Lejos queda la sensación, largos años arrastrada, de que cada nuevo estreno de una película dirigida por Steven Spielberg suponía una cita inaplazable. Una experiencia para los sentidos crecida a rebufo de la bandera del entretenimiento puro proclamado por Méliès. Con el paso de los años, macerada cada película en su propia salsa coyuntural, surgían sus defectos, sus contradicciones y las dudas que generaba la certeza de que habíamos creído ser testigos de un truco de magia real cuando en realidad Spielberg nunca negó ser un prestidigitador extremadamente hábil. Pero eso no importaba porque aquellos años nos garantizaban dos horas de placer e incontables recompensas posteriores protegidas en nuestra memoria. Hoy, 2013, todo aquello pasó. De hecho, hace más de una década que ver «una película de Spielberg» se ha convertido en algo banal. El oficio queda, cierto, pero el prodigio se esfumó.
Spielberg, tras años de cuidadosa selección de sus proyectos, parece haber caído en las urgencias de última hora de aquellos que saben les quedan pocos años para trazar sus lienzos. Esta especie de síndrome de David Lean que propicia escasos hermosos presentes y mucha morralla que emborrona lo construido hasta entonces. A cambio de una brillante «Atrápame si Puedes» vinieron caballos de batalla anacrónicos, alucinógenos transvases de héroes del cómic a la gran pantalla y arrítmicas invasiones marcianas. Y así hasta constatar que de la magia de Spielberg quedan ruinas sólidamente apuntaladas por sus fieles que pretenden dar a entender que en realidad se tratan de los lustrosos palacios que un día fueron. Una especie de alegoría al traje nuevo del emperador que alcanza su máximo énfasis en «Lincoln», su última obra.
Al enfrentarse al biopic de una figura clave de la historia americana, Spielberg comete el error del exceso de pleitesía hacia el personaje, convirtiendo un retrato puntual en una desapasionada hagiografía cimentada con material endeble sacado del academicismo más rancio. Recupera en parte el drama judicial bajo unas claves desgastadas que ponen a prueba la paciencia del que mira y se pierde con frecuencia (más por falta de interés que por la nula complejidad del relato) en una peripecia que parece jugar al despiste con un naipe del que conocemos su identidad. Anulado por pura desidia el punto fuerte del engranaje dramático, el director guarda recursos sentimentales mal administrados, demasiado ensimismados por su poder de evocación. La atmósfera resulta tan gélida, tan desconcertante, que la prodigiosa interpretación de un mesurado Daniel Day Lewis termina por hacerse con el poder absoluto de la cinta, recibiendo conscientemente todos los focos en un vano intento por evitar el desplome de la encorsetada historia.
El mejorable trabajo de ambientación, las supuestas revelaciones que el guión no confía y el esfuerzo actoral logran estabilizar la deriva lo suficiente para que los agotadores 149 minutos de metraje logren el sello de «cine de calidad necesario» que ornamente y justifique las nominaciones a los académicos premios anuales de turno. De Spielberg seguimos sin noticias. Parece ser que Peter Pan ha inclumpido su promesa de no crecer. Es ahora que cuadran las piezas de su entonces decepcionante «Hook». Tal vez llegó el momento en que el niño se cansó de serlo…