El Evangelio Según John Milius…

«Trato de imprimir cierta inocencia en mis películas. Me gusta pensar en que hago lo que quiero sin sermonear al espectador. Y cuando trato de aportar una opinión personal, lo hago con mucha sutileza. Así es como hago las cosas. Como Herman Melville en Moby Dick. Él contó la historia de un capitán obsesionado con cazar una ballena blanca, pero no te dijo esto es lo que debes pensar«.

«Estaba viendo a Rush Limbaugh (popular periodista ultraconservador) hace un par de noches y me horroricé. Alguien debería coger a ese tipo y descuartizarlo. Estaba dando la cara por esos cerdos de Wall Street. Sentí asco por compartir país con ese desgraciado».

«El oficio de escritor es el mejor del mundo. Especialmente si eres una persona solitaria como yo. Estás solo con una historia que narrará lo que tú quieras. Te conviertes en un demiurgo con todo el control sin que nadie venga a joderte con imposiciones».

«Me siento orgulloso de haber escrito Apocalipse Now. Es la película que justifica mi carrera. Siento que hice algo realmente grande. Hubiese dado cualquier cosa por haberla dirigido. Pero Francis estaba por allí. Maldito bastardo».

«Considero El Viento y el León mi primera película de verdad. La dirigí como lo hubiese hecho David Lean: sumando épica, acción y lirismo. Parte de la crítica me acusó de ser un reaccionario tras su estreno, cosa que me hizo mucha gracia. Tras leer una de las peores críticas que recibí, le propuse al periodista ver la película conmigo para darle una visión más amplia, pero se negó. Ni siquiera respondió a mi invitación. Seguramente se asustó al imaginarse sentado en un cine junto a ese bárbaro que hace películas».

«Francis (Ford Coppola) es el mejor de todos nosotros. Tiene más talento en su dedo meñique que todos esos gilipollas con ínfulas de autor.»

«Suelen decirme que alegrame el día (diálogo de Harry el Sucio) es lo mejor que he escrito».

«Soy una persona solitaria. Un tipo de montaña. Eso implica un montón de buenas cualidades que te ayudan a mantener tu integridad artística intacta, pero no hace tu vida más fácil. Cuando Sydney Pollack me dio un ultimátum tras leer el guión de Las Aventuras de Jeremiah Johnson, le dije que no podía hacerlo mejor. Me respondió que no quería un guión mejor sino distinto. Entonces le dije que buscase a otro guionista. Si hubiese escrito algo distinto no habría sido mío».

«Apenas pronuncié una palabra durante mi matrimonio hasta que le dije a mi mujer cuando me pidió el divorcio»

(Sobre la marginación a la que le sometió la gran industria). Recuerdo el estreno de Amanecer Rojo y a todos aquellos buenos chicos de universidades caras llamándome fascista. ¿Qué sabían ellos sobre mí? Ni siquieran habían visto la película. Me sentí como Ethan en Centauros del Desierto. Había hecho mi trabajo y estaba solo. No recibí ni una sola llamada solidarizándose conmigo después de aquello. Supongo que mucha gente piensa en mí como una amenaza para la civilización occidental».

John Milius

Aquel que paseaba entre las tumbas…

Aquel que odiaba la luz. Aquel al que protegían las cuatro paredes de su habitación de un mundo exterior que siempre le agredió. Aquel que nunca publicó un libro en vida. Aquel que se declaró ateo mientras guardaba culto en secreto a la diosa Artemisa, a Atenea, a Apolo. Aquel que no pasó una sola noche fuera de la casa en la que nació durante sus primeros treinta años de vida. Aquel al que su castradora madre martirizó inculcándole el orgullo de ser británico sin importar que nunca llegara a pisar su patria postiza. Aquel que se alimentaba casi exclusivamente de helados y dulces. Aquel que temía a los coloreados porque los consideraba una raza fruto del vicio, los hijos del mal. Aquel que estuvo a punto de morir siendo niño a causa de una intoxicación provocada por un pescado, y que desde entonces dirigió todo su odio hacia el mar, la morada de Cthulhu. Aquel que fue bautizado con el nombre de Howard Phillips Lovecraft y que esta noche paseará por el cementario más cercano a su casa cuando la luna esté en lo más alto.

Lovecraft deseaba creer. Cada uno de sus relatos revelan a un hombre que necesita creer, y que para ello, dado que las religiones convencionales le parecen una burda estafa, crea su propia iconografía a través de sus relatos. Un panteón propio sobre el que se asientan los tentáculos de Cthulhu, el enemigo de los hombres a los que él mismo odia. Porque si algo odiaba Lovecraft era a la humanidad, y si algo amaba era escribir extensas cartas a sus pocos amigos y emplear sus tardes en leer las largas misivas con las que éstos correspondían al misántropo de Providence. Amaba lo decimonónico y, aún más, cualquier cosa procedente del siglo XVIII. Amaba observar las nubes a través de los cristales de la biblioteca de su abuelo materno. Amaba la arquitectura y los paseos nocturnos que en ocasiones se alargaban hasta el alba. Y amaba a Poe. Devoraba los libros del escritor de Boston durante maratonianas sesiones que le ocupaban días enteros en los que olvidaba lo que el consideraba pequeños detalles como comer y dormir.

Cuando nació «el Círculo Lovecraft», formado por una docena de visionarios amantes de los relatos del escritor publicados en la revista Weird Tales, Lovecraft hizo realidad su eterno sueño de formar algo parecido a su propia religión. Entre los que formaban el círculo se encontraban Robert Bloch y Robert E. Howard. Maestros que no tuvieron incoveniente en formar círculo pretoriano en torno a su «sumo sacerdote», como el mismo Lovecraft burlonamente se autodefinía. Le escribían mostrándole su admiración y él les correspondía a través de generosas cartas en las que disertaba sobre cualquier cosa que le ayudase a olvidar que el terror le esperaría siempre ahí fuera. Todo aquello le ayudó a contener los secretos anhelos suicidas a los que se vio inducido tras la muerte de su madre. Había descubierto que sin ella la vida podía ser feliz, siempre, eso sí, protegido del mundo exterior por los muros más altos que la imaginación podía general. Sin embargo, aquellos días de relativa felicidad terminaron cuando el escritor conoció a Sonia Greene. Siete años mayor que él, y vivo retrato en vida de su difunta madre. Edipo triunfó y se casaron poco más tarde. Lovecraft accedió a vivir en Brooklyn junto a su esposa. Accedió a abandonar su guarida en Providence. A marcharse del refugio que le mantenía protegido de las sectas del mar, de la gente de piel sucia, del sexo. Porque en Nueva York descubrió que el olor del mar llegaba hasta su ventana, que en las aceras podía cruzarse con personas de aspecto monstruoso que ni siquiera sabían hablar correctamente su sacrosanto idioma, y que su esposa reclabama de él trato carnal, algo que él aborrecía y nunca le dio. Como consecuencia su matrimonio duró dos años, el tiempo que necesitó Sonia para encontrar en otros cuerpos el calor que su marido no le proporcionaba.

