Y cien años más…

Este es el posteo 900 de este lugar que elude charcos y hoy es el día en el que la libélula vio la luz por vez primera. Me han contado cómo era entonces: primero feucha, luego preciosa, después repelente e irritante sin dejar de ser adorable. Pasaron los años y de la crisalida brotó una libélula con alas transparentes a la que le gusta extender sus manos sobre los suyos para que el sol no les queme ni la lluvia les moje. De ella brota calor, de ese del que no tenía noticia de que existiese más allá del manto materno. Pero además es sexy. Su cuerpo parece cincelado por algún artista renancentista que quiso experimentar técnicas temerarias que desafiaran lo grávito y los implícito. No diré que es tan bella que duele, pero es indudable que hace sangrar.

Un día de mayo de 2009 recibí un correo en el que me decía que se había levantado en mitad de la noche para leer mis palabras. Un día de junio de ese mismo año me entregó un libro, el guión de «El Apartamento», para contestar inconscientemente a un deseo que lancé meses atrás: quiero que la señorita Kubelik aparezca en mi vida. Y apareció, manipulando botones siempre en la planta baja, provocando que todos los ascensores acudan en su busca. La primera vez que me dijo «te quiero» fue por teléfono, a través de un sms, dejándome con la sensación de que mi rostro embobado merecía mejor receptora que la cajera del super que me atendía en ese momento. Desde entonces esas dos palabras brotan con frecuencia natural de su boca: «Te quiero». Me quiere, lo sé. Me siento querido y protegido. Siento que ella es mi casa porque la primera vez que la toqué, a la sombra de un oso, tuve la sensación de que al fin había llegado a mi hogar tras tantos años en la tundra.

Hemos hechos locuradas incontables el uno por el otro en estos cuatros años y dos meses. La mayor de ellas nos zarandeó con fuerza, pero no nos derribó. Ahora siento que te quiero más. Ahora cuando te miro duele más, supongo que es un efecto secundario no deseado del amor que profesan los no computables. Escribiría más palabras a la nada, pero tengo algo mucho más importante que hacer: estar a tu lado.

Te quiero, Libélula. ¡¡Zorionak, maitea!!

sky-cris

Lobezno domesticado…

El universo Marvel tiene una santísima trinidad (Jack Kirby, Steve Ditko y Stan Lee) y un lema redundante: «Entretenimiento, entretenimiento, entretenimiento». Bajo tal signo nacieron sus sagas para llenar de fantasía millones de vidas desde su fundación en 1939. Desde entonces la compañía ha sufrido tremebundos altibajos y grandes épocas de esplendor como la actual, en la que han tomado la delantera a DC Cómics gracias a su potente fondo de armario, inundando las pantallas con productos siempre festivos y coloristas en relación a la gravedad que impera en el mundo de su némesis comiquera. Es en ese apartado donde se encuentra el gran déficit de la Marvel, en su incapacidad para lograr satisfacer a todo aquel mayor de doce años que ha descubierto que en la vida real los colorines destiñen. También se podría alegar que ahí reside su mayor haber, juego que precisa de un trabajo de complicidad (en ocasiones extenuante) si no se produce el milagro de la empatía. Y en el caso de «Lobezno Inmortal», no se produce.

Dirigida por otrora prometedor James Mangold, el extenso metraje de «Lobezno Inmortal» apenas aporta nada al imaginario de superhéroes transferidos al celuloide. Pese a su vocación de génesis del superhéroe, algo así como un «borrón y cuenta nueva» tras el doloroso precedente protagonizado por Lobezno, es el aburrimiento el que se abre paso lentamente hasta tomar posesión de la escena en poco más de media hora. Todo ello a pesar de los inútiles intentos por dotar de trascendencia a un material nacido liviano, con dosis gamberrismo no fraguado. Mangold, incapaz de asumir la naturaleza del artefacto, se empeña de proporcionar un aire pesado a un simple entretenimiento que, de un modo autónomo, reivindica con frecuencia su auténtica naturaleza en pleno frenesí esquizofrénico que le conduce al desastre. Ante la ausencia de una definición que gobierne el rumbo, es el tópico más sangrante el que triunfa apoyando por la exótico de la puesta en escena. En otras palabras, si estamos en Japón introduzcamos samurais de medio pelo, mística trasnochada, ninjas que surgen de la nada y luces deslumbrantes que, tal vez, pretenden despertar de su letargo al penitente espectador. Imagino que de haber transcurrido la acción en España, la abundancia de guitarras andaluzas, de señores morenos bajitos mal encarados y de hembras de rompe y rasga serían las reinas de la función. Tal es la escasez de miras de unos guionistas entregados al fácil trabajo de complacer al que poco pide.

Llegados al tramo final de la cinta, escuchadas nuestras plegarias, se produce un pequeño rebrote gracias a la aparición fantasmal de un elemento que nos recuerda que la Marvel anda tras todo el desaguisado.  El interés se recobra el suficiente tiempo como para comprender que la batalla perdida pudo haberse ganado de haber mediado la comprensión de un universo ajeno para los responsables de la película. Otra ocasión perdida por Wolverine. Lástima…

lobezno

A Baxter se le sigue cayendo el vino…

Baxter sigue siendo el mismo. El mundo cambia pero a él se le sigue cayendo el vino justo cuando el cuñado de la señorita Kubelik aparece en escena. Sigue siendo objeto de mofa porque nadie le escucha salvo cuando dice algo que no debería. Es un tipo que resulta inconveniente, por eso sigue cenando solo, acompañado de figuras de cartón que no juzgan el que a Baxter se le ocurra caminar por el mundo con el corazón en la mano. No, no debería haberle dicho a Fran Kubelik aquello de «yo vivía como Robinson Crusoe, era un náufrago entre ocho millones de personas, hasta que un día vi pisadas en la arena y la encontré a usted». Y ella nunca debió decirle aquello de «Por qué no me enamoraré yo de un hombre como usted». Y a Baxter le basta con tan poco para fantasear aunque la realidad termina siempre por mostrar a Baxter que siempre será Baxter. Por eso sigue bebiendo solo en los bares mientras otros gimen en su apartamento, porque Baxter es así. Se inventa intentos de suicidio rocambolescos porque a él no le encajaría ninguna otra cosa. Algunos, en el culmen del dramatismo, se disparan el la cabeza. Otros lo hacen en el pecho, como si fuesen personajes de una novela rusa. Baxter lo hace en la rodilla. Nunca cambiará. Pone la otra mejilla cuando cualquier otro devolvería los golpes. Él, cuando tiene arrebatos de dignidad, devuelve llaves y evita a los que se burlan de él porque no sabe pelear de otro modo. Es el inconveniente de escurrir los espagueti con una raqueta de tenis, que los demás piensan que es un idiota porque él mismo no trata de justificar que con una raqueta quedan mejor. Triste época es la que hay que demostrar lo evidente, ya lo dijo Friedrich Dürrenmatt. Y Baxter es un tipo evidente al que evitar porque rascar en su superficie supone un trabajo demasiado duro cuando lo superficial resulta más atractivo y asequible.

Dijo Billy Wilder que quería un Baxter penoso, al que cualquier situación le desbordase. No quería al hombre medio, sino al que se encuentra quince pasos más atrás. El que cuando se emborracha no resulta agresivo ni divertido, si no patético. Al que todo el mundo considera legitimado se puede ningunear porque carece de entidad propia. El que, una nochevieja acompañado de un mujer bellísima, piensa que jugar a las cartas no es una mala idea.

Qué jodido es darse cuenta de que uno es y siempre será Baxter.

Lemmon