Dos Cuentos y una canción de Navidad

Los milagros de Navidad existen, y prueba de ello es el posteo que están viendo.

La tradición de contar cuentos navideños que unió a tres amigos, que luego fueron cuatro puntualmente, al abrigo de un fuego virtual durante más de una década pareció llegar a su fin a lo largo del año que está a punto de terminal. Un suceso extremadamente doloroso para mí me llevó a tomar la decisión de finiquitar algo por lo que siento enorme afecto. Así fue, al menos, hasta que a principios de diciembre, tras superar una inquietante sucesión de acontecimientos negativos, tomé la decisión de escribir un cuento navideño (esta vez me salió cínico como otras veces nace cándido) para celebrar, mientras se pueda hacer, la única época del año en la que podría que añoro incluso cuando me encuentro sumergido en ella. Mi intención era la de escribir en solitario, sin incordiar con exigencias ni plazos a mis compañeros. Es entonces cuando apareció Emilio dispuesto a compartir espacio conmigo al abrigo de la lumbre que también calienta a Mycroft y a Angèline, aunque aparentemente no estén.

Mejores o peores, ésto es lo que nos ha salido este año. Lo vivido a lo largo de los meses cálidos, templados y fríos en lo que imprimimos en nuestros cuentos. Una radiografía personal, en realidad, emborronada por el anhelo de nieve y frío.

Para acompañarnos cuento con Queen. Estos días, pocas voces son más evocadoras y cálidas que la de Freddie. Pondremos su Thanks God its Christmas de fondo mientras calentamos nuestras manos con tazas de cacao y escuchamos otra historia navideña que nos haga creer, al menos durante unos días más, que en Navidad todo sigue siendo posible. Ojalá.

Feliz noche mágica para todos aquellos que estén leyendo estas letras.