Howard volvió a Providence. Radicalizó su discurso clasista y racial al punto de simpatizar con movimientos supremacistas, él que odiaba toda clase de jeraquía imaginable. Pero, por encima de todo, Lovecraft era un tipo imposible de satisfacer. Desencantado de todo, salvo de la escritura, se dedicó a para escribir de modo estajanovista. Siguió temiendo a las mujeres y al mar, lo que se trasladó unos relatos cada vez más terribles con el género humano en los que se percibió un sentimiento de culpa hasta entonces desconocido en sus letras. Cuando murió, en 1937, a los 46 años de edad, casi nadie se dio por enterado. Tal vez el sepulturero del cementario de Providence, con el que fraguó una extraña amistad durante sus paseos nocturnos. Fue entonces cuando el «círculo» se puso en acción y se negó a permitir que se olvidase la obra del «sumo sacerdote» publicando sus relatos en toda revista que se lo permitiese. Y los lectores comenzaron a llegar.

Leí «Dagon» a la edad de quince años. Lo que sentí lo expresó de un modo más diáfano el escritor Michel Houellebecq: «Descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un “amigo”. Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso». Esta noche volveré a sus letras como lo hago cualquier otra noche. No lo haré por tradición, sino por necesidad. Y él, seguro, seguirá observando el mundo desde su ventana.

lovecraft

Ilustración de Alberto Taviria.

 

Abogado del Diablo…

Tratando de encontrar unos artículos publicados en viejas revistas que (mal)guardo por ahí, me he podido divertir leyendo las opiniones que generaba Clint Eastwood entre la mayoría de los críticos y otros snobs de los ochenta. Cuando no salía a relucir la palabra “fascistoide” (cosa rara) en las reseñas de sus películas, era porque el tono condescendiente utilizado por el crítico de turno se consideraba más que suficiente para denigrar su figura y sus películas. Uno de ellos le calificó de “pistolero de pacotilla” (en referencia a la costumbre, mantenida por Eastwood durante su mandato como alcalde de Carmel, de pasear por el pueblo con un revólver en su cintura). Insulto gilipollas, por otra parte, equiparable a los famosos diálogos tipo “jolín, me han pegado un tiro” característicos de las películas bélicas más bobas de los años 40 y 50. El resto de la reseña dedicada a Clint por este tipo está escrita en un tono paternalista que hace más daño al que escribe que al propio actor y director.

Aquel linchamiento ideológico sufrido por Eastwood en su día tiene continuación hoy en otra piel y gracias a este cuestionable gesto…

Imagen interesadamente popularizada gracias al documental “Bowling for Columbine” de Michael Moore hasta el punto de convertirse en un  símbolo de todo lo retrógrado.

Entre las muchas gracias que le dedicaron (y le siguen dedicando a Charlton Heston pese a su muerte) al legendario actor y protagonista del “suceso” resulta imposible olvidar la más recurrente: “Ese tío es un nazi”. De hecho fue una conocida “opinadora” (habitual en tertulias telecinqueras) quien le describió concisamente con un: “Mal actor, impostor y fascista”.

Bien… (tomo un respiro y trato de no sulfurarme) pues este tipo tan mal actor (cuestión de gustos, personalmente a mí siempre me pareció un actor sólido) fue quien se encargó de recaudar fondos para la construcción de escuelas en barrios marginales (negro en su inmensa mayoría) allá por los sesenta. Fue él una de las razones por las que “El Planeta de los Simios”, metafórica obra maestra perteneciente más al género social que al de ciencia-ficción, ya que se inspiraba en los disturbios raciales sucedidos en L.A. pocos años antes de su filmación, se llevase a cabo pese a las terribles presiones de grupos conservadores que debió soportar. También fue este tipo tan intolerante quien desfiló al lado del doctor King en la marcha sobre Washington en pos de los derechos civiles, cosa que hizo cuando la mayor parte de sus colegas de profesión agachaba la cabeza para no perjudicar su preciosa imagen. Fue él quien visitó a Rosa Parks y quien tomó un autobús junto a ella, jugándose no sólo la reputación sino el pellejo, en Montgomery (Alabama). Charlton Heston, amigo de Bobby Kennedy (otro conocido fascista) decidió apoyar públicamente al partido Republicano durante la década de los 80. Ignoro las razones y tampoco me importan. Cada cual es muy dueño de elegir el veneno que desea ingerir.

La mentalidad europea en torno al asunto de las armas se podría resumir con la visita realizada por Oscar Wilde a los States. Una vez en el país norteamericano, Wilde se sorprendió de que todo el mundo llevase armas. Como a él, también a mí me sorprende. Ignoro la mentalidad de los norteamericanos, pero imagino que un país cuyos cimientos se sostienen en la violencia más pura no puede entender la libertad individual de otro modo que no sea garantizado su seguridad por sí mismos a sangre y fuego. Lo cierto es que según la mentalidad europea Heston es un fascista y lo es por su apoyo a la segunda enmienda de la constitución de los Estados Unidos que da derecho a todo ciudadano a portar armas. Y aunque a mí esa circunstancia me parece deplorable, no olvido todo lo que Heston hizo. No olvido quien fue más allá de la pantalla.

Ahora los que le insultan y se burlan de él a diario, sin importar que ya no esté aquí para encajar los golpes, pueden seguir haciéndolo.

Demasiado débil para luchar…

Durante una época de su vida Frank Kafka no consiguió escribir. La única válvula de escape que se le concedía se había cegado… y la angustia comenzó a crecer. Fue entonces cuando Milena Jesenská apareció en su vida. Ella era una escritora que se ganaba la vida traduciendo textos ajenos. Hacía años que se había casado, en un acto de rebeldía, con un mediocre novelista austriaco con alto concepto de sí mismo llamado Ernst Pollak. Sin vida social y con un marido demasiado abstraído en sí mismo, no tardó en sentirse desdichada a su lado. Como recurso de supervivencia se volcó en los libros y en su trabajo… entonces apareció Kafka.

