Reconstruyendo la memoria…

Hay algo en los trabajos de Jiro Taniguchi que emana paz y nos lleva a lugares ya conocidos. Poco importa que  alcancemos a los personajes en un momento crucial de sus vidas que les obliga a reflexionar sobre los pasos dados porque sabemos el motivo que causó cada una de sus cicatrices, las que se ven y las que no. El autor japonés tiene la facultad de crear dibujos de carne y hueso que transmiten la sensación de ser viejos conocidos a los que una vez perdimos la pista. Como si hubiesemos recorrido gran parte del camino a su lado hasta que una bifurcación del sendero nos separase.

«El almanaque de mi padre» es un compendio de todas sus virtudes, enriquecidas por una avalancha de sentimientos de los que hieren. La muerte del padre del protagonista del relato, le lleva a reconstruir su figura, la misma que había difuminado conscientemente durante veinte años de rencor sordo. El viaje de retorno a su ciudad, la misma a la que juró (sin saberlo) que jamás volvería a pisar, se convierte en una serena catársis plagada de villanos y héroes domésticos. Cada paso por la ciudad de Tottori supone que un recuerdo le asalte, pero será el encuentro con su hermana y su tío materno lo que provocará el tsunami interior.

A lo largo de 270 páginas, el puzzle emocional que supone el pasado de Youichi se reconfigurará. El divorcio de sus padres, esa losa que no consiguió esquivar siendo niño, se convertirá en una consecuencia inevitable que lo construyó como hombre. Las pequeñas anécdotas y grandes revelaciones sobre su padre que Youichi recibe le reconciliarán con su tierra, con su pasado y consigo mismo. Aún más, se dará cuenta de que su mayor temor es una realidad: su padre vive dentro de él. Del arduo trabajo de revertir ese temor se encargará el tiempo frente al cadáver del hombre al que tanto despreció en vida y el arrepentimiento por todo el tiempo perdido.

«El almanaque de mi padre» es una obra maestra que transmite crispación a través de la serenidad zen. No esperen grandes concesiones al melodrama. Aquí el dolor no se ve, solo se siente.

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Las oportunidades perdidas y el gris…

Cuando Tomas y Tereza decidieron regresar a Checoslovaquia, ya eran conscientes de que la felicidad solamente era posible en el marco de un país de dos. Sus compañeros corrían por las calles de París delante/detrás de la polícia. Lanzaban adoquines contra sus cabezas con la convicción del que tiene la razón de su parte. La razón legitima a pelear. También a matar, a insultar, a humillar. Cuando aquellos luchadores idealistas mancharon sus manos de sangre, siguieron siendo idealistas. Fue entonces cuando Tomas y Tereza decidieron quedarse al margen y regresar al gris. Al lugar en el que no existe la esperanza. Lo hicieron al darse cuenta de que al otro lado tampoco existía. Solo palabras huecas para llenar un vacío en búsqueda permanente de lo que ellos ya tenían. El gris les envolvería en cualquier lugar. Solo ellos podían colorear sus contornos. Y así lo hicieron.

Tereza abrazaba a Tomas cuando pronunció sus últimas palabras:

Tereza: ¿En qué piensas?

Tomas: En lo feliz que soy.

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Observando olas…

El siete de junio de 2009 estabas allí, bajo la sombra de un oso. Todos los chicos de Madrid vestían camisas rojas aquella tarde. Pero solo cogiste de la mano a uno de ellos.

Es tanto lo vivido que más que siete años parecen setenta los que llevamos juntos. Tantos vaivenes, tropezones, éxitos y fracasos. Tantos besos, caricias y palabras susurradas al oído. Tantas tardes acariciando tu pelo mientras la luz cedia a las sombras. Tantos gritos, decepciones y lágrimas que aprendimos a reubicar. Tantas asombrosas coincidencias, aunque nunca creí en ellas. Mi credo es el azar y sus caprichos. Mi frustración es no saber intrepretar tantas señales que indican que lo complementario no es una quimera.

Tantos momentos como olas en tantos mares.

Seguimos subiendo laderas escarpadas. Al estilo alemán, el nuestro. Siempre eligiendo el camino difícil. Porque sí. Por ellos. Por nosotros. Porque aún queda mar…

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