La Alquimia del Corazón…

Un sosias de Julio Cortázar trata de dar forma a una «Rayuela» alternativa. Un tipo desencantado que al terminar su última caja de cereales decide emular a Forrest Gump y recorrer el país de punta a punta durante un lustro de interminables carreras hacia la nada. Un tipo que trabaja manejando una grúa del puerto de Nueva York conoce a una mujer rusa que viaja en un coche de madera al tiempo que diseña una torre para suicidas. Un escritor que vive en la azotea del edificio Windsor los días previos al incendio que acabó con él decide dejar que su obra sea anónima y siembra con su cara cada valla publicitaria de la ciudad. Un pintor decora las gomas de mascar incrustadas en las aceras para hacer de el mundo un lugar menos hostil. Un cocinero que sueña con cocinar el horizonte y una radio que suena durante años en un edificio abandonado de Siberia. Son algunos de los personajes que pueblan«Nocilla Experience», cómic que dota de imágenes a la celebérrima novela de Agustín Fernández Mallo años después de que ésta nos hiciera saber que el corazón sería incapaz de latir sin algoritmos matemáticos.

La lógica de la alquimia acelera la emoción explorando los resquicios que el azar no es capaz de taponar en esta bella prueba de fe. Puede culparse al cómic el ser excesivamente fiel al original literario. También que los extremos personajes que pueblan sus páginas, rayanos todos ellos en la esquizofrénica, envuelve la matemática atmósfera teórica en un catálogo a la moda de rarezas que deseamos tener cerca. Y nada sería más injusto que despreciar la sinceridad del alambicado de alma, pues «Nocilla Experience» nace con la elevada pretensión de lograr algo que está en las antípodas de lo que finalmente alcanza. Y es ahí, en la inesperada meta alcanzada en donde sus deslabazadas tramas toman sentido de modo inalámbrico, sin conexión aparente y sin embargo tan cercanas entre sí como aquella frase final de «Terciopelo Azul» que serviría para definir este notable ejercicio de alquimia del corazón. Porque si de alguna sentencia debemos estar seguros es de que «El mundo es un lugar tan extraño»

 

Los Ladrillos son Rojos…

Las únicas horas de tregua supieron a yogurt helado cubierto de chocolate blanco. Hablando con una amiga le cuento que cuando él desapareció fotografié cada uno de los lugares que componían su rutina: el armarito de herramientas; la curva del sofá que permitía tanto que sus piernas flotasen en verano como que se resguardasen en invierno bajo una manta; la cama que compartió con ella durante más de cuarenta años; la mesa de falsa piedra que le permitía sujetar los libros de historia que nunca tuvo ocasión de leer y que devoró en sus últimos años cuando el tiempo se detuvo suficientemente cerca de él. Después supe que otros habían hecho lo mismo que yo y que lo habían convertido en historias dibujadas. Tendrá razón Castaneda cuando, en mitad de sus alucinaciones, aseguraba que las ideas, las emociones y el amor fluyen a través del éter. Sí, fue el único momento de tregua.

Docenas de libretas y cuadernos antiguos cubiertos de letras nerviosas y estadísticas absurdas, vagabundear por las calles en cuanto tuve ocasión, rebuscar en armarios ahora cargados de polvo y perfeccionar el arte de esconderse al ver a alguien conocido que no es ni de lejos amigo. Evito a la gente cuando vuelvo allí, no sé por qué. Supongo que busco la sombra porque es la sombra la que me arropa por las noches en aquel lugar. Porque es la sombra la que me acompañó hasta que la luz irrumpió brutalmente en mi vida. Y le propongo a ella, que ahora recorre las calles sin que sus piernas toquen el asfalto, que vuelva a oficiar de juez en otra guerra de globos de agua mientras me señala que los ladrillos de la fachada de un edificio próximo son rojos.

Qué triste, qué triste, qué triste… qué triste ver cómo las ausencias manchan; qué tristes los ojos del niño que mira hacia un horizonte vacío; qué triste desandar los pasos ya dados y qué necesario todo para darme cuenta de que mi lugar en el mundo se compone de ladrillos rojos mal encajados en una fachada.

Ocupo mi asiento del tren y un americano me pregunta algo en un inglés ininteligible. No entiendo nada y opto por sonreir, entonces se marcha a formular la misma pregunta al pasajero delantero. Diez minutos después, el mismo americano, ha cubierto la totalidad de los asientos del tren sin encontrar respuesta a su ignota pregunta. Ya en casa, rodeados de pañuelos de fiesta, acierto a anudarme en mío por primera vez en dos años. Ya soy de aquí, pienso. Más que de ninguna otra parte. Al día siguiente,  en los baños de la biblioteca, un chico que también se desplaza sin tocar el suelo me pregunta si tiene la cara limpia. Retiro un residuo naraja de su mejilla derecha y le sonrío. «Ya está», le digo. Después recorro los pasillos y, sin ser consciente de ello, acabo frente a una enorme estantería marcada con la letra A. «El Cuaderno Rojo» está entre mis manos. Abro una página al azar y leo: «No me corte la pierna», imploró. «Por favor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!».   

El azar no existe, hace tiempo que lo sé. Miro su fotografía, que reina en mi teléfono móvil desde hace dos años. Es un gesto que he repetido compulsivamente en Cucumberland, que repito compulsivamente aquí. Los escalofríos cesan. Supongo que ya no hace frío.