Hace años, cuando el corazón de este blog aún latía regularmente, el último posteo del año estaba reservado para la mejor película del año. Hace tiempo que dejó de ser así. Llegaron los pequeños y debí aprender a gestionar el tiempo de otro modo. El perdedor fue el blog. Tenía malas bazas.
Hoy recupero la costumbre que siempre me resistí a abandonar dedicando. La diferencia es que, a falta de una base sólida de películas estrenadas este curso para tener un juicio de valor sólido, me entrego al recurso fácil de la última película vista. Fue hace dos días. Su título: «Z, la Ciudad Perdida». Una apuesta en principio ganadora (base sentimental cimentada en mi infancia, buen director, gran historia) que se malogra a causa de unos diez minutos finales mal aprovechados. Diría incluso que bochornosos en función del día en que se produzca su visionado.
Crecí fascinado por la historia de Percival Harrison Fawcett, ese explorador extraordinariamente fantasioso que lo apostó todo a una quimera que nunca podría tocar. Tuvo miles de defectos, lo que le acerca aún más a mí, y una única virtud: el empecinamiento en abrazar una fantasía. Vivió y murió como quiso (otro punto admirable), y supo desaparecer con la suficiente elegancia como para generar una leyenda inmortal. Imposible hacer una mala película con su historia. Sin embargo, James Gray, excelente director que no terminar de dar el mazazo definitivo que le garantice la persistencia de su memoria filmada, comete el error de enamorarse del personaje al punto de consumirse a su lado sin haber cumplido sus promesas. Como Fawcett, Gray miente, y lo hace mal. Desperdicia así una primera hora extraordinaria, fiel al cine clásico con actualizados ribetes dorados, en los que muestra imágenes que herirán los sentimientos de todo twitero sensible (de hecho, Grey se rinde levemente a la tontería de la corrección política rectificando a tiempo antes de facturar una película de ciencia ficción) para, más tarde, fabricar un certero y arriesgado retrato de un personaje tan contradictorio como Fawcett.
Pero llega el final, y Gray no qué hacer con él. El dilema de siempre: ¿optar por la realidad o por la leyenda? Gray se decanta por la leyenda, sin tener el cuajo suficiente para convertir su discurso en algo mágico, tal y como reclamaba el material. Triste final para tan brillante desarrollo.
Es con él, con el teniente coronel Fawcett presintiendo su derrota en la selva brasileña, como despido el año y deseo que los próximos 365 días (los suyos y los míos) sean felices.
Finaliza el año, y como siempre ocurre en estas fechas, en algún lugar del mundo y en este preciso instante, se estará publicando la boba lista de turno que proclama las (a su cuestionable juicio) mejores películas de la historia del cine. Las elegidas depederán considerablemente del lugar en que se haya elaborado la lista, pero, independientemente de que sea en Dinamarca o en Filipinas, ¿adivinen qué película estará entre las diez primeras sí o sí? Efectivamente, «Ciudadano Kane».
Basta ya de postureo. ¿Realmente cuesta tanto reconocer que ha envejecido de tal modo que hoy día solo puede ser vista como una curiosidad coyuntural? Todas y cada una de las trampas utilizadas por Orson Welles son fácilmente reconocibles y señalables. Cada recurso narrativo no es solo cuestionable hoy, sino que lo fue en 1941. No en vano la película fracasó en taquilla ante un público mucho más exigente que el actual, adocenado por la cultura rumiante en la que han crecido y narcotizado por los boles de palomitas pagadas a precio de bitcoin.
¡Basta ya de imposturas!, «Ciudadano Kane» es el fruto estéril de un novato con ganas de tocarle las narices a William Randolph Hearts, el mandamás mediático de la época al que no le costó demasiado esfuerzo torpedear una película que muestra más sus propias miserias que la del magnate.
Cesen ya las alabanzas a Welles y recuperemos la memoria de H. C. Potter, ese gigante olvidado.
Lo que comenzó siendo una necesidad personal ha terminado por ser una tradición que se mantiene aunque los vientos no sean favorables. De hecho, es entonces cuando todo esto cobra sentido.
Once años ya. Me resulta difícil recordar los motivos por los que pedí a Mycroft que escribiese un cuento de Navidad que se publicaría en mi blog. Por entonces la blogosfera articulaba millones de vidas, incluída la mía. Supongo que por entonces necesitaba sentir que mi casa virtual fuese lo suficientemente cálida en los meses fríos. Por eso le pedí a Mycroft (que luego fue Fran) que escribiese una historia de Navidad. Esa época tan fácilmente apedreable como difícil de interpretar. Desde entonces, enciendo una chimenea menos falsa de lo que aparenta ser para recibir a dos amigos más, Emilio y Angéline. En otra época, estación y lugar, emulamos a Percy y Mary Shelley, Lord Byron y el doctor Pollidori intercambiando cuentos en la madrugada. Los suyos fueron angustiosos. Los nuestros, pese a sus envoltorios, siempre han tenido esperanza.
La esencia de lo que es la Navidad está contenida en estos relatos y, sobre todo, en cómo nacieron. Hay un cuento extraordinario en las horas y lugares en que estos relatos fueron escritos. No debo contar lo que pertenece a un ámbito íntimo, que solo nos pertence a mis compañeros y a mí, pero he de asegurar que si ese cuento viese la luz sería tan conmovedor como el mejor cuento navideño jamás escrito.
Cierro la puerta, una vez han llegado todos, y dejo que el mundo siga hiriendo fuera. Nos sentamos junto al fuego, nos servimos una copa y comenzamos a relatar nuestras historias. Las que contienen las esquirlas que nuestra alma va dejando por el camino.
Un año más todo comienza aquí.
Para acompañar nuestras letras he elegido un villancico optimista que escenifica el necesario renacimiento anual. El retorno a casa puede ser feliz, amargo o triste. Sin embargo, la sensual voz de Chris Rea lo reinterpreta de otro modo. La ansiedad por volver a ver caras queridas, las dudas y el amor que nos hace mejores.
Coman, beban, bailen, besen y siéntanse libres de prejuicios en tiempos en los que mostrar tu libertad garantiza que serás marcado. Poco importa que te señalen; durante la semana blanca los locos podrán brindar con la luna. Sean felices.
CARTA A LOS ESCLAVOS DEL SISTEMA SOLAR
Por Mycroft Barret
“Para este mundo libre yo carezco de magia.
El pequeño miedo que permanece en nosotros desaparecerá”
(Gregory Corso, 1953)
Alguien debió inventar hace algún tiempo un sucedáneo de la felicidad. A Mezcal, no por nada en especial, no por ser nadie especial, le dolía estar vivo. Se tocó la sien buscando la tarjeta SD integrada, comprobando que estaba conectada. No tenía acceso a la red. Nunca lo tendría.
Escribir es lanzar una piedra a un lago y ser ciego a las ondas que poco a poco se desvanecen. Mezcal escribía postales, eran como polaroids. No existían demasiados lugares a los que dirigir la pluma para dejar constancia de que todavía estamos aquí, en el mismo absurdo barco que se hunde. Eran cartas escritas con temblorosa letra como de niño, a los pequeños y olvidados núcleos rurales atestados, archivados, enterrados. Polvo de olvido. De vez en cuando los drones bombardeaban las villas con materiales manufacturados en las fabricas robotizadas de RusAsia.
