Baco Persiguiendo a Afrodita por la Cuesta de Santo Domingo…

¿Cómo describir la semana de San Fermín a alguien que nunca la ha experimentado? Imaginen la mayor bacanal que sus más turbios deseos puedan concebir. A continuación introduzcan a un millón de personas ebrias en una ciudad en la que no caben más de doscientas mil. Después anulen todas las leyes, reglas y normas de urbanidad. Contemplen con horror cómo las botellas vuelan sobre las cabezas de la multitud impactando siempre en quien menos lo espera. Asombrense con los cientos de guiris que se lanzan en plancha desde la fuente de la Navarrería, quedando, no pocos de ellos, heridos y el algunos casos parapléjicos. Intenten, vanamente, caminar por las calles, esquivando los cubos de agua que alguien te arroja agua desde un balcón, a otro que golpea su hombro contra el tuyo y te reta a una estupida pelea aunque apenas pueda mantenerse en pie y a los hambrientos que ofrecen su vida mientras trepan canalones de agua tratando de alcanzar a la chica que enseñan las tetas desde una terraza. Imaginen a Hemingway observando complacido cómo se desarrolla el caos desde una ventana. Imaginen a Baco persiguiendo a Afrodita por la cuesta de Santo Domingo…

Desde hace un par de semanas, los tablones que marcan parte del recorrido del encierro adornan los costados de la cuesta que conduce hasta el ayuntamiento. En ellos han quedado grabados, a través de los años, la euforia, el éxtasis, los anhelos, las fobias y los rencores que acompañan a los vapores etílicos. Efímeras declaraciones de amor que comparten espacio con alucinaciones en forma de delfínes. Reflexiones pseudopoéticas escritas bajo exaltaciones de amistad de un solo día.

He tratado de evitar las numerosas reivindicaciones políticas, el colmo del absurdo en una fiesta que no tiene nociones de frontera alguna. Que no posee otra bandera que el don de la ebriedad.

Me sumerguiré en la marabunta cuando cuando las agujas del reloj apunten hacia arriba el días seis de julio.  Que Dios, si está, mire hacia otro lado mientras tanto.

Genio Filmando: Prohibido Reír…

Durante años corrió un chiste entre los profesionales de Tinseltown en el que se cuestionaba retóricamente cuál era la comedia menos graciosa jamás filmada. La respuesta era: “¿Teléfono Rojo?: Volamos hacia Moscú” . Y lo cierto es que la broma tenía fundamento: por mal que le sentase al pirado neoyorkino, el sentido del humor de Kubrick (entre lo grotesco y lo hermético) resultaba desagradable en las raras ocasiones en las que asomaba.

Durante el rodaje de la película protagonizada por el belicoso Dr. Strangelove, Kubrick volvió a jugar una mala pasada (como era su costumbre) a uno de sus colaboradores. En esta ocasión el damnificado fue el guionista Terry Southern, quien colaboró en el guión de manera decisiva, dando vida al envarado original firmado por Kubrick y Peter George (autor de la novela que inspiró la película). En realidad Kubrick le pagó, pero lo hizo a su manera, relegándole en los créditos a una simple mención. Despreciando públicamente la aportación de Southern al otorgar más mérito a la improvisación de los actores (especialmente al imprevisible Peter Sellers que por entonces vivía un idilio artístico con el director) que a sus aportaciones. Según el pirado, cuando Southern llegó al proyecto el guión ya estaba cerrado.

Según contó Diane Johnson, Kubrick resumió la aportación de Southern del siguiente modo: Terry llegaba en taxi y sacaba unas páginas. Después se largaba. Ante la pregunta obligada de por qué le había sacado en los créditos por una contribución tan pequeña, contestó: Supongo que fui generoso…. Pero no, la generosidad no era precisamente una de las virtudes que adornaban al director y como prueba sirva la burlona réplica de Southern: Stan puede ser muy “generoso” ja, ja, ja… pero me temo que carezca de sentido del humor (por no hablar de la memoria). Y lo que olvidó decir acerca de su “guión terminado” es bastante sencillo: ¡no era divertido! Y tenía razón, el guión era cualquier cosa menos divertido. El primero en darse cuenta de ello fue Sellers, quien sugirió notables cambios en los diálogos para darle fluidez a la cinta. Pero no fue hasta que llegó Southern que el proyecto comenzó a tomar forma de comedia. El guionista fue mucho más importante de lo que pretendió el director, de hecho llegó a convivir con Kubrick en su mansión londinense, además de ser un habitual en el set de rodaje, en ocasiones como blanco de los desahogos de Kubrick cuando éste estallaba contra la Columbia, contra Sellers o contra cualquier otra cosa.

Stanley Kubrick era un joputa profesional que carecía del don de generar risas. En raras ocasiones se le recuerda como animador de conversaciones. Nunca contaba chistes, ni gastaba bromas y sus anécdotas tendían hacia lo macabro por encima de lo comunmente considerado divertido. Gil Taylor, director de fotografía de “Dr. Strangelove”, dijo haberse sentido sumamente incómodo durante la filmación de la película: Me gusta trabajar con gente con sentido del humor, pero si él veía a alguien riéndose, el productor asociado se acercaba y decía: “A Stanley no le gusta que la gente ande riéndose alrededor de él”, así que trabajábamos con cierto mal rollo. Hubo quien defendió el sentido del humor seco e irónico de Kubrick (caso de Gavin Lambert), pero fueron pocos los que se sintieron cómodos a su lado. George C. Scott le calificó como Un hombre increíble pero depresivamente serio y paranoico, con un sentido del humor desagradablemente salvaje. Brian Aldiss, que trabajó con Kubrick en la fracasada primera intentona de llevar a la pantalla “A.I.” en los años ochenta, confirmó la sentencia final de Scott al añadir que en realidad le parecía un hombre divertido, pero sus burlas racistas eran tan ácidas que no podía repetirlas.

“Doctor Strangelove” fue la primera y última comedia que filmó Stanley Kubrick. El tiempo jugó en su favor y convirtió el cínico humor de la película en un clásico imperecedero elegida por los usuarios de la macropágina IMDb (de tan dudoso gusto) como la mejor comedia de la historia del cine, por encima de obras dirigidas por maestros del género como Lubitsch, Wilder o Edwards. Y es que, como ocurrió con El Cid, el pirado continúa ganando batallas hasta después de muerto.