EL AMOR HUELE A PAN RECIÉN HECHO

Por Emilio Calvo de Mora

Ocurre sin que sepa cómo. Una tarde de perros en la periferia de la ciudad. Quién será el muerto, te preguntas. Cualquier sitio es bueno para perder la cabeza. Una vez no se tiene cabeza, el resto del cuerpo es una herramienta del diablo. A veces el corazón te confiesa un pecado de juventud del que ni tú estás al tanto. Te dice: cuando tenías cuatro años cogiste un alfiler y la clavaste en la panza de una rana. Tenías cara de entusiasmo. La rana hizo cuatro cosas que te hicieron sonreír. El alfiler lo guardaste en una caja de cerillas. La tendrás por ahí. Todo lo olvidas. Lo bueno de que yo esté aquí es que puedo hacerte recordar cualquier cosa. El día en que tu prima Julita te metió unas hormigas dentro del bocadillo. Las ranas. Las hormigas. La prima Julita. Ni fuiste al entierro. Eres descastado sin proponértelo. Parece que haces las cosas sin mala idea, como para no molestar, pero en el fondo eres una mala persona, Hilario. Tu madre te fue apartando hasta que dejaste la casa. Tu padre estaba a lo suyo. Las máquinas tragaperras. Sus viajes al norte para vender el género. Ya no se venden máquinas de coser. No sé cómo mantuvo a la familia. En navidad era otra cosa. Siempre estaban ahí los dos. Lo mejor era bajar del trastero los apaños del portalito y la caja con el árbol. Un montón de bolitas rotas. Daba igual. Era todo tan pobre y hermoso. Si por ti fuera, no se habrían recogido nunca. Luego se va la cabeza. No de una vez. Lo hace con lentitud. Como a tirones. Un día notas que no tienes ganas de saludar a nadie. Otro te moleste que los demás te saluden. Te das a beber o a fumar. Vas con mujeres. No les dices nada. Ya te conocen. Alguna te elude sin disimulo. Se quita de en medio cuando apareces. Un día de estos te van a matar, Hilario. Cristina te aprecia. Quién sabe por qué. Tiene buen corazón. Sé lo mío de eso. No le cabe en el pecho. Es un pedazo de pan. Etcétera. Cristina es de las que si te dan la mano la tienes para siempre. Es mejor tener alguien a quien acudir cuando la cabeza no te deja ni dormir o cuando te duele el silencio. Es de hablar Cristina. No le hace feos a nada. El ayuntamiento. La primera comunión. Quién se acuerda de la primera comunión. La guerra de Ucrania. Los rusos no son de fiar. Tuve un cliente de Moscú. Olía a patata hervida. Ella te hace sentir como en casa. Tienes que ir a visitar a tu madre. Esa residencia es buena. La última vez que fuimos la vi más triste que nunca. De eso hará un año. Tenemos que ir antes de nochebuena, Hilario. Le llevamos una cajita de bombones. No les hará aprecio, ni los mirará, pero en cuanto nos vayamos, eso tenlo por seguro, abre la caja y se come cuatro. Compraremos de esos de la caja en forma de corazón. Hay unos que saben a fresa. A Luisito le encantan. Te echa de menos. Dice que cuándo vas a verle. Saca buenas notas. Dieces. En el cole me dicen que lo meta en una clase de inglés. Que no se descarríe, me dice el tutor. Se ve buena persona. Es viejo. Se jubilará pronto. Me da a veces que lo he visto por aquí. Qué podré yo reprenderle. Luisito echa de menos a su padre. Dónde andará. Cristina no sabe estar callada. Eso es lo que más te gusta. A la parte de tu cabeza que todavía no está dañada le encantan las palabras. Yo las entiendo bien. Un corazón es un albacea de algo que no comprende ni quién lo lleva en el pecho. Hace acopio de sangre y trabaja sin descanso, pero su oficio es otro. Lo sabré yo. El corazón de tu padre era de no estar quieto en un sitio. El de tu madre, de no moverse. El rato en que coincidieron se obró el milagro y viniste al mundo. Los dos, en realidad. Temo que un día te desquicies y me pares. No lo he pensado mucho, pero es algo que temo de verdad. La cabeza no entiende de sentimientos. Aprecio su trabajo, qué te voy a contar, pero no nos llevamos bien. Ha habido ocasiones en que hemos ido a una. Las menos, si he de serte sincero. Una vez casi intimamos. La navidad estaba cerca. Mamá canturreaba unos villancicos. No cantaba mal. Papá hacía cuentas en una libreta. Las máquinas de coser tuvieron su época de gloria. Mañana me voy a Santander. Estaré allí una semana. Vuelvo para nochebuena. Lo sorprendente es que lo hizo. Creo que tu madre lloró al verlo en la puerta. A la cabeza se le da mejor recordar. Esa noche el diablo anduvo lejos. Las mamás huelen bien cuando son felices. Huelen a pan recién hecho. El muerto huele a escombro. Tiene cara de buena persona. Tenemos que hacer algo con el cuerpo. Lo llevamos a la fábrica de siempre. Nadie va por allí. El día en que la terminen de echar abajo saldrán todos los muertos. Las ranas reventadas. Los perros desnucados. Ahora tienes que cambiar de cara. Te espera Cristina. Luisito está deseando que le lleves algo. Hay cajas de rotuladores muy baratos. Eso entretiene mucho. Tomaréis un turroncito. Brindaréis con champán. No eres de hablar, hasta ahí estamos, pero a Cristina lo que más le gusta es saber que la escuchas. Soy yo el que lo hace. Eso no lo sabe. Me encantan las palabras. Son la sangre que mueve la sangre que mueve tu cuerpo. Un día de estos harás bien en cambiar de vida. Por el bien de los dos, Hilario. Yo ya estoy cansado. Temo que hagas de lo que no podamos ni arrepentirnos. Te andan buscando. Vas dejando pisaditas. Por más que te advierto, no haces caso. Debí reprenderte cuando lo de la rana. Hay cosas que uno no ve. Todo regresa. Hoy ponte guapo. Tienes esa camisa de rayas. Está planchada. Huele a pan recién hecho. Ya pensaremos mañana qué hacemos con el muerto. Hay que buscar un sitio mejor. La fábrica es un centro comercial. Esta noche es la primera noche en el mundo. No olvides la caja de rotuladores. No es que sea el mejor regalo del mundo. Lo que importa es que te acuerdes. Cristina la dejará bajo el árbol. Cuando os levantéis mañana, Luisito será el niño más feliz de la tierra. Sonarán campanas a lo lejos.

LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE RIDÍCULO

Por Álex Herrera

Con infinito respeto por el maestro Bernando Bertolucci, a quien he robado el título de una de sus películas más prescindibles

ANTES DE LAS CAMPANADAS

No es mi intención aburrirles, por esa razón no voy a hacer mención a mi infancia. Bastará con que sepan que fue infeliz. Mi adolescencia no cambió demasiado las cosas, aquella época de granos, masturbaciones compulsivas, incomprensión y desprecio no fue más que una pérdida de tiempo. Mi objetivo tampoco es contarles mi juventud temprana ni la tardía, ese falso techo que no sirve para resguardarte de la intemperie. Lo que realmente quiero hacerles saber es lo que está a punto de ocurrir en mi vida. Tal vez así, comprendan mis decisiones.

