¿Qué harás cuando yo no esté?

Una noche de agosto, no recuerdo el año concreto (tal vez 2006 o 2007), ella me cogió las manos y me dijo: ¿Qué harás cuando yo no esté? No era lo que necesitaba escuchar en aquel momento, pero las cosas fueron así entonces.

Mucho tiempo antes, siendo adolescente, dejé de creer en las películas. Las tramas me resultaban ajenas y los actores unos simples farsantes. Hasta entonces el cine había ejercido de eje en mi vida, por esa razón aquella época fue especialmente dura al ser despojado de la biblia que sostenía mi sistema emocional. Así fue hasta que una tarde de sábado, tras dar una vuelta con unos amigos, regresé a casa justo cuando comenzaba el pase de «El invisible Harvey», una olvidable película familiar sin dobleces que contaba lo que veías sin mayor ambición que la de proporcionar entretenimiento durante un par de horas. Un despojo según el extremista modo de juzgar de cualquier adolescente. Me senté con desgana en el sofá presintiendo que no tardaría en marcharme. Media hora más tarde seguía sentado. La película no solo había logrado captar mi atención, además había relegado mis pensamientos hacia un lugar recóndito de mi cerebro. Dos horas más tarde, anonadado y lloroso, busqué el TR (aquel mítico Teleradio que siempre perdió sus batallas contra el Teleprograma razón por la cual siempre fue mi preferido) para leer la crítica sobre la película, recortarla y pegarla en un cuaderno en el que coleccionaba los datos de toda película que veía por aquel entonces.

He tenido oportunidad de volver a verla durante todos estos años, pero no he querido hacerlo. Los recuerdos impecables deben seguir siéndolo, y «El Invisible Harvey» es uno de los más luminosos por todo lo que significó. Hizo que volviese a creer; me devolvió el don de la inocencia que comenzó a desvanecerse demasiado pronto. Aquel tipo bondadoso (maravillosamente interpretado por James Stewart) que tenía por mejor amigo a un conejo gigante que solo él podía ver se convirtió en mi referencia vital durante un par de semanas hasta que llegó otra película, y después otra, y más tarde otra más y así hasta aquella noche de agosto de 2006 o 2007 .

«¿Qué harás cuando yo no esté», dijo ella. Siempre recordaré el tono en que la pronunció, un tono intermedio entre la pesadumbre y la resignación. Una frase similar a la que pronuncia el psiquiatra que trata de devolver la cordura a James Stewart en «El Invisible Harvey»: ¿Qué harás cuando Harvey no esté?  Stewart respondió. No recuerdo qué, seguramente alguna frase más o menos brillante que reivindicase su locura. Yo no lo hice. La miré durante unos segundos sin llegar siquiera a balancear los hombros en un gesto de duda.

Hoy hubiese cumplido un año más. Y ahora, con la perspectiva de su ausencia, siendo el vértigo que debió sentir Jimmy Stewart cuando le preguntaron qué haría si su mejor amigo abandonaba el camino.

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El cigarrillo roto y el tipo de pelo blanco…

La calle de la Luna es una angosta franja que conduce al centro de Cucumberland. Para los que viven (vivíamos) en la zona sur de la ciudad-dormitorio era el camino más corto para acceder, en mi caso, al lugar en el que estudiaba. El edificio mudéjar que albergaba a los enfermos está adornado con una serie de falsos balcones enrejados desde los que los pacientes se asomaban en busca de luz, aire y cigarrillos. Porque era sobre todo cigarrillos lo que solían demandar a todo el que pasaba por allí… al menos antes de que cambiasen de acera asustados. Entre los habituales “enrejados” se encontraba un tipo de expresión agria, voz cazallera y pelo blanco. Hubo una época en la que raro era el día que no cruzabamos nuestras miradas. La suya en demanda de un pitillo. La otra, la del niño, fijada en el suelo entre avergonzada y asustada.

Un día, tras la boda de un primo materno, me las arreglé para hacerme con una de esas minicajetillas de recuerdo que suelen repartirse en los banquetes. Recuerdo que su inmaculado color blanco estaba coronado por dos anillos serigrafiados con los nombres de los novios. Dentro, cuatro cigarrillos de al menos tres marcas diferentes. Dos de ellos quebrados por el traqueteo de los días. El tercero algo rebanado en su extremo inferior. El cuarto, impecable. Por alguna razón, que hoy no recuerdo, pensé que sería un buen regalo para el tipo de mirada feroz que, pensaba, me tendría fichado después de tantos desplantes en su desesperada búsqueda de pitillos.