Milena se descuadró al leer varios cuentos del escritor. No se trataba de la arquitectura de los escritos tanto como de lo que filtraban sus historias. Le escribió poco más tarde, pidiéndole permiso para traducir su textos (originalmente escritos en alemán) al checo. La respuesta de Kafka, tan apasionada como llena de imprecisiones, le hizo plantearse la posibilidad de enamorarse de alguien a través de sus letras. Algo imposible para una mente racional, pero ella, que se enfrentó a su familia para casarse siendo aún menor de edad, nunca fue una mujer racional.

Así nació la relación epistolar que les unió hasta la temprana muerte del escritor en 1924. Cuando Kafka escribía, Milena temblaba. Tal vez por esa razón fue siempre reacia a encontrarse con él, circunstancia que se dio en dos ocasiones. En Viena, durante cuatro intensas jornadas, y durante un día en Gmünd, la última vez que se vieron.

Su primer encuentro se dio en un café de Viena. Milena buscaba a un hombre moreno, de aspecto quebradizo y sombra triste. Tardó en reconocerle. Kafka, sin embargo, la reconoció de inmediato. Se sentó a su lado y, aún sin cruzar palabras, apartó el cabello del rostro de Milena. La fascinación de ella se acrecentó cuando Franz se refirió a ella como mi Milena.

Concertaron un nuevo encuentro en Gmünd, durante el mes de agosto. Franz se presentó a la cita ansioso. Lo primero que hizo fue confesar su amor por ella… y ella no respondió. Asustada por el apasionado ardor del escritor, y confusa por el tormentoso placer que él parecía extraer de la autoflagelación, se mostró ausente durante el resto de la jornada. Los paseos que siguieron por los frondosos bosques de la ciudad austriaca se convirtieron en un calvario para ambos. Franz reprochó la frialdad de Milena. Milena calló. Durante el viaje a la estación de tren que les alejaría, Franz trató de coger de las manos de Milena. Ella las apartó. Este último encuentro sumió a ambos en una profunda melancolía al ser conscientes de que por carta resultaba más fácil amarse. Sin embargo, el papel les impedía tocarse.

Después de su último y fatal encuentro, Milena telegrafió a Franz informándole de que le había enviado una carta explicándole lo que había sentido en Gmünd.  Aquella misma tarde introdujo en un sobre una carta escrita en papel amarillo dirigida a Franz en la que trataba de recuperarle haciéndole entender lo difícil que era amar a alguien que se odiaba a sí mismo con la misma intensidad con la que se había entregado a ella. Sentía que algo se había roto entre ambos, y no se equivocaba. Pasaban las semanas y la respuesta no llegaba. Mientras, en Praga, Kafka escribía y rompía docenas de cartas destinadas a Milena. No podía dormir. Se levantaba de la cama de madrugada para redactar misivas que, una vez llegado el alba, rompía desesperado. Finalmente, semanas más tarde, en el buzón de Milena apareció un sobre escrito con la caligrafía aguda de Franz. Aquella fue la última carta que le envió.

Sin fecha

Sábado por la noche.

Aún no he recibido la carta amarilla, te la devolveré sin abrir. Me lamentaría el resto de mi vida si la idea de no escribirnos más no fuera la más correcta. Mas no me equivoco, Milena.

No quiero seguir hablando de ti, no porque no sea asunto mío, sí lo es; pero sencillamente no quiero hablar de ello.

Así que hablemos de mí: lo que tú eres para mí, Milena, lo que eres para mí más allá de todo el mundo en que ambos vivimos, eso no lo encontrarás en los papeluchos diarios que te he escrito. Esas cartas, tales como son, solo sirven para atormentarse, y cuando no atormentan es peor todavía. No sirven de nada, salvo para crear un día, en Gmün, malentendidos, humillaciones, humillaciones casi perpetuas. Quiero verte tan nítidamente como aquella primera vez en la calle, pero las cartas distorsionan tu imagen aún más que el bullicio de la calle L. (…)

(…) Aquí estoy, sentado frente a esta carta, sin nada más que hacer, a la una y media de la madrugada; mirando sus palabras y viéndote a través de ellas. A veces, no en sueños, se me aparece esta visión: tienes la cara cubierta por el pelo, consigo separarlo y apartarlo hacia ambos lados, aparece tu cara, mis dedos recorren tu frente y tus sienes y al fin he conseguido retener tu rostro entre mis manos.

Lunes

Quise romper esta carta, no mandarla, no contestar a tu telegrama, los telegramas son tan fríos, pero ahora además tengo la tarjeta y la carta, esa tarjeta, esa carta. (…) Callar es la única manera de vivir, en todas partes. Con tristeza, de acuerdo, pero ¿eso qué importa? Así el sueño es más infantil y más profundo. Pero el tormento es como un arado que surca el sueño -y el día-, se vuelve insoportable.

Miércoles

No hay ley que me prohíba escribirte una vez más y agradecerte esta carta donde aparece lo más hermoso seguramente que has escrito nunca, ese “Yo sé que tú me…”.

Aparte de eso, no hace mucho que estabas de acuerdo conmigo sobre la conveniencia de no escribirnos; que precisamente yo lo haya propuesto se trata simplemente de una casualidad, ya que del mismo modo habrías podido proponerlo tú. Y como estamos de acuerdo, no es necesario explicar por qué es conveniente que no nos escribamos más. (…)

(…) Esta carta no es una despedida, solo lo sería si la fuerza de la gravedad que me acosa constantemente me arrastrara para siempre contigo.

El 3 de junio de 1924, día de la muerte de Franz Kafka, Milena escribe una nota fúnebre en un diario checo: «tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo».

Días antes de su muerte, devorado por la tuberculosis que le impide alimentarse con otra cosa que no sean líquidos, Kafka escribe una de sus últimas sentencias: «Quien busca, no halla. Quien no busca, es hallado».

20 Millas al Sur…

Cuando estaba aprendiendo a leer, como no siempre me comportaba de forma adecuada, mi padre me dio a conocer las fábulas de Esopo con la esperanza de que las moralejas de aquellos cuentos tradicionales mejoraran mi conducta. Cada anochecer, tras adentrarme en «La Zorras y las Uvas» y otras fábulas similares, él asentía y me preguntaba: «¿Y qué significa esta historia para ti, Robert?». Al mirar aquellos textos y sus bellas ilustraciones, llegué a darme cuenta lentamente de que aquellas narraciones significaban mucho más que palabras y bonitos dibujos.

