente de piel sucia, del sexo. Porque en Nueva York descubrió que el olor del mar llegaba hasta su ventana, que en las aceras podía cruzarse con personas de aspecto monstruoso que ni siquiera sabían hablar correctamente su sacrosanto idioma, y que su esposa reclabama de él trato carnal, algo que él aborrecía y nunca le dio. Como consecuencia su matrimonio duró dos años, el tiempo que necesitó Sonia para encontrar en otros cuerpos el calor que su marido no le proporcionaba.

Howard volvió a Providence. Radicalizó su discurso clasista y racial al punto de simpatizar con movimientos supremacistas, él que odiaba toda clase de jeraquía imaginable. Pero, por encima de todo, Lovecraft era un tipo imposible de satisfacer. Desencantado de todo, salvo de la escritura, se dedicó a para escribir de modo estajanovista. Siguió temiendo a las mujeres y al mar, lo que se trasladó unos relatos cada vez más terribles con el género humano en los que se percibió un sentimiento de culpa hasta entonces desconocido en sus letras. Cuando murió, en 1937, a los 46 años de edad, casi nadie se dio por enterado. Tal vez el sepulturero del cementario de Providence, con el que fraguó una extraña amistad durante sus paseos nocturnos. Fue entonces cuando el «círculo» se puso en acción y se negó a permitir que se olvidase la obra del «sumo sacerdote» publicando sus relatos en toda revista que se lo permitiese. Y los lectores comenzaron a llegar.

Leí «Dagon» a la edad de quince años. Lo que sentí lo expresó de un modo más diáfano el escritor Michel Houellebecq: «Descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un “amigo”. Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso». Esta noche volveré a sus letras como lo hago cualquier otra noche. No lo haré por tradición, sino por necesidad. Y él, seguro, seguirá observando el mundo desde su ventana.

lovecraft

Ilustración de Alberto Taviria.

 

Las Largas Noches de Invierno…

Auster se sienta, reflexiona y escribe una noche de invierno mientras llueve en Nueva York. Lo hace sobre su vida, sobre lo que siente y sobre todo aquello que se clavó en su memoria o en algún lugar de su cuerpo. Repasa sus cicatrices y el modo en que llegaron hasta su piel. Recuerda a las personas que algún día quiso y ya no están, tratando de retener su recuerdo una línea más. Auster se lamenta de las ocasiones perdidas, no duda en apalearse en cuanto surge la ocasión, mira hacia el frente y se pregunta por qué él. Se lamenta de no haber sabido vivir en ocasiones, pero se siente orgulloso de una sola cosa: haber sabido querer. Su segunda esposa, la mujer de su vida, aparece en cada línea a través de su olor, de su voz que casi podemos escuchar, de los codazos y patadas que suministra al escritor cuando ronca al compartir cama. Es entonces, al bajar la guardia, cuando el Auster intimista con el que una vez me confundí reaparece, al relatar cómo recoge una almohada y se hace hueco en el sofá para no turbar el sueño de su esposa. Es entonces cuando se produce el milagro de la mimetización. Cuando Marco Fogg vuelve a dejarse llevar hasta casi morir de inanición, lo que me lleva a recordar mis bolsillos vacíos y mi indolencia que yo encontraba justificada mientras los demás sufrían. Prosigue recuperando la memoria de las mujeres que creyó amar algún día, de las putas parisinas que calentaron su cama, de las peleas de niño, las torpes primeras escaramuzas sexuales, el dolor de la impotencia ante la injusticia, los escasos arrebatos de dignidad, las no pocas ocasiones en las que estuvo a punto de morir y las casas en las que dejó impresa su felicidad o su angustia.

Auster reflexiona sobre su vida, que cree demasiado larga pues bebe demasiado, fuma demasiado y ama demasiado. Los que aman demasiado siempre viven poco, él lo sabe. Él, que siempre escribió de sí mismo, ahora quiere que sea su circunstancia la que decida, porque todo está frío ahí fuera y Auster, ahora, se siente en paz. Pero para alguien que ama, un minuto más es una página en blanco por rellenar.

Se puede acusar a «Diario de Invierno» de acudir al recurso fácil de la rememoración, siempre, de un modo u otro, colectiva. Pero éste es el Auster que echaba en falta desde hacía una década. El que se planta bajo la lluvia sin paraguas esperando acabar empapado para después contar a los demás que la vida en un ballenero es tan dura como afirman. El fabulador romántico. El hombre que da la razón al poeta George Oppen cuando afirmó: «Algunos de los lugares más hermosos del mundo están en el cuerpo de tu mujer», para añadir orgulloso, cual explorador de principios del siglo XX, que él los ha transitado todos.