Durante toda la semana siguiente paseé a paso reducido por  el lado de la acera estigmatizado que todo el mundo procuraba evitar. No hubo suerte. Como si hubiese sido tragado por la tierra, el tipo canoso no apareció. Así ocurrió durante las dos semanas que le siguieron, de tal modo que terminé por regalar tres de los cuatro cigarros a mis compañeros de clase, precoces fumadores quienes no parecieron darle importancia al mal estado en que se encontraban tras semanas bailoteando en mis bolsillos.

Me arrepentí de hacerlo, pues casi un mes después de hacerme con los cigarillos el tipo de la mirada fija volvió berrear su habitual: “Eh, chaval, ¿tienes un cigarrillo?”. Busqué en los bolsillos de mi impermeable azul y encontré al único superviviente de la pequeña cajetilla de ribetes rosados: el quebrado. Ahora, más que quebrado, dividido en dos partes asimétricas. Al extenderle mi pequeña ofrenda la miró y la olisqueó para, a renglón seguido, soltar un exabructo tipo “Qué cabrón, ¡¡pero si está jodido!!”. En realidad no recuerdo las palabras exactas, pero sí que fueron ofensivas. Decidí entonces largarme, atravesando el hueco cedido por dos coches aparcados cuando escuché detrás de mí: “¡Gracias, chaval!”, acompañado del gesto de su mano extendida a través de las rejas azul palido en busca de la mía. Me quedé mirando unos segundos que parecieron horas y seguí mi camino sin corresponder a su ofrecimiento.

El tipo era Leopoldo María Panero, lo supe años más tarde. No lo hice tras leer uno de sus libros de poesía, ni tras ver su fotografía en cualquier parte, sino tras visionar la más amarga película que ha dado el cine español en sus más de cien años de historia: “El Desencanto” dirigida por Jaime Chavarri.

Nunca se ha rodado nada parecido a “El Desencanto”. En pocas ocasiones una familia se ha prestado a radiografiarse de un modo tan desolador. Todo en ella emana una belleza muerta que conmociona tanto por el eco de los dolorosos testimonios prestados por los desmembrados miembros de la familia Panero, como por el tono empleado por el director en busca de acentuar lo menos posible la esdrújula peripecia de unas personas destruidas que ni siquiera tratan de saber el por qué un velo negro se posó sobre ellos. Cada diálogo de la cinta es estremedor. Podría elegir cualquiera y sustituirlo por otro sin que se mellase su crudeza. Sirva un ejemplo como ilustración.

Durante el velatorio de Felicidad Blanc, esposa de Leopoldo Panero (otro de los poetas “oficiales” del regimen franquista), Leopoldo María se acercó al cadáver y le besó en los labios. Ante la estupefacción de los allí presentes, el edípico poeta les dijo: “Quiero conseguir que se despierte, como Cenicienta”.

Es imposible transmitir mejor la angustia de la pérdida de un ser querido que negándose a aceptarla.

Años más tarde, escuché que tuvo una novia (escritora y esquizofrénica, como él) durante su estancia en el manicomio de la calle de la Luna. Sé, también, que ella cerró capítulo saltando por una ventana poco después de ser dada de alta. Sé que de vez en cuando aparece en programas de televisión literarios en los que divaga sin rumbo consiguiendo mayor lucidez en sus palabras de la que muchos quieren entender. Suele burlarse de su enfermedad y de los que le compadecen. Y fuma, sigue fumando sin parar. No hace mucho le escuché decir que en el sanatorio de Mondragón conseguía mamadas de otros internos a cambio de cigarrillos. Y a veces me da por pensar en el curioso destino que aguardó a aquel Fortuna roto que salió de una boda y un crío guardó en sus bolsillos durante semanas.

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Todo está Borroso…

JACK: ¿Qué me está ocurriendo, Warnie? Ya no puedo verla. Ya no puedo recordar su cara.

WARNIE: Es debido al golpe.

JACK: Tengo tanto miedo de no volver a verla. De pensar que el sufrimiento no es más que sufrimiento. Sin causa, sin propósito, sin sentido.