Más tarde, antes de entrar en la universidad, consideré que la mejor vida imaginable incluye tantos partidos de golf como sea posible, por lo que decidí hacerme dentista. «¿Dentista?», se rió mi madre. «No puedes hablar en serio. ¿Qué ocurrirá cuando se solucionen todos los problemas odontológicos? ¿Dónde estarán entonces los dentistas? No, Bobby, la gente siempre necesitará entretenimiento. Estoy pensando en tu futuro. Te vas a meter en el mundo del espectáculo».

El Guión. Robert McKee.

A finales de 2010 Robert McKee, maestro de guionistas que jamás ha escrito (al menos oficialmente) un guión, impartió un seminario intensivo en la sede de EiTB de Bilbao. Más de un centenar de jóvenes guionistas escucharon durante más de doce horas la entusiasta clase magistral de McKee hasta acabar poco menos que jaleándole. Yo me encontraba entre ellos. Un año antes, durante unas clases en una céntrica calle de Madrid, intercambiaba opiniones con mis compañeros sobre las teorías de McKee. Durante aquellas intensas discusiones, cafés de por medio, elaboré mi propia visión del personaje: sin duda se trataba de un hombre que relegaba la técnica en favor de la emoción. Durante aquella clase comprendí rápidamente que estaba equivocado mientras él danzaba sobre una pizarra electrónica situando actos, tramas secundarias y puntos culminantes sobre escaletas milimétricamente calculadas. Al fin y al cabo todo era una cuestión matemática. Había aceptado mi error, tras un pletórico y extenuante día, cuando, justo antes de despedirse, dijo solemnemente dirigiéndose a su entregado público: «Dicho todo esto, déjenlo a un lado y apunten hacia el sur de su cerebro. Porque sin corazón no tendrán nada…»

Si aún queda mar…

Jack London acababa de separarse de su esposa, lo cuál le sumió en una nueva profunda depresión que sumar a las que su melancólico carácter cargaba desde que aparcó los sueños del lejano norte para vivirlos en primera persona. Hacía años que mantenía una intensa amistad epistolar con Mark Twain, fundada en el afecto mutuo pese a los cuarenta años que les separaban, de modo que London dejó entrever su devastación a Twain en una misiva tan triste que el creador de Tom Sawyer viajó hasta Oakland para ver por vez primera en persona a su amigo. Una vez frente a su puerta, Twain le arrastró fuera de la casa y le llevó hasta el puerto para mostrarle el pequeño barco que había alquilado con la intención de alcanzar Hawaii junto a él. Su convicción de que únicamente el retorno a una azarosa vida de aventuras sanaría a London le hizo planificar una aventura suicida que incluyó la adquisición de un barco de pesca de bajura (a todas luces insuficiente para una larga travesía), alimentos para tres semanas (que terminarían consumiéndose en poco más de dos) y agua en abundancia; además de aparejos de pesca, una brújula y varios  mapa náuticos desfasados. Y pese a lo precario del plan ideado por Twain, el estado de desesperación de London y su amor por cualquier aventura condenada al desastre le indujo a embarcarse a sabiendas de que estaba firmando su sentencia de muerte, ya fuera por  inanición o por deshidratación.

Así fue como el anciano escritor y el joven talento, que asombraba con sus vigorosas novelas de aventuras que inevitablemente incluían pesadumbre, se hicieron a la mar sin avisar a nadie de sus intenciones. Cerca de 4.000 kilómetros de mar por delante, y cientos de historias que compartir, muchas de ellas en silencio.

Tres semanas después de zarpar, el barco que les trasportaba fue encontrado por un guardacostas que socorrió lo que parecía una situación desesperada. A bordo, según el informe redactado, encontraron a un anciano desorientado aferrado al timón, y a un joven de aspecto desarrapado con evidentes síntomas de no haber probado bocado en varios días. Contrariamente a lo que pudiera esperarse de su situación, la expresión de ambos era de felicidad. En la diminuta cabina del piloto hallaron una nota escrita con pulso tembloroso. La parte final decía así:

Si el señor así lo ha decidido, será un privilegio para mí el morir al lado de un amigo.

Mark Twain

Tras ser desembarcados en el puerto de Honolulu, regresaron al continente cuatro meses más tarde. Jack London moriría doce años después de su aventura hawaiana. Para algunos finalmente se salió con la suya y consiguió quitarse la vida gracias a una sobredosis de morfina. Para otros, su muerte fue accidental. Entre los múltiples documentos escritos por él hallados a su muerte se encontraban varios bosquejos de novelas nunca iniciadas, documentos financieros y algunas cartas personales. Entre ellas el borrador de una que nunca llegó a ser enviada. Su destinatario era Mark Twain, y su fecha la de abril de 1910, mes y año en que el escritor murió. El encabezado dice: «Mi querido amigo, aún nos queda mar…».

La Vida es un Número Áureo…

Al llegar a la Feria del Libro, la misma cuyas calles no tenía pensado pisar este año, ella me señaló una caseta lateral en la que se anunciaba que Werner Herzog firmaría libros aquella tarde. El tipo de la foto se parecía asombrosamente al Herzog de hace veinte años con veinte kilos menos. El hombre que se asomaba desde el otro lado, solitario en su jaula a la espera de  que las miradas se tradujesen en preguntas o firmas, nos habló en un castellano trufado de consonantes estridentes preguntándonos sobre qué es para nosotros la poesía. Poco importa que en realidad se tratase de un poeta suizo con alarmantes síntomas de entusiasmo recorriendo su garganta, pues compartía con el director una pasión que solo quien la ha experimentado podría detectar. Teniendo en cuenta todo aquello, el que nos contase que conocía personalmente al otro Herzog no nos sorprendió. Y por supuesto, porque así soy, tomé todo cuanto sucedió como una marca indicativa del camino a seguir.

En una ocasión Herzog aseguró: «Por un amigo haría cualquier cosa». Lo que no esperaban quienes no le conocen es que sus palabras fuesen literales. En 1974, Lotte Eisner, crítica de cine y amiga íntima de Werner, le escribió una conmovedora carta en la que le anunciaba que padecía un cáncer diagnosticado como terminal por los médicos. Apenas le daban seis meses de vida. En la misiva Eisner le pedía a Werner que fuese a verla una última vez. Herzog no se lo pensó dos veces, tomó unas botas resistentes, todo el dinero en metálico que pudo encontrar y algunas botellas de agua que colocó en su mochila y salió rumbo a París, lugar de residencia de Eisner, desde su Múnich natal. Tardó semanas en llegar, pues realizó el viaje a pie. Según contó necesitaba salir de inmediato, no podría soportar la espera en un aeropuerto, además de que «era el único método honesto de ir a ver a un amigo». Así es Herzog.