 

Estuve en el monte Urgull y me acordé de ti…

Bromeo (bromeamos) con frecuencia sobre el día y las condiciones en que debía escalar el monte Urgull. La senda que debía recorrer tendría que ser la más dura… y así fue. Elegí el vía crucis (atinado nombre) cuyas empinadas cuestas y pésimo empedrado no me pusieron las cosas fáciles. Otra de las condiciones hacia referencia a la vestimenta (o a su ausencia), y así lo hice. La tercera condición, esta vez impuesta por mí mismo, consistía en recibir el sol más plomizo en el día y en la hora más caluroso/a del año. El azar se alió conmigo y mi camiseta, empapada en sudor, puede dar fe de que los cerca de cuarenta grados de temperatura que caían sobre la ciudad se cebaron sobre mi cabeza y mi espalda. Pero lo hice y ya en la cúspide, tras tomar las fotografías que le prometí, y rozando con la punta de los dedos al gigantesco Cristo que corona el pequeño fuerte situado en su cima, me acordé de Willem Dafoe y de Diego Galán, añorado director del Festival de Cine de San Sebastián, y, sentando en un banco rodeado de turistas ingleses y alemanes,  mi imaginación reconstruyó lo ocurrido muy cerca de allí un día de septiembre de 1988.

«Como era de esperar, la proyección de «La última tentación de Cristo» despertó todas las curiosidades, y el actor Willem Dafoe, que obtuvo un éxito personal con su interpretación, dio una animada rueda de prensa. Parecía divertirse y mientras se proyectaba la película se dio un garbeo por algunas discotecas. Estaba empeñado en ligar: «Le llevaré a Ku, puede que encuentre algo interesante», propuso Tito García,»el magras», ya involucrado en el Festival como relaciones públicas de la noche. Cuando fui a rescatarles al acercarse la hora de regresar al teatro a recibir los aplausos del público, Tito me miró desconsolado mostrándome con un gesto el insólito panorama. Dafoe, encerrado en un rincón exclusivo para Vips, miraba goloso a las mil jovencitas y no tan jovencitas que frente a él, a su vez, le contemplaban con el mismo deseo, como si les separara un muro de cristal. Miraditas, sonrisitas, meneitos, coqueteos, pero sin hablarse. Al verme, Dafoe se me abalanzó: «¡Quiero conocer algunas mujeres!». Argüía que nos habíamos caído bien, y que yo, con mi sonrisa de gato, debía ayudarle a que alguna de aquellas chicas se decidiera. Regresamos al teatro, hizo su trabajo dócilmente, se impacientó con el aurresku y volvió a la carga: «Let´s go to Ku!».

Tito tuvo una idea estupenda: «Primero, un canuto». Desde lo alto del monte Igeldo, cerca de la dichosa discoteca, Dafoe tenía la mirada fija en la imagen de ese Cristo que corona el monte vecino dominando la ciudad: «¿Es así como promocionáis en este Festival las películas…? ¡Sois grandiosos!» Aquel ataque de risa es inolvidable. Nos retorcíamos, nos contagiábamos, no había fin. Dafoe nos miraba sorprendido al principio, pero se sumó pronto a nuestras risas al reconocer su disparate. Nos mirábamos y nos reíamos aún más, nos apartábamos y cada carcajada aislada en la distancia nos provocaba mayores risas. No sé el tiempo que duró aquello, pero se le olvidaron las ganas de volver a la disco.»

DIEGO GALÁN «Jack Lemmon nunca cenó aquí»

Le pido indulgencia a Amaya (Desconvencida) por el texto robado impunemente a su blog…

El Pirado y el Sexo…

Tratar de explicar la relación entre el pirado neoyorkino y el sexo llevaría semanas. Fue tan compleja como cualquier otra cosa de las que rodearon a Kubrick. En sus películas el sexo es representado de forma animal, siempre carente de afecto, siempre en situación de superioridad por alguna de las partes. Kubrick utilizó el cine para explorar su lado más oculto en referencia al sexo. De modo contradictorio, por supuesto, que se trata de Kubrick. Per example: en “Lolita” Kubrick eliminó púdicamente la práctica totalidad de las referencias sensuales de la novela de Nabokov para realzar la idea del destino trágico encarnado por Humbert Humbert. En “El Beso del Asesino” la protagonista es atacada sexualmente por un matón del club nocturno en el que trabaja. En “Espartaco” es el vouyerismo, que tanto excitaba a Kubrick, el que aparece en la escena en que Varinia y Espartaco hacen el amor mientras son espiados. En “¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú» son innumerables las referencias que situan a la mujer como mero juguete sexual destinado a la satisfacción del hombre. El sexo en grupo con prostitutas y las violaciones de campesinas son las únicas referencias en torno al sexo que aparecen en “La Chaqueta Metálica”. En “Barry Lyndon” no faltan las prostitutas con las que el amoral protagonista se divierte. Pero fue en “La Naranja Mecánica” en donde todas sus fantasías estallaron.

Y la primera de ellas fue el morbo. Kubrick no se sintió especialmente atraido por la novela de Anthony Burgess hasta que supo que se inspiraba en un hecho real: la espantosa experiencia vivida por el autor en 1944, cuando cuatro soldados desertores del ejercito britanico apalizaron y violaron masivamente a su embarazada esposa en Londres. Como resultado: ella perdió el hijo que esperaba y Burgess quedó traumatizado para siempre.

Una vez conseguidos los derechos y ya en plena producción, Kubrick continuó desplegando sus fantasías. Una de ellas consistió en contratar a la joven y hermosa escultora Liz Jones, quien ya había trabajado con el pirado en “2001: Una odisea en el espacio». Para la ocasión, Stanley le pidió que diseñara las mesas con forma de mujer a cuatro patas que aparecen en la película, con una sugerencia extra: deseaba que fuese ella la modelo utilizada para modelar las figuras. Jones se negó y terminó siendo John Barry (el músico no, otro Barry) el encargado de fabricar aquella extravagancia utilizando bailarinas de striptease del Soho para dar curvas al metacrilato.

