Hermano del actor secundario Bob
Archivos Mensuales: abril 2013
Las víctimas que quedan en el camino…
La Tierra que nos fue Prometida…
Tras explorar el desarraigo en todas sus versiones, asociarlo a guerras, a pérdidas de seres amados, a huídas sin destino, Terrence Malick, sumergido ya en la senectud, se siente capacitado para tratar de diseccionar el amor y sus contradicciones en «To the Wonder». La cuestión suprema en manos del poeta visual. Demasiado tímido para alzar la cabeza. Suficientemente osado para mirar fijamente lo que la mayoría prefiere embolsar en géneros que disfrazan el éxtasis que produce el dolor de amar.
El director con alma de farero encontró su singular lenguaje al regresar de su larga travesía por un mar que no le ofreció un puerto seguro hasta que la claqueta de «La Delgada Línea Roja» se bajó por primera vez. Sus múltiples rarezas e inseguridades (que no los caprichos que muchos prefieren ver) volvieron y las lágrimas asomaron por mis ojos décadas después de que Martin Sheen mirase el cielo yermo de Dakota mientras reposaba un rifle en su hombro y tomaba por la cintura a Sissy Spacek. Después llegó la reiteración, la toma de los diálogos en off como vehículo de expresión y los pulcros cuadros en movimiento que hacen que la historia se filtre por los duros pliegues del espectador.
La historia (acaso importa) deja que sean las manos quienes guíen. Manos que acarician, que golpean retrovisores, que limpian lágrimas al ritmo de una historia de amor que crece, alcanza su plenitud y termina desgastada porque las cosas son así. Paralelamente, y sin que nunca se llegue a comprender esta línea argumental, asistimos a la crisis de fe de un sacerdote (Javier Bardem) en inútil búsqueda de la pasión perdida. Un estorbo, un pegote absurdo que se ocupa, he de suponer que inintencionadamente, de liberar la emoción acumulada por la historia protagonizada por un contenido e hierático Ben Affleck y una esforzada Olga Kurylenko, presa de sus limitaciones tanto como de su enfática entrega.
Carente de la pomposidad de «El Árbol de la Vida» al tiempo que atesoradora de la misma inocencia, la deriva nunca llega a cristalizar gracias al prodigio gestual, a la generosa ofrenda de imágenes capaces de provocar que sangre la piedra. Hermosa es la palabra que define a la película. Hermosa como encontrar un cabello de la persona amada cuando estás lejos de ella. Hermosa como un icono pintado sobre madera. Hermosa pero incapaz de extraer verdad. La misma verdad que portaba el soldado destinado a perder la vida y a su esposa mientra es perseguido por patrullas japonesas. Hay más verdad en los ojos de Jim Caviezel que en las anchas espaldas de Affleck, los mohínes de Rachel McAdams y los bailes disléxicos de la Kurylenko. La verdad del que sabe que aún perdido siguió confiado por encontrar la salida del laberinto. La misma que Malick sigue buscando…
Que los ángeles del cielo (o los del infierno, que siempre te gustaron más) te guíen…
Este lugar no tiene vocación de obituario. Por esa razón, cada vez que recurro a la frase de John Irving resulta doblemente doloroso.
Si la educación sentimental tiene un origen para mí puede encontrarse en las matinés dominicales de mi infancia. Dobles sesiones de películas, generalmente casposas y despendoladas, que alimentaron de fantasías un alma que se resiste a crecer. Algunas de aquellas películas estaban firmadas por Jesús Franco. El tío Jess. Películas ácratas y sin sentido que emanaban y contagiaban amor por el cine para compensar la frecuente falta de medios.
Tratar de diseccionar una obra incalificable como la suya es una tarea inútil. Su evidente fervor por el surrealismo, la influencia del cómic en su celuloide, las referencias libertarias diseminadas en sus películas previas a la caída de la censura (las mejores que firmó) y todas esas nobles lecturas de su producción no son más merecedoras de mención que su pasión por el sexo visualmente más crudo, las tramas oligofrénicas y el poso trash que arrastraba cada uno de los fotogramas que filmó.
Utilizó infinidad de pseudónimos para enmascarar su presencia tras las cámaras. Más por diversión, como una burla más consciente que inocente, que por un pudor que afortunadamente nunca conoció. Mis favoritos son los travestidos: Candy Coster, Lulú Laverne, Betty Carter… Una expresión de la devoción y respeto que siempre sintió hacia la mujer. De hecho su carrera se debe contemplar a través de media docena de musas que marcaron sus ritmos. La más importante de ellas fue Soledad Miranda, de la que el tío Jess nunca se esforzó en disimular su platónico enamoramiento pese a no ser, según sus propias palabras, físicamente singular: «No era guapísima, para nada. Ni estaba bien hecha, pero tenía una carga personal y una fuerza sin par». La temprana muerte de Miranda en un accidente de coche le trastabilló emocional y profesionalmente hasta que apareció Lina Romay. Desde entonces la actriz catalana se convirtió en un estandarte que el tío Jess enarboló hasta su final.