«Hay que morir inspirando amor (si se puede)» escribió Joubert. Auster se aferra a la frase del pensador francés como un náufrago mientras recoge la penúltima rama del nido.

Demasiado débil para luchar…

Durante una época de su vida Frank Kafka no consiguió escribir. La única válvula de escape que se le concedía se había cegado… y la angustia comenzó a crecer. Fue entonces cuando Milena Jesenská apareció en su vida. Ella era una escritora que se ganaba la vida traduciendo textos ajenos. Hacía años que se había casado, en un acto de rebeldía, con un mediocre novelista austriaco con alto concepto de sí mismo llamado Ernst Pollak. Sin vida social y con un marido demasiado abstraído en sí mismo, no tardó en sentirse desdichada a su lado. Como recurso de supervivencia se volcó en los libros y en su trabajo… entonces apareció Kafka.

Milena se descuadró al leer varios cuentos del escritor. No se trataba de la arquitectura de los escritos tanto como de lo que filtraban sus historias. Le escribió poco más tarde, pidiéndole permiso para traducir su textos (originalmente escritos en alemán) al checo. La respuesta de Kafka, tan apasionada como llena de imprecisiones, le hizo plantearse la posibilidad de enamorarse de alguien a través de sus letras. Algo imposible para una mente racional, pero ella, que se enfrentó a su familia para casarse siendo aún menor de edad, nunca fue una mujer racional.

Así nació la relación epistolar que les unió hasta la temprana muerte del escritor en 1924. Cuando Kafka escribía, Milena temblaba. Tal vez por esa razón fue siempre reacia a encontrarse con él, circunstancia que se dio en dos ocasiones. En Viena, durante cuatro intensas jornadas, y durante un día en Gmünd, la última vez que se vieron.

Su primer encuentro se dio en un café de Viena. Milena buscaba a un hombre moreno, de aspecto quebradizo y sombra triste. Tardó en reconocerle. Kafka, sin embargo, la reconoció de inmediato. Se sentó a su lado y, aún sin cruzar palabras, apartó el cabello del rostro de Milena. La fascinación de ella se acrecentó cuando Franz se refirió a ella como mi Milena.

Concertaron un nuevo encuentro en Gmünd, durante el mes de agosto. Franz se presentó a la cita ansioso. Lo primero que hizo fue confesar su amor por ella… y ella no respondió. Asustada por el apasionado ardor del escritor, y confusa por el tormentoso placer que él parecía extraer de la autoflagelación, se mostró ausente durante el resto de la jornada. Los paseos que siguieron por los frondosos bosques de la ciudad austriaca se convirtieron en un calvario para ambos. Franz reprochó la frialdad de Milena. Milena calló. Durante el viaje a la estación de tren que les alejaría, Franz trató de coger de las manos de Milena. Ella las apartó. Este último encuentro sumió a ambos en una profunda melancolía al ser conscientes de que por carta resultaba más fácil amarse. Sin embargo, el papel les impedía tocarse.

Después de su último y fatal encuentro, Milena telegrafió a Franz informándole de que le había enviado una carta explicándole lo que había sentido en Gmünd.  Aquella misma tarde introdujo en un sobre una carta escrita en papel amarillo dirigida a Franz en la que trataba de recuperarle haciéndole entender lo difícil que era amar a alguien que se odiaba a sí mismo con la misma intensidad con la que se había entregado a ella. Sentía que algo se había roto entre ambos, y no se equivocaba. Pasaban las semanas y la respuesta no llegaba. Mientras, en Praga, Kafka escribía y rompía docenas de cartas destinadas a Milena. No podía dormir. Se levantaba de la cama de madrugada para redactar misivas que, una vez llegado el alba, rompía desesperado. Finalmente, semanas más tarde, en el buzón de Milena apareció un sobre escrito con la caligrafía aguda de Franz. Aquella fue la última carta que le envió.

Sin fecha

Sábado por la noche.

Aún no he recibido la carta amarilla, te la devolveré sin abrir. Me lamentaría el resto de mi vida si la idea de no escribirnos más no fuera la más correcta. Mas no me equivoco, Milena.

No quiero seguir hablando de ti, no porque no sea asunto mío, sí lo es; pero sencillamente no quiero hablar de ello.