El único director que puede presumir (cosa que jamás haría) de haber rodado en los siete continentes nació en 1942, mientras las bombas caían sobre medio mundo. Hijo de padre alemán y madre croata, la guerra hizo que su familia buscase refugio en las montañas de Baviera, lugar en el que el pequeño Werner creció de un modo que el mismo definió como salvaje. Pasaba los días solo, deambulando por las montañas sin tener nociones de lo que ocurría en el mundo exterior. Hasta la adolescencia no vio su primera película ni escuchó la radio. A los diecisiete años, una entrada de enclicopedia de quince páginas sobre el arte cinematográfico le bastó para encauzar su vida: sería director de cine. Para ello comenzo robando una cámara de 35 mm. de una escuela cinematográfica de Múnich con la que rodó sus primeras siete películas. Para conseguir financiar otros molestos gastos como el celuloide, trabajó como soldador en el turno de noche en una acería. En 1968 vio la luz su primera película: «Signos de Vida».

A partir de entonces su vida se convierte en una novela de Jack London. A mitad de camino entre la leyenda, las medias verdades y la locura. Rueda en la boca de un volcán, en la línea del frente de una guerra en Sudamérica, hace ascender un barco de vapor por un río amazónico, rueda una película con los actores en estado de hipnosis… En 2006, durante la promoción de su excelente «Grizzly Man», recibe un disparo en el vientre mientras es entrevistado por un equipo de la BBC. El perdigón, disparado desde un coche en marcha con una potente arma de aire comprimido, se aloja en un grueso catálogo que Werner sujeta en su cinturón. Los alertados periodistas ingleses proponen cancelar la entrevista, a lo que Werner se niega. «Joder, sigamos. Todo esto no es más que folklore angelino», les dice. En otra ocasión, durante una época en la que enseña filosofía en la universidad de Berkeley, un alumno llamado Errol Morris, fascinado por el alemán, le habla de su proyecto de filmar un documental ambientado en un cementerio de mascotas. Herzog se muestra interesado en el proyecto, pero le asegura que nadie producirá semejante material. «Si consigues rodarlo me comeré mi zapato», finaliza.  En 1978 Morris estrena «Gates of Heaven», una historia sobre los moradores de un cementerio de mascotas precedido por un cortometraje de veinte minutos titulado «Werner Herzog Eats His Shoe» en el que el director cocina una bota de cuero para después comersela, salvo la suela de goma, a lo que Herzog se niega del mismo modo que quienes comen pollo no se comen los huesos. En otra ocasión, durante el rodaje de «También los Enanos Empezaron Pequeños», ocurre un accidente en el que uno de los actores resulta atropellado por una furgoneta. El ambiente de rodaje está tan crispado que el resto de actores amenaza con marcharse a lo que Werner contesta con un reto: si continúan hasta el final les dejará rodarle mientras salta desnudo sobre un lecho de cáctus. El mismo día del final del rodaje, un tipo alemán con pinta desaliñada ingresa en un hospital de Lanzarote con el cuerpo cubierto de espinas. Todo el equipo de filmación se queda fuera del hospital los dos días que el director permanece ingresado.

«Es un buen hombre y el mejor director vivo, pero está loco. Afortunadamente me considera su amigo», dice Truffaut de él. Werner responde: «Sé que no debería rodar más peliculas. Debería ingresar en un manicomio». A su evidente desequilibrio psiquíco no le ayuda su esquizofrénica relación con Klaus Kinski de la que tanto y tanto se ha hablado. Agresiones físicas, amenazas de muerte, insultos, odio sin fin y cinco películas son el legado de aquella enfermiza relación. El actor, claramente demente, acepta comenzar su relación con Herzog durante una dislocada llamada de teléfono de madrugada en la que demuestra su pasión por el guión que acaba de recibir del director. «Tardé al menos dos minutos en darme cuenta de que aquel chillido inarticulado provenía de Kinski», contó Herzog. El rodaje de «Aguirre, la cólera de Dios» fue tan caótico que llevó al borde de la enajenación absoluta a todos cuanto participaron en él. Kinski le arrojó un hacha a la cabeza al director durante una discusión; le cortó un dedo a un figurante al que acusaba de hacer mucho ruído; se amenazaron mutuamente de muerte con la certeza de que después se volarían la cabeza sin importarles demasiado.

Pero lo que parecía imposible se dio y repitieron una vez más. El rodaje de «Fitzcarraldo» fue aún más insano. La costumbre de Kinski de pasearse por el set de rodaje armado de un revólver que usaba indistintamente contra animales, peces y personas llevó a los figurantes indígenas a ofrecerse al director para matarle. Hacia la mitad de rodaje un avión que transportaba a seis miembros del equipo se estrelló en las montañas. Todos ellos murieron. Ante la devastación anímica general, Kinski no mostró el más mínimo pesar por aquello, incluso dejó entrever cierta satisfacción. «Es el mayor hijo de puta de la historia de la humanidad», afirmó Herzog. Volverían a trabajar juntos en «Cobra Verde», si bien, en esta última ocasión, el actor abandonaría el rodaje antes de finalizar convencido de que si seguía del lado de Herzog acabaría asesinándole.

«Jamás me río», dice Werner. Miente, por supuesto. Su sombrío sentido del humor dibuja carcajadas en su rostro con frecuencia durante los rodajes. Tiene fama de ser extremadamente duro con sus actores, si bien ninguno de ellos (salvo Kinski) ha dicho una mala palabra del director hasta la fecha. Le gusta ver «Los Vigilantes de la Playa» tanto como odia los Oscar, lo que no le impidió vaticinar que el premio a la mejor actuación de este año sería para Colin Firth porque, según dijo, «es el tipo de actuación que se da una vez por década». Contradictorio, asegura que la vida y la muerte son diferentes lados de la misma moneda. Solo así se entiende su desprecio por su propia vida. En 2006, dos días después de ser tiroteado, un coche volcó delante de su casa convirtiéndose en una tea de inmediado. Werner salió presto de su domicilio, rompió el cristal del auto y extrajo a su anonadado ocupante que resultó ser el actor Joaquín Phoenix. La agradecida víctima solo recibió una petición de Werner tras el incidente: no lo cuentes a nadie. Phoenix incumplió su palabra al día siguiente en una televisión local en la que afirmó sentirse abrumado tras haber sido rescatado por uno de sus ídolos: «Werner Herzog me ha salvado la vida. El coche estaba en llamas y no podía salir, entonces escuché una voz con un fuerte acento alemán que me decía: solo relájate».