WARNIE: Yo… no sé qué decirte, Jack.

JACK: Nada, no hay nada que decir. Ahora ya lo sé. Ahora tengo un poco de experiencia, Warnie. La experiencia es una maestra brutal, pero aprendes. Ya lo creo que aprendes.

TIERRAS DE PENUMBRA (Richard Attenborough, 1993)

TIERRAS

Las Páginas en Blanco…

En «La Tregua», Martín Santomé no escribe en su diario desde el lunes 23 de septiembre hasta el viernes 17 de enero del año posterior. La vida había perdido todo su significado para él sin su Avellaneda. Yo dejé de escribir en mi diario virtual el 19 de febrero de 2008 para no volver a hacerlo hasta septiembre de ese mismo año en este lugar. Al recordar el triste mes de marzo de 2008 en que leí el libro más inquietud despierta en mí aquella frase del agente Cooper en «Twin Peaks» al hojear las páginas del diario de Laura Palmer: «Fue tan feliz esas semanas que ni siquiera escribió en su diario». Fueron tantas las páginas que se quedaron en blanco. Tantos los borradores que siempre vivirán en la sombra.

Antes lo suponía todo porque todo esta impregnado de la esencia de la duda más pura. Ya no, no supongo nada porque en mi interior tengo una certeza que no sabría compartir pues soy incapaz de expresarla. Sé que a ella le gustaba escuchar música de cámara, ver películas de Paul Newman y que Cary Grant le daba paz. Sé que nunca tuvimos una despedida, que, sin ninguna duda, su amor hacia mí era incondicional a pesar de que le di tan pocas razones para recibir tal privilegio, y que cuando me quedo sin aire recuerdo aquella vez, de niño en que, tras una caída mientra jugaba que acabó en terrible berrinche, me recostó sobre su pecho y me dijo con suavidad: «todo está bien». Repito esa frase con frecuencia cada vez que el mundo de alguien de mi alrededor se viene abajo con resultados asombrosos. Y funciona. Sigue funcionando. Creo que es la única lección que aprendí de ella que sé hacer lo suficientemente bien.

Han pasado cinco años y sí, todo está bien. Ahora sonrío. Soy feliz, a veces estoy triste, en ocasiones desubicado y en otras integrado en un mundo que nunca comprenderé. Si pudiese verme ahora…

Solo cien más…

Fue en septiembre de 2005 cuando todo esto empezó, aunque en realidad fue durante el cadencioso verano de ese mismo año cuando comencé a frencuentar algunos blogs, la mayoría de ellos de temática cinéfila. No, no leía cualquier cosa, huía por sistema de los esquemáticos, los ortopédicos y los asépticos. Para mi fortuna nunca fui cartesiano. Entonces descubrí una choza virtual de vida singular y extraordinaria regentada por la sita Ice. Reservaba dos o tres horas diaras, generalmente por las noches, para leer sus posteos diarios y los deliciosos comentarios que regalaba su bien cuidada prole de invitados. Mis circunstancias personales eran muy jodidas entonces, algo que oculté con suficiente solvencia como para extender la fantasía que ofrece lo que no es real sobre una cotidianeidad que manchaba. Después llegaron muchos más (resulta inúltil citar cada nombre), y me sentí lo suficientemente arrogante como para exponer mi punto de vista.

Hace unos días busqué un Google información sobre una película olvidada, y las migas de pan me llevaron hacia mi antiguo refugio virtual. Ni siquiera recordaba haber escrito aquello, plagado de errores semánticos, voluntarioso hasta la arcada, inconexo como yo mismo lo sigo siendo. Trato de imaginar las sensaciones que esas letras han provocado en cada náufrago que llegó hasta esa orilla sin delimitar. Trato de recomponer la piezas del que fui y encajarlas con lo que soy. La gente cambia pero los rescoldos de lo que ocurrió siempre recuerdan el lugar en el que se cometió el delito de creer que tienes algo que contar que alguien está dispuesto a escuchar.