En otra ocasión se presentó en su oficina con un puñado de catálogos de lencería y books de modelos de pasarela. Llamó a dos de sus colaboradores, Andrew Birkin e Ivor Powell, para mostrarselos. Las páginas contenían numerosas anotaciones y muchas de las modelos estaban marcadas con una X. Les dijo entonces: “Podríamos hacerlas venir para una audición”. Birkin y Powel, extrañados, sólo atinaron a preguntarle: “¿Por qué?”.

Y es que las audiciones de Kubrick durante la prepoducción de “La Naranja Mecánica” son legendarias. Realizó varios cientos de audiciones siempre para cubrir los papeles femeninos de la película. Nunca hizo audición alguna a un hombre. Según contó la actriz Adrienne Corri (que terminaría apareciendo en la película), ella fue advertida por el director de casting de la curiosa particularidad de los castings del pirado:

“El director de casting me dijo: Adrienne, está pidiéndole prácticamente a todas las actrices de Londres que vayan a su pequeña oficina que tiene una cámara de vídeo escondida y les dice que se quiten la blusa y el sostén para poder verles las tetas. Y yo le dije: Pues una mierda, y me fui a hacer una obra de Iris Murdoch a Greenwich. Otra mujer consiguió el papel, pero después de dos días de estar trabajando la escena, se le habían desgarrado los músculos del estómago y el director de casting volvió a llamarme. Stanley me pidió que me desnudara de cintura para arriba, pero me negué. Suponte que no nos gustan tus tetas, Corri -me dijo-. Le contesté que era una bestia.”

No, no era una bestia. Era el pirado en su salsa. Disfrutó como nunca durante la preparación de “La Naranja Mecánica», pero aún lo hizo más durante el rodaje. Especialmente en la escena en la que Corri es violada por el grupo de drugos. Brutal escena que, a modo de venganza contra la actriz, ordenó repetir decenas de veces.

El era así y así fue siempre. Como muestra sirva esta pequeña anécdota ocurrida durante la frustada preproducción de su “Napoleón”. Para dar una idea a su diseñador de vestuario (John Mollo) de lo que quería, Kubrick contrató a un prestigioso diseñador de ópera y ballet llamado David Walker a quien dio secretas directrices de los dibujos que debía realizar. Varios agotadores meses más tarde, Walker abandonó el proyecto. Su excusa fue, en sus propias palabras, “No voy a pasarme más tiempo haciendo dibujos pornográficos para Kubrick”. Al parecer, el pirado le encargó una serie de grabados en los que mujeres ataviadas con trajes imperio lucían profundos escotes con los pechos saliéndoseles.

No tan conocida es la historia de cómo trató de filmar la primera película pornográfica interpretada por estrellas de Hollywood sin usar dobles y con sexo explícito de por medio. Todo comenzó en 1963, cuando el guionista Terry Southern comenzó a escribir una novela inspirada en el mundo del hardcore que recibió el título de “Blue Movie”. Para comprobar su viabilidad, Kubrick organizó varios pases de películas porno en su casa. Finalmente le confesó a Southern: “Sería estupendo que alguien hiciese una película pornográfica en condiciones de estudio”. Sin embargo, el proyecto no llegó a avanzar demasiado. Lo hermético del circuito azul, las seguras reticencias de cualquier estrella hollywoodiense a prácticar sexo frente a una cámara y el hecho de que la pornografía estuviese prohibida en los States fueron suficiente motivo para hacerle archivar el proyecto de modo indefinido.

No resulta extraño, tras todo lo expuesto, que la última película de Kubrick girase obsesivamente alrededor del sexo y la vida en pareja. En “Eyes Wide Shut” confluyeron todas y cada una de sus fantasías en sus casi tres horas de metraje. Reapareció el vouyer de “Espartaco”, cuando Cruise se infiltra en una multitudinaria orgía. Se reavivió la memoria púber de “Lolita” en forma de insinuante prostituta adolescente ofreciéndose al protagonista. El fetichismo, la violencia, está todo. Incluso la rumorología acompañó el proyecto en forma de falsas leyendas que incluyen inoportunas eyaculaciones de Harvey Keitel sobre la Kidman durante la filmación de una tórrida escena, hasta renuncias de varias actrices a causa de los explícito de sus papeles. Se habló incluso, dada la pasión de Kubrick por la fotografía y las pretéritas experiencias con Weegee en “¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú» o Henri Cartier-Bresson en “El Rostro Impenetrable” (rodaje que el pirado terminó por abandonar), que había contratado a Helmut Newton para realizar una serie de fotos fijas de alto contenido sexual con Kidman y Cruise como protagonistas.

Su carrera no pudo acabar de otro modo que como lo hizo. Ocurrió en la escena final de “Eyes Wide Shut”, y fue Nicole Kidman la encargada de, mirando fijamente a los ojos de su marido, convertir en palabras la eterna obsesión de Kubrick:

Alice: “¿Sabes? Hay algo muy importante que debemos hacer lo antes posible”

William: “¿Y qué es?”

Alice: “Follar”

Insomnia…

Definitivamente, y si no lo hace antes un atropello, el insomnio acabará conmigo. Aparece puntualmente cada cierto tiempo, azuzado por las circunstancias, la preocupación, la angustia, cierta inquietud y los cambios estacionales.  Pero siempre hay alguna causa escondida bajo la alfombra. Para tratar de localizara, echaré mano, una vez más, de mi proscrita sección Qué será, será que bucea en mi subconsciente a través de mi memoria cinéfila. Y la pregunta es: ¿Cómo acabaré si el insomnio no me concede tregua?

Opción «Insomnio» (1997): Acabar desvariando de un lado a otro de la ciudad.

En la insípida película dirigida por Chus Gutiérrez nadie duerme. Demasiada angustia generada por las oportunidades perdidas que da paso a otras que tal vez sean mejores o tal vez no. En cualquier caso, los personajes se patean la ciudad de un lado a otro sin un rumbo fijo, pues el norte hace tiempo que desapareció de sus horizontes.

Posibilidad de que ocurra: Espero que ninguna, aunque nunca se sabe. Con frecuencia, las noches en vela hacen funcionar la cabeza para llevarla hasta direcciones equivocadas.