Al día siguiente asistimos a la sesión de Slam Poetry que el otro Werner Herzog nos recomienda. Al vernos inclina la cabeza justo antes de comenzar a agitar sus brazos y vocear sus versos delimitando sus bordes para confirmar lo que siempre he pensado, que la vida es un número áureo. 

La hija del relojero, la esposa del soldado…

«Después, Singer sacó las manos del bolsillo y escribió con cuidado en un trozo de papel con un lápiz plateado. Y empujó el papel hacia Jake.

Puedo poner un colchón en el suelo y quedarse usted aquí hasta que encuentre un sitio. Yo estoy fuera la mayor parte del día. No habría ningún problema.

Jake sintió que le temblaban los labios con un repentino sentimiento de gratitud. Pero no podía aceptar.

-Gracias -dijo-. Ya tengo un sitio»

El Corazón es un Cazador SolitarioCarson McCullers.

Cuando Lula Carson Smith nació, su padre fabricó un reloj que custodió hasta que hubieron transcurrido catorce años de tan celebrado acontecimiento. Entonces se lo entregó con la certeza de que ella lo conservaría toda su vida. Se trataba de un reloj azul esmaltado con ribetes plateados con una inscripción que rezaba: «Busca el camino».

Carson tenía dieciocho años, una salud extremadamente frágil y un aspecto de niña grande, acentuado por su costumbre de encogerse de hombros a la primera contrariedad, cuando conoció a Reeves McCullers; soldado voluntario, más por necesidad que por idealismo, que aspiraba a convertirse en el gran escritor americano del siglo XX. Carson  no necesitó de su influencia para adentrarse en el mundo de la letras. Su acomodada familia le había proporcionado una sólida educación, pese a su díscola actitud ante todo aquello que significase disciplina. Dos años más tarde, Carson y Reeves se casaron.

La desilusión no tardó en frecuentar la casa de los McCullers. Cada semana un manuscrito de Reeves era devuelto por alguna editorial con una carta que contenía la misma frase, con distinta formulación, que acompañó a cartas anteriores: «No es lo que buscamos» «Tal vez en otra ocasión» «Siga intentándolo». En otras palabras: «No tienes talento. Dedícate a otra cosa».  Reeves se viene abajo, busca refugio en su esposa y Carson comienza a defender la obra de su marido por encima de la suya propia. Nadie la escucha. Carson ha perdido el pudor y hace tiempo que muestra lo que escribe, y resulta que le gusta la sensación de dejar grabado lo que bulle dentro de ella. Su primera novela, «El Corazón es un Cazador Solitario» es recibida con entusiasmo. El complemento de Faulkner, afirman algunos. Mejor aún que Faulkner, dicen otros. La escritora de los desamparados que sabe mirar donde nadie se atreve a hacerlo, aseguran los demás. No pasa mucho tiempo antes de que Carson se inhiba de todo lo que no sean sus letras y, ante su ausencia, Reeves busque consuelo en la barra de los bares. A ello le seguirán las peleas, los insultos, las infidelidades…

Trascurre el año 1940. Tras divorciarse de Reeves, Carson se muda a Nueva York y allí conoce a W. H. Auden, a Tennessee Williams, a Henry Miller que trata de ligar con ella, pero Carson ha puesto sus ojos en la andrógina escritora suiza Annemarie Schwarzenbach con la que comienza una destructiva relación marcada por la dominante personalidad de la europea. Poco más tarde llega el ataque cerebral que paraliza la mitad de su cuerpo, momento que la Schwarzenbach aprovecha para largarse y propinarle a Carson un nuevo desengaño.

La cuestión es que, pese a los contratiempos, se recupera asombrosamente bien y en unas semanas apenas quedan estragos del ictus que casi la mata. Varias relaciones lésbicas más tarde, comienza a desencantarse de la gente y su escritura se vuelve ocre. Se vuelca en sus personajes, siempre marginales: sordomudos bondadosos y solitarios, lesbianas hoscas e incomprendidas, jorobados sediciosos, negros que han de comer en el porche, sin mesa, porque nunca son bienvenidos en ninguna parte, tipos tan silenciosos y fuera de lugar que son objeto de burla por el simple hecho de existir. En cierto modo, Carson se radicaliza: «Lo que la mayoría considera normal a mí me da miedo», escribe. Su aspecto sigue siendo adolescente, pese a transitar cerca de la treintena y a lo baqueteado de su viaje. En ocasiones mira el reloj que le fabricó su padre. Lo hace antes de vaciar una botella de ginebra. El miedo que crece dentro de ella le hizo detenerse una tarde frente a una licorería. Desde entonces, las botellas vacías se amontonan en su trastero.

Escribe y bebe sin parar. Una página y una botella diaria, según afirman sus biógrafos. Trata de volver a los hombres, pero éstos la tratan tan mal como lo hicieron las mujeres. Sigue queriendo a Reeves, incluso le escribe varias veces, pero él no responde. La caída en el abismo del alcohol se acompaña de fuertes depresiones que la llevan a refugiarse en su casa durante estaciones enteras. La parálisis ha ganado espacio desde entonces y  hace años que comenzó a recuperar el terreno perdido. Primero se entumecen sus piernas, luego uno de sus brazos, después un lado de su cara.

Un día decide escribir una última carta a Reeves: «Nuestro mutuo amor es semejante a la ley natural, independiente de nuestras voluntades, inalterado por las circunstancias».  Reeves responde a los pocos días. Se reencuentran cinco años después del divorcio que les alejó. A él le han salido canas; a ella patas de gallo prematuras que siguen sin conseguir hacer mella en su cara aniñada. Él sigue sin publicar nada, pese a que las editoriales están empapeladas con sus letras. Ella es una de las más grandes escritoras vivas. Se vuelven a casar dos meses más tarde.