Mezcal eligió sus seis sobres, y los dejó bien guardados en su zurrón, echaría esas palabras al mundo de camino a su nuevo trabajo. Alguien había inventado un sucedáneo de felicidad para tiempos sombríos, y él era su custodio.
Tenía que caminar por la interzona para llegar al centro de inserción donde hacía de guardia. Eso suponía salir dos horas antes desde las afueras. Hacía muchos años de la última evacuación de “proles” e “insertos” de los centros urbanos. Allí sólo quedaban los altos funcionarios, trabajando para los ministerios de Wallmart o Monsanto, mandos burocráticos del comercio y la medicina, algunos profesionales liberales, ingenieros y programadores, y por supuesto las barriadas turistificadas, cuyo suelo había dejado de ser asequible hacía decenas.
Tenía suerte de que no lo recolocaran en las zonas rurales, lo cual lo hubiera dejado como inserto sin remedio, abandonado, alejado de todo servicio del Multiestado Sec 3 (el conglomerado empresarial que dominaba aquella zona). ¿De qué sirve la renta humanitaria de subsistencia de los insertos? Poco más que para librarlos de la inanición.
Como prole del extrarradio, podía llegar a trabajar en los escasos empleos no robotizados del centro. Mezcal cruzaba las barriadas desiertas, los museos temáticos para visitantes de la parte histórica, los sectores dedicados a la policía militar… Recordaba los transportes colectivos de su infancia, o los utilitarios de su abuelo. Mezcal debía caminar, ya que no tenía pase para el trasporte instantáneo de los ciudadanos de pleno derecho de interzona.
Pulcros sepulcros, calles limpias y amplias, o angostos laberintos de trazado árabe. En el sector de los prostíbulos, los cadáveres colgados de las farolas de rebeldes e infractores, retirados por los drones a las pocas horas, justo con el resto de basura, los restos tóxicos de las unidades energéticas de los edificios, que trasladaban a las zonas rurales para enterrar.
Mezcal se afanaba cada día en recorrer rápidamente una ciudad a la que ya no pertenecía, para poder llegar al pequeño país imaginario al que su trabajo le daba acceso. Mezcal trabajaba en un Centro de Recepción y Bienvenida. Debía vigilar un hangar con doscientos seres humanos, vigilar sus constantes y sus goteros, y eventualmente retirar a los muertos para su incineración. Era un trabajo indigno de un médico, así que lo hacía un prole, y tuvo la suerte de acceder entre los millones de candidatos a dejar la renta de inserción.
Mezcal pasó su escáner de retina, y se dirigió de inmediato a las dependencias de materiales y consumibles, nada más traspasar la puerta blindada. Una ventaja de aquel trabajo es que casi nadie iba allí nunca. Estaba solo con aquellos infelices, y de hecho, cuando su turno terminaba, quedaban a su suerte.
Él compartía con ellos algo que hubiera justificado no sólo su despido, sino su ejecución y posterior reconversión en adorno navideño, pendiendo de una farola del barrio rojo.
Era un adicto. Todos ellos lo eran. Con ojos abismados, clavados en el techo, habitaban fuera de este mundo. En un un lugar indudablemente mejor, simplemente porque no era éste, no era hoy, no era ahora. O de forma no tan simple, porque las moléculas, la química y la estimulación eléctrica del cerebro habían tomado un impulso enorme tras el auge de los antidepresivos tras la Gran Recesión.
Él no podía abandonarse, o no había decidido hacerlo aún, como si lo hacían ellos (involuntariamente), a una dosis completa. El Tratamiento era a los psicotrópicos, opiáceos y otras drogas tradicionales, lo que la quimioterapia al ibuprofeno, un estallido que transportaba a un estado extático, místico, a una ciudad maravillosa hecha no de piedra gris sino del mismo tejido del mítico arcoiris, aún a costa de bombardear el cerebro de una forma grotesca que hacía de ese camino uno sólo de ida.
El comité de Derechos Humanos (anexo al Ministerio de defensa y consorcio de armamentos) había decidido tras las últimas crisis de refugiados, que éste era el trato más humanos posible para los recién llegados. Recordaba los debates de Fox News, la cadena que integraba la información y el debate de los representantes de los ciudadanos de Interzona. Dado el clima de xenofobia, los ahogamientos en alta mar, los estallidos sociales, los disturbios, el perjuicio al comercio y al turismo, las dos posiciones que centraban el debate eran el exterminio, o el llamado internamiento humanitario.
Mezcal hacía gran parte de su ronda drogado. Sin embargo, a diferencia de sus colegas postrados, él no tenía acceso a la red, no combinaba la estimulación del Tratamiento, con los entornos virtuales que disfrutaban aquellos seres delgados y postrados con sus sonrisas cadavéricas y sus ojos (los ojos, los ojos, Mezcal soñaba con esos ojos en todas sus pesadillas, en todos sus sueños).
“Rayos de una áurea insurrección
-tosiendo contra enormes almohadas”
Recordó un poema de su niñez. Rayos de áurea insurrección.
Él se quedaba a medio camino, no acababa de partir. Su vida se limitaba a cuando estaba dentro del centro, ido, en un lugar que no existe, con luces y calidez, suave, seguro como el fuerte con las mantas en la casa familiar de su infancia, un lugar que valía la pena porque no era real. Pero con los ojos aún no fijos ni perdidos, viendo a su alrededor los cuerpos dóciles, sin señales de amotinamiento, respirando trabajosamente el amianto de aquella precaria instalación, atados, alimentados vía intravenosa, inertes. Un ejercito de almas solitarias, forzadas al exilio, al solipsismo de su mundo interior.
Él a veces los observaba de cerca. Estuvo a punto de no pasar el psicotécnico. Demasiados reparos morales. Demasiado mayor (podía recordar un mundo ligeramente diferente, el de su niñez). A pesar de su aire a pájaro de celda, desnutrido, de campo de concentración, eran terriblemente bellos. Casi podía oír sus sueños resonando fuerte en su propia cabeza, y los veía en aquellos ojos. Espejos donde se miraba. Estrellas fugaces que pasaban de largo, que señalaban el acontecimiento: Aquí hay un ser humano. Estrellas que se extinguirían.
Al final del día, comprobaba qué camas quedaban marcadas, y aunque no había necesidad al estar automatizado, al ser asunto delicado, por una vez tenía autoridad de supervisión frente a las máquinas y revisaba las bajas. Apretar un botón, ver la cama deslizarse hacia el subsuelo, y elevarse de nuevo vacía, las sábanas pulcramente arremetidas, los goteros vacíos y esterilizados.
¿Qué huellas deja el hombre, la mujer, el niño? Ni siquiera un grito. Solo miradas al infinito.
Los lunes dejaba de estar sólo, llegaban los nuevos beneficiarios del Tratamiento Humanitario. Varios celadores bajo su supervisión les buscaban un lugar y administraban la primera dosis. El efecto era instantáneo. Las personas se ausentaban indefinidamente, en un momento, ya no estaban allí, simplemente.