Opción «Taxi Driver» (1976): Enloquecer, planear cargarte a un político y terminar convertido en un héroe.

Sin futuro, con un presente imposible, pocas opciones le restaban a Travis que no incluyesen a la esquizofrenia en el pack. Por el camino se enamoró de una entusiasta activista con reminiscencias pijiles, que le rechazó por raruno; se hizo taxista para sacar partido de su insomnio y sintió piedad por una niña prostituta, hasta el punto de tratar de libelarla enfrentándose a toda una banda de gangsters de poca monta.

Posibilidad de que ocurra: Escasas. La peripecia suena tentadora, pero el extraordinario guión de Paul Schrader es tan enrevesado e intenso que a estas alturas me produciría una infinita pereza seguir la senda de Travis.

Opción «Insomnia» (2002)

Con un doloroso insomnio a cuestas, provocado por los remordimientos que le atormentaban tras la muerte de su compañero, Alaska en verano (en donde las noches son un leve hilo neblinoso que apenas dura) no era el mejor lugar para que acabase por allí el detective Dormer para investigar el asesinato de una adolescente. Ni tapiando las ventanas consiguió cegar la luz que se colaba por cualquier rendija.

Posibilidad de que ocurra:  Alguna, dada mi querencia por los lugares cubiertos por el hielo. Pero si he de ir, que sea en invierno. Siempre por la vertiente más difícil, ¡¡al estilo alemán!!

Opción «El Club de la Lucha» (1999): Traer el caos al mundo, como si no estuviese aquí desde siempre…

Jack no podía dormir. Las noches se le hacían tan interminables que se aburría de hojear los catálogos de Ikea. Por eso un día decidió ceder a la esquizofrenia para desdoblarse en Tyler Durden. Fundar El Club de la Lucha fue su primer paso. El siguiente, el caos total.

Posibilidad de que ocurra:  Ninguna. Paliar la falta de sueño para darse de hostias sin motivo es cosa de los jugadores de hockey hielo no de alguien que aborrece cualquier tipo de violencia. Mi revolución es silenciosa e íntima. Parafraseando a Groucho: si algún día fundo un club espero que no me admitan en él.

Opción «Cashback» (2006): Ceder a la ensoñación para soportar los días…

A Ben le abandona su novia y comienza a recibir la visita del insomnio. El mundo se ha vuelto del revés para él, de modo que comienza a fantasear para moldearlo tal y cómo le gustaría que fuese. A saber, mujeres esculturales y desnudas que recorren los pasillos del supermercado en el que trabaja  y tipos tan singulares como él mismo, que solo encuentran acomodo arropados por las brumas de la noche, siempre en busca de la belleza que se oculta en todas las cosas.

Posibilidad de que ocurra:  Fantasioso por naturaleza, y muy dado a guarecerme en mundos imaginarios cuando la realidad me acosa, diría que considerables. Solo una objeción, eso de que me deje mi novia ni hablar. Vamos hombre…

Opción «La Pesadilla» (2000): Desvariar hasta enloquecer imaginando realidades posibles…

Es de madrugada. La mujer de Ed ha salido con una amigas y aún no ha vuelto ni ha llamado. Llama a los hospitales. No está allí. La casa comienza a caerse sobre él. Accidentalmente encuentra el diario de su esposa en la que narra con todo detalle que está enamorada de otro hombre. Ed se hunde. Entonces entra en escena la psicosis y los fantasmas se materializan. Pobre Ed, cómo no sufrir insomnio.

Posibilidad de que ocurra: Espero que no demasiadas, pero no tengo ni idea, la verdad. Los fantasmas siempre están ocultos en alguna parte deseando encontrar un hueco por el que filtrarse y todos tenemos nuestros propios demonios contra los que luchar.

Opción «El Maquinista» (2004): Comenzar a sufir delirios, preso del agotamiento provocado por la falta de sueño.

La cosa es que la vida de Trevor era relativamente apacible hasta que el insomnio hizo acto de presencia en ella. Primero comenzó a perder peso y ello acarreó un deterioro físico que, a su vez, terminó por convertirle en un paria. Sus compañeros de trabajo le evitaban, cuando no se burlaban abiertamente de él. Entonces el delirio aumentó, pero ya no era Trevor el que estaba allí.

Posibilidad de que ocurra: Ojalá ninguna, pero no dudo que las posibilidades son variables. Quien no ha sufrido episodios insomnes no imagina lo que se siente al ir desgranando los segundos durante una interminable noche. Hay ocasiones en las que con gusto te entregarías al delirio si ello te garantiza diez minutos de sueño.

Opción «Lost in Translation» (2003): Que el cambio de aires acabe por arrinconar al sueño.

Bob y Charlotte no pueden dormir a causa del jet lag. ¿Cómo combatirlo? Pues con sesiones de karaoke nocturas, charlas íntimas a la sombra de un vaso de whisky en las que exponer su desazón e infinidad de mohínes mustios. Quemar una ciudad en perpetuas llamas como Tokio es siempre una buena opción. Todo es cuestión de encontrar una camiseta y unos zapatos cómodos antes de arrojarse a las calles…

Posibilidades de que ocurra: Ha ocurrido y sigue ocurriendo ocasionalmente. El jodido jet lag tiene multitud de interpretaciones. No es necesario volar al otro lado del mundo para descuadrarte. A veces basta con orientar tus pasos 400 kilómetros hacia el norte para sentir sus efectos sobre ti. Mi nueva ciudad me ha acogido generosamente, pero eso al insomnio no le importa.

Opción «Cuando Llega la Noche» (1995): Salir a las calles de madrugada tratando de soportar las horas de vigilia.

Ed era terriblemente infeliz, y el que a esa circunstancia se le sumó el descubrimiento de que su mujer le era infiel no le ayudó… aparentemente, porque en realidad no fue así. Su carácter pasivo le hizo salir a las calles en lugar de enfrentarse con el amante de su esposa, posiblemente porque en realidad pensaba que le estaba haciendo un favor. Y en un dinner conoció a Diana, quien era perseguida por un grupo de tipos armados. A lo largo de la noche se fueron apareciendo torpes terroritas islámicos, un bon vivant francés envuelto en negocios turbios, un imitador cutre de Elvis, un mafioso con ínfulas que se parecía a Bowie y toda una gama de personajes tronados que lograron lo que parecía imposible: hacer vivir a Ed. Y después de todo eso, cuando el sol volvió a salir, Ed durmió… con Diana a su lado.