En un principio, la nueva oportunidad que se dan va bien. Carson cuída a su marido, tira de él, mientras en Reeves crece la desazón al encontrarse una y otra vez con puertas cerradas. Sin embargo, siguen adelante, pero no durará mucho. La burbuja estalla cuando el último libro de Carson, «Frankie y la boda», es adaptado en Broadway convirtiéndose en un éxito instantáneo. Reeves, incapaz de asumir su fracaso y empequeñecido por el éxito de su mujer, vuelve a beber y esta vez lo hace a lo grande. Presa de delirios paranoides, comienza a hablarle a Carson de suicidio. Ella se asusta, pero no deja de beber a su lado, compartiendo fantasmas con frecuencia. Incluso se establece una especie de pacto suicida que Reeves comienza a gestar en 1952, durante una estancia en Francia. Finalmente, Reeves se aleja de ella, sabedor de que supone una rémora para la carrera de su esposa. Pocos meses más tarde la frustación de Reeves se traduce en macabro éxito por una vez en su vida mediante una soga colgada de una viga. Carson se hunde al conocer la noticia. Comienza a escribir, de modo amargo, sobre lo insoportable de las relaciones destructivas como la que mantuvo con Reeves. Se encuentra devastada, ya no quiere más. Tennessee Williams, amigo siempre, dice de Carson que lo único que quiere es amar y ser amada, pero a cambio se rodea de personas incapacitadas para darse, que sólo demandan su esencia negándole la suya propia. Vampiros emocionales que la desgastan poco a poco, sentencia. Carson sufre un infarto, después otro, después uno más. Le diagnostican cáncer de mama poco más tarde. Por entonces, su paralisis se ha agravado, llevándole a una silla de ruedas de la que ya no se levantará.

Muere en 1967 en un hospital de Nueva York. Entre las pertenencias que llevó consigo en su último viaje figuraban un libro de Auden, una fotografía de sus padres y un reloj azul esmaltado con ribetes plateados que lucía la inscripción: «Busca el camino». 

«En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario».

La Balada del Café TristeCarson McCullers.

Te Odio. Te Amo…

Werner Herzog intentó por todos los medios que Klaus Kinski trabajase junto a él una vez más tras el rodaje de “Cobra Verde”. Herzog sentía que había vendido parte de su alma al comprometerse para rodar “Grito de Piedra”, la odisea de dos montañeros por alcanzar la cumbre del Cerro Torre antes que el otro. El proyecto le gustaba, pero el hecho de que se tratase de un proyecto ajeno (basado en una historia del alpinista Reinhold Meister) le hizo volcarse en la búsqueda de Kinski, quizás pensando en que la presencia de su alter ego desquiciado, su vieja némesis, su compañero de desvaríos serviría de excusa para ajusticiar su mala conciencia. Pero Kinski se negó siquiera a hablar con él, y pocos meses más tarde moriría de un ataque cardiaco, lo que desembocó en la definitiva incorporación de un nuevo psicótico en la troupe del director alemán, el actor norteamericano Brad Dourif.

La relación entre Herzog y Kinski se extendió hasta el final desde que coincidieran por vez primera durante su niñez. Ya entonces Herzog arrastró la sensación de que Kinski se trataba de una persona situada perennemente en el límite de la sinrazón.

En 1972, Werner Herzog pensó en él para dar vida al “gran traidor”, Lope de Aguirre, en la que sería una de las obras de referencia del renacido cine alemán. “Aguirre, la cólera de Dios” se rodó en la selva amazónica con medios y presupuesto más que precarios. Un rodaje que sirvió para referirse a los posteriores afrontados por Herzog, todos ellos basados en la improvisación y en la locura como únicas premisas.

La relación de odio-necesidad-desprecio-amor entre Herzog y Kinski tuvo multitud de capítulos escritos durante los tormentosos rodajes en los que coincidieron. En “Aguirre, la cólera de Dios” las iniciales discusiones no tardaron en convertirse en agresiones y amenazas. Los momentos álgidos incluyeron armas de fuego, como el fusil que solicitó Kinski antes de adentrarse en la jungla. Según dijo en un primer momento, lo pidió para protegerse de las alimañas. No tardó en confesar que deseaba matar a Herzog. Hacia el final del rodaje las tornas parecieron cambiar. Kinski, que se levantó un día displicente, lanzando retos a un equipo que a esas alturas no le soportaba, se negó a rodar una escena a lo que Herzog respondió con calma y silencio. Al cabo de unos minutos que consumió con poses pensativas, abandonó el set de rodaje para regresar amenazando con matar al actor. El diálogo que sigue reproduce aquel momento en boca (fantasiosa en grado nada desdeñable) de Klaus Kinski…

-¡Yo me largo! ¡Aunque tenga que remar hasta el océano Atlántico!

-Si te largas, acabo contigo- dice ese calzonazos de Herzog, con cara de susto debido al riesgo que está corriendo.

-¿Cómo vas a acabar conmigo, bocazas?- le pregunto, con la esperanza de que me ataque y así pueda matarlo en defensa propia.

-Te voy a disparar- balbucea como un paralítico con el cerebro reblandecido-. Ocho balas para ti, y la última para mí.

¿Quién ha oído hablar jamás de un fusil o una pistola con nueve cartuchos? ¡Eso no existe! Además, no tiene armas. Me consta. No tiene un fusil ni una pistola, ni siquiera un machete. Ni tan sólo una navaja. Ni un sacacorchos. Soy el único que tiene un fusil. Un Winchester. Tengo un permiso especial del gobierno peruano. Para comprar cartuchos, me he tirado días enteros de aquí para allá, de una comisaría a otra, para que me firmasen y sellasen papeles, y toda esa mierda.

-Te espero, insecto- le digo, alegrándome de lo lindo de que por fin hayamos llegado a esos extremos-. Me voy a mi balsa y allí te espero. Si vienes, te mato a tiros.

Luego me abro paso hasta nuestra balsa, donde Minhoi ya se ha dormido en su hamaca. Cargo mi Winchester y me pongo a esperar.

A eso de las cuatro de la mañana, Herzog se acerca en canoa a nuestra balsa y me pide perdón.

Aquel día se gestó un matrimonio mal avenido que coincidió en cuatro ocasiones más. Cada rodaje fue un suplicio que los dos juraron no repetir. En “Woyzek”, Kinski acusó a Herzog de tratar de envenenarle; en “Nosferatu, Fantasma de la Noche”, a Herzog de faltó poco para enloquecer… Pero nada de lo anterior se puede comparar a “Fitzcarraldo”.