Mezcal, más tarde, les daba la bienvenida, uno a uno, a la hermandad, compañeros en el país de Oz. Los más jóvenes, mujeres hermosas, niños de la guerra, eran hermosos y él no sabía si eran prisioneros que soñaban ser libres, o seres libres que ya no podían ser tocados por el hierro candente de este mundo.
Cada vez más adentro de ese pequeño país imaginado, cada vez más ciudadano de la ilusión y la alucinación que del empedrado sangriento, y los guettos del afuera, incluso si pudiera traerlos de vuelta ¿Tenía él derecho a despertarles a la pesadilla? En nombre del hombre libre, quitar los adornos navideños, dejar sin bombillas las ciudades invisibles, únicas, repletas de maravillas, de personas alcanzando con las puntas de los dedos un pequeño fulgor que más que nada había sido reservado para un mundo después de este mundo, un reino de dioses.
-¿Somos dioses?- Se oyó preguntar en voz alta y se dio cuenta de que no era la primera vez que les hablaba.
No no lo eran. ¿Y por qué traerles de vuelta, allá, al frío, sacarles de la bola de cristal con el pueblecito nevado dentro de la cuál vivían? ¿Era lo correcto, estaba sólo, era envidia, era esto un campo de concentración, era el mundo afuera demasiado doloroso…?
Afuera había comenzado a nevar. Cerró fuerte los ojos. Veía espectros, ribetes dorados haciendo zigzag, y escuchaba voces familiares del mundo nuevo que vivió cuando era niño, un mundo visto con ojos limpios de lágrimas, aunque no sabía que se estaba derrumbando.
No se puede vivir en el recuerdo. Escribió una nota, una postal, una carta de dimisión.
Comenzó a desconectarlos. Quitar los goteros. Esperar pacientemente para ver si despertaban.
Había acabado el sueño, debía comenzar la vida. Puede que la magia desaparezca, pero el miedo también ha de desaparecer.
Alguien se incorporó. Se acercó. -Estás despierto. Bienvenido.- Los encendidos ojos como clavos al rojo vivo se apagaron. Pareció comprender. Se puso en pie, miró alrededor, y aunque pudo ver la tristeza de renunciar al sueño, supo que se quedaría con él, despierto, aguardando a los demás.
Hay en este mundo cosas que nos son más preciadas que nuestros sueños. Cosas por las que vale la pena luchar, cosas que son las que nos permiten que los sueños no nos roben la vida.
Uno tras otro, se pusieron en pie. A través de la nieve quedó el rastro de cientos de pisadas.
LA HISTORIA MÁS HERMOSA DEL MUNDO
por Emilio Calvo de Mora
Fue Jorge el que encontró la pistola en el cajón en donde su padre guardaba los puros, la baraja de cartas y una petaca pequeña a la que no le faltó jamás buen whisky. No era un cajón que un niño abriese, ni ése ni otros. Jorge siempre había sido un chico discreto, no inclinado a meterse en líos, conforme con estar en casa y ver a los otros niños desde el cristal, abrigado con su batín de Mickey Mouse, el que le regalaron en el hospital dos de las enfermeras que le habían cogido más cariño. En un bolsillo del batín cabía la petaca. Apretó bien la rosca de la botella de metal. Había visto a papá usarla a escondidas. Recordaba que era eso lo que hacía después de despacharse un buen trago: apretar bien la rosca, comprobar que no se derramaría en el cajón. La pistola entraba bien en el otro bolsillo del batín, pero no tenía instrucciones sobre ella. Ninguna, al menos, de uso inmediato. Disponía de su silla de ruedas (cómoda, último modelo, regalo de una tía a la que recordaba vagamente y de la que hablaban en casa que moriría sola y lejos), y podría, en caso de urgencia, esconder una de las dos adquisiciones, la petaca o la pistola o ambas, entre su cuerpo y el respaldar. No cogió los puros porque no le gustaba el olor, más tarde el agente de la policía diría que se los dejó porque no encontró un mechero a mano. Jorge tenía ante sí un sábado enorme con los padres afuera y una petaca de whisky y una pistola a su disposición.
Cristina, casi una más de la familia, la empleada del hogar, trajinaba en la cocina. En un día tan especial no haría horario completo. Laura le había prometido que a mediodía, en cuanto ellos llegasen de hacer unas visitas, podría largarse a casa. Víctor le tenía preparada una cesta pequeña. Una botella de cava, unos turrones, unos bombones. A Jorge le pareció bien empezar con Cristina. Ella tendría el honor de ser la primera en asustarse. Tenía tiempo suficiente. Sus padres llegarían sobre la hora de comer. Estaba recogiendo los platos. Una vez la escuchó quejarse sobre ese tipo de trabajos. Hablaba con amigas a escondidas en el jardín. Una vez escuchó a su madre quejarse sobre lo mucho que usaba el teléfono. Lo normal (decían) es que no tenga jamás el teléfono disponible. Si a Jorge le pasa algo, ella no se dará cuenta. Estará de cháchara con sus comadres, contándoles lo mal que la tratamos. El padre no era tan severo. La apreciaba sinceramente. En los años en que servía en casa no había discutido nunca con ella, no se había presentado la ocasión. Ya lo hacía Laura, se bastaba Laura. Mientras no descubriera que se la tiraba, se conformaba. La primera vez lo hicieron en la cochera, en el asiento de atrás del Jaguar. No fue premeditado, vino así, no se piensas las cosas, dijo él después, no se levanta uno pensando en eso, yo amo a Laura, no soportaría que me dejase, no podría vivir lejos de Jorge. Cristina lloró después de subirse la falda y adecentarse un poco la blusa. Le creyó y creyó que era una buena persona. Mientras la montaba, en cada furiosa y nerviosa embestida, imaginaba a Laura reprendiéndola por no haber colocado bien los cubiertos en la mesa o por no tener bien planchada las camisetas de Jorge o por no mantener caliente el agua de la bañera sabiendo lo que le molesta al niño que esté fría. Pensaba en Laura montada por Víctor, pensaba en si disfrutaría o no. A ella no le pareció nada del otro mundo, pero le agradó la sensación de poder, la irrupción repentina de una novedad en la casa. Cinco años sin novedades queman mucho, le comentó a Luisa, su mejor amiga, con la que se desahogaba en el jardín cuando Laura se ponía impertinente o cuando Jorge la miraba con desprecio. Es un niño, pero es perverso, nadie parece darse cuenta, le ríen las gracias, pero yo lo he calado, sólo hay que fijarse en cómo me mira o cómo le responde a veces a su madre, le dijo un día. Cualquier día de éstos cojo la puerta y me voy, le confesó. Lo del Jaguar hizo que lo pensara mejor. Tampoco le hizo ascos a un par de hostales muy retirados, en la periferia, a donde iban de cuando en cuando, sin hablar mucho. Nunca es fácil ser la sirvienta, nunca se sabe cuándo se cansarán y la plantarán en la calle. Se había acostumbrado al buen sueldo y al trabajo, no muy exigente, la verdad. Jorge era una criatura odiosa, pero hablaba poco, al menos hablaba poco. Sirvió en una casa en la que el niño no la dejaba a sol ni a sombra, como se dice.