Así que hablemos de mí: lo que tú eres para mí, Milena, lo que eres para mí más allá de todo el mundo en que ambos vivimos, eso no lo encontrarás en los papeluchos diarios que te he escrito. Esas cartas, tales como son, solo sirven para atormentarse, y cuando no atormentan es peor todavía. No sirven de nada, salvo para crear un día, en Gmün, malentendidos, humillaciones, humillaciones casi perpetuas. Quiero verte tan nítidamente como aquella primera vez en la calle, pero las cartas distorsionan tu imagen aún más que el bullicio de la calle L. (…)

(…) Aquí estoy, sentado frente a esta carta, sin nada más que hacer, a la una y media de la madrugada; mirando sus palabras y viéndote a través de ellas. A veces, no en sueños, se me aparece esta visión: tienes la cara cubierta por el pelo, consigo separarlo y apartarlo hacia ambos lados, aparece tu cara, mis dedos recorren tu frente y tus sienes y al fin he conseguido retener tu rostro entre mis manos.

Lunes

Quise romper esta carta, no mandarla, no contestar a tu telegrama, los telegramas son tan fríos, pero ahora además tengo la tarjeta y la carta, esa tarjeta, esa carta. (…) Callar es la única manera de vivir, en todas partes. Con tristeza, de acuerdo, pero ¿eso qué importa? Así el sueño es más infantil y más profundo. Pero el tormento es como un arado que surca el sueño -y el día-, se vuelve insoportable.

Miércoles

No hay ley que me prohíba escribirte una vez más y agradecerte esta carta donde aparece lo más hermoso seguramente que has escrito nunca, ese “Yo sé que tú me…”.

Aparte de eso, no hace mucho que estabas de acuerdo conmigo sobre la conveniencia de no escribirnos; que precisamente yo lo haya propuesto se trata simplemente de una casualidad, ya que del mismo modo habrías podido proponerlo tú. Y como estamos de acuerdo, no es necesario explicar por qué es conveniente que no nos escribamos más. (…)

(…) Esta carta no es una despedida, solo lo sería si la fuerza de la gravedad que me acosa constantemente me arrastrara para siempre contigo.

El 3 de junio de 1924, día de la muerte de Franz Kafka, Milena escribe una nota fúnebre en un diario checo: «tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo».

Días antes de su muerte, devorado por la tuberculosis que le impide alimentarse con otra cosa que no sean líquidos, Kafka escribe una de sus últimas sentencias: «Quien busca, no halla. Quien no busca, es hallado».

El Mapa de la Caída…

Sábado, 25 de abril

Vida frágil, absurda, cómica, triste. Hagas lo que hagas, aunque escribas la «Divina Comedia», seguirás siendo alguien muy ridícula, muy melancólica, pintoresca y graciosa durante unos minutos, fatigante y atrozmente aburrida en la convivencia diaria.

2 de enero

No eres tú la culpable de que tu poema hable de lo que no es. Si habla de lo que es quiere decir que alguien no vino en vez de venir. Pero ¿por qué hablo con verbos activos como si hubiera pasado la noche con una espalda en la mano?

12/III

Este diario, ¿lo escribo para mí? Ahora, ¿estoy escribiendo para  mí? La verdad: tengo miedo. El de siempre. Tengo miedo y no puedo vivir en este mundo y lo quiero, claro que lo quiero, pero no sé cómo se hace. Todo lo hago mal. Algo se destruyó. Demasiadas pérdidas. Nadie las soporta. Y ahora, aunsi me alimento de los corrompidos restos de un idealismo muerto, sé que sólo me importa lo visible y lo tangible, es decir, lo que se me niega. Se me niega por mi ansiedad, por mi desconfianza, mi entranjeridad, mi seguridad de ser expulsada, aun por un paisaje. Como un temor de mirar una piedra por miedo a que se lance, sola, a herirme.

Viernes, 9 de julio

Estoy amenazada. Hoy, sin embargo, confío en mi fuerza. Estoy definitivamente sola y confío en mi fuerza. Debería escucharme con más respeto.

9 de octubre

Van cuatro meses que estoy internada en el Pirovano.

Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas.

Hace un mes, quise envenenarme con gas.

Las palabras son más terribles de lo que sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana.

En cuanto al escribir, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran.

4 de diciembre, sábado (última entrada del diario)

A pesar de todo, es decir de la conspiración para que no escriba, quisiera, subrepticiamente, ir escribiendo CASA DE CITAS.

