Aquel que odiaba la luz. Aquel al que protegían las cuatro paredes de su habitación de un mundo exterior que siempre le agredió. Aquel que nunca publicó un libro en vida. Aquel que se declaró ateo mientras guardaba culto en secreto a la diosa Artemisa, a Atenea, a Apolo. Aquel que no pasó una sola noche fuera de la casa en la que nació durante sus primeros treinta años de vida. Aquel al que su castradora madre martirizó inculcándole el orgullo de ser británico sin importar que nunca llegara a pisar su patria postiza. Aquel que se alimentaba casi exclusivamente de helados y dulces. Aquel que temía a los coloreados porque los consideraba una raza fruto del vicio, los hijos del mal. Aquel que estuvo a punto de morir siendo niño a causa de una intoxicación provocada por un pescado, y que desde entonces dirigió todo su odio hacia el mar, la morada de Cthulhu. Aquel que fue bautizado con el nombre de Howard Phillips Lovecraft y que esta noche paseará por el cementario más cercano a su casa cuando la luna esté en lo más alto.
Lovecraft deseaba creer. Cada uno de sus relatos revelan a un hombre que necesita creer, y que para ello, dado que las religiones convencionales le parecen una burda estafa, crea su propia iconografía a través de sus relatos. Un panteón propio sobre el que se asientan los tentáculos de Cthulhu, el enemigo de los hombres a los que él mismo odia. Porque si algo odiaba Lovecraft era a la humanidad, y si algo amaba era escribir extensas cartas a sus pocos amigos y emplear sus tardes en leer las largas misivas con las que éstos correspondían al misántropo de Providence. Amaba lo decimonónico y, aún más, cualquier cosa procedente del siglo XVIII. Amaba observar las nubes a través de los cristales de la biblioteca de su abuelo materno. Amaba la arquitectura y los paseos nocturnos que en ocasiones se alargaban hasta el alba. Y amaba a Poe. Devoraba los libros del escritor de Boston durante maratonianas sesiones que le ocupaban días enteros en los que olvidaba lo que el consideraba pequeños detalles como comer y dormir.
Cuando nació «el Círculo Lovecraft», formado por una docena de visionarios amantes de los relatos del escritor publicados en la revista Weird Tales, Lovecraft hizo realidad su eterno sueño de formar algo parecido a su propia religión. Entre los que formaban el círculo se encontraban Robert Bloch y Robert E. Howard. Maestros que no tuvieron incoveniente en formar círculo pretoriano en torno a su «sumo sacerdote», como el mismo Lovecraft burlonamente se autodefinía. Le escribían mostrándole su admiración y él les correspondía a través de generosas cartas en las que disertaba sobre cualquier cosa que le ayudase a olvidar que el terror le esperaría siempre ahí fuera. Todo aquello le ayudó a contener los secretos anhelos suicidas a los que se vio inducido tras la muerte de su madre. Había descubierto que sin ella la vida podía ser feliz, siempre, eso sí, protegido del mundo exterior por los muros más altos que la imaginación podía general. Sin embargo, aquellos días de relativa felicidad terminaron cuando el escritor conoció a Sonia Greene. Siete años mayor que él, y vivo retrato en vida de su difunta madre. Edipo triunfó y se casaron poco más tarde. Lovecraft accedió a vivir en Brooklyn junto a su esposa. Accedió a abandonar su guarida en Providence. A marcharse del refugio que le mantenía protegido de las sectas del mar, de la gente de piel sucia, del sexo. Porque en Nueva York descubrió que el olor del mar llegaba hasta su ventana, que en las aceras podía cruzarse con personas de aspecto monstruoso que ni siquiera sabían hablar correctamente su sacrosanto idioma, y que su esposa reclabama de él trato carnal, algo que él aborrecía y nunca le dio. Como consecuencia su matrimonio duró dos años, el tiempo que necesitó Sonia para encontrar en otros cuerpos el calor que su marido no le proporcionaba.
Howard volvió a Providence. Radicalizó su discurso clasista y racial al punto de simpatizar con movimientos supremacistas, él que odiaba toda clase de jeraquía imaginable. Pero, por encima de todo, Lovecraft era un tipo imposible de satisfacer. Desencantado de todo, salvo de la escritura, se dedicó a para escribir de modo estajanovista. Siguió temiendo a las mujeres y al mar, lo que se trasladó unos relatos cada vez más terribles con el género humano en los que se percibió un sentimiento de culpa hasta entonces desconocido en sus letras. Cuando murió, en 1937, a los 46 años de edad, casi nadie se dio por enterado. Tal vez el sepulturero del cementario de Providence, con el que fraguó una extraña amistad durante sus paseos nocturnos. Fue entonces cuando el «círculo» se puso en acción y se negó a permitir que se olvidase la obra del «sumo sacerdote» publicando sus relatos en toda revista que se lo permitiese. Y los lectores comenzaron a llegar.
Leí «Dagon» a la edad de quince años. Lo que sentí lo expresó de un modo más diáfano el escritor Michel Houellebecq: «Descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un “amigo”. Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso». Esta noche volveré a sus letras como lo hago cualquier otra noche. No lo haré por tradición, sino por necesidad. Y él, seguro, seguirá observando el mundo desde su ventana.
Ilustración de Alberto Taviria.