Fue ella, Cristina, la que se despidió, agotada. En casa de los Alonso encontró un poco de lo que anhelaba. No al principio, no confiadamente, con la seguridad del que cree haber encontrado un hogar, pero sí un techo eventual y confortable. No le asustó ver a Jorge con la pistola cogida con las dos manos. Recordó las películas del Oeste y no le dio más importancia. Los niños juegan a ser pistoleros, hacen el ruido de las balas cuando salen del cañón y soplan la boca del arma cuando ha sido disparada. Lo de beber a morro de la petaca le pareció más inquietante. La habrá rellenado de agua. Es muy fácil pensar, conjeturar, inventar una realidad cuando la realidad no nos cuadra. Eso fue lo último que pasó por su cabeza. El disparo no amedrentó a Jorge. Lo celebró con un trago largo de whisky. Hasta eructó. Eso hacía papá a veces. Era de hombres. Más tarde, un agente dijo que lo normal habría sido acertar al cristal de la ventana o darle a la televisión de plasma que estaba un poco más arriba. El puto crío ledio en mitad de la frente, ojalá tuviese yo esa puntería, joder, comentó entre dientes, sin creerse a las claras qué se le habría cruzado por la cabeza al muchacho. Mamá cayó en la cochera. Las bolsas del súper estaban desparramadas cerca del Jaguar. Olía a sangre mezclada con ginebra. A Laura le encantaba servirse sus buenos gintonics tras el almuerzo o a media tarde o antes de irse a la cama. Hoy está todo cerrado, terció un segundo agente. Las tendría en el maletero del Jaguar, no sabemos de dónde vendría, pero sabemos que lo último que hizo fue coger esas bolsas. A Jorge no se le vio afectado, no hizo ni un gesto de arrepentimiento, nadie vio que llorase o se le empañasen los ojos. Uno de los forenses advirtió que estaba ebrio o todo lo ebrio que puede estar un niño de ocho años que se ha despachado una pequeña petaca. Huele a whisky que tumba, cerró un agente. El batín de Micky Mouse estaba sucio de vómito. Lo raro es que no se haya desmayado. Yo conozco un chaval de unos amigos que casi la palma. La petaca vacía y la pistola fueron recogidas en las bolsas de rigor. Serían una prueba, la irrebatible, pero aquella historia macabra no tenía mucha investigación, ni tendría otras consecuencias que las funestas, las dramáticas, las que difundiría la prensa, golosa ante una historia tan atroz. El agente preguntó por la suerte del muchacho. Nunca había visto un perturbado de ocho años. Daba pena verlo en su sillita de ruedas, mirando a todos lados, ajeno al caos, casi bañado por un halo de bondad y de celestial ternura.
Víctor lloró por Laura y por Cristina. A Jorge le tocó el pelo, se agachó para ponerse a su altura y repitió tres veces la misma pregunta. Fue cariñoso con él, no se irritó, nada delató que estuviese contrariado o irritado. La perplejidad se entiende bien con el amor, y Víctor amaba a su hijo. No había dejado de hacerlo entonces. Sólo lamentó que no estuviese cerrado el cajón. Normalmente le echo la llave, agente, se lo juro, pero anoche Laura y yo tomamos unas copas de más, discutimos algo, quizáél nos oyó, no solemos hacerlo, pero a veces las parejas lo hacen, no bajé al despacho, no caí en la cuenta de que la pistola estaba a su alcance, juro que no fue mi intención, lo siento mucho. Llegó un momento en que no había nada más que hacer en la casa. Estaban todas las pruebas bien registradas, Víctor acompañaría a comisaría a su hijo en un furgón especial en el que podía meterse la silla de ruedas. Estaban a punto de irse cuando el agente se acercó a la chimenea del imponente salón de la casa. Estaba encendida. El fuego no sabe nada sobre lo que sucede a su alrededor, pensó absurdamente. En algunos de los crímenes que investigaba se le ocurrían preguntas peregrinas, imposibles de hacer en voz alta, de las que harían sospechar que estaban perdiendo la cabeza y si convendría apartarle del grupo de homicidios y dejarlo en un despacho a ordenar archivos o coger el teléfono. El fuego es un testigo ciego. Si le preguntáramos, nos lo contaría todo. Se rió por segunda vez. Estaba a punto de irse cuando vio el árbol de Navidad. Fue entonces cuando reparó que era Nochebuena.
No tener a nadie que le espere a uno hace que no haya fechas mejores que otras, sólo festejas el viernes noche si el sábado no tienes que levantarte temprano. Era un árbol de Navidad tan elocuente como la chimenea. Si él tuviera que comprar uno de ésos, no podría ponerlo regalos debajo. Los que vio estaban abiertos. Los elegantes papeles que los envolvían estaban por todos lados. Algunos cajas seguían allí, otras habían sido arrojadas lejos. Debió ser el muchacho, razonó. A él, recordó, le gustaba mucho más abrir las cajas que jugar con lo que contenían. De mayor le pasaba lo que a casi todos: festejaba más los preparativos que la celebración en sí. Distraído en esos pensamientos, no reparó del todo en la caja de las pistolas, una caja grande con un pistolero barbudo, de gesto ceñudo y desafiante. Le dolió que todavía estuviesen allí, en el suelo, ignoradas, sustituidas por una pistola grande verdad, de las que hacen el ruido que hacen las pistolas. Quizá lo único que deseaba Jorge era escuchar el ruido. Lo tenía en la cabeza, sonaba en su cabeza, todo sucede dentro de la cabeza, sobre todo si eres un niño en una silla de ruedas y nadie te mira, ni se preocupa de entenderte. Si se le obligara a defenderse, diría que sólo quería escuchar el ruido. Lo de bala no entraba en los planes. Eso no era culpa suya. Tampoco que la petaca estuviese llena o que el cajón, el puto cajón que abrió el puto crío, estuviese abierto. El agente lloró en el coche. No lo hizo escandalosamente. Se guardó de que nadie lo viera, pero no quiso reprimir aquella señal de humanidad. La estaba perdiendo, se estaba encalleciendo, suele pasar, es parte del trabajo, no hay quien lo evite, tarde o temprano terminas insensible, no te importa nada de lo que ves, no se te cuela dentro, pero no sucedió así. Mientras que se secaba las lágrimas, pensó en que no habría muerto nadie si no hubiese Navidad o estuviese prohibido fabricar armas de juguete. Al final, camino a casa, ya muy tarde, lloró de nuevo. Esta vez lo hizo con la resolución que antes no tuvo. Cuando se desahogó, respiró hondo y cantó un villancico. Se sorprendió al recordar toda la letra. Luego sonrió, cenó con apetito, puso la televisión y vio que ponían Qué bello esvivir. La vio de pequeño una o dos veces, su padre le decía que era la historia más hermosa del mundo.
