En mayo de 2003 se realizó el pase de prensa de “The Brown Bunny”, película dirigida por Vincent Gallo. Ocurrió en Cannes, durante la celebración de su famoso festival. Poco importa que la película fuese recibida con abucheos y abandonos en masa de la sala. Lo realmente importante acaecido aquel día fue la confirmación de que los muros que separaban la pornografía del cine convencional habían caído definitivamente: Chloë Sevigny, una actriz mainstream de renombre, además de nominada al Oscar, había filmado una escena de sexo explícito.
En realidad, el cine convencional llevaba años transgrediendo esos límites desde que la película japonesa “El Imperio de los Sentidos” filmara una escena de sexo oral no simulado. Si bien, la calificación X estigmatizó la película de Oshima, limitando su distribuición del mismo modo que lo sufrieron sus contemporáneas “La Naranja Mecánica” o “El Último Tango en París”.
Superado el shock causado entre mojigatos y reaccionarios de todo pelaje, algunos directores, caso de Michael Winterbottom en “9 Songs”, llegó a incluir una innecesaria eyaculación en la cinta. Puro ejercicio onanístico que nada aporta a la trama más allá del candoroso rubor producido en algún espectador desprevenido.
Lo explícito, habitualmente relegado al cine azul, se ha instalado con tal fuerza dentro del mainstream que se corre el riesgo de olvidar que en el origen de todo esto se halla un tipo enclenque de rostro afilado que atendía al nombre de Will Hays.
Sin llegar a los extremos de hoy día, en los albores del cine, la ausencia de reglas se constituyó como la principal regla a seguir. Abundaban las escenas de orgías; los desnudos eran habituales incluso entre las grandes estrellas, caso de Clara Bow o Lya de Putti (se llamaba así, yo no tengo la culpa). Demasiado desenfreno para una puritana América aún lejos de estar preparada para todo aquello. Fue sin embargo un suceso real el precipitó los acontecimientos: el asesinato, en el marco de una enloquecida fiesta, de Virgina Rappe a manos (supuestamente) de una de las grandes estrellas de la época: Roscoe “Fatty” Arbuckle.
El hecho de que Arbuckle terminase siendo absuelto, gracias a las malas artes de sus abogados, no impidió que la industria decidiese lavar su imagen recurriendo al puritano Hays, quien diseñó un código de conducta seguido a rajatabla durante las décadas que siguieron. Así pues, los directores se vieron obligados a usar la imaginación para mostrar todo aquello que el código consideraba inmoral. Y sabido es que la imaginación, en casos de extrema necesidad, no entiende de límites.
He aquí una pequeña selección de sugerentes imágenes que demuestran cómo lo subliminal superó lo explícito en muchas ocasiones…
CLARO QUE EL TAMAÑO IMPORTA

En “Space Balls” (1987), Mel Brooks escenificó la eterna batalla del ego masculino representado para la ocasión por un diminuto émulo del Darth Vader de “Star Wars” y un mercenario espacial que bien podría pasar por un Han Solo con baja estima. El resultado arrojó frases para la eternidad como:
“La mía es más grande que la tuya”
La obsesiva relación entre el hombre y su falo pocas veces fue mejor retratada. Adorable…

Aunque las explícitas poses de Dolph Lundgrem en “Masters of the Universe” no tienen nada que envidiar a la parodia ideada por Mel. En esta ocasión la espada oficia de poderoso atributo viril amenazando, con su descomunal tamaño, a todos aquellos que osen plantarle cara. Lo mejor: los duelos contra los malos malosos, equipados todos ellos con espadines tan pequeños como palillos. Inolvidable la socarrona actitud de He-Man al enfrentarse a sus enemigos, como quien dice: “Bah… pichacortas a mí”.