Mi nombre es Octavio Centurión de las Casas. Sí, ese es mi nombre. Mi bautismo significó la primera toma de contacto con la crueldad de mis padres. Mi madre consideró que había dado a luz a un idiota, y así me lo hizo saber desde que tengo uso de razón. Según me contó mi hermana mayor, quien, por supuesto, no guarda ninguna estima hacia mí, su baraja de humillaciones mostró la primera carta cuando era un bebé. Al margen de referirse a mí como “el que no debería haber llegado”, se negó a darme el pecho, al contrario de lo que hizo con mi hermana, con la excusa de que estéticamente arruinaría la estilosa forma de copa de champán de sus pequeños senos. A cambio, contrató a una esforzada ama de cría africana a quien, me temo, tampoco le caí bien. A pesar de ello, fue lo suficientemente profesional como para no retirarme la teta hasta cumplidos los cinco años de edad. Me destetaron demasiado tarde porque, insisto, decidieron que era idiota y a los idiotas es mejor mantenerlos entretenidos en otras cosas. Mi idiotez congénita provocó que mi padre se burlase de mí cada vez que, a su juicio, cometía alguna falta: “No puedes evitarlo, te han criado con leche de negra del Congo”. Escuché aquella frase tan a menudo que me sentía africano en el plano emocional, aunque estoy seguro de que los africanos del Congo tampoco me habrían aceptado.

Había prometido no hacer referencia a mi pasado. Disculpen. El recuerdo de aquellos años es una pesada losa para mí que no consigo superar.

Pero es hora ya de comenzar mi historia real.

Mañana, día de año nuevo, cumpliré cincuenta años. Estoy divorciado y tengo una hija adolescente que, a falta de afecto hacia mí, siempre prefirió ignorarme respetuosamente. Pensarán que mi vida es miserable y que siempre lo fue. No se equivocan. Pero insisto, mañana cambiará todo.

Dada mi inutilidad congénita, conseguir un empleo no me resultó fácil. He probado cada trabajo reservado para aquellos con pocas luces. Y entre todos, el de vigilante de seguridad fue el que me proporcionó mejores momentos. Los clientes del centro comercial en el que trabajaba me miraban con cierto respeto, una sensación desconocida para mí que provocó que me viniese demasiado arriba con demasiada frecuencia. En varias ocasiones retuve a sospechosos que no habían delinquido aún, pero que lo hubiesen hecho sin ninguna duda. Mis dotes predictivas no fueron bien acogidas y fui despedido. Un contratiempo que acabó derivándome, tras ser portero de discoteca, arbitro de fútbol sala y hombre anuncio, hacia mi empleo definitivo: pocero.

Todos los padres desean que sus hijos lleguen muy alto en sus carreras profesionales. Los míos, al contrario, estaban seguros de que acabaría en el estrato más bajo. Y no se equivocaron.

Ser pocero está poco considerado socialmente, pero a mí me satisface por completo. Conozco cada rincón de esta ciudad, cada pasillo cubierto de mugre y cada rata que lo habita. Si lo deseara, podría irrumpir en el escenario del Palacio de Ópera durante la representación de cualquiera de esas obras presuntuosas que allí se representan. Clavaría mi farol en las tablas, me abrazaría a un tenor gordo y junto cantaríamos un aria que pondría en pie a los esnobs que pagan millonadas por asistir a esas bobadas. También podría hacer el mal. Podría vaciar los calabozos de cada comisaría; podría sorprender a las damas mientras toman una despreocupada ducha y vaciar las arcas del Banco de España sin que nadie se percatase de ello hasta que dilapidase el botín en las playas de Tahití, pero claro, eso es algo que jamás haré. No soy un pervertido ni un malvado. Lo que soy, desde hace un mes, es un hombre concienciado con mi planeta. Y eso se lo debo a Angie y Benito.

Al cumplir los trece años, mi padre me confió el único consejo que recibí de él. Me dijo: “Octavio, cuídate de los tontos que para tonto ya está tú”. Lo curioso del caso es que no me dolió que me dijera aquello. Lo consideré una potestad paterna más, como los azotes con vara de mimbre, los pescozones con el puño cerrado y las miradas de decepción que me dedicó durante toda su vida.