Posibilidad de que ocurra: Me gusta pensar que ya ha ocurrido, aunque ningún hampón me ha apuntado con un arma. El insomnio sigue apareciendo, la batalla está en marcha  y los demonios, presiento, se baten en retirada. Que dure…

La Noche más Larga – La Noche más Corta…

La noche de San Juan es la noche de los desamparados. De aquellos que no tienen nada y salen a buscarlo. De los que nunca han vivido y añoran hacerlo. De quemar papeles con deseos escritos en tinta roja que puede que se cumplan o puede que no, de saltar hogueras en la playa o en un parque, de emborracharse con absenta o con vino barato, de ver películas de Bruce Lee o de Woody Allen…

En «La Última Noche de Boris Grushenko», Woody Allen asentó su filosofía con un lúcido mensaje final transmitido por Boris con la muerte custidiando su costado…

«La cuestión es que he aprendido algo de la vida. Sólo el ser humano esta dividido en mente y cuerpo. La mente representa todas las aspiraciones nobles, como la poesía o la filosofía, pero es el cuerpo el que se divierte. Lo importante, pienso yo, es no convertirse en un amargado. Si al final resulta que hay un Dios no creo que sea un mal tipo. Pienso que lo peor que se puede decir acerca de él es que es algo descuidado. Después de todo hay cosas peores en la vida que la muerte. Si ustedes han pasado la tarde con un vendedor de seguros sabrán de lo que hablo.  La cuestión es no pensar en la muerte como un final, sino como un modo de reducir gastos. Con respecto al amor, ¿qué puedo decir? No es la cantidad de relaciones sexuales lo que cuenta, sino su calidad. Por otro lado, si la calidad se manifiesta menos de una vez cada ocho meses, me plantería las cosas. Bien, eso es todo cuanto les tenía que contar. Adiós» 

Y así se marchó. Bailando junto a la muerte para celebrar la vida, porque es la vida lo único que poseemos en realidad. Y es la vida lo que debemos celebrar esta noche sin fin.

Sean felices.

Locos de Atar…

«Soy psiquiatra. Aquí está mi pipa»

«Recuerdos» (1980)

Hacía muchas décadas que la figura del psiquiatra, suavizada por la presencia del psicólogo al incrustarse la enfermedad del alma en la cultura popular, fascinaba al mundo del cine. Tan seductor personaje ha sido abordado desde todas las perspectivas comprensibles desde el tópico más pueril. Si bien no conviene olvidar que la fidelidad hacia la labor del terapeuta mental, unida al sentido del humor, han hecho posible que los retratos delirantes hayan terminado por desterrar toda idea preconcebida sobre ellos para mostrarnos su lado más oscuro, que en poco les diferencia de sus pacientes.

He aquí algunos de ellos que tanto la televisión como el celuloide se han encargado de inmortalizar…

Doctor Mark Kik (Nido de Víboras, 1948)

La recién casada Virginia Stuart (Olivia de Havilland) ingresa en una institución mental (conocida entonces por el atinado nombre de Casa de Locos) acuciada por los remordimientos. Mucha paz no encontrará en aquel infecto lugar. Muy al contrario, su afección se agudizará  hasta alcanzar la catarsis de la mano del tan entusiasta como entregado doctor Kik (Leo Genn). Estupenda película de Anatole Litvak con publicitaria y edificante sobredosis de las nuevas terapias psicológicas por entonces tan revolucionarias como aberrantes hoy día.

Doctor Craig Huffstodt (Huff, 2004-2006)

El doctor Huff (Hank Azaria) bebe, tontea con las drogas en ocasiones y se plantea seriamente frecuentar los prostibulos. Además es un padre mejorable (más bien horrible) y un vecino difícil, pero como psiquiatra hay pocos como él. Pese a sus notables fracasos, que le hacen ser testigo del suicidio de un paciente, sus éxitos son lo suficientemente numerosos y contundentes como para seguir adelante. Todo ello a costa de su propia salud mental y de una vida familiar que se resquebraja día a día. A todo ello se une el que su mejor amigo (y cocainómano abogado) le envuelve en líos con la mafia, lo que redunda en una explosión de ira difícilmente contenible.  Realmente no debe ser fácil ser Huff.

Doctora Jennifer Melfi (Los Soprano, 1999-2007)

Si ya de por sí resulta difícil escuchar los problemas cotidianos de cualquier persona corriente, no es fácil imaginar lo que se siente al tener a un capo mafioso sentado frente a ti cada semana. Circunstancia que debió soportar la doctora Melfi (Lorraine Bracco) mientras Tony Soprano (James Gandolfini) la usó como sustituta moral del sacerdote católico al que acudiría todo buen italoamericano. No resulta extraño que con el paso de los años, y el peso de las confidencias recibidas por Melfi, la terapeuta terminase siendo la que requirió de los servicios de otro psicólogo. Así son las cosas.

Doctor Mumford (Mumford, 1999)

A la pequeña ciudad de Mumford llegó un buen día un tipo de difuso pasado (Loren Dean) que tomó como suyo el nombre del pueblo que le acogía. Después abrió un gabinete psicológico de asombroso éxito que generó los celos de los hasta entonces únicos terapeutas de la ciudad. Sus heterodoxas técnicas tuvieron tal éxito que los crónicos enfermos del pueblo comenzaron a sanar y, por ende, a vivir, incluído él mismo. Bellísima fábula que sirvió para que su director, Larry Kasdan, volviese a ser tan feliz haciendo cine como a nosotros ser testigos de su renacimiento.

Doctor Tyrone Berger (Gente Corriente, 1980)

La desazón llegó demasiado pronto a la vida del adolescente Conrad (Timothy Hutton). Su hermano mayor acababa de morir y no podía soportar el sentimiento de culpa que le corroía por dentro. Un día segó las venas de sus muñecas en el baño de su casa mientras sus padres volvían, como ocurría cada día, a reprocharse mutuamente su fracaso. Acabó, estancia en un hospital mediante, frente a un psicólogo tan apasionado como peculiar (Judd Hirsch) que le propuso un pacto: estaría siempre a su lado (justo lo que Conrad nunca había tenido)  si él se mantenía en el mundo de los vivos. Todo ello para alcanzar la redención mendiante el perdón que él mismo se debia. Conmovedora película de Robert Redford que tal vez abusa de su propio entusiasmo como canalizador emocional.