EN LAS ALTURAS
Por Marisa López Mosquera
Cuando era adolescente me gustaba leer historias sobre los Ases de la aviación. Pilotos de las dos Grandes Guerras que arriesgaban su vida en una serie de piruetas imposibles, abatiendo a un enemigo que en cada caso era como un personaje del mundo oscuro. Alguien que merecía la muerte, caer desmadejado como un muñeco roto hasta desaparecer en el inevitable incendio y explosión del avión al tocar el suelo. Entonces sí les atribuía un alma digna de honores, e imaginaba al piloto con su inmaculado uniforme, una figura semitransparente que ascendía a mi cielo imaginario, feliz, despreocupado, fumando un cigarro o una pipa, alguien que de forma invariable saludaba a su contrincante, al brillante piloto que lo derribó. Como si se tratase de un juego y la penalización máxima fuese perder el avión junto a la vida. Incluso llegué a teorizar con la posibilidad de que Manfred von Richthofen, el experto Barón Rojo, se reencarnase en la siguiente guerra mundial en el maestro Hans-Joachim Marseille, un piloto de extraordinarias capacidades, que desarrolló una técnica propia de ataque, en el dogfight, abatiendo a sus enemigos casi en solitario con su inigualable “disparo con deflexión”. Hasta les encontraba un cierto parecido físico. Marseille, por otro lado, encajaba en la clase de hombre en el que yo aspiraba a convertirme. Una persona templada pero al tiempo rebelde, alguien que hiciese de su existencia una búsqueda constante de la perfección, a través de la disciplina. Y si no le imaginaba jactándose de su pericia e incansable instinto de superación para conseguir “el objetivo”, tampoco el mío debía ser de un gran alarde. Estudiaría ingeniería espacial, conquistaría otros mundos, grande, gran, cualquiera que fuese el concepto pero de una enormidad, de una grandeza que compensase las carencias afectivas que sufriría, al estar concentrado al máximo en mi necesidad de infinito, al servicio de la Humanidad.
Pinto fachadas. Y el día más optimista podría decir que soy pintor de interiores también. Brocha gorda, nada que necesite de la destreza digna de un artista, aunque soy riguroso, si hay que echar más tiempo para un buen acabado no lo cobro, o lo que es lo mismo, es como si apagase el taxímetro en esos últimos metros que he complicado yo mismo la carrera. Y no me quejo. Los años devastadores de la crisis, cuando tuve que cerrar la empresa y despedir a mis leales empleados, lloré como un niño viendo a aquellos hombres salir con el cheque, los ojos empañados, el futuro tan turbio como el mío, la esperanza de remontar bajo la suela del zapato, bien enterrada entre los escombros de nuestro floreciente pasado como restauradores de arte. Todo el universo de los barnices, el pan de oro, las jubias, los vaciadores, los pinceles de un pelo, cada pequeña herramienta de precisión que utilizamos, pareció relegado a un recuerdo incierto cada vez que introducía la brocha en el cubo y ajustaba la visera de mi gorra de pintor, en mi nuevo y solitario modo de ganarme el pan.
Claro que tuve la gloriosa suerte de conocer a Rita, el amor de mi vida, y con ella llegaron Piliña y Antonio, la luz de mi alma. No ha habido padre más satisfecho, ni esposo más radiante que este mortal que ahora yace sobre la nieve, inerte. Debo haber muerto porque la caída desde el tejado ha sido bastante aparatosa. La maldita escalera tenía que jugármela justo en Navidad. A poco que esperase, podría sustituirla ya después de las fiestas. Este último trabajo en los Juzgados lo han pagado a tiempo por una vez, sin regatearme los plazos como siempre. Jaime, el director del banco del pueblo, me llamó esta mañana para darme la buena noticia. Un ingreso jugoso que paga ya el último plazo de mi bancarrota.
Rita, cariño, podríamos incluso haber ido a Santa Tecla, y perdernos un fin de semana, solos tú y yo, ahora que los chicos ya se han ido de casa. Si estoy muerto, el cielo me parece de un indecente tono euforia, aunque lo cierto es que también esa sensación me acompaña en este instante. Ni me duele la rodilla que lleva años amenazando con tirarme de la escalera por encaje, ni le tengo miedo al nuevo año y sus facturas. Siempre he sido un cabezota, Marseille me observa a ratos y en otros Richthofen, como si quisieran contarme algo penoso, pero durante la caída surqué los cielos y la sensación de ingravidez y libertad fue tan absoluta como si me viese reducido a una pluma que pudiese girar sobre sí misma en un baile de ensoñación. El tejado no necesitaba un nuevo muñeco eléctrico, pero quería que Pablito viese la casa desde lejos cuando llegue con su madre y subí a instalar un reno del tamaño de su abuelo. La tarde era apacible y allí arriba me sentía como el espectador invisible que escruta un mundo nuevo al que acaba de llegar. Fui joven de nuevo, me subí mentalmente al Albatros D. II del Barón Rojo y planeé por el horizonte pensando en el próximo año, quizá podría volver a restaurar antigüedades, las cosas nos van bastante bien ya. Animado por mis pensamientos, volé, ambicioso, en uno de los F-4/Trop de Marseille y jugué a derribar aviones por el simple placer de afinar mi puntería haciendo uno de aquellos giros imposibles, disparos con deflexión, como si estuviese jugando en la consola con mi nieto. De vez en cuando salía una peineta de uno de los aviones enemigos o rotaban frente a mí en un vuelo triunfal, escurriendo mis balas con facilidad.
Rita, querría decirte una vez más lo feliz que he sido a tu lado. Cuánto calma mi corazón enredarme en tu cuerpo cada noche. Decirte. Rita. Que ninguna luz del árbol, ningún destello de los cientos de bombillas que adornan la casa, tiene el esplendor que irradia una de tus sonrisas. Tus ojos comprensivos, firmes, enérgicos. La alegría con la que esta familia ha conseguido salir adelante gracias a tu tesón. Me pondría a tus pies de nuevo, como aquel día que abracé tus piernas y me declaré como un imberbe, con un “no me abandones” que en realidad era un “quiero crecer a tu lado, volverme un gigante, como tú..”. Ah.. eso ha dolido.
¿Papá, puedes oírme?
Claro que te oigo, nena, pero vas a romperme el pecho. No hace falta tanto golpe.
Venga, papá. Vamos, vamos.. ¡respira.. ¡
Siento que algo me arrastra, me hace ligero, como si fuese a caer de nuevo desde el tejado, esta vez de frente. Todo se ha vuelto ruidoso, pero adoro ese bullicio repentino. Voces a mi lado, sonidos de sirena. Quizá ha sido solo un desmayo y aún tengo remedio. Me ciega esa luz que alguien dirige a mis pupilas. Marseille y Richthofen me despiden con un saludo militar antes de alejarse fumando un cigarrillo, con desenfado. Uno de ellos ha debido contar un chiste porque hasta mí llega todavía el sonido de sus risas. Quizá al otro lado algún día pilote un Fokker DR. I y alguno de los Ases me dé lecciones. Pero hoy solo deseo abrazar a mi familia, dejar que la magia de la navidad nos envuelva y proteja un año más. Decirles cuánto les echaría de menos si mi vida a su lado no hubiese sido más que un sueño. Que si algo tiene sentido para mí es ese calor que me reconforta cuando estamos juntos, quitándonos la palabra continuamente por todo lo que necesitamos compartir con los demás. Sus risas, sus logros. Su mera cercanía. La forma en que me siento querido y parte de ellos. Desearles como a ustedes, el mejor nuevo año posible, donde puedan también seguir creciendo, camino del infinito, con sus propios objetivos, cualquiera que sea su altura y tamaño. Desearles Feliz Navidad.