Cien posteos más y serán mil en este lugar. Fueron casi quinientos en mi anterior blog y medio centenar más en mi primer buceo a pulmón en aguas turbias. Han pasado tantas cosas entre tanto que resulta comprensible que al leerme me sienta extraño. Las deudas nunca pagadas se incrustan dentro de uno, le envilecen, le convierten en descreído. Puedo seguir mis pasos al leer cada posteo, cada ocasión perdida, la batacazo, la efímero éxito. Veo y siento cómo la ponzoña toma ventaja y cómo la inocencia mengua para a continuación recuperar su lugar manchada del hollín del desencanto. La euforia reclama su lugar más tarde, justo antes de retirarse discretamente para dejar paso a la monotonía aborregada. La vida en formato bit.

Cien posteos más y serán mil pataleos, mil orgasmos, mil decepciones, mil lágrimas repartidas entre la felicidad y la tristeza. Mil paseos por la vida de otros. ¿Quién seré yo por entonces? Lo único que espero es que ese día siga siendo lo suficientemente curioso para descubrir lo que oculta la siguiente esquina, el último minuto de una película, la última página de un libro…

Y cien años más…

Este es el posteo 900 de este lugar que elude charcos y hoy es el día en el que la libélula vio la luz por vez primera. Me han contado cómo era entonces: primero feucha, luego preciosa, después repelente e irritante sin dejar de ser adorable. Pasaron los años y de la crisalida brotó una libélula con alas transparentes a la que le gusta extender sus manos sobre los suyos para que el sol no les queme ni la lluvia les moje. De ella brota calor, de ese del que no tenía noticia de que existiese más allá del manto materno. Pero además es sexy. Su cuerpo parece cincelado por algún artista renancentista que quiso experimentar técnicas temerarias que desafiaran lo grávito y los implícito. No diré que es tan bella que duele, pero es indudable que hace sangrar.

Un día de mayo de 2009 recibí un correo en el que me decía que se había levantado en mitad de la noche para leer mis palabras. Un día de junio de ese mismo año me entregó un libro, el guión de «El Apartamento», para contestar inconscientemente a un deseo que lancé meses atrás: quiero que la señorita Kubelik aparezca en mi vida. Y apareció, manipulando botones siempre en la planta baja, provocando que todos los ascensores acudan en su busca. La primera vez que me dijo «te quiero» fue por teléfono, a través de un sms, dejándome con la sensación de que mi rostro embobado merecía mejor receptora que la cajera del super que me atendía en ese momento. Desde entonces esas dos palabras brotan con frecuencia natural de su boca: «Te quiero». Me quiere, lo sé. Me siento querido y protegido. Siento que ella es mi casa porque la primera vez que la toqué, a la sombra de un oso, tuve la sensación de que al fin había llegado a mi hogar tras tantos años en la tundra.

Hemos hechos locuradas incontables el uno por el otro en estos cuatros años y dos meses. La mayor de ellas nos zarandeó con fuerza, pero no nos derribó. Ahora siento que te quiero más. Ahora cuando te miro duele más, supongo que es un efecto secundario no deseado del amor que profesan los no computables. Escribiría más palabras a la nada, pero tengo algo mucho más importante que hacer: estar a tu lado.

Te quiero, Libélula. ¡¡Zorionak, maitea!!

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Niles y Yo y las Escalas y los Valores…

Hay un mítico episodio de «Frasier» en el que Dafne, al fin roto el maleficio que durante años la separó de Niles, engorda grotescamente. Al menos, de modo tan escasamente sutil, es cómo los guionistas trataron de encubrir el embarazo de Jane Leeves y justificar su prolongada ausencia de la serie. Pues bien, Frasier trata de alertar a su hermano del incontrolable aumento de volumen de su cuñada sin éxito. Sus metáforas son cada vez más gruesas sin que Niles acierte a adivinar a qué se refiere. Para él Dafne sigue siendo la misma chica estilizada y ciertamente tronada de la que se enamoró. Finalmente Frasier se rinde y exclama un conmovedor: «Ojalá algún día llegue a querer tanto a alguien».

Cuando bajas los brazos en señal de rendición y dejas que sea la corriente quien decida tu rumbo es cuando suceden los prodigios. Tal enseñanza, de extremo riesgo, es cierto, se aprende únicamente de modo práctico. Los moratones son reales y las rocas que aguardan al fondo del precipicio afiladas. Luego esperas en vano que llegue la calma mientras tratas de enfrentarte al siguiente escollo al que seguirá otro más.