Sí, como lo ven. Así se las gastaba la Cleopatra de “Cuidado con Cleopatra” (Carry on Cleo, 1964), una más de aquella serie de “comedias” británicas que se perpetraron bajo el logo “Carry on…”.
Parece que Cleopatra (Amanda Barrie), no pierde el tiempo, y durante uno de sus famosos baños de leche de burra aprovecha para estrujar una fálica mazorca en una metáfora que por evidente (palabros clave: forma fálica, tamaño descomunal y leche a borbotones) resulta tan burda como cabía exigir a los subproductos salidos con aquella denominación, dirigidos siempre a un público con paladar de lija que confirma aquella afirmación de Luis Antonio de Villena: “Yo creía que las clases medias-bajas españolas eran bastas hasta que viajé a Inglaterra”.

Pero si hay un fetiche recurrente es el de los uniformes. En “Joystick”, película dirigida por Greydon Clark en 1983, se mezcló con lo fálico para hacer realidad la más popular fantasía del universo femenino.
El entusiasmo de la actriz resulta elocuente. La actitud sobrada del poli de pega, también…

Finalmente en “Los Rompecocos” (Screwballs, 1983) la escena en la que un gigantesco y bamboleante perrito caliente golpea los traseros de dos camareras afanadas en colocar un cartel publicitario se comenta sola y en dos puntos:
a) el rol de mujer objeto está lejos de quedar atrás en la psique masculina.
y b) la falsedad de la recurrida frase “el tamaño no importa” se muestra en toda su crudeza para desgracia de legiones de compradores de aparatos “alarga-penes”.
OBSESIÓN ORAL

En 1956, Elia Kazan causó un no tan pequeño terremoto con “Baby Doll”. Lejos de ser una de sus mejores películas, sí que se encuentra entre las que más revuelo provocaron al narrar la historia de un matrimonio de conveniencia entre una adolescente y un cincuentón. El hecho de que fuese una práctica habitual en el sur de los States aún en aquella época, la convirtió en un éxito taquillero gracias al inherente morbo que este tipo de historias provocan en toda sociedad puritana.
Kazan se las apañó para burlar a los censores colando diversos planos en los que Carroll Baker se introduce el pulgar en la boca; gesto que, unido al aspecto aniñado de la actriz, contribuyó a multiplicar el eco escandaloso de la película dotándole de un fino velo de refrescante amoralidad que provocó úlceras en más de una liga de la decencia.

Si bien el director no se detuvo ahí en sus insinuaciones. La escena en la que una embobada Baker lame un helado de vainilla mientras observa a su maduro marido forma parte de la antología de imágenes subliminales que algún censor torpe no supo o no quiso ver. Tal vez porque, durante su visionado, estaba ocupado en otra cosa…
Erotómano exquisito, Paul Schrader filmó una de las escenas más sensuales de la época sin necesidad de mostrar más piel de la necesaria.

Ya sin el agobio de la censura encima, simbolizó la obsesión oral con el aparentemente inocente gesto que le dedica un chico de alquiler (Richard Gere) a una sumisa clienta en la irregular pero imprescindible “American Gigolo” (1980).
Y hablando de sutilezas…

Pocas cosas divertían más a Stanley Kubrick que infringir las normas. Su acentuado perfil hijoputil, siempre deseoso de provocar reacciones encontradas, se manifestó en toda su gloria durante la adaptación de “Lolita”, la gran novela del escritor ruso Vladimir Nabokov.
Primero mintió al escritor, tras darle a entender que mantendría el tono despreciable que Nabokov infundió a Humbert en la novela, terminó por convertirle en poco menos que un héroe trágico. Después eligió a Sue Lyon para interpretar el papel de la nínfula, a sabiendas de que el aspecto adolescente de la actriz provocaría estupor. Finalmente, esculpió las fantasías de Humbert en planos aparentemente inocentes; como las gafas de sol con forma de corazón y la piruleta gigante que ella lame lentamente mientras observa a su padrastro, dejando que sus ojos escapen de los marcos de cristal en un claro signo de juguetona ambigüedad por parte de Lolita.

Ni que decir tiene que Adrian Lyne repitió la jugada (de un modo más directo) en el remake filmado en 1997. Esta vez con Dominique Swain en el papel de la maliciosa adolescente.