Más allá de las referencias de terceros que parecen querer justificar la admiración hacia él (como la confesa pasión que profesa por sus películas Quentin Tarantino), es su anecdotario lo que serviría para escribir una guía definitiva para todo aquel que ame el cine lo suficiente como para inmolarse a través de él. Sus pasos conducen desde tormentosos encuentros con esquizofrénicos como Klaus Kinski, hasta citas con genios déspotas como Orson Welles quien le hacía llamadas de madrugada, durante el interminable rodaje de «Otelo» para avisarle, como asistente de dirección, de que había conseguido dinero para rodar un par de días más.
Su querencia natural hacia el cine fantástico mutó al compás del viento de los días. Tocó casi todos los palos, desde el cine de acción hasta el porno. Trató de renovar el anquilosado género azul introduciendo la metodología de la caspa como vehículo para enfatizar unas tramas ya de por sí ridículas. Con el paso del tiempo se convirtió en sinónimo de esa clase de cine que se debe evitar a toda costa. Sólo el afán reivindicativo de los que crecimos con sus películas, sumado al auge de la cultura freak, consiguió rehabilitar su figura el tiempo suficiente para ser agasajado en el tramo final de su vida.
Ya no está. Se ha marchado sin hacer ruido pero sin dejar de rodar zarandajas lo suficientemente infumables para resultar ofensivo a los más puretas. Paradójicamente algo que él siempre confesó ser: «Entre el cine de la Hammer, de Terence Fisher, y el de Fritz Lang… perdónenme pero me quedo con Lang».
Hasta siempre, tío Jess…
Cuando se abre la veda…
Hay un deporte nacional no oficializado que consiste en buscar las miserias del vecino. No se trata de envidiar el éxito ajeno. Va más allá. Se trata de un odio epidérmico que barre con la propia capacidad de juicio. Yo lo sufro. Cualquiera que lea estas letras lo sufre. Carlos Boyero lo sufre. Pedro Almodóvar también.
De acuerdo en que «Los Amantes Pasajeros» es soez, plana, bobalicona, inconexa, narrativamente dislocada y formalmente estúpida. Es todo eso y probablemente lo sea de modo intencionado, en un alambicado intento del director de pelo cardado por alcanzar la anhelada provocación a través de la autoinmolación. Una cuestión cuya respuesta, me temo, nunca sabremos con certeza. La cuestión es que, aun alejada sideralmente de las protoprovocaciones gestadas por Almodóvar en los ochenta, la película fluye sin llegar a ofender mientras divierte lo suficiente para adivinar la mano que maneja el engranaje interno de un artefacto que sólo puede ser entendido como gamberrada «old school». Una especie de «calvo» previo a la senectud que pretende justificar un alma que se sabe joven. Sólo de ese modo es comprensible una película tan deslavazada. La carencia de sentido alguno abraza lo mundano, tal vez en busca de no perder contacto con la realidad. Para ello cuenta con la complicidad de un ejército de acólitos dispuestos a reír cada chascarrillo, cada gag creado a través del moldeo de la sosa cáustica. Destellos de sonrisa que reconozco haber dibujado en mi rostro más llevado por la inercia que por el endeble material que se me ofrece.
Sin embargo no debe tomarse la última propuesta almodovariana como una película sin cuento. Es en realidad una metáfora del cine caníbal patrio y su extraña relación con los críticos locales. Tótems del pensamiento que, a juzgar por sus palabras, parecen saldar cuentas pendientes a golpe de tecla. En la legendaria manga ancha de la crítica local para con los productos nacionales se abre una brecha cada vez que se cruza con el antagonismo epidérmico. Se abre entonces la veda que enciende la sangre del que lee y mira. Y es entonces cuando una película absurda como ésta toma forma y se convierte en abanderada de las miserias propias. Cuando se afila el colmillo para atacar con pretextos más absurdos aún que aquello que se odia.
Se cuenta que Paul Verhoven admiraba tanto el «Bienvenido Mr. Chance» de Hal Ashby, ese canto a la gloria de la mediocridad, que quiso llevar más allá su propuesta y filmar una película espantosa destinada a convertirse en objeto de culto. Así fue como nació «Showgirls», del hambre del espectador por carne y tramas descerebradas. De algún modo el director holandés se autoinmoló como parte de la pirotecnia del engendro aun sin que se llegara a cumplir su sueño de que el bodrio se convirtiera en su película más taquillera. Del mismo modo se podría suponer que Almodóvar ha tomado esa propuesta como propia, inconscientemente intuyo, para filmar una película infame capaz de asumir cada dardo lanzado contra su hacedor. En ese sentido «Los Amantes Pasajeros» ha sido un éxito rotudo. Ha absorbido inmerecidamente los merecidos golpes dirigidos a su pobre producción de los últimos años al tiempo que la taquilla la ha convertido en una generosa aportación a las exhaustas arcas locales. Además ha sido feliz reflectando sus instintos más básicos en una película que le ha permitido volver a ser joven posiblemente por última vez. Así son las cosas. Pedro gana…