1) Buscar todos los cahiers anthologiques y reunirlos. Leerlos y obtener de ahí citas (cahier de lecturas de ensayos inclusive)

2) Releer algunos libors mareados, Lichtenberg, Beguin, Katka (los ojos, ¿cómo puede eso ser hermoso?), Lautr., Rimb., Hölderlin, Günderode, etc.

3) Lo fundamental es el «tema» del lenguaje.

4) Ver «la locura y la lógica»

5) Ver mis cartas no enviadas (a Pinchon, a Rodríguez).

Luego están los poemas de «Sala de psicopatología».

Como si escribir me estuviera prohibido. ¿Y por qué no me estaría? La escritura, el sexo: mi ausencia actual de estos dos pilares de la sabiduría.

Heme aquí escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo escribir mi diario.

Diarios – Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik murió el 25 de septiembre de 1972.

No tengo ni idea de lo que va a pasar a continuación. Y tú tampoco…

En el armario en el que Liz y yo nos encerrábamos de críos encontré una caja llena a reventar de cartas. Escogí una al azar y cometí el error de leerla. Era una carta que mi madre le había escrito a Liz: mi hermana era muy pequeña, y había ido de campamento a Vermont por primera vez. Mi madre intentaba consolarla, ya que nunca antes había estado tanto tiempo fuera de casa. Era tristísima. Hubo muchos momentos como aquel en los que la pena me podía y tenía que dejar de hacer lo que tenía entre manos.

Cosas que los Nietos Deberían SaberMark Oliver Everett

 

 

Gracias, Mycroft

Testamento de Miércoles en Víspera de un Viernes…

Aclaro que éste no es un testamento
de esos que se usan como colofón de vida
es un testamento mucho más sencillo
tan solo para el fin de la jornada

o sea que lego para mañana jueves
las preocupaciones que me legara el martes
levemente alteradas por dos digestiones
las usuales noticias del cono sur
y la nube de mosquitos casi vampiros

lego mis catorce estornudos del mediodía
una carta a mi mujer en la que falta la posdata
el final de una novela que a duras penas leo
las siete sonrisas de cinco muchachas
ya que hubo una que me brindó tres
y el ceño fruncido de un señor
que no conozco ni aspiro a conocer

lego un colorido ajedrez moscovita
una computadora japonesa sin pilas
y la buena radio en que está sonando
el español grisáceo de la bibicí
ah la olivetti y el cepillo de dientes
no los lego porsiaca
lego tropos y metáforas de uso privado
que modestamente acuñe en la tarde
por ejemplo el astillero en que reparo mis sueños
el pájaro aleatorio que surge del crepúsculo
la cortina de lluvia que miro y no descorro
lego un remordimiento porque es aleccionante
y un poco de tristeza por que es inevitable
también mi soledad con la ilusión
de que el jueves resuelva no admitirla
y me sancione con presencias varias

lego los crujidos de mis viejas bisagras
también una tajada de mi sombra
no toda por que un hombre sin su sombra
no merece el respeto de la gente

lego el pescuezo recién lavado
como para un jueves de guillotina
una maceta con hierbabuena
y otra con un bionato que me hastía
ya que esta cargante convolvulácea
me está invadiendo el cuarto con sus hojas

lego los suburbios de una idea
un tríptico de espejos que me agrade
el mar allá al alcance de la mano
mis cóleras por orden alfabético
y un breve y curioso estado de ánimo
que todavía no se si es inocencia
o estupidez malsana
o alegría

sólo ahora lo advierto
en paredes y anaqueles y venas
en glándulas y techos y optimismos
me quedan tantas cosas por legar
que mejor las incluyo
en otro testamento
digamos el del viernes.

Mario Benedetti

La hija del relojero, la esposa del soldado…

«Después, Singer sacó las manos del bolsillo y escribió con cuidado en un trozo de papel con un lápiz plateado. Y empujó el papel hacia Jake.

Puedo poner un colchón en el suelo y quedarse usted aquí hasta que encuentre un sitio. Yo estoy fuera la mayor parte del día. No habría ningún problema.

Jake sintió que le temblaban los labios con un repentino sentimiento de gratitud. Pero no podía aceptar.

-Gracias -dijo-. Ya tengo un sitio»

El Corazón es un Cazador SolitarioCarson McCullers.

Cuando Lula Carson Smith nació, su padre fabricó un reloj que custodió hasta que hubieron transcurrido catorce años de tan celebrado acontecimiento. Entonces se lo entregó con la certeza de que ella lo conservaría toda su vida. Se trataba de un reloj azul esmaltado con ribetes plateados con una inscripción que rezaba: «Busca el camino».