El delirio comenzó ya en casa de Francis Ford Coppola. Allí estaba Herzog, trabajando contrarreloj en un guión sin pies ni cabeza. Por entonces su vida transitaba por la senda más oscura del delirio, algo que a Coppola dejó de parecerle divertido al observar el errático comportamiento del alemán los días previos a su marcha. “Fitzcarraldo” debía ser su obra magna, y sólo Kinski podía interpretar al personaje protagonista, un visionario obsesionado con la idea de construir un palacio de la ópera en plena selva amazónica. Una vez en Perú, lugar en el que se rodó la película, Herzog y Kinski se mostraron una afabilidad decreciente. Tres días bastaron para que confesaran planes mutuos para asesinarse. La actitud de Kinski resultó ser tan irritante que los propios indígenas que participaron en el rodaje, jíbaros con escasa paciencia, se ofrecieron a Herzog para eliminarle, cuestión que el director rechazó, según confesó más adelante, de mala gana. Kinski discutió con el director de fotografía, amenazó al guionista y llegó a enfrentarse físicamente con Herzog durante la primera semana de rodaje. Tan desquiciado llegó a ser el ambiente que dos miembros del equipo abandonaron el rodaje para convertirse en buscadores de oro en el Amazonas, algo que enfureció a Kinski, ávido siempre por ser el centro de atención. Consiguió su objetivo el día que una serpiente venenosa le mordió en un pie. Kinski, sin pensárselo demasiado, cogió un hacha y se amputó parte del pie ante los anonadados supervivientes de aquel rodaje de pesadilla. Presenciando la escena se encontraba Herzog, quien, con toda tranquilidad, dio por finalizado el rodaje por ese día.

Pero no fue hasta “Cobra Verde” cuando Kinski alcanza la cima de las montañas de la locura. Se cuenta que durante el rodaje Kinski no dejaba de proclamar su genialidad incomprendida a todo el que quisiera escuchar. Las discusiones violentas con Herzog no tardaron en llegar, enfrentamientos físicos incluidos. La última refriega entre ambos ocurrió durante el rodaje de una escena en la que Kinski desenvainó el sable que portaba para amenazar con cortar el cuello de Herzog, a lo que éste respondió ofrenciéndoselo mansamente. Son muchos los que cuestionan que aquello realmente llegase a suceder. La famosa fotografía que reproduce el momento no es más que simple márketing orquestado por el vanidoso Herzog, tratando de potenciar la leyenda de su relación con Kinski. Sin embargo, de las intenciones del actor cuando se ofreció a interpretar la pantomima no se sabe nada, más cuando los que intervinieron en el rodaje insisten en que Kinski llegó a perder por completo la razón. Días más tarde, Kinski abandonó el rodaje sin dar explicaciones.

Y así llegamos a 1992. Herzog se encuentra rodando “Grito de Piedra” en la Patagonia a su estilo. En otras palabras, un caos que incluye la pérdida de parte del metraje durante el descenso del Cerro Torre tras un día de rodaje. Por las noches habla sin parar de Klaus Kinski, “ese hijo de perra, chiflado y psicópata”. Antes de empezar una toma habla con Brad Dourif sobre el modo de encarar su papel. “Hazlo como lo haría Kinski”, le dice. Después añade, “ese bastardo cabrón”.

Bajito, tuerto, feo y judío…

De entre todo el catálogo de perdedores que alguna vez ganaron aparece con frecuencia Sammy Davis Jr. en mi memoria. Pocos como él supieron que, aunque la voz que resuena más alto anuncia las breves victorias como el justificante de una vida, las derrotas duelen más y perduran por siempre. Al menos tres veces (que se sepa, seguramente fueron muchas más) trató de quitarse la vida mientras ocupaba los tiempos muertos en rehuir su imagen de los espejos, acostarse con coristas y labrar una extensa obra que él siempre creyó impersonal. Demasiado a rebufo de los tipos que le acogieron bajo su sombre en el Rat Pack.

Se odió siempre a sí mismo por ser bajito y feo. Añadió al cúmulo de calamidades la que consideró mayor de ellas tras la larga convalecencia que le dejó tuerto tras un accidente de tráfico. Se convirtió al judaísmo sin ser creyente porque consideró que ya que le había tocado sufrir debía añadir al pack el karma del pueblo eternamente perseguido.

Se creía negado para amar, de modo que cuando mantuvo una humeante relación con Kim Novak, no tuvo en cuenta que ella pensaba lo mismo de sí misma y claro, terminó enamorándose de una chica blanca en el peor escenario posible. El que se besaran y se dedicasen arrumacos en público alertó a los caudillos de la mafia local de Las Vegas. Un negro, aunque fuese un negro que caía bien, rico y famoso, no podía manosear de aquella manera a la chica blanca más deseada del momento. Una noche, tras una actuación, varios gorilas le llevaron por la fuerza al desierto para transmitile un mensaje. Deja a la Novak y cásate con una chica negra o tu ojo sano se convertirá en cristal y tus piernas no te servirán para caminar. Aquella misma noche se casó con una bailarina de su espectáculo. Pero al igual que los ríos siguen fluyendo, él continuó con su retahíla de amantes de todos los colores, sus intentos de suicidio y sus chistes fáciles bajo el manto protector de Frankie Sinatra, Dean Martin y Peter Lawford.

Un día de 1960 conoció a una starlet sueca llamada May Britt. De belleza tan imponente como su inocencia, la Britt se dejó seducir sin ofrecer resistencia al bajito, tuerto y feo que se odiaba tanto como los mohicanos odiaban a los hurones. Y se casaron.  Su relación escandalizó a un país sumido en crudos disturbios raciales pese a que Sammy, con la lección aprendida a golpes, mantenía las manos lejos de su esposa en público. Cosa que ella nunca hizo. Le amó con tal fuerza que, cuando fueron entrevistados por Oriana Fallaci, le describió como el hombre más guapo que había visto.

May Britt abandonó una carrera que le destinaba eternos papeles de florero para estar al lado de su marido. La felicidad, sin embargo, apenas les duró unos pocos años. Tras el nacimiento de su hijo, volvieron los intentos de suicidio, los líos de faldas y los espejos del revés. El día que Britt supo que Sammy la engañaba con la actriz Lola Falana, cogió a su hijo, hizo las maletas y no volvió la vista atrás.

Sammy siguió adelante. Le pidió perdón a su mujer, pero no trató de volver con ella. Su últimos años estuvieron marcados por sus patinazos públicos. Renegó de su raza, de su religión y de sí mismo. Se encerró en casa, vació botellas de bourbon por miles y dejó de contestar el teléfono. El cáncer se lo llevó justo a tiempo de evitar que los recuerdos de su adolescencia y de su estancia en el ejército, cuando los propios soldados negros abusaban de él, estaban a punto de llevarle a la demencia.

Shirley MacLaine: «Le visité una semana antes de su muerte. Estaba demacrado físicamente, pero las botellas de whisky seguían estando a la vista. Su casa había dejado de ser luminosa, como siempre fue, para convertirse en una especie de cobertizo sin espejos y con las ventanas siempre cerradas. Le dije que no debía tener miedo. Que lo que estaba por llegar le colmaría de felicidad. Me contestó con una media sonrisa: Ya es tarde para eso».