«Después, Singer sacó las manos del bolsillo y escribió con cuidado en un trozo de papel con un lápiz plateado. Y empujó el papel hacia Jake.
Puedo poner un colchón en el suelo y quedarse usted aquí hasta que encuentre un sitio. Yo estoy fuera la mayor parte del día. No habría ningún problema.
Jake sintió que le temblaban los labios con un repentino sentimiento de gratitud. Pero no podía aceptar.
-Gracias -dijo-. Ya tengo un sitio»
El Corazón es un Cazador Solitario – Carson McCullers.
Cuando Lula Carson Smith nació, su padre fabricó un reloj que custodió hasta que hubieron transcurrido catorce años de tan celebrado acontecimiento. Entonces se lo entregó con la certeza de que ella lo conservaría toda su vida. Se trataba de un reloj azul esmaltado con ribetes plateados con una inscripción que rezaba: «Busca el camino».
Carson tenía dieciocho años, una salud extremadamente frágil y un aspecto de niña grande, acentuado por su costumbre de encogerse de hombros a la primera contrariedad, cuando conoció a Reeves McCullers; soldado voluntario, más por necesidad que por idealismo, que aspiraba a convertirse en el gran escritor americano del siglo XX. Carson no necesitó de su influencia para adentrarse en el mundo de la letras. Su acomodada familia le había proporcionado una sólida educación, pese a su díscola actitud ante todo aquello que significase disciplina. Dos años más tarde, Carson y Reeves se casaron.
La desilusión no tardó en frecuentar la casa de los McCullers. Cada semana un manuscrito de Reeves era devuelto por alguna editorial con una carta que contenía la misma frase, con distinta formulación, que acompañó a cartas anteriores: «No es lo que buscamos» «Tal vez en otra ocasión» «Siga intentándolo». En otras palabras: «No tienes talento. Dedícate a otra cosa». Reeves se viene abajo, busca refugio en su esposa y Carson comienza a defender la obra de su marido por encima de la suya propia. Nadie la escucha. Carson ha perdido el pudor y hace tiempo que muestra lo que escribe, y resulta que le gusta la sensación de dejar grabado lo que bulle dentro de ella. Su primera novela, «El Corazón es un Cazador Solitario» es recibida con entusiasmo. El complemento de Faulkner, afirman algunos. Mejor aún que Faulkner, dicen otros. La escritora de los desamparados que sabe mirar donde nadie se atreve a hacerlo, aseguran los demás. No pasa mucho tiempo antes de que Carson se inhiba de todo lo que no sean sus letras y, ante su ausencia, Reeves busque consuelo en la barra de los bares. A ello le seguirán las peleas, los insultos, las infidelidades…
Trascurre el año 1940. Tras divorciarse de Reeves, Carson se muda a Nueva York y allí conoce a W. H. Auden, a Tennessee Williams, a Henry Miller que trata de ligar con ella, pero Carson ha puesto sus ojos en la andrógina escritora suiza Annemarie Schwarzenbach con la que comienza una destructiva relación marcada por la dominante personalidad de la europea. Poco más tarde llega el ataque cerebral que paraliza la mitad de su cuerpo, momento que la Schwarzenbach aprovecha para largarse y propinarle a Carson un nuevo desengaño.
La cuestión es que, pese a los contratiempos, se recupera asombrosamente bien y en unas semanas apenas quedan estragos del ictus que casi la mata. Varias relaciones lésbicas más tarde, comienza a desencantarse de la gente y su escritura se vuelve ocre. Se vuelca en sus personajes, siempre marginales: sordomudos bondadosos y solitarios, lesbianas hoscas e incomprendidas, jorobados sediciosos, negros que han de comer en el porche, sin mesa, porque nunca son bienvenidos en ninguna parte, tipos tan silenciosos y fuera de lugar que son objeto de burla por el simple hecho de existir. En cierto modo, Carson se radicaliza: «Lo que la mayoría considera normal a mí me da miedo», escribe. Su aspecto sigue siendo adolescente, pese a transitar cerca de la treintena y a lo baqueteado de su viaje. En ocasiones mira el reloj que le fabricó su padre. Lo hace antes de vaciar una botella de ginebra. El miedo que crece dentro de ella le hizo detenerse una tarde frente a una licorería. Desde entonces, las botellas vacías se amontonan en su trastero.
Escribe y bebe sin parar. Una página y una botella diaria, según afirman sus biógrafos. Trata de volver a los hombres, pero éstos la tratan tan mal como lo hicieron las mujeres. Sigue queriendo a Reeves, incluso le escribe varias veces, pero él no responde. La caída en el abismo del alcohol se acompaña de fuertes depresiones que la llevan a refugiarse en su casa durante estaciones enteras. La parálisis ha ganado espacio desde entonces y hace años que comenzó a recuperar el terreno perdido. Primero se entumecen sus piernas, luego uno de sus brazos, después un lado de su cara.
Un día decide escribir una última carta a Reeves: «Nuestro mutuo amor es semejante a la ley natural, independiente de nuestras voluntades, inalterado por las circunstancias». Reeves responde a los pocos días. Se reencuentran cinco años después del divorcio que les alejó. A él le han salido canas; a ella patas de gallo prematuras que siguen sin conseguir hacer mella en su cara aniñada. Él sigue sin publicar nada, pese a que las editoriales están empapeladas con sus letras. Ella es una de las más grandes escritoras vivas. Se vuelven a casar dos meses más tarde.
En un principio, la nueva oportunidad que se dan va bien. Carson cuída a su marido, tira de él, mientras en Reeves crece la desazón al encontrarse una y otra vez con puertas cerradas. Sin embargo, siguen adelante, pero no durará mucho. La burbuja estalla cuando el último libro de Carson, «Frankie y la boda», es adaptado en Broadway convirtiéndose en un éxito instantáneo. Reeves, incapaz de asumir su fracaso y empequeñecido por el éxito de su mujer, vuelve a beber y esta vez lo hace a lo grande. Presa de delirios paranoides, comienza a hablarle a Carson de suicidio. Ella se asusta, pero no deja de beber a su lado, compartiendo fantasmas con frecuencia. Incluso se establece una especie de pacto suicida que Reeves comienza a gestar en 1952, durante una estancia en Francia. Finalmente, Reeves se aleja de ella, sabedor de que supone una rémora para la carrera de su esposa. Pocos meses más tarde la frustación de Reeves se traduce en macabro éxito por una vez en su vida mediante una soga colgada de una viga. Carson se hunde al conocer la noticia. Comienza a escribir, de modo amargo, sobre lo insoportable de las relaciones destructivas como la que mantuvo con Reeves. Se encuentra devastada, ya no quiere más. Tennessee Williams, amigo siempre, dice de Carson que lo único que quiere es amar y ser amada, pero a cambio se rodea de personas incapacitadas para darse, que sólo demandan su esencia negándole la suya propia. Vampiros emocionales que la desgastan poco a poco, sentencia. Carson sufre un infarto, después otro, después uno más. Le diagnostican cáncer de mama poco más tarde. Por entonces, su paralisis se ha agravado, llevándole a una silla de ruedas de la que ya no se levantará.
Muere en 1967 en un hospital de Nueva York. Entre las pertenencias que llevó consigo en su último viaje figuraban un libro de Auden, una fotografía de sus padres y un reloj azul esmaltado con ribetes plateados que lucía la inscripción: «Busca el camino».
«En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario».
La Balada del Café Triste – Carson McCullers.