Carson tenía dieciocho años, una salud extremadamente frágil y un aspecto de niña grande, acentuado por su costumbre de encogerse de hombros a la primera contrariedad, cuando conoció a Reeves McCullers; soldado voluntario, más por necesidad que por idealismo, que aspiraba a convertirse en el gran escritor americano del siglo XX. Carson  no necesitó de su influencia para adentrarse en el mundo de la letras. Su acomodada familia le había proporcionado una sólida educación, pese a su díscola actitud ante todo aquello que significase disciplina. Dos años más tarde, Carson y Reeves se casaron.

La desilusión no tardó en frecuentar la casa de los McCullers. Cada semana un manuscrito de Reeves era devuelto por alguna editorial con una carta que contenía la misma frase, con distinta formulación, que acompañó a cartas anteriores: «No es lo que buscamos» «Tal vez en otra ocasión» «Siga intentándolo». En otras palabras: «No tienes talento. Dedícate a otra cosa».  Reeves se viene abajo, busca refugio en su esposa y Carson comienza a defender la obra de su marido por encima de la suya propia. Nadie la escucha. Carson ha perdido el pudor y hace tiempo que muestra lo que escribe, y resulta que le gusta la sensación de dejar grabado lo que bulle dentro de ella. Su primera novela, «El Corazón es un Cazador Solitario» es recibida con entusiasmo. El complemento de Faulkner, afirman algunos. Mejor aún que Faulkner, dicen otros. La escritora de los desamparados que sabe mirar donde nadie se atreve a hacerlo, aseguran los demás. No pasa mucho tiempo antes de que Carson se inhiba de todo lo que no sean sus letras y, ante su ausencia, Reeves busque consuelo en la barra de los bares. A ello le seguirán las peleas, los insultos, las infidelidades…

Trascurre el año 1940. Tras divorciarse de Reeves, Carson se muda a Nueva York y allí conoce a W. H. Auden, a Tennessee Williams, a Henry Miller que trata de ligar con ella, pero Carson ha puesto sus ojos en la andrógina escritora suiza Annemarie Schwarzenbach con la que comienza una destructiva relación marcada por la dominante personalidad de la europea. Poco más tarde llega el ataque cerebral que paraliza la mitad de su cuerpo, momento que la Schwarzenbach aprovecha para largarse y propinarle a Carson un nuevo desengaño.

La cuestión es que, pese a los contratiempos, se recupera asombrosamente bien y en unas semanas apenas quedan estragos del ictus que casi la mata. Varias relaciones lésbicas más tarde, comienza a desencantarse de la gente y su escritura se vuelve ocre. Se vuelca en sus personajes, siempre marginales: sordomudos bondadosos y solitarios, lesbianas hoscas e incomprendidas, jorobados sediciosos, negros que han de comer en el porche, sin mesa, porque nunca son bienvenidos en ninguna parte, tipos tan silenciosos y fuera de lugar que son objeto de burla por el simple hecho de existir. En cierto modo, Carson se radicaliza: «Lo que la mayoría considera normal a mí me da miedo», escribe. Su aspecto sigue siendo adolescente, pese a transitar cerca de la treintena y a lo baqueteado de su viaje. En ocasiones mira el reloj que le fabricó su padre. Lo hace antes de vaciar una botella de ginebra. El miedo que crece dentro de ella le hizo detenerse una tarde frente a una licorería. Desde entonces, las botellas vacías se amontonan en su trastero.

Escribe y bebe sin parar. Una página y una botella diaria, según afirman sus biógrafos. Trata de volver a los hombres, pero éstos la tratan tan mal como lo hicieron las mujeres. Sigue queriendo a Reeves, incluso le escribe varias veces, pero él no responde. La caída en el abismo del alcohol se acompaña de fuertes depresiones que la llevan a refugiarse en su casa durante estaciones enteras. La parálisis ha ganado espacio desde entonces y  hace años que comenzó a recuperar el terreno perdido. Primero se entumecen sus piernas, luego uno de sus brazos, después un lado de su cara.

Un día decide escribir una última carta a Reeves: «Nuestro mutuo amor es semejante a la ley natural, independiente de nuestras voluntades, inalterado por las circunstancias».  Reeves responde a los pocos días. Se reencuentran cinco años después del divorcio que les alejó. A él le han salido canas; a ella patas de gallo prematuras que siguen sin conseguir hacer mella en su cara aniñada. Él sigue sin publicar nada, pese a que las editoriales están empapeladas con sus letras. Ella es una de las más grandes escritoras vivas. Se vuelven a casar dos meses más tarde.