No podía faltar, por supuesto, el símbolo fálico por excelencia: el plátano. La fruta del amor.
En “Sangre en la tumba de la momia” de Michael Carreras, se utilizó el viejo recurso de la banana para insinuar lo evidente. La variante a destacar, en esta ocasión, fue lo ambiguo de la situación, al compartir un hombre y una mujer tan preciado bocado.
No pregunten quién mordisqueó el pedazo de fruta que falta. Piensen mal y acertarán…
Como pueden apreciar más abajo, a los integrantes del equipo de la película japonesa “Kawaii”, tampoco les faltaba su ración diaria de potasio…

Y es que una dieta equilibrada es fundamental.
De un modo tan gráfico como la última imagen, pero yendo aún más lejos, se presenta la película italiana “Il Bacio”, dirigida por Mario Lanfranchi en el lejano 1974.

Sexo oral y zoofilia de una tacada. No es de extrañar que la expresión de la actriz refleje más miedo que excitación. Que está acojonada, vamos. Normal. Digo yo que se les habría acabado las bananas y alguien debió decir: “¿Y por qué no probamos con una serpiente?”… Qué majo, él.
Más mérito tiene Luis Buñuel, quien en 1930 se atrevió con felaciones tan explícitas como la incluida en “La Edad de Oro”…

Curiosamente la película, escandalosa, por supuesto, fue atacada más por sus múltiples referencias anticlericales que por los juegos bucales de sus protagonistas. Será que por una vez la iglesia decidió dejar de proteger nuestra alma impura para proteger sus mullidos culos. Imagino que el contexto de la época favoreció la segunda opción.
También Catherine Deneuve cedió su apetecible lengua a la causa. Y tuvo que ser el viejo sátiro de Marco Ferreri quien la convenciera de realizar tan generoso gesto.

Con ese afán lamedor demostraba la Deneuve su adoración por Marcello Mastroianni en “La Cagna”. Teniendo en cuenta que por aquella época eran pareja en la vida real, imagino que el rodaje de esta secuencia no le supuso problema alguno a la bella actriz francesa.
Pero si hay una escena mítica en el mundo del cine subliminal, es ésta…

La felación que Marlon Brando dedicó a una zanahoria en “Missouri” (Arthur Penn, 1976) con objeto de seducir a un incauto Jack Nicholson no tiene parangón.
Brando, sumido ya en su época todo me importa una mierda, reveló unas inusitadas habilidades bucales que explican en parte su gran éxito entre el género no únicamente femenino. Qué arte, Dios. Ni Linda “garganta profunda” Lovelace habría superado tal exhibición…
LO QUE VEN ES LO QUE HAY
Así es. Lo que ven es lo que hay. La sutileza a un lado.
En “Adiós al macho” (1977) Marco Ferreri no se molestó demasiado a la hora de escenificar que el futuro de la humanidad pasa por ser femenino plural. Y para ello pateó el salami de Gerard Depardieu sin miramientos, utilizando para ello a un grupo de mujeres deseosas de hacerle ver quien manda ahora en el corral.

Mucho más comedido fue Delbert Mann en “Suave como visón” (1962).
En ella, la eterna virgen Doris Day, se las ve y se las desea para mantener su virgo intacto de las viciosas intenciones que el sexo opuesto reserva para ella. Incluso aunque el otro lado esté representado por el rey de los seductores: el mismísimo Cary Grant.
Comedia sin gracia resuelta con desgana, lo más destacable de la cinta quizás sea la imagen en la que Grant, armado de una botella (evidente símbolo fálico) amenaza la virginidad de una indefensa Day.

Qué sutil. Aunque bastante más que la referencia que le dedicó el maestro Frank Tashlin a las celebérrimas ubres de Jayne Mansfield en “La Chica no Puede Remediarlo”.

Blanco y en botella: leche. Sobran los comentarios.
En fin. Es todo…