(Tal vez debería subir al tejado para comprobar cómo ha quedado el reno, pero tendrá que esperar a que vuelva a casa. Mañana o pasado, sí, tendré más tiempo. Cuando todos duerman, para no molestarles si tengo que cortar la luz.. )
GÉNESIS
Por Álex Herrera
El corazón, si pudiese pensar, se pararía. A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida.
Fernando Pessoa.
Sheffield. Un miércoles de enero de 1973.
Perdió el sentido la segunda vez que lo golpearon de modo que su cabeza colgó como tratando de escapar de su cuerpo. Cuando el director del colegio lo encontró estaba sujeto de una valla metálica con los brazos en forma de cruz. Hubiese pasado por un espantapájaros de no ser porque tenía piernas, tan huesudas como mondadientes, recogidas sobre una caja de madera. Bajo aquel cielo plomizo la escena se asemejaba a un austero cuadro medieval que representase la pasión de Cristo, solo que Nick Savior tenía doce años y carecía de cualquier aura que no fuese el gris que le acompañaba a todas partes. Tras unos segundos de contemplación, el director acercó su boca al oído de Nick y le susurró:
-Salve, rey de los idiotas.
Así fue cada miércoles de aquel curso de 1973.
Sheffield, 1978.
Estaba acostumbrado a los rígidos horarios que le imponía su madre, de modo que adentrarse en la incertidumbre le gustó a Nick. Se había convertido en una pequeña celebridad nacional gracias a sus conocimientos sobre historia bíblica que le proporcionaron calificaciones muy por encima de la media nacional. Tras ingresar en la universidad de Cambridge a los dieciséis años fue entrevistado por un periódico local que lo presentó como “un joven genio orgullo de Gran Bretaña”. Después llegó un medio nacional y finalmente apareció en la televisión ungido como uno de los elegidos para renovar el país. Allí, sobre aquella plataforma, fusilado por varias cámaras, posó junto a un genio de las matemáticas pakistaní de doce años y una niña de trece con una habilidad para el lenguaje capaz de ridiculizar a un académico. Su futuro parecía enderezar lo que nunca funcionó.
Su estancia universitaria no decepcionó. Calificaciones excepcionales y escasa vida social. Justo lo que demandaban de él. Seis años dedicados al conocimiento de las materias y a la ignorancia de su propia naturaleza.
La noche de navidad, seis meses antes de la que se preveía como una graduación con honores, Nick estalló. Salió desnudo de su habitación en una noche lluviosa. Después subió a la azotea del edificio y comenzó a gritarle a la lluvia con los brazos en cruz. Uno de los policías que subió hasta allí para llevárselo resbaló y cayó al vacío. Cuatro pisos de caía libre que se llevaron su vida y bloquearon aún más la de Nick.
Hubo un juicio en el que la muerte del agente Simms se consideró un desafortunado accidente. La única culpa que recayó sobre Nick se saldó con la condición de seguir un tratamiento psiquiátrico durante un año. Después, su madre se lo llevó a Sheffield y Nick perdió su unción en favor de una chica asiática experta en algoritmos.
Nunca llegó a graduarse con honores ni sin ellos.
Londres, quince años después.
La vida de Nick en Londres siempre fue átona. De seis a tres trabajaba en una fábrica de cajas. Un trabajo monótono para gente sin ambición que colmaba sus expectativas en gris. Entre las dos docenas de trabajadores, pasaba tan desapercibido como un grano de arena en una playa. Al salir se dirigía hacia Socks in the Closet, la librería de su amigo Al. Su único amigo. Nunca necesitó más. Durante las horas siguientes le ayudaba apilando libros, reordenándolos e incluso vendiéndolos ocasionalmente. Interactuar con los clientes no le gustaba, pero en ocasiones Al estaba en el baño o cortejando a la manera antigua a Sophia, la propietaria de la cafetería de enfrente. En doce años de cortejo lo único que había conseguido de ella eran promesas que nunca fraguaban, pero Al sabía esperar. Tanto como Nick. Esperar que ocurriese algo.
Nick se cansó de esperar tres veces. La primera de ellas se cortó las venas con tan mal tino que segó un tendón de su mano derecha dejándola parcialmente inútil. Cuando su casera lo encontró, alertada por los gritos de dolor de Nick, la cuchilla apenas había iniciado el viaje del este al oeste a través de sus muñecas. La segunda vez se decidió por las pastillas. Fue aquella ocasión en la que se dio cuenta de que beber dos botellas de vodka en busca de valor para morir era incompatible con la ingesta de somníferos. Vomitó durante toda la noche hasta quedar completamente limpio de fármacos, pero el veneno seguía dentro de él. La tercera vez fue la peor. Se tiró por la ventana de un sexto piso con tan mala suerte que unos frondosos árboles frenaron su caída pero no impidieron que le quedase una notoria cojera como recuerdo. A la frustración de vivir se le sumó la de no saber morir. Pero aquella navidad todo iba a cambiar. Dos meses después de salir del hospital, así se lo contó a Rosalind, su terapeuta y amante ocasional. Lo hizo en la cama y no en un diván. Con sus manos posadas sobre los pechos de ella.
-Unos militares vinieron a verme al hospital. Me preguntaron si realmente quería morir. Les dije que sí. Entonces me propusieron algo muy loco. Muy absurdo. Un viaje sin retorno.
-¿Sin retorno? ¿Qué estupidez es esa? ¿Vuelves a tener pensamientos suicidas, Nick?
-No, no es eso. Me propusieron irme muy lejos y para siempre. Les pedí unas semanas para pensarlo, aunque estuve seguro de aceptar desde el primer instante.
Rosalind compuso su mejor gesto de rabia antes de comenzar a llorar.
-Te jodieron bien, Nick. Te sigues odiando después de tanto tiempo.
Rosalind tenía diez años más que Nick. Seguía siendo atractiva a pesar de que ella se empeñase en negarlo cada vez que Nick se lo susurraba al oído. Tuvo una relación muy larga seguida de una docena de pequeñas historias nacidas muertas. Pero nadie la marcó como Nick. Él suponía un desafío para ella, como mujer y como terapeuta.
-Quédate conmigo. Por favor, quédate conmigo.
El tono de Rosalind sonaba lastimero. No obtuvo respuesta. Después, acarició la cabeza de Nick con delicadeza durante toda la tarde mientras musitaba algo. Cuando se durmió, Nick salió de la cama y se marchó. No la besó. Había tomado una decisión que le liberaría. Ya era tarde para sentimentalismos.