Insisto en que no quiero hablar sobre mi pasado lejano, pero una y otra vez caigo en la tentación de mostrarles cuan miserable fue. Una vez más, les pido disculpas.

Nunca fui bebedor ni fumador. Tampoco probé las drogas. A pesar de ello, durante un tiempo frecuenté las reuniones de alcohólicos anónimos, las de proyecto HOMBRE y todas aquellas que me acogiesen sin hacerme preguntas. Escuchaba los testimonios de todas aquellas almas rotas hasta que, al llegar mi turno, comenzaba a hablarles de mi triste infancia, lo cual desembocaba invariablemente en mi expulsión de aquellas reuniones por falta de contexto. Ni siquiera puedo asegurar el motivo de mi asistencia a aquellos akelarres de arrepentimiento. La soledad no me sirve de excusa, pues siempre me llevé bien con ella. Supongo que necesitaba que alguien me escuchara con gesto de comprensión. Algo que, en realidad, jamás hallé. Por esa razón, encontrar a Angie y Benito puede considerarse como la salvación de mi alma inútil.

Todo ocurrió por casualidad. Volvía a casa una noche más cuando me topé con una manifestación en favor del planeta liderada por un tipo de larga barba blanca que gritaba consignas tan inspiradoras como “No podemos comer dinero”, “aprende a cambiar o aprende a nadar” y “Nuestro futuro está en tus manos”. En mis manos. Nadie había depositado jamás tanta responsabilidad sobre mí. Por primera vez en mi vida me sentí bien rodeado de aquellos jóvenes vociferantes. El ambiente era asombroso. Algunos bailaban danzas tribales desconocidas para mí, otros lloraban por las belugas y otros, con el rostro desencajado, clamaban por una revolución ecológica y sostenible. A mi paso, todos ellos se apartaban, me ofrecían bebidas orgánicas y me daban palmaditas en la espalda. Así fue hasta que me situé frente a Angie y Benito, quienes me recibieron con un cálido “bienvenido” que cambió para siempre mi vida.

No crean que me entrego tan fácilmente. Llevo casi cincuenta años buscando mi lugar en el mundo con resultados habitualmente decepcionantes. Probé ser hincha radical de fútbol, colectivo que me acogió fraternalmente en un principio hasta que un policía me abrió la cabeza de un porrazo, momento en el que decidí que ese no era mi camino. Intenté ser vegano, pero no entendí del todo el propósito de serlo; quise ser surfero, pero el mar me caía lejos; quise ser mormón, pero eso de ir aporreando puertas en busca de creyentes extraviados terminó por ser extenuante para alguien sin fe religiosa como yo. Mi lugar no terminaba por materializarse hasta que los encontré a ellos: los activistas del clima.

Angie y Benito quisieron enseñarme a odiar al ser humano por el simple hecho de existir y encontraron terreno abonado en mí. Ellos mantenían una relación no tóxica en la que el género fluido de ambos podía manifestarse libremente en función de las circunstancias. En otras palabras, ambos eran libres de mantener relaciones sexuales con quién les diera la gana sin esperar consecuencias negativas por ello. De no ser por ellos, seguiría sin saber que la sociedad heteropatriarcal, apoyada en el sustrato que, como una semilla, la nociva religión católica había depositado en cada uno de nosotros, había impuesto criterios morales que encadenaban al espíritu humano. Pero su faceta que más me interesó fue la de activistas. Su lucha por el planeta, acosado permanentemente por fascistas, judíos malos y gente equidistante, les hizo realizar acciones tan llamativas como su encadenamiento en la puerta de la embajada china en Madrid. La acción fue brillante, pero no una buena idea. Resultó que los funcionarios abrieron las puertas introduciéndolos en territorio virtualmente chino. Acto seguido recibieron una soberana manta de palos, tal y como mi padre lo hubiese definido.

Durante los tres meses de convalecencia, Angie y Benito decidieron cambiar de objetivo por cuestiones de salud. Viajaron hasta París para realizar un acto transgresor en el museo del Louvre. Fue su acción más brillante. Tras saltarse todos los controles consiguieron acceder a la Venus de Milo. Angie, con las manos embadurnadas de pegamento del fuerte, se adhirió al pecho izquierdo de la diosa. Benito hizo lo propio con el derecho. El lugar elegido para “encadenarse” no fue casual. Fue una protesta incrustada en otras protesta: no solo denunciaban la pasividad humana ante la destrucción del planeta, sino que además señalaban la perniciosa genitalidad del arte clásico, impregnado de masculinidad tóxica. En esta ocasión, no fueron agredidos, pero sí imputados por destrucción de una obra de arte patrimonio de la humanidad. Al parecer, cuando la palma de sus manos fue separada de la escultura uno de los pezones de la diosa decidió participar de la performance quedándose junto a la epidermis irradiante de calor de Benito.