A muchos de mis conocidos les produce una intensa sensación de ternura el que emplee la escala Cris como regla de medida que calibre la belleza (femenina o masculina, eso da igual y queda a gusto del oficiante). Otros se burlan y los más lo achacan a mi singular modo de entender el mundo. Así, Scarlett Johansson sería un 9 en escala Cris y la desbordante Beyoncé no pasaría de un 7. Tienen suerte, hay supermodelos que ni siquieran merecen ser catalogadas. Sólo hay un diez y es para quien da nombre a tan personal escala. Ella es la mujer con la que comparto cama, desvaríos, sonrisas, cabreos y agobios. Resultaría gratuíto ennumerar sus virtudes. Un absurdo regodeo en mi propia circunstancia que a nadie salvo a mí interesa. Sólo decir que por muy lejos que esté de ella sigo percibiendo su gravitación en torno a mí y la mía en torno a ella.

Como le ocurrió a Niles, nunca pensé que el prodigio me sacudiría a mí. El mismo que te hace despertar del letargo justo antes de que la caída en el precipicio sea inevitable. Tal vez no comparta demasiadas cosas con él, pero coincidimos en unas pocas. Ambos olemos el pelo de nuestras chicas cuando ellas no se dan cuenta. Ambos manejamos la misma escala aunque cambie de nombre. Ambos, finalmente, somos presos de la melancolía. Supongo que podemos culpar de ello a la mirada furtiva que tuvimos tiempo de lanzar hacia el fondo del abismo. Puede que ambos estemos ciegos pero tuvimos la suerte de ser vistos.

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Sábado noche, hace cinco años…

Dormía mucho entonces. Todo lo que no había dormido en años de acumulado insomnio se desparramó entonces gracias a la química. Todo tipo de medicamentos para acortar los días. Para acortar el dolor de los días…

Caminaba sin parar. Iba siempre a los mismos lugares, de modo que comencé a trazar una rutina inútil en la que se cruzaban los mismos rostros, las mismas aceras, los mismos montones de basura. Luego, al llegar la noche, dilataba todo lo posible mi reentrada en la casa que siempre habité. Allí me esperaba un sofá cuyos cojines, recién repuestos, eran demasiado duros y una manta marrón con listados negros. Antes de amanecer ya estaba en pie. O mejor, estaba sentado, aguardando que los sonidos de la calle fuesen lo suficientemente consistentes para volver a salir ahí fuera.

Los sábados no eran mejores, pero eran más llevaderos. Las noches comenzaban antes y terminaban más tarde, lo que me permitía variar planes y confundir rutas. En ocasiones tomaba una cerveza con un amigo en cualquier pub casposo tratando de imaginar cómo había sido allí, en aquel mismo lugar, tres semanas antes. Ni nos damos cuenta de que la memoria se desgaja y que lo que damos por sentando pierde pilares cada noche bajo una manta marrón con tiras negras, con cada cerveza bebida en un pub casposo o cada vez que cambiamos de ruta para visitar un lugar ya conocido.

En ocasiones trato de recordar cuándo fue la última vez que dormí en aquella cama. ¿Hace quince o veinte años? Dejé de sentirme seguro aquel día sin ser consciente siquiera de lo que estaba perdiendo. Luego llegaron las ocasiones perdidas, las decepciones, los desencuentros. Casi ningún acierto ante la mirada inquisidora de los demás. Nadie sabe lo que bulle dentro del que tiene frente a sí.

Cinco años muy baqueteados, muy fructíferos, muy felices. También muy tristes en ocasiones, cuando la desazón me roza. Te echo en falta, esa es mi gran certeza. Supongo que tiene que ser así…

31-01-2013…

Hay una escena en «Lost in Translation» que inconscientemente realizan todos los habitantes episódicos de hotel. Charlotte se levanta de la cama, se dirige hacia una ventana y observa la ciudad como un objeto inanimado, sin rastro alguno de la vida que late bajo el cemento. Entonces siente el vértigo de la soledad, se sienta en el alfeizar y observa una habitación yerma que oficia  como espejo de lo que le espera ahí fuera.