Nick se marchó de Londres sin maletas ni recuerdos. Quemó las fotografías de su madre. La única persona que le quiso. La que siempre le recordó que él era especial porque no tenía padre. No se trataba de un padre ausente, ni un padre que había muerto, ni un padre irresponsable que les abandonó. Sencillamente, no hubo padre. Su madre fue la responsable indirecta de que Nick, en la inocencia de un niño de diez años, contase el motivo de lo especial que era en el colegio. La culpable de que el resto de los niños le crucificasen cada miércoles en la valla del colegio. Fue más contundente con las fotografías de las chicas que alguna vez compartieron su vida, su cama y su perenne depresión. Las rompió. También las de Rosalind. Cualquier sentimiento debía ser anulado ahora que se acercaba el momento. Ni siquiera se despidió en su trabajo. Simplemente, dejó de ir. Con Al fue diferente. A pesar de su cojera, caminó desde su casa en Harrow hasta Greenwich porque creía que lo debía hacer así. Ofreció su sufrimiento como tributo a su mejor amigo. Horas más tarde, al llegar a Socks in the Closet, miró a Al largo rato, en silencio, antes de abrazarle. Después Al le regaló la Biblia que tanto le gustaba. Un facsímil de un ejemplar impreso en el siglo XVIII según una primigenia traducción griega cuyo lomo acariciaba Nick cuando creía que nadie miraba. Aquel presente, en aquel momento, confirmó que la obsesión de Nick con la figura de Cristo no era casualidad. Sí, tenía un motivo para lo que iba a hacer. Cogió la Biblia, la guardó en su mochila y se marchó sin mirar atrás. Al se limpió las lágrimas disimuladamente cuando se marchó. Nick no lloró. Ni siquiera le entraron ganas de hacerlo.
Afueras de Blackburn, veintidós meses más tarde.
Nick pensó que unas instalaciones militares ultra secretas debían tener una arquitectura futurista o, al menos, siniestra. Por esa razón se sintió decepcionado al llegar a un apacible caserón del siglo XIX que ni siquiera estaba vallado.
-Ningún espía buscaría algo en un lugar así, bromeó el mayor Connors al ver el gesto frustrado de Nick.
Al llegar, por un momento, creyó que todo aquello era una estafa. Una jugarreta para tomar algo de él. ¿Pero qué? Sus órganos eran inservibles tras una vida de excesos con el alcohol y su aliento vital desapareció en algún momento de su infancia. Nick estaba convencido de no tener alma.
-¿Soy una simple cobaya?, preguntó Nick.
-Sabes lo que eres, replicó Connors. No necesitas que te lo diga.
Durante los dos años anteriores se había preparado en centros militares para soportar fuerzas gravitatorias que destrozarían cualquier cuerpo humano. Le sometieron a pruebas que rayaban en la tortura para blindar su cuerpo contra la física. Durante todo ese tiempo hizo preguntas que nunca le contestaron. ¿Para qué hacerlo? Era un hombre muerto. Se le sometió a un régimen espartano que se dividía en dos fases: la física y la mental. Le enseñaron a luchar con espada corta, a lanzar atinadamente piedras con hondas y a perfeccionar sus ya amplios conocimientos sobre las lenguas semíticas. La parte física habría sido la más difícil de soportar para cualquiera menos para él. Nick aprendió pronto a sublimar el dolor. Cuando era niño. Cuando le crucificaban simbólicamente cada miércoles por la tarde. Los militares le habían elegido porque deseaba morir. Era el hombre muerto, justo lo que siempre quiso ser.
Y ahora estaba allí, en aquel caserón desvencijado. Cuarenta y ocho horas más tarde, estaría en Palestina.
Palestina, abril del año 745 de la era romana.
–No eres el primero que hace este viaje. Ojalá seas el primero en no incendiar el laboratorio.
Mientras su cuerpo temblaba hasta desdoblarse, Nick sonrió al recordar la frase de despedida de Connors. ¿Qué se puede hacer sino reír cuando te hayas a las puertas de la muerte?
La entrada temporal del vehículo que le transportaba fue catastrófica. La parte trasera ardió hasta fundirse casi por completo y la delantera quedó tan magullada por los golpes contra el terreno que quedó irreconocible. Nick sabía que no podría volver, de modo que se sintió feliz de, al menos, haber sobrevivido al viaje para obtener respuestas.
La burbuja interior que lo transportaba estaba sin embargo intacta. La gruesa capa de vidrio resistió las inmensas fuerzas gravitatorias sin que una sola gota de la gruesa sustancia semilíquida que lo protegía escapase hacia el exterior. Media hora más tarde, una vez repuesto del trauma que supone el traspasar las puertas dimensionales, Nick abrió la compuerta superior de la burbuja sin dificultades. Cuando estuvo fuera, observó un paisaje yermo que combinaba grandes depresiones con suaves colinas pintadas de rojo. El aire era diferente. A Nick le costó respirar al principio. Decidió sentarse y observar el horizonte para aclimatarse mientras el sol comenzaba su declive y el calor se atenuaba. Se levantó al ver pasar no muy lejos una caravana de beduinos. Hizo gestos y chilló con todas sus fuerzas para conseguir hacerse visible. Cuando la caravana se detuvo, Nick se dirigió hasta ella tratando de recuperar el poco oxigeno que sus pulmones habían conseguido retener. Al estar frente al líder de la caravana, Nick se presentó en lo que él creía un perfecto arameo.
-Yo ser Gnaeus Savior, comerciar y astrónomo. Bandidos asaltar yo dos días. Necesito ayuda.
El líder de la caravana hizo un gesto de incomprensión. No había entendido una palabra de las pronunciadas por Nick. Todo había comenzado mal, como a Nick le gustaba.
Palestina, julio del año 751 de la era romana.
Por supuesto, los cálculos de reentrada dimensional fueron erróneos. Nick fue a aparecer en una franja de terreno alejada en más de 1.000 kilómetros de Jerusalén. El año tampoco fue el previsto, pero al menos, pensó, estaría a tiempo de cumplir su misión. En lugar de aparecer meses antes de la crucifixión de Cristo, lo hizo cuatro años antes de su nacimiento. De modo que durante esos cuatro años Nick se afanó en perfeccionar el arameo y el latín con el fin de moverse por el país sin llamar la atención. Su fuerte acento inglés lo camufló haciéndose pasar por comerciante romano de ascendencia egipcia.
Se marcó un nuevo objetivo: presenciar el nacimiento de Cristo. Su nueva misión consistiría en comprobar que el nacimiento del hijo de Dios no se trataba de un mito. Siguiendo las órdenes recibidas, una vez hubiese constatado el hecho debía dar constancia de ello de modo inequívoco y por escrito. Para ello se le encomendó utilizar determinadas palabras clave y concretos canales de comunicación que hiciesen saber a los tipos que le enviaron que el escribiente había sido él. Sin embargo, las dudas le corroían conforme pasaba el tiempo. ¿Debía hacerlo? Tal vez, si lo hacía, alteraría la historia. Si lo hiciese, tal vez las crueles guerras de religión que asolaron a la humanidad no llegasen a estallar. Pero, conociendo la naturaleza humana, tal vez ocurriese algo peor en su lugar. Era pronto para preocuparse por algo así. De momento, debía sobrevivir.
Para su sorpresa, medrar en la Palestina romana no le resultó difícil. Sus conocimientos le convirtieron en poco menos que un mago capaz de iluminar estancias con la sola ayuda del agua y extraños filamentos de apariencia mágica. Los romanos le arroparon pronto codiciando sus conocimientos y él aprovechó la ocasión. Los palestinos odiaron entonces haber evitado que muriese seis años antes, cuando aquel extraño vestido con ropas nunca vistas les pidió ayuda para no morir de sed. El amigo ahora era enemigo. Una cruel paradoja que avanzaba el futuro y que hizo caer en la cuenta a Nick de que hiciese lo que hiciese los hombres se matarían igualmente.