El coste de la restauración se cifró en 52.369 euros que mis amigos pudieron abonar gracias a un crowdfounding creado por la organización Save the Planet a la que, orgullosamente, también yo pertenezco.

Antes de dedicarse al activismo, las biografías de Angie y Benito podían resumirse en media cuartilla. Nacieron, crecieron, estudiaron y salieron al mundo hermosamente puros. Ojalá la mía hubiese sido equiparable en fulgor y brevedad. La de Julián, el siguiente miembro del equipo, fue dramática en forma y fondo, pero para hablarles de él necesitarán conocer en primer lugar cuál es nuestro objetivo: el reloj de la puerta del Sol de Madrid.

El día en que Julián fue nombrado relojero encargado del mantenimiento del reloj de la puerta del Sol le fue dado el don que siempre había perseguido: el de la invisibilidad. Julián quiso ser llano o agudo, pero nació esdrújulo. Ni grisáceo en su normalidad ni llamativo como el neón en su originalidad. Siempre fue el tipo que quería encajar en el grupo de amigos sin conseguirlo del todo. Se enamoró de una chica con ribetes azul neón, pero se casó con una mujer gris sin matices con la que tampoco supo encajar. Fue ella la que le regaló, a él que siempre se quejó de que nadie hizo nada por satisfacerlo, una inevitable infidelidad que Julián reinterpretó, abusando de las fuentes clásicas, como una osamenta del tamaño del Himalaya. Tampoco ayudó que sus compañeros de trabajo (que se enteraron porque al final todo se sabe) se burlasen de él llamándole Cornelio, nombre que incluso llegó a asumir como suyo durante algún tiempo. Así de baja era su autoestima. Julián no usó su recobrada libertad sentimental para tratar de buscar una nueva compañera sentimental, sino que se afanó, tras leer compulsivamente a Cioran, en aislarse por completo de un mundo que nunca le había aceptado. A tal fin, tras un infructuoso intento de convertirse en guardabosques de hayedos solitarios, decidió especializarse en la reparación y mantenimiento de relojes de campanarios. Un trabajo que, supuso acertadamente, lo mantendría alejado del mundanal ruido. La cuestión es que se afanó tanto que se convirtió en uno de los mejores mecánicos de reloj de campanario del mundo y como consecuencia recibió la custodia del reloj con más prestigio de España.

Atraer a un misántropo puede parecer una tarea casi imposible, y ciertamente lo fue. Rechazó el calor fraternal que le ofrecimos en un primer momento. Al ser un solitario era suspicaz, siempre sospecho de que nuestras intenciones ocultasen dobleces. Intentamos reclutarlo durante meses hasta que, al fin, dimos con la clave: ¿qué puede atraer a un misántropo? La respuesta era tan sencilla que nos costó dar con
ella: joder a la humanidad.

Le contamos nuestro plan, y desde ese momento fue el más entusiasta miembro del equipo.

El plan era sencillo: a las doce de la noche del 31 de diciembre, con la puerta del Sol completamente abarrotada de insensibles garrulos, el reloj de la plaza se detendría dejando a todo el país sin año nuevo y sin la consiguiente celebración. Al fin y al cabo, ¿qué habría que celebrar mientras el planeta agoniza?

Para llevarlo a cabo, Julián nos introduciría dentro de la torre del reloj durante la mañana del día 31. Escondidos en un cuarto de servicio, esperaríamos hasta cerca de la medianoche, momento en el que Julián nos conduciría hasta las entrañas del reloj para detenerlo un segundo antes de que las guirnaldas volasen y las botellas de champán vaciasen la mitad de su contenido sobre los adoquines de la plaza.

Había varios métodos para detener al reloj, por lo que el modo de hacerlo fue sometido a votación asamblearia y democrática. Julián abogaba por el método electrónico, sin embargo, Angie, Benito y yo nos inclinamos por un método dramático al considerarlo más apropiado para la ocasión. Así pues, la técnica elegida sería introducir una barra de acero en las ruedas del engranaje para provocar una avería morrocotuda que congelaría el tiempo durante días. ¿Qué podía salir mal?