Doctor Isaac Barr (Analisis Final, 1992)

De las entrañas más erótico-festivas surgió con ímpetu budista el doctor Barr (Richard Gere) para sumirnos en un jolgorio sin fin. Un reconocido psiquiatra es reclamado por la esposa de un mafioso local (Kim Basinger) con el fin de encontrar los motivos de su permanente alteración, como si ser la mujer de un tipo violento (interpretado por Eric Roberts, para más inri) no fuese motivo suficiente para ello. La grotesca trama, trufada de bobas y literales referencias freudianas, culminará con la libidinosa aparición de la hermana de su paciente (Uma Thurman) y con doctor encamado con todo el mundo (juraría que incluso con el propio director, el videoclipero Phil Joanu) hasta alcanzar un supremo clímax final en las entrañas de un faro. Lo mejor siempre para el final.

Doctora Elizabeth Bowen (Mr. Jones, 1993)

Apropiadamente embutido en la piel de un tipo bipolar, Richard Gere sufre una potente crisis que le lleva a recluirse en una institución mental en la que conocerá la auténtica amistad, será testigo de la tragedia y acabará enamorándose de su atractiva psiquiatra. Si creían que el director Mike Figgis no podía hacerlo peor deben ver esta delicatessen del despropósito cuya escena más recordada incluye los siguientes elementos: tejado inestable y Richard Gere haciendo monerías sobre él. Y resultó que el tejado no era resbaladizo. Lástima…

Doctor Hannibal Lecter (El Silencio de los Corderos, 1991)

El sueño de todo psiquiatra se encarnó en el doctor Lecter (Anthony Hopkins) impartiendo a su manera clases evolutivas acerca de la supervivencia del más fuerte. Harto de escuchar miserias ajenas, un día el doctor Lecter decició generar las suyas propias. En el excelente policiaco dirigido por Jonathan Demme, Lecter y la agente Clarice Starling (Jodie Foster) se funden en una tarea común: atrapar a un asesino en serie que, en opinión del psiquiatra, es demasiado torpe como  escasamente sutil. Inmersión completa en el lado oscuro donde las moralinas y los juicios de valor carecen de sentido.

Doctora Eudora Nesbitt Fletcher (Zelig, 1983)

La conceptualmente revolucionaria obra maestra de Woody Allen presenta a un tipo peculiar que posee la capacidad de mimetizarse con cualquier ambiente que le rodee. Da igual que se trate de una banda de jazz en gira por Alabama que de una convención del partido nazi, que Leonard Zelig (Woody Allen) oficiará como camaleón humano confudiéndose en la masa como si se tratase de un ladrillo más del muro. Para su fortuna apareció la doctora Eudora Nesbitt (Mia Farrow) dispuesta a cualquier cosa para recuperarle. Tan extremadamente hilarante como inteligente, Allen dio el pistoletazo de salida a una multitud de películas nacidas bajo su influjo que carecen, en todos los casos, de su encanto y mala baba. Alguna de ellas incluso ganó un Oscar, mientras que «Zelig» continúa siendo una ilustre semidesconocida.

Doctor Leo Marvin (¿Qué pasa con Bob?, 1991)

El mediatico psiquiatra Leo Marvin (Richard Dreyfuss) lo tiene todo: una familia encantadora, un trabajo que adora y una casita de campo envidiable. Además es un escritor de éxito cuyo último hit está en manos de miles de tronados de todo el país, entre ellos las de Bob (Bill Murray). Poco importa que su método, bautizado «pasitos de bebé», sea tan simple como un capítulo de los Teletubbies, pues lo que necesita realmente Bob es una familia a la que atormentar con sus fobias. De modo que aprovechará unas vacaciones de la feliz familia para estomagarles todo cuanto pueda hasta, por una parábola del azar, convertirse en insustituible para ellos. Estupenda comedia dirigida por Frank Oz, basada libremente en el clásico «Teorema» de Pasolini.

Doctor Sigmund Freud (Freud, Pasión Secreta, 1962)

Debo suponer que para aligerar el peso de los trabajos alimenticios que con regularidad rodaba John Huston, solía divertirse infringiendo toda ley elemental sostenida por la lógica. Solo así se entiende que le otorgase el papel del padre del psicoánalisis a un tipo por entonces tan desequilibrado como Monty Cliff. La película, un académico biopic salpicado por ocasionales chispazos de interés, se ve con el mismo agrado con el que se olvida. Eso sí, los risibles mohínes de Monty son tan numerosos como antológicos.

Doctor Ben Sobel (Una Terapia Peligrosa, 1999)

La relación entre la psiquiatría y el crimen organizado es tan comprensible como habitual en la pantalla plateada. A los tipos traumatizados que se expresan mediante las pistolas, nada les calza mejor que un psiquiatra tan empeñado en devolverles a las veredas del sentido común como en mantener su propio pellejo indemne. En la fofa comedia dirigida por Harold Ramis, un ilustre psiquiatra (Billy Crystal) es reclamado por un conocido hampón (Robert De Niro) para tratar de revertir la humanidad que se extiende por su ser y le impide ser lo suficientemente duro. Lo cierto es que todo pudo y debió ser mejor.

Doctora Susan Lowenstein (El Príncipe de las Mareas, 1991)

Con su habitual estilo ampuloso, la divina Barbra se pone delante y detrás de las cámaras para desplegar todo su ego en una historia tan correcta como tramposa. El carecer por completo de humildad y lo irritante de su edulcorado discurso, no impiden que la película llegue a despegar ocasionalmente gracias, en gran medida, a la entragada interpretación de Nick Nolte en la piel de un traumatizado entrenador de instituto de fútbol americano que viaja a Nueva York en busca de su hermana suicida. Por supuesto, terminará enamorándose de la psicóloga que la trata. Y, por supuesto, el tono termina siendo tan cursi que fue una suerte para la Streisand el carecer de vergüenza ajena y autocrítica.