No tardó en convertirse en asistente del prefecto romano. Su misión debía acomodarse a varias premisas para comenzar: debía aguardar a que los romanos realizasen un censo en Palestina y que éste coincidiese con el año 41 de reinado del emperador Tiberio para encajar con los escritos de Tertuliano e Irineo que cifraban entonces el nacimiento del niño Dios. Después tan solo tendría que esperar a que los meses cálidos diesen validez a la teoría de que Jesús nació en primavera u otoño temprano. Una vez se diesen las condiciones, viajaría a la ciudad de Belén en busca de una pareja que respondiese a los nombres de María y José.
En mayo del 751 llegó la hora. El censo comenzó entonces con la obligación para todo habitante de Palestina de inscribirse so pena de prisión en caso de no hacerlo. La notable posición en la jerarquía romana que ostentaba Nick le permitió viajar sin trabas por aquella región peligrosa. Belén era un pueblucho polvoriento de mala muerte. A pesar de que las casas de adobe que lo constituían no eran más de cincuenta, la actividad en el pueblo era notoria, sobre todo los días de mercado.
Durante meses preguntó por su nombre a todo forastero que llegaba al pueblo. Nadie coincidió con la descripción bíblica. Aquella situación angustiaba a Nick que comenzó a perder peso alarmantemente y dejó de dormir. En octubre, desesperado porque la estación de lluvias era incipiente, Nick partió de Belén rumbo a Nazareth siguiendo el único camino viable por entonces. Tenía la esperanza de cruzarse con un hombre anciano y una mujer joven y embarazada rumbo a censarse. Pero no ocurrió. Pocos días más tarde llegó a Nazareth. La búsqueda se simplificó entonces. El pueblo era pequeño y sin ambición. Bastaría con menos de una hora para revisar cada casa si era necesario. Atenuó la ansiedad que dirigía sus pasos desde hacía semanas. Se calmó. Estaba atardeciendo, lo haría al día siguiente. Pero antes preguntaría a alguien por José. Solo a uno. Seguramente no lo conocería y podría dormir al fin. La primera persona a la que preguntó, un alfarero desdentado, le indicó el lugar en el que vivían un anciano llamado José y María, su joven esposa. Solo que ella, dijo, no estaba embarazada. Al menos no lo recordaba.
–En cualquier caso, de estarlo, el viejo y achacoso José nunca podría ser el padre, se burló el alfarero.
Nick no pudo esperar, recorrió las dos calles que le separaban de su destino combinando la pasión con el éxtasis interior. El niño Dios estaba a tres casas de él, a dos, a una. Llamó a la diminuta puerta de una casa de adobe con ansiedad. Le abrió una mujer ajada que aún conservaba la mayoría de sus dientes. Era joven aunque no lo pareciese. Era María.
-¿Es usted María?
-¿Quién pregunta por ella?, contestó la mujer.
-He recorrido un largo camino para agasajar a su hijo, dijo Nick con voz desfallecida.
-No tengo hijos. No creo que llegue a tenerlos nunca. Márchese de aquí.
Después de una intensa pausa en la que Nick amagó con abrir la boca en un par de ocasiones, la mujer trató de acabar con la incómoda situación.
-Márchese antes de que mi marido vuelva. No le gustan los extraños.
Nick perdió el sentido y se desplomó frente a ella con la delicadeza de una hoja abandonando la rama de su árbol. Al despertar, se encontró en el interior de una habitación sin ventanas. Los haces de luz que traspasaban las grietas de la puerta de madera eran los únicos que rompían la uniforme oscuridad. Nick se creyó muerto y gritó. Tuvo miedo. Nunca pensó que tendría miedo de haber logrado su objetivo, pero lo tuvo. María abrió la puerta vestida con una túnica blanca. Al trasluz, la túnica dejaba entrever que bajo ella no llevaba otras ropas.
-Le recogí de mi puerta por caridad. Pensé que habría muerto de no hacerlo. Se le ve tan delgado. Pero no grite si no quiere que nos metamos en un lío. Le traeré algo de comer, dormirá y se marchará temprano. Antes de que regrese mi marido. No puedo hacer más por usted.
En la penumbra, su voz sonaba melodiosa. Sus formas, dibujadas a contraluz, adquirieron sensualidad. Nick tuvo una erección. María se percató de ello e hizo ademán de marcharse pero se detuvo un instante cuando Nick pronunció su nombre de modo sinuoso. Le miró con la pasión del que no conoce el calor humano. Después se desnudó y se tumbó junto a Nick en el camastro de paja. Nick la acarició el pelo mientras el cuerpo de María se estremecía ante el contacto de seda de sus dedos. La luz del candil se extinguió.
A la mañana siguiente, Nick se marchó. Su mente estaba bloqueada por todo cuanto había ocurrido el día anterior. Prefirió no pensar en nada durante el resto del camino hacia Jerusalén. Su siguiente paso, dar fe de la crucifixión de Cristo, se había esfumado en la nada. Todo era mentira. Ahora solo le quedaba sobrevivir en aquel mundo ajeno y tal vez mentir para borrar otra mentira.
Nueve meses después. Carta del cónsul romano Antonio Josefo al emperador Tiberio.
La rebelión judía fue sofocada sin dificultades. No contamos ninguna baja entre nuestras filas, habiendo infringido incontables entre las de los rebeldes. Temo que una nueva rebelión esté a punto de producirse. Sin embargo, hemos ampliado el periodo dispuesto para censarse a causa de los desórdenes públicos que se generaron.
El rey Herodes ha solicitado la colaboración de la X legión para prender a todos los nacidos en el área de Jerusalén después de la Pascua judía y antes del mes de octubre de este mismo año. Dice buscar la semilla de una futura rebelión que acabará con su reinado… y con Roma. Un niño nacido Dios. Le he denegado la petición y le he prohibido que utilice a sus soldados para perpetrar una matanza. Al parecer, no se trata más que de otra superstición pagana que no merece nuestra preocupación. En cualquier caso, he enviado a un asistente a la zona para comprobar que se cumplen mis órdenes.
Alrededores de Belén.
Cuando Nick atravesó la puerta del establo, María sostenía un bebé en brazos sentada en un camastro de paja. Junto a ella se sentaba un anciano de aspecto agotado ocupando la única silla de la estancia y frente a los dos, se encontraba un desconfiado anciano de aspecto extranjero que miró a Nick con temor. No había más luz que la que proporcionaba un pequeño ventanuco y un candil de aceite. María miró a Nick sin pronunciar palabra. Nick miró al niño y, por primera vez en su vida, sintió paz. Unas lágrimas resbalaron por su rostro. Nick cerró la puerta y se arrodilló.
Arlen: ¿Cree que se un hombre se arrepiente sinceramente del daño que ha hecho podría volver a la época más feliz de su vida, y revivirla eternamente? ¿Podría ser así el cielo?
Paul: Así es como creo que debe ser.
Arlen: Tuve una joven esposa a los 18 años. Pasamos el primer verano en las montañas. Hacíamos el amor cada noche. Después, se quedaba allí, acostada, desnuda a la luz del fuego. A veces hablabamos hasta que salía el sol. Ésa fue mi mejor época.