TRAS LAS CAMPANADAS

¿Qué podía salir mal? Es obvio que todo y eso que el plan comenzó a desarrollarse de modo impecable. Primero, Julián nos introdujo en el interior de la torre disfrazados de personal de limpieza. Dada la impericia de Julián con cualquier tema relacionado con la logística, fuimos nosotros los que tuvimos que agenciarnos los disfraces, con tan mala fortuna que Angie y Benito vestían de color rojo mientras que yo vestía de morado. Eso sí, todos lucíamos pegatinas, suministradas por las tiendas de disfraces, que proclamaban nuestra pertenencia al gremio de la limpieza. Por cierto, Angie y Benito tuvieron más que palabras con el tipo pakistaní que les alquiló sus trajes, pues el muy insensible, al escuchar la palabra limpieza, se atrevió a sugerir a Angie que vistiese de doncella francesa, ataviada con su respectivo liguero y plumero a juego. Aquella afrenta machista, agravada por el hecho de no habérselo ofrecido a Benito también, se pasó por alto dada la condición de minoría oprimida de aquel dependiente que pedía a gritos una reeducación sexual y social.

Una vez dentro de la torre fuimos almacenados en un cuartucho diminuto hasta que al acercarse la medianoche, Julián nos rescató para conducirnos hacia las entrañas del reloj. Frente a nuestro objetivo, me sentí un demiurgo capaz de alterar el mundo que se desplegaba ante mí. Por primera vez en mi vida, y con aquella pequeña barra de acero macizo en mis manos, me sentí poderoso. Me visualicé a mí mismo siendo portada de los periódicos del día siguiente bajo el titular: el hombre que detuvo el tiempo.

Llegado el momento, Julián se situó frente a las enormes ruedas del monstruo. Debía contar hasta nueve antes de colocar la barra en un diente determinado de su engranaje. Conté hasta siete, ocho, nueve y lo arrojé, con tan mala suerte que la barra rebotó y salió disparada hacia el suelo. Angie la recogió con presteza y la arrojó a las ruedas nuevamente y nuevamente fue escupida por el monstruo. Finalmente, tuvo que ser Julián quien la colocase, con lágrimas en los ojos, en un diente que no nos permitía asegurar que el reloj se detuviese antes de la medianoche.

Todos aguardamos la resolución con ansiedad. Del exterior nos llegaba un griterío incesante que auguraba una memorable bacanal. Escuchamos cómo los cuartos que anuncian las campanadas comenzaron a sonar. Después, las campanadas. Los cuatro musitamos en voz baja el número de campanadas: tres, cinco, ocho. Al llegar la número once, la justicia poética se materializó ante nosotros. El reloj se detuvo. La multitud cesó su griterío. En la plaza se hizo un sepulcral silencio que rubricaba nuestro éxito. El reloj se había detenido y el mundo lo había hecho con él. En ese momento, debíamos ascender hasta el campanario para desplegar nuestras pancartas reivindicativas, pero algo nos detuvo. De modo inesperado, el griterío volvió paulatinamente hasta convertirse en la anunciada orgía. Desde el campanario fuimos testigos de cómo el mundo continuaba su marcha. Ni nuestra valerosa acción ni la fina lluvia pudo detener aquella deshonesta exhibición de felicidad sin cuento. La gente se besaba, se abrazaba, bebía y bailaba mientras nosotros tratábamos de desplegar una pancarta que solicitaba compasión para nuestro moribundo planeta. En ese instante fui consciente de que no seríamos portada de los diarios. Como mucho, nos reservarían una esquina perdida en la página dedicada a las noticias prescindibles que nadie lee.

La policía no tardó en llegar, pero para nuestra desgracia, no nos detuvieron. Optaron por no hacernos caso mientras nos dirigían miradas de lástima y burla. Únicamente nos entregaron una citación judicial antes de invitarnos a abandonar la torre del reloj, cosa que hicimos echando mano de la escasa dignidad que nos quedaba. Al menos así lo hicimos Julián y yo. Angie y Benito prefirieron arrojarse al suelo mientras gritaban “¡brutalidad policial!” mientras los policías los miraban desconcertados. Nunca volví a verlos. Al día siguiente, al despertar, decidí seguir siendo un idiota anónimo el resto de mi vida. Julián, por su parte, siguió sin importarle a nadie. Como el Grinch, fracasamos al intentar robar la Navidad. Ni siquiera pudimos joderla un poco. Hay guerras que no se pueden ganar y hay vidas que, se haga lo que se haga, siempre serán ridículas.