Doctor Paul Weston (En Terapia, 2008-2011)

Paul (Gabriel Byrne) sufre. Lo hace por lo que vive, por lo que escucha, porque su vida es un completo desastre, porque duda de que su trabajo le sirva de ayuda a nadie. Paul es un mar de dudas, pero ahí se mantiene, día tras día en su despacho tratando de enderezar docenas de naves que fondean en ese puerto seguro mientras afuera les aguarda la tormenta. ¿Cómo no sufrir con él? Rodrigo García imprime su intimista sello a una serie tan modesta en su planteamiento como grande en sus resultados.

Doctores Frasier y Niles Crane (Frasier, 1993-2004)

Son snobs, patéticamente torpes con el sexo opuesto, inseguros, chichinabescos. También son brillantes ejerciendo su profesión. Uno, Frasier, prestando sus servicios en la radio a todo aquel que lo solicite. Otro, Niles, en su gabinete, señalado como uno de los mejores psiquiatras «serios» del país, porque lo que hace Frasier, en palabras de su hermano, no es psiquiatría. Uno es devoto de Freud. El otro de Jung. Ambos divorciados de esposas castradoras que agudizaron sus inseguridades. Se profesan celos mutuos: el uno de la fama del otro; el otro de la reputación del uno. Se quieren. Resulta imposible imaginarles lejos el uno del otro, de modo que, al ver el último episodio de la icónica serie, preferí mirar hacia otro lado. Dolió menos.

Doctor Alexander Brulov (Recuerda, 1945)

Si se ha de tratar con un pirado, por lo menos que sea como el Gregory Peck de «Recuerda». Glamuroso como él solo, su único problema residía en su afición por los cuchillos. Afortunadamente el doctor Brulov (Michael Chekhov), antiguo profesor de Ingrid Bergman en la excelente película dirigida por Hitchcock, era perro viejo y tenía a mano un vaso de leche convenientemente acompañado de un arsenal de somniferos dispuestos para anestesiar a un caballo. Genio de la psiquiatría, sí, pero precavido. Eso siempre…

Y fin…

El Legado Sentimental…

Clarence Clemons somos mi hermano y yo una noche de agosto con las ventanas abiertas de par en par mientras suena «Jungleland». Es la espalda sobre la que se apoyaba el Boss y, por ende, sobre la que nos sosteníamos todos los que hicimos del desarraigo de Springsteen el nuestro. Es el colega que nunca tuvimos, el ejemplo a seguir de todos los que nunca aprendimos a tocar decentemente un instrumento musical, el tipo que le dijo una vez al Boss que tocar de su lado sería un privilegio. En realidad el privilegio fue de todos aquellos que quisieron mirar y escuchar cómo sacaba fuera el fuego que le consumía por dentro.

El muro se ha caído ya. No sé qué queda, la verdad, salvo su música y la certeza de que el tiempo carcome.

La Vida es un Número Áureo…

Al llegar a la Feria del Libro, la misma cuyas calles no tenía pensado pisar este año, ella me señaló una caseta lateral en la que se anunciaba que Werner Herzog firmaría libros aquella tarde. El tipo de la foto se parecía asombrosamente al Herzog de hace veinte años con veinte kilos menos. El hombre que se asomaba desde el otro lado, solitario en su jaula a la espera de  que las miradas se tradujesen en preguntas o firmas, nos habló en un castellano trufado de consonantes estridentes preguntándonos sobre qué es para nosotros la poesía. Poco importa que en realidad se tratase de un poeta suizo con alarmantes síntomas de entusiasmo recorriendo su garganta, pues compartía con el director una pasión que solo quien la ha experimentado podría detectar. Teniendo en cuenta todo aquello, el que nos contase que conocía personalmente al otro Herzog no nos sorprendió. Y por supuesto, porque así soy, tomé todo cuanto sucedió como una marca indicativa del camino a seguir.

En una ocasión Herzog aseguró: «Por un amigo haría cualquier cosa». Lo que no esperaban quienes no le conocen es que sus palabras fuesen literales. En 1974, Lotte Eisner, crítica de cine y amiga íntima de Werner, le escribió una conmovedora carta en la que le anunciaba que padecía un cáncer diagnosticado como terminal por los médicos. Apenas le daban seis meses de vida. En la misiva Eisner le pedía a Werner que fuese a verla una última vez. Herzog no se lo pensó dos veces, tomó unas botas resistentes, todo el dinero en metálico que pudo encontrar y algunas botellas de agua que colocó en su mochila y salió rumbo a París, lugar de residencia de Eisner, desde su Múnich natal. Tardó semanas en llegar, pues realizó el viaje a pie. Según contó necesitaba salir de inmediato, no podría soportar la espera en un aeropuerto, además de que «era el único método honesto de ir a ver a un amigo». Así es Herzog.

El único director que puede presumir (cosa que jamás haría) de haber rodado en los siete continentes nació en 1942, mientras las bombas caían sobre medio mundo. Hijo de padre alemán y madre croata, la guerra hizo que su familia buscase refugio en las montañas de Baviera, lugar en el que el pequeño Werner creció de un modo que el mismo definió como salvaje. Pasaba los días solo, deambulando por las montañas sin tener nociones de lo que ocurría en el mundo exterior. Hasta la adolescencia no vio su primera película ni escuchó la radio. A los diecisiete años, una entrada de enclicopedia de quince páginas sobre el arte cinematográfico le bastó para encauzar su vida: sería director de cine. Para ello comenzo robando una cámara de 35 mm. de una escuela cinematográfica de Múnich con la que rodó sus primeras siete películas. Para conseguir financiar otros molestos gastos como el celuloide, trabajó como soldador en el turno de noche en una acería. En 1968 vio la luz su primera película: «Signos de Vida».