En un principio, la nueva oportunidad que se dan va bien. Carson cuída a su marido, tira de él, mientras en Reeves crece la desazón al encontrarse una y otra vez con puertas cerradas. Sin embargo, siguen adelante, pero no durará mucho. La burbuja estalla cuando el último libro de Carson, «Frankie y la boda», es adaptado en Broadway convirtiéndose en un éxito instantáneo. Reeves, incapaz de asumir su fracaso y empequeñecido por el éxito de su mujer, vuelve a beber y esta vez lo hace a lo grande. Presa de delirios paranoides, comienza a hablarle a Carson de suicidio. Ella se asusta, pero no deja de beber a su lado, compartiendo fantasmas con frecuencia. Incluso se establece una especie de pacto suicida que Reeves comienza a gestar en 1952, durante una estancia en Francia. Finalmente, Reeves se aleja de ella, sabedor de que supone una rémora para la carrera de su esposa. Pocos meses más tarde la frustación de Reeves se traduce en macabro éxito por una vez en su vida mediante una soga colgada de una viga. Carson se hunde al conocer la noticia. Comienza a escribir, de modo amargo, sobre lo insoportable de las relaciones destructivas como la que mantuvo con Reeves. Se encuentra devastada, ya no quiere más. Tennessee Williams, amigo siempre, dice de Carson que lo único que quiere es amar y ser amada, pero a cambio se rodea de personas incapacitadas para darse, que sólo demandan su esencia negándole la suya propia. Vampiros emocionales que la desgastan poco a poco, sentencia. Carson sufre un infarto, después otro, después uno más. Le diagnostican cáncer de mama poco más tarde. Por entonces, su paralisis se ha agravado, llevándole a una silla de ruedas de la que ya no se levantará.

Muere en 1967 en un hospital de Nueva York. Entre las pertenencias que llevó consigo en su último viaje figuraban un libro de Auden, una fotografía de sus padres y un reloj azul esmaltado con ribetes plateados que lucía la inscripción: «Busca el camino». 

«En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario».

La Balada del Café TristeCarson McCullers.

Los Hermosos Vencidos…

LA MISMA VIEJA HISTORIA

Un adolescente aburrido

es, ciertamente, un paisaje

muy triste,

y aún más

sabiendo que hay mujeres

que duermen

con la boca abierta

y docenas de parejas

que se hacen el amor

en chino, francés, árabe

o en el idioma

de los delfines.

Por eso hay tantas butacas

en los cines

y tantas camas en las casas.

Y es que la inteligencia

es erótica

y el arte perfecto

el orgasmo.

Antología Poética – Felix Francisco Casanova

Felix Francisco Casanova murió en 1976, a la edad de 19 años.  Esta noche revivirá durante un par de horas y puedo contar que seré testigo del prodigio. Si bien, él vivirá en sus libros por siempre.

Anotaciones al borde del acantilado…

Werner Herzog creció en un remoto pueblo de montaña de Baviera. De niño nunca fue al cine, no tenía televisión ni teléfono. En 1961, cuando todavía estaba en secundaria, trabajó como soldador en el turno de noche para producir su primera película. Tenía diecinueve años. Desde entonces ha producido, escrito y dirigido más de cincuenta películas, entre ellas «Aguirre, la cólera de Dios», «El enigma de Gaspar Hauser» y «Grizzly Man». Vive en Los Angeles, donde dirige una serie de seminarios de cine en los que no se imparte ningún tipo de enseñanza técnica, una escuela «para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental. En resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior».

Werner Herzog – Conquista de lo Inútil

Pasó a mi lado multitud de tardes posado de costado en una estantería de una librería cerca de la Plaza de España de Madrid. Desde allí fue testigo de capuccinos y charlas y algunas confidencias y muchas risas. También lo fue de un proyecto que lo hubiese llevado cerca de su hacedor y que finalmente fue, pero no pudo ser. Y luego llegó hasta mis manos desde Bilbao, con riesgo de tu vida propia, envuelto en papel arrugado que aún guardo en un hueco de la cama.

Siempre viaja conmigo. Porque no están tus letras y si embargo estás tú. Los que vivímos al margen, Herzog más que yo, tenemos un código de conducta que siempre propició este tipo de encuentros.