Barcelona no es Tokio, pero seis días son suficientes para que el vértigo se instale dentro de uno. Caminé mucho, tanto que llegué a los límites de la ciudad antes de dar media vuelta en busca de otro de sus bordes. Supe escuchar a la ciudad y ella me dio sus sonidos. Me sentí en casa fugazmente de regreso al hotel, una tarde de lunes, mientras niños en bicicleta chillaban y señores barrigones tomaban cañas en minúsculos bares con vistas a la nada. Descansé frente al mar y frente a una universidad, consiguiendo robar fuerza vital de aquellos a quienes les sobra. Visité una sinagoga y dos iglesias sin experimentar epifanía alguna, pero todas me dieron paz y aliento. Crucé miradas con timadores y carteristas al acecho. Me fundí en abrazos con amigos conocidos y otros nuevos. De sus manos y de los de mi libélula, conocí algunos lugares que no aparecen en las guías turísticas, como por ejemplo el banco de un parque o una calle de barrio teóricamente anodina, ese tipo de sitios en los que realmente te sientes cerca de alguien. Visité un karaoke por primera vez (y confío que última) en mi vida. Corrí por las calles, entre el tráfico, y me vacié para que después me llenaran. Han sido días hermosos.

Sin embargo, al contrario de lo que le ocurrió a Charlotte, por las noches estaba ella, y las cenas y la lluvia en el cristal del taxi y las películas que vimos mientras rozaba sus dedos. Antes de que volviese a amanecer, ella se marchase y volviese a sentir cómo el vértigo se adueñaba de mi mientras miraba al monstruo a la cara a través de la ventana. Justo antes de recoger mi mochila, cerrar la puerta de la habitación y salir ahí fuera…

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Hoy comienza mi invierno…

Lo que da igual son las medidas de aquella habitación. Diminuta, escondida, protectora cuando se precisó. Un poster publicitario de Irlanda en un costado, en otro un mapa celeste repleto de constelaciones con nombres en latín que nunca aprendí, y en otro una enorme fotografía de Marilyn Monroe enmarcada frente al cartel de «Casablanca».  Un lugar en el mundo del que nunca sabrá nadie más que los que se han cobijado entre sus paredes. El insomnio que me castigó durante años me mantuvo despierto muchas de aquellas noches. Era casi una costumbre, que yo secretamente ansiaba, el que ella entreabriese la puerta durante la madrugada para comprobar que si el sueño me había visitado o no. Casi nunca ocurría, de modo que ella se retiraba con tristeza creyendo que yo no la había visto. Más tarde, durante el día, me arrastraba de un lugar a otro sin apenas fuerzas. Aquello, que duró años, fue objeto de diagnóstico por parte de una docena de conocidos. Todos se equivocaban, o al menos así lo sentía yo, menos ella. Ella lo supo ver de inmediato.

Allí pasé aquella noche, y no me regodeo en el recuerdo, es que aquello está dentro de mí y no consigo desprenderme de ello. Una llamada de teléfono seguida de una lealtad inquebrantable hasta que se acabe mi tiempo. Eso queda. Y recuerdos de la luz de septiembre a la fuga que roza mi piel al tiempo que la araña el cemento. Septiembre es cemento, no sé por qué. Y una mirada triste que no sabía por qué sucedía todo aquello que parecía destinado a los demás. Y la hierba tan húmeda de aquel febrero que parecía septiembre.

Pasa el tiempo, y estoy a punto de que me falten dedos en una mano para contabilizar tu ausencia. Y sigue doliendo más y más. Y la sensación de que el mundo está a un lado y tú al otro permanece. Una tarde le dije que el amor era una mentira orquestada para hacer más fácil el tránsito por este lugar y se puso triste. Se sentía apenada porque alguien que una vez tuvo dentro se hubiera convertido en un descreído. Su joya de la corona, el propietario de un mundo interior tan inabarcable como amorfo para aquel entorno, se rendía. Me cogió de las manos, con aquella suavidad que sólo ella sabía imprimir, y me miró en silencio durante un minuto. No dijo nada, no hizo falta. En otra ocasión me preguntó por qué alguien que tenía tanto que dar perdía el tiempo con tanta frecuencia. «Usar la pala es fácil», solía decir, «contra uno mismo o para excavar la tierra».

Ahora todo eso da igual. Y sigo huyendo de algún modo, aunque no me dé cuenta casi nunca. Sigo corriendo casi todos los días. Como una bestia, como solían decir, aunque las piernas no hagan caso a mi voluntad como cuando tenía veinte años. Mi profesor de atletismo me lo dijo de niño: «corres valiente, por eso pierdes». Se equivocaba en parte: se puede aprender a ganar. A ella, que perdió tantas veces, le gustaría saberlo.