A partir de entonces su vida se convierte en una novela de Jack London. A mitad de camino entre la leyenda, las medias verdades y la locura. Rueda en la boca de un volcán, en la línea del frente de una guerra en Sudamérica, hace ascender un barco de vapor por un río amazónico, rueda una película con los actores en estado de hipnosis… En 2006, durante la promoción de su excelente «Grizzly Man», recibe un disparo en el vientre mientras es entrevistado por un equipo de la BBC. El perdigón, disparado desde un coche en marcha con una potente arma de aire comprimido, se aloja en un grueso catálogo que Werner sujeta en su cinturón. Los alertados periodistas ingleses proponen cancelar la entrevista, a lo que Werner se niega. «Joder, sigamos. Todo esto no es más que folklore angelino», les dice. En otra ocasión, durante una época en la que enseña filosofía en la universidad de Berkeley, un alumno llamado Errol Morris, fascinado por el alemán, le habla de su proyecto de filmar un documental ambientado en un cementerio de mascotas. Herzog se muestra interesado en el proyecto, pero le asegura que nadie producirá semejante material. «Si consigues rodarlo me comeré mi zapato», finaliza.  En 1978 Morris estrena «Gates of Heaven», una historia sobre los moradores de un cementerio de mascotas precedido por un cortometraje de veinte minutos titulado «Werner Herzog Eats His Shoe» en el que el director cocina una bota de cuero para después comersela, salvo la suela de goma, a lo que Herzog se niega del mismo modo que quienes comen pollo no se comen los huesos. En otra ocasión, durante el rodaje de «También los Enanos Empezaron Pequeños», ocurre un accidente en el que uno de los actores resulta atropellado por una furgoneta. El ambiente de rodaje está tan crispado que el resto de actores amenaza con marcharse a lo que Werner contesta con un reto: si continúan hasta el final les dejará rodarle mientras salta desnudo sobre un lecho de cáctus. El mismo día del final del rodaje, un tipo alemán con pinta desaliñada ingresa en un hospital de Lanzarote con el cuerpo cubierto de espinas. Todo el equipo de filmación se queda fuera del hospital los dos días que el director permanece ingresado.

«Es un buen hombre y el mejor director vivo, pero está loco. Afortunadamente me considera su amigo», dice Truffaut de él. Werner responde: «Sé que no debería rodar más peliculas. Debería ingresar en un manicomio». A su evidente desequilibrio psiquíco no le ayuda su esquizofrénica relación con Klaus Kinski de la que tanto y tanto se ha hablado. Agresiones físicas, amenazas de muerte, insultos, odio sin fin y cinco películas son el legado de aquella enfermiza relación. El actor, claramente demente, acepta comenzar su relación con Herzog durante una dislocada llamada de teléfono de madrugada en la que demuestra su pasión por el guión que acaba de recibir del director. «Tardé al menos dos minutos en darme cuenta de que aquel chillido inarticulado provenía de Kinski», contó Herzog. El rodaje de «Aguirre, la cólera de Dios» fue tan caótico que llevó al borde de la enajenación absoluta a todos cuanto participaron en él. Kinski le arrojó un hacha a la cabeza al director durante una discusión; le cortó un dedo a un figurante al que acusaba de hacer mucho ruído; se amenazaron mutuamente de muerte con la certeza de que después se volarían la cabeza sin importarles demasiado.

Pero lo que parecía imposible se dio y repitieron una vez más. El rodaje de «Fitzcarraldo» fue aún más insano. La costumbre de Kinski de pasearse por el set de rodaje armado de un revólver que usaba indistintamente contra animales, peces y personas llevó a los figurantes indígenas a ofrecerse al director para matarle. Hacia la mitad de rodaje un avión que transportaba a seis miembros del equipo se estrelló en las montañas. Todos ellos murieron. Ante la devastación anímica general, Kinski no mostró el más mínimo pesar por aquello, incluso dejó entrever cierta satisfacción. «Es el mayor hijo de puta de la historia de la humanidad», afirmó Herzog. Volverían a trabajar juntos en «Cobra Verde», si bien, en esta última ocasión, el actor abandonaría el rodaje antes de finalizar convencido de que si seguía del lado de Herzog acabaría asesinándole.

«Jamás me río», dice Werner. Miente, por supuesto. Su sombrío sentido del humor dibuja carcajadas en su rostro con frecuencia durante los rodajes. Tiene fama de ser extremadamente duro con sus actores, si bien ninguno de ellos (salvo Kinski) ha dicho una mala palabra del director hasta la fecha. Le gusta ver «Los Vigilantes de la Playa» tanto como odia los Oscar, lo que no le impidió vaticinar que el premio a la mejor actuación de este año sería para Colin Firth porque, según dijo, «es el tipo de actuación que se da una vez por década». Contradictorio, asegura que la vida y la muerte son diferentes lados de la misma moneda. Solo así se entiende su desprecio por su propia vida. En 2006, dos días después de ser tiroteado, un coche volcó delante de su casa convirtiéndose en una tea de inmediado. Werner salió presto de su domicilio, rompió el cristal del auto y extrajo a su anonadado ocupante que resultó ser el actor Joaquín Phoenix. La agradecida víctima solo recibió una petición de Werner tras el incidente: no lo cuentes a nadie. Phoenix incumplió su palabra al día siguiente en una televisión local en la que afirmó sentirse abrumado tras haber sido rescatado por uno de sus ídolos: «Werner Herzog me ha salvado la vida. El coche estaba en llamas y no podía salir, entonces escuché una voz con un fuerte acento alemán que me decía: solo relájate».

Al día siguiente asistimos a la sesión de Slam Poetry que el otro Werner Herzog nos recomienda. Al vernos inclina la cabeza justo antes de comenzar a agitar sus brazos y vocear sus versos delimitando sus bordes para confirmar lo que siempre he pensado, que la vida es un número áureo. 

Dos…

Dos años después sigo sin saber qué tienes tú que no tiene nadie más. Tal vez sea que vendes recuerdos, que al bajar la mirada te conviertes en una muñeca china de porcelana que reposa su cabeza sobre mi pecho, que me arropas con las manos, que me acaricias la cabeza dejando que los dedos la envuelvan, que me susurras al oído eso que nunca había escuchado antes, que me vacías de escombros para luego llenar los huecos con cimientos…

Supongo que aún tengo tiempo de averiguarlo, aunque no sé si quiero hacerlo. Tal vez prefiera seguir desenmarañando tu pelo mientras sigo sumando dedos mientras tú duermes. Así hasta que se